En una de las cuatro esquinas del Parque Víctor Hugo en La Habana, Cuba –justo donde la calle H cruza la 21, a una cuadra de la avenida de los Presidentes–, se encuentra un monumento a Francesc Pi y Margall, el hijo de un tejedor de velos barcelonés que en 1873 llegó a ser presidente de la Primera República Española. La estructura es modesta: un busto de bronce montado sobre dos bloques de piedra de menos de dos metros de altura. Una placa reproduce una cita en que el gran teórico federalista expresa su deseo de vivir lo bastante como para ver a Cuba “libre e independiente”.
En Madrid, en cambio, Pi y Margall no cuenta con ningún monumento, aunque fue allí donde gobernó y donde murió, en 1901, a los 77 años. En su Barcelona natal no tuvo mucha más suerte. Los primeros intentos por homenajearle en el espacio público datan de 1915; pero surgieron dificultades y el monumento en su honor, la República de Josep Viladomat, no se inauguró hasta 21 años después, en abril de 1936, en vísperas de la guerra. La estatua, un desnudo femenino a cuyo pie se encontraba un medallón con un retrato de Pi y Margall, sobrevivió a los bombardeos, pero fue retirada por las autoridades franquistas a dos semanas de declarar la victoria. Se volvió a instalar definitivamente en 1990, con el medallón incluido, en la plaza de Llucmajor en Nou Barris, que en 2016 fue rebautizada como plaza de la República.
No es nada casual que la memoria de la primera experiencia republicana esté más presente en ultramar que en la propia España, mantiene Gerardo Pisarello, diputado por En Comú Podem. “Cuando se evoca la palabra ‘república’, la memoria y los afectos se dirigen casi indefectiblemente al 14 de abril de 1931”, escribe en La República inesperada, el libro que acaba de publicar en Escritos Contextatarios. “Casi nunca ocurre lo mismo con la Primera República (…). Es más, escribir sobre ella, a un siglo y medio de su proclamación, exige un arduo trabajo previo, similar al de quien debe remover una pesada losa de la entrada de una habitación para que la luz pueda penetrar en ella”.
La República inesperada nos sumerge en una detallada narración de los convulsos seis años que van desde la Revolución Gloriosa (1868) a la restauración de la monarquía (1874). De paso, Pisarello rescata a figuras clave del periodo, no solo Pi y Margall, sino también republicanos federales como Ramón Xaudaró o Valentí Almirall y activistas pioneras como Modesta Peirú (atea y feminista de Zaragoza), Isabel Vilà i Pujol (líder sindicalista catalana) o la anarquista canaria Guillermina Rojas, quien en un célebre discurso de octubre de 1871 llegó a defender el derecho de las mujeres al amor libre.
En su libro, Pisarello avanza cuatro argumentos principales. Para empezar, subraya que, por más que el nacimiento de la Primera República fuera inesperado –se proclamó el 11 de febrero de 1873, un día después de la sorpresiva abdicación de Amadeo de Saboya, el rey “importado” de Italia para sustituir a la dinastía borbónica– fue el producto de muchos años de trabajo teórico y organizativo a ras de suelo.
Segundo, explica que los años entre la Gloriosa y la Restauración estuvieron marcados por dos importantes tensiones internas en el movimiento republicano. Por un lado, los republicanos moderados, partidarios de una descentralización limitada y de pactar con los sectores más conservadores, se enfrentaban con los republicanos más audaces en lo social, para quienes España –o Iberia– solo podía constituirse federal o confederalmente a partir de la libre asociación de municipios y regiones. Por otro lado, ya durante la República, hubo una tensión entre dirigentes federalistas como Pi y Margall, que buscaba ganar tiempo para neutralizar a los sectores reaccionarios y conseguir que el nuevo régimen se estabilizara mediante una nueva Constitución, y el movimiento cantonal, popular, ansioso por realizar las grandes expectativas sociales que había despertado la proclamación republicana.
El tercer argumento de Pisarello es que el sexenio democrático de 1868-74 dejó un legado político y social nada despreciable: “Consolidó el sufragio universal masculino y apuntaló el municipalismo como fuerza de cambio; impulsó el asociacionismo obrero y la abolición de las odiadas quintas y del reclutamiento para guerras coloniales; favoreció las ocupaciones de tierras concentradas por parte del campesinado hambriento y propició la eliminación de los impuestos al consumo”.
Finalmente, afirma que el olvido en que ha caído este interesantísimo capítulo de la historia española –que se suele descartar como un episodio intrascendente marcado por el caos y el fracaso– es no solo injusto sino nocivo. “Lanzar a la papelera de la historia la esperanza de cambio que la República de 1873 encarnó –escribe– es borrar de la memoria las luchas populares que la hicieron posible y blindar en el presente los privilegios que su llegada cuestionó con fuerza innegable”.
Pisarello (Tucumán, Argentina, 1970) es doctor por la Universidad Complutense y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. Entre 2015 y 2019 fue primer teniente en la alcaldía de Ada Colau (que firma el prólogo al libro). Hoy, además de diputado, es secretario primero de la Mesa del Congreso. Hablamos a mediados de marzo.
Usted es jurista, activista, intelectual público y, desde hace cuatro años, diputado a Cortes. ¿Cuál es el Gerardo Pisarello que nos habla en este libro?
Es una mezcla de todos ellos. Es un nieto de republicanos andaluces que tuvieron que marchar exiliados a Argentina. Es el padre de dos jóvenes republicanos catalanes que pertenecen a esa nueva generación que no entiende ni la monarquía ni los privilegios obsoletos que giran alrededor de su corte. Pero, sobre todo, es un ciudadano convencido de que el republicanismo democrático puede ser la casa común de diferentes tradiciones emancipatorias peninsulares, socialistas, comunistas, libertarias –socialcristianas, incluso–, imprescindibles para que la democracia no quede reducida a un régimen oligárquico con libertades siempre amenazadas.
¿Cuál es el valor de esa memoria hoy?
Las tradiciones republicanas peninsulares no solo son riquísimas y muy plurales, sino que albergan las grandes tareas democratizadoras que tenemos por delante. En el fondo, he escrito un ensayo que intenta emular a esos republicanos y republicanas del siglo XIX que entendían que el cambio social, además de movilización, exigía pedagogía. Eso es lo que hacían en su tiempo Fernando Garrido, Terradas, el propio Pi y Margall, y muchos otros republicanos que combinaban el activismo político con la publicación incesante de ensayos, obras de teatro, o artículos de periódico con un objetivo claro: mostrar a la monarquía como el tapón de un régimen oligárquico corrupto, rentista, represivo y centralizador, que vivía a costa de los sectores populares y frenaba cualquier proceso de modernización. Entre nosotros, esa tradición republicana ha sido deliberadamente silenciada por la propaganda del “juancarlismo” y por el mito de una monarquía supuestamente parlamentaria, pero hoy las cosas están cambiando.
En un país donde los historiadores profesionales han querido hacer valer cierto monopolio con respecto a los relatos sobre el pasado, escribir un libro así sin ser historiador puede verse como un acto de atrevimiento.
Mi intención no ha sido escribir un libro académico sino un ensayo histórico que pretende no solo explicar el pasado sino mover a la acción. En un tema como el republicanismo, caminamos sobre hombros de gigantes. Mi deuda con historiadores consolidados como Ángel Duarte, Pere Gabriel, Florencia Peyrou, es enorme. Y también con una generación de jóvenes brillantes y críticos, muchos de ellos discípulos de mi amigo Xavier Domènech, nucleados alrededor de revistas políticas como Sin Permiso o Debats pel demà.
Franco sabía que en aquellas revueltas populares estaban todas las claves de las resistencias y de las posibilidades de democratización
Además de reconocer su deuda con los historiadores que menciona, también tengo la impresión de que este libro está escrito en contra de otras escuelas historiográficas.
Puede ser. Por ejemplo, hay un historiador del Derecho al que admiro como jurista, Alejandro Nieto, que acaba de publicar un libro sobre la Primera República. Es muy exhaustivo en el estudio de las fuentes, pero se inscribe en una mirada escéptica que no hace honor, en mi opinión, al impulso desde abajo que la República generó y a las vías de democratización que abrió. En ese sentido, concuerdo más con el gran maestro de historiadores, Josep Fontana, cuando recordaba que no era casual que Franco abominara del siglo XIX ¿Por qué? Porque sabía que en aquellas revueltas populares –en aquellas utopías democráticas como fue la de 1873– estaban todas las claves de las resistencias y de las posibilidades de democratización política, económica, territorial, del presente.
Hablando de franquismo, en el libro nota usted que la izquierda no es la única que rescata la memoria republicana.
Bueno, cada vez que alguien le recuerda a Isabel Díaz Ayuso que está convirtiendo Madrid en un paraíso fiscal que concentra riqueza y maltrata a sus ciudadanos, ella intenta descalificar a sus críticos acusándolos de querer ¡una república federal y laica! Y Pablo Casado hacía lo mismo. Más de una vez lo vi subir a la tribuna del Congreso para advertir de que con el nuevo Gobierno volvían ¡los cantonalistas! (Risas.) Esa evocación del fantasma de la Primera República de parte de la derecha es muy consciente. Pero también significa que no está desactivado del todo, que no ha perdido su potencial transformador. Curiosamente, muchos historiadores que hoy forman parte del panteón –Antonio Elorza, el último Álvarez Junco– tienen trabajos de los años setenta que muestran esa potencialidad, aunque ellos mismos experimentaron luego un cierto repliegue conservador.
Sí, porque como diría el clásico, ayudan a comprender la realidad, pero no tanto a transformarla. Mi libro intenta polemizar a dos bandas. Por un lado, con quienes intentan que en su lectura del republicanismo pasado no se detecte ninguna crítica de la restauración borbónica actual. Por otra, con los Pío Moa de turno, muy activos en la divulgación reaccionaria de la historia hispana, desde la Conquista en adelante, y feroces adversarios de todo lo que el republicanismo democrático supuso.
Ninguna de las grandes conquistas en materia de derechos civiles, de vivienda, de salarios dignos, se consigue sin la movilización ciudadana
En un discurso reciente, Álvarez Junco asociaba lo que usted llama “repliegue conservador” con la seriedad y la madurez, descartando ese enfoque anterior en lo popular como una mistificación juvenil marxista que afectó a muchos de esa generación. También advierte contra la tentación de atribuir a cualquier pasado un significado que trascienda su contexto histórico inmediato. La idea central de usted, en cambio, no solo es que los hechos de hace 150 años aún nos pueden decir algo, sino que también nos pueden inspirar las esperanzas y hasta los sueños de entonces, aunque no acabaran realizándose en hechos. O sea, la suya es una perspectiva bastante menos positivista, más inspirada en Walter Benjamin.
Pues a mí la “inmadurez” del joven Álvarez Junco que a inicios de los años setenta se preocupaba con pasión por el impacto de la Comuna de París en España me parece más inspiradora que el discurso en la UNED al que te refieres. Claro que hay tentaciones que deben evitarse: el presentismo, las lecturas teleológicas, que el afán militante se imponga al rigor. Pero dicho esto, yo soy de la escuela de Fontana y de Benjamin. Creo en el imperativo ético de pasar el cepillo a contrapelo de la historia para que puedan emerger pasados invisibilizados y ocultados, los de las gentes de abajo, los de los pueblos colonizados, los de las mujeres. En ese sentido, diría que el trabajo de historiadoras como Florencia Peyrou o Gloria Espigado, al rescatar a activistas republicanas del siglo XIX como Modesta Peirú o Guillermina Rojas, captan el pasado con más rigor y cuestionan el presente con mayor pasión que muchos historiadores maduros en los que esta perspectiva está directamente ausente. De la misma manera que en el presente somos conscientes de que ninguna de las grandes conquistas en materia de derechos civiles, de vivienda, de salarios dignos, se consigue sin la movilización ciudadana, tenemos que ser capaces de hacer emerger a quienes en el pasado se plantearon ese tipo de batallas. Para la historia del republicanismo en España, esto significa no invisibilizar la enorme cantidad de instituciones autoorganizadas –sindicatos, cooperativas, teatros, grupos de ayuda mutua, bibliotecas populares, asociaciones laicas, clubes científicos, etcétera– sin las cuales no se explicarían muchos avances democráticos de los que disfrutamos hoy.
Hablando de actores invisibilizados, usted resalta el papel que tuvieron algunos republicanos latinoamericanos como teóricos y activistas. ¿Cree que los tabúes de la España postfranquista con respeto al pasado republicano también ayudan a explicar la relación neurótica y los puntos ciegos en la relación del país con Latinoamérica?
Creo que sí. Un poco en broma, un poco en serio, me gusta decir que no solo soy un diputado de Barcelona, sino que también me considero un diputado de Ultramar, como los que había en las Cortes de Cádiz de 1810. Soy consciente de que, así como muchos de los problemas de España como proyecto político comienzan en 1492, con la conquista de América, allí también arranca una larga tradición republicana, con personajes como Bartolomé de las Casas, que formula una impugnación republicana de los abusos de la monarquía imperial. Ese tipo de crítica, por otro lado, inspiró a otras voces como la de Felipe Guamán Poma de Ayala, un descendiente incaico que estudió a Las Casas para desarrollar un republicanismo mestizo desde el otro lado del océano. Guamán Poma demostró que los intereses de los pueblos originarios en América, que pretendían preservar sus tierras comunales, eran los mismos que tenían los campesinos y los comuneros castellanos. Y que se enfrentaban al mismo enemigo.
Explica usted que la invención del concepto del liberalismo durante la guerra napoleónica corta esa conexión latinoamericana.
Muchos de los liberales españoles en Cádiz, incluso los más avanzados, acusaban de “republicanos” y “federales” a los diputados de Ultramar que exigían un trato de igual a igual. Pienso en alguien como Dionisio Inca Yupanqui, un diputado por el Virreinato del Perú, que pronunció un famoso discurso dirigido a Fernando VII en el que le decía que un pueblo que oprime a otros pueblos no puede ser nunca un pueblo libre. Pero también hubo momentos en que los republicanismos de ambos lados del océano se cruzaron. El republicanismo de los jacobinos negros de Haití pedía que perecieran las colonias y no los principios, como Robespierre. Al levantarse contra el absolutismo de Fernando VII y en defensa de la libertad de sus pueblos, Riego, desde España, y Bolívar y San Martín, desde América, luchaban por una causa común. Y cuando se proclama la Primera República pasa algo similar. El joven José Martí, hijo de valencianos, está por Madrid y saluda a la Primera República en la medida que la ve vinculada a ese republicanismo democrático que está ascendiendo del otro lado del océano. Si te fijas, los que entonces reaccionaron ofendidos se parecen mucho a los que se indignan cada vez que desde América Latina se levanta una voz que no es una voz subordinada, sea la del presidente de México, pidiendo a Felipe VI que se disculpe por los crímenes coloniales, o la de la vicepresidenta colombiana Francia Márquez, reclamando una relación entre iguales. En ese sentido, recuperar la memoria de la Primera República y recordar al partido colonial, esclavista, que se levantó en su contra, nos obliga a repensar nuestra relación con Latinoamérica y con África.
Lo llamativo de la Constitución del 78 es, precisamente, que el único momento en el que habla de federación es para prohibirla
A pesar de que la Constitución de 1978 se diseñó contrala tradición republicana, usted, como jurista, ¿percibe alguna huella del ideario federalista de Pi y Margall o de Almirall en el diseño del Estado de las Autonomías?
Bueno, lo llamativo de la Constitución del 78 es, precisamente, que el único momento en el que habla de federación es para prohibirla. Se prevé una cierta descentralización de arriba hacia abajo, pero siempre bajo el control estricto del poder central. Eso tiene muy poco que ver con lo que pensaba gente como Almirall o como Pi y Margall. Pi tenía muy claro que el centralismo borbónico era un problema y que la fuerza democratizadora debía venir desde abajo, de lo que habían sido los viejos reinos y las tradiciones juntistas y municipalistas. El federalismo de Pi es un federalismo pactista, de libre adhesión. Implicaba pactos que comenzaban en los municipios, las regiones y los pueblos, que tenían que acordar libremente entre sí una idea de país que fuera el producto de esos pactos y acuerdos. De hecho, en 1869 se producen pactos de ese tipo en toda la península.
Ese federalismo no reaparece, precisamente, en los años de la Segunda República.
Qué va. En 1931, a pesar de que muchos diputados se declaraban federales, lo que se aprueba es el Estado integral, no un Estado federal. Hubo proclamas federales y confederales como las del siglo XIX, comenzando por la catalana, pero la idea de una posible federación plural, con un contenido socialmente avanzado y construida desde abajo produce temor.
Hay que pensar un republicanismo iberoamericano no colonial, social, entre iguales
Un temor que persiste en 1978.
Claro, porque los fantasmas se vuelven a despertar: vuelven a aparecer propuestas republicanas federales y confederales en el debate constituyente. En el propio Partido Socialista hay gente como Anselmo Carretero, un federalista leonés que en el exilio mexicano ha desarrollado la idea de nación de naciones. Al final la Constitución reconoce el derecho a la autonomía de regiones y nacionalidades. Pero la obsesión del famoso artículo dos es “la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Esa fórmula, por cierto, vino redactada desde Capitanía General, y la podría haber suscrito Pavía, que fue quien dio el golpe contra la Primera República.
Hoy, esa tensión sigue sin resolverse.
Hoy tenemos a los herederos de Franco y de Pavía defendiendo al rey y pidiendo al mismo tiempo un regreso a posiciones preconstitucionales. Y tenemos a Díaz Ayuso planteando para Madrid un proyecto neoliberal casi separatista. Y del otro lado, el mundo rural vaciado y devastado, estatutos de autonomía inaplicados, y una ausencia clamorosa de debate sobre el futuro social y territorial. Frente a eso, las tradiciones municipalistas, federales y confederales de la Primera República, tienen mucho que decirnos. Hay que volver a leer a Pi, a Garrido, hay que escuchar más a iberistas como Ian Gibson. Y frente al nuevo partido de los encomenderos, hay que pensar un republicanismo iberoamericano no colonial, social, entre iguales.
La monarquía de Isabel de Borbón parecía inconmovible. Y cayó. También la de su nieto, Alfonso XIII
¿Cómo ve, en términos prácticos, el camino hacia la Tercera República? Las primeras dos no surgieron en momentos muy propicios, históricamente hablando. ¿Qué se puede hacer para que a la tercera vaya la vencida?
La Primera y la Segunda fueron repúblicas inesperadas. Pero esto no quiere decir que no se hubiera trabajado, y mucho, para hacerlas posibles: cooperativas, iniciativas sindicales, revistas, periódicos, ateneos… Y sigue siendo así. Se trata de crear y reforzar instituciones de autoorganización republicanas en la sociedad civil y, en la medida de lo posible, en las propias instituciones. Eso, hoy, significa cuestionar al poder concentrado, en la economía, en los medios de comunicación, y movilizarse en defensa de los bienes públicos, de ingresos dignos, de los derechos de las mujeres, de las personas migrantes. Hay que construir el republicanismo del día a día, de las conquistas concretas, sin renunciar a nuevos horizontes republicanos. ¿De qué depende que esos horizontes se abran? No lo sabemos. No hay una fórmula preestablecida. La monarquía de Isabel de Borbón parecía inconmovible. Y cayó. También la de su nieto, Alfonso XIII. Si ocurrió en el pasado, nada indica que no pueda volver a pasar.
Que Felipe VI se sienta especialmente cómodo con su intervención del 6 de enero solo viene a corroborar el ligamen que ha existido entre la monarquía borbónica, el militarismo y el negocio de armas
Todas las restauraciones borbónicas en España se originaron en un golpe de Estado militar. Ocurrió con Fernando VII, tras abandonar el exilio de lujo que le concedió Napoleón. Ocurrió con Alfonso XII, tras el pronunciamiento de Martínez Campos. Y pasó con la última restauración monárquica, hija del golpe franquista. En parte por eso, en parte porque ha formado parte de los negocios del Estado, el vínculo de la monarquía con el militarismo ha sido estrecho. Han sido muchos los borbones que para afirmar su utilidad se han esforzado en aparecer como reyes-soldados. Como monarcas situados al frente de las fuerzas armadas para garantizar un cierto orden por encima incluso del poder civil. El discurso de Felipe VI durante la Pascua Militar no se puede entender al margen de este contexto.
Para aparecer como el rey-soldado por excelencia, Alfonso XII se esforzó en intervenir en las últimas escaramuzas con el carlismo. Su hijo, Alfonso XIII, decidió directamente apoyar un golpe de Estado militar, el de Miguel Primo de Rivera. Luego se involucró personalmente en la guerra colonial en el Rif, aunque su intervención acabó en el Desastre de Annual, con miles de muertos.
Tras la muerte de Franco, fue Juan Carlos I quien se afanó en buscar su momento para afirmarse como rey-soldado
Tras la muerte de Franco, fue Juan Carlos I quien se empleó en afirmarse, también él, como rey-soldado. Lo hizo en parte cuando se negó a jurar la Constitución, para mostrar que su legitimidad le venía del régimen militar y de su vinculación a “la dinastía histórica”. Y lo consiguió, muerto ya el dictador, el 23 de febrero de 1981. Como reconocen exmiembros de los servicios de inteligencia en el reciente documental Salvar al rey, de HBO, durante esas jornadas el monarca pudo desempeñar un doble papel. Oficiar como “motor inicial del golpe”, con el objetivo de marcar ciertos límites a la democracia que se estaba desplegando luego de la transición. Y ejercer, luego, como el rey-soldado capaz de reorientar ese golpe hacia una variante menos drástica a la programada, pero igualmente eficaz gracias a su ascendencia sobre las fuerzas armadas.
A partir de ese momento, Juan Carlos I hizo todo lo posible para consolidar esta posición. En 1995, en su entrevista con el aristócrata José Luis de Vilallonga, pudo presumir de que él mismo redactaba sus discursos, sobre todo los de la Pascua Militar. En ellos, Juan Carlos solía defender el papel de España en la OTAN y el aumento del presupuesto militar, además de actuar luego como un valedor clave de los negocios del sector armamentístico. Más tarde, cuando los escándalos no le dejaron otra alternativa que abdicar, se afanó para que el papel de rey-soldado pasara a su hijo, Felipe VI.
Hoy se recuerda poco, pero Felipe de Borbón fue investido rey por su padre en una ceremonia cuasi militar
Hoy se recuerda poco, pero Felipe de Borbón fue investido rey por su padre en 2014 en una ceremonia cuasi militar en el Palacio de la Zarzuela, antes de comparecer ante el propio Congreso de los Diputados. En dicha ceremonia, Juan Carlos I le transmitió el “mando supremo de las fuerzas armadas” y le impuso el fajín rojo que se consideraba signo del mando militar directo. Solo después de esta investidura monárquica-militar, Felipe VI compareció ante la sede de la soberanía popular a jurar la Constitución.
La conciencia de que el vínculo entre monarquía y franquismo no se circunscribía a su padre, quedó de manifiesto en el primer mensaje navideño del nuevo rey. En él, Felipe VI dejó claro que no venía a cuestionar el origen franquista de la última reinstauración borbónica. Así, hizo una llamada a que “nadie agite viejos rencores o abra heridas cerradas”, algo que en puridad solo habría resultado aceptable en boca de las víctimas de la dictadura.
Su papel como rey-soldado, con todo, se afianzó con su discurso del 3 de octubre de 2017, como respuesta a la consulta celebrada en Cataluña dos días antes. Allí decidió realizar una intervención en la que no intentaba ni mediar ni arbitrar, como pedía la Constitución, sino actuar como un jefe militar contra una parte de la sociedad y al rescate de otra. Su discurso fue redactado sin el acuerdo del poder civil. Pedro Sánchez le afeó que no se apelara en ningún momento al “diálogo”. Rajoy solo fue informado y dio su consentimiento, con reticencias, a último momento.
Con aquella intervención, Felipe VI se arrogó un poder de reserva que la Constitución no le reconocía. Fue su 23-F, aunque las diferencias con aquel acontecimiento estaban claras. Lo que tenía delante no era un golpe armado propiciado por miembros del Ejército que habían asaltado el Congreso en Madrid con ametralladoras. Eran una movilización y una consulta, ambas masivas y pacíficas, sin ningún acceso real o efectivo al aparato coactivo. Daba igual: su mensaje como rey-soldado estaba dado. Al poder civil, sobre el que se situaba sin complejos, y también a un sector del poder militar del que el rey se sentía cercano.
El nuevo discurso de Felipe VI en la Pascua Militar va en una línea similar. La del rey que, como su padre, su abuelo y su bisabuelo, defiende el aumento del gasto militar y el negocio de las armas como un objetivo incuestionable. E insiste, como ya hizo en su discurso navideño, en plantear la subordinación acrítica de la política exterior a los objetivos de la última cumbre de la OTAN: el impulso de una guerra larga, no solo en el “flanco oriental”, sino también en el sur, con las miras puestas en África y en la región del Sahel.
La diferencia con lo ocurrido el 3 de octubre es que esta vez el monarca ha actuado como rey-soldado, pero no ha actuado solo
Si en el discurso del 3 de octubre las apelaciones al diálogo eran inexistentes, lo que escasean en este son las invocaciones a la paz, a la que según el monarca solo se podría llegar echando más madera al fuego de la guerra. La diferencia con lo ocurrido el 3 de octubre es que esta vez el monarca ha actuado como rey-soldado, pero no ha actuado solo. Ha contado con el refrendo de la propia ministra de Defensa, Margarita Robles, que minutos antes escenificó sin complejos el furor militarista y atlantista luego exhibido por Felipe VI.
Estos arrebatos belicistas no son exclusivos de la ministra de Defensa del PSOE. De ahí que Felipe VI haya podido asumir su discurso con comodidad y plena convicción. Porque no solo estaba en sintonía con el partido mayoritario de la coalición de Gobierno. También satisfacía al PP y a Vox, los máximos exponentes hoy del furioso «partido belicista», aunque con cierta compañía a su izquierda.
Que el rey se sienta especialmente cómodo con su discurso del 6 de enero solo viene a corroborar el ligamen que ha existido entre la monarquía borbónica, el militarismo y el negocio de armas. Lo lamentable es que haya partidos con bases republicanas que den cobertura a estas palabras. Sobre todo, cuando el ensalzamiento del belicismo por parte de la Corona no ha augurado nunca nada bueno en términos democráticos. Por el contrario, ha dado alas a fuerzas reaccionarias que tienen muy claro, ellas sí, cómo sacar provecho de ese entusiasmo marcial.
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A 82 años de su infame fusilamiento, el abogado defensor de los derechos de los trabajadores, el republicano federalista y el presidente mártir de Catalunya, esperan reparación. Quizás una parte de esa reparación llegue con la nueva Ley de memoria democrática, a pesar de sus límites innegables
Lluís Companys, president de la Generalitat, con Roc Boronat a su derecha, iza la bandera catalana en el balcón de la sede del Sindicat de Cecs. Gabriel Casas i Galobardes/ Archivo de la Generalitat de Catalunya
Un 15 de octubre de 1940, por decisión directa de Francisco Franco, era fusilado en Barcelona, en el castillo de Montjuïc, Lluís Companys, president de Catalunya y ex ministro de la República española. El proceso que condujo a su muerte fue una versión extrema, infame, de lo que hoy se conoce como lawfare: una pantomima llena de calumnias sobre la vida pública y privada del acusado, con una sentencia dictada de antemano. Pero el ensañamiento de las derechas radicalizadas con Companys, que hoy pervive en Vox y en el ayusismo que predomina en el Partido Popular, no es casual. Por su catalanismo, por sus convicciones federales, y por el republicanismo que encarnó, siempre solidario y fraternal con los pueblos y gentes trabajadoras de todo el Estado.
El Companys mártir de la dictadura franquista, en efecto, no se explica sin el vehemente abogado catalanista que, en los años previos, se forjó como activista en la lucha por una España republicana, democrática y federal. Desde sus primeros pasos en política, destacó por su compromiso con las clases trabajadores. Fue abogado de sindicalistas y obreros. Como buen conocedor de la vida rural, también contribuyó de manera decisiva a la organización del campesinado, creando para ello la Unió de Rabassaires. Y todo ello, en el marco de una oposición decidida a la monarquía borbónica, cómplice vergonzosa de la dictadura de Primo de Rivera.
En los convulsos años de la Barcelona de la primera posguerra, Companys arriesgó su vida en defensa de los trabajadores y contra la violencia de los sectores más recalcitrantes de la patronal. Esa violencia del poder privado le arrebató dos íntimos amigos: el abogado Francesc Layret, fundador junto a él del Partido Republicano Catalán, y Salvador Seguí, prestigioso líder anarcosindicalista partidario de la creación de un partido político que representara a la clase obrera catalana.
Hasta el advenimiento de la Segunda República, Companys fue, ante todo, un impulsor de la causa republicana. Por ello fue detenido varias veces y encarcelado. Y a ello dedicó su infatigable trabajo como abogado, periodista, concejal del Ayuntamiento de Barcelona o diputado en el Congreso. La victoria republicana en las elecciones de 1931 significó el salto de activista al gobernante. En poco tiempo, fue diputado en las Cortes Constituyentes de 1931, ministro de Marina en el gobierno de Manuel Azaña y, a la muerte de Francesc Macià, president de la Generalitat de Catalunya.
Ya en este cargo, Companys impulsó una reforma de los arrendamientos agrícolas favorable a los trabajadores que fue férreamente resistida por la derecha catalana y por los terratenientes y propietarios rurales del Instituto Agrícola Catalán de San Isidro. Poco más tarde, le tocó asumir algunas decisiones políticas clave que todavía hoy son discutidas.
Una de ellas fue su participación en la proclamación republicana y federal de octubre de 1934. El contexto era enormemente complejo. Las derechas nazis y fascistas crecían en Europa y utilizaban la violencia y la intimidación para abrirse paso en las instituciones democráticas y minarlas desde dentro. Cuando en España se anunció que las derechas locales que simpatizaban con estos sectores ultras entrarían en el Gobierno, se produjo una reacción instintiva entre las clases populares. La revolución asturiana de 1934, protagonizada por trabajadoras y trabajadores socialistas, anarquistas y comunistas, fue eso: un intento de detener preventivamente lo que se percibía, con fundadas razones, como un movimiento antirrepublicano y golpista.
Desde Catalunya, Companys decidió secundar esta llamada a resistir a las “fuerzas monárquicas y fascistas que de un tiempo a esta parte pretenden traicionar la República”. El 6 de octubre proclamó el Estado catalán dentro de la República federal española. Y lo hizo apelando a la “Cataluña liberal, democrática y republicana que no puede estar ausente ni silenciar su voz de solidaridad con los hermanos que en las tierras hispanas luchan hasta la muerte por la libertad y el derecho”.
Por esta decisión, Companys y otros consejeros de su gobierno recibieron una condena de 30 años de prisión. La acusación de sus juzgadores era la de haber querido imponer “por la violencia aquel régimen federal que la soberanía constituyente rechazara”. Cinco de los veintiún vocales del tribunal, sin embargo, se pronunciaron a favor de la absolución. Su argumento fue que los acusados, lejos de haber atentado contra las instituciones republicanas, habían intentado preservarlas frente una regresión golpista de ultraderecha (que efectivamente se consumaría con la sublevación franquista).
Años después, ya restituido en la presidencia de la Generalitat como consecuencia del concluyente triunfo electoral de los frentes de izquierdas, Companys tuvo que volver a afrontar un contexto de similar complejidad. De lo que se trataba, esta vez, era de lidiar con la nueva revolución popular que se había desatado en julio de 1936 tras la victoriosa respuesta al alzamiento fascista en Barcelona. En aquella ocasión, Companys puso todo su empeño en intentar minimizar la violencia en la retaguardia republicana. Se pudo equivocar algunas veces. Pero siempre fue consecuente en su defensa del autogobierno de Catalunya, de la fraternidad republicana y de la libertad.
A 82 años de su infame fusilamiento, el abogado defensor de los derechos de los trabajadores, el republicano federalista y el presidente mártir de Catalunya, esperan reparación. Quizás una parte de esa reparación llegue con la nueva Ley de memoria democrática, a pesar de sus límites innegables. Pero no será suficiente. Y no lo será porque las derechas radicalizadas que lo calumniaron y lo asesinaron junto a Miguel Hernández, las Trece Rosas, Joan Peiró o Julián Zugazagoitia, vuelven a campar por sus anchas, tanto en España como en Europa.
Costaría, en efecto, encontrar hoy entre las derechas españolas gente como el conservador liberal madrileño Ángel Ossorio y Gallardo, que no solo llegó a ser abogado defensor de Companys, sino que le dedicó una biografía que todavía hoy emociona. Claro que para llegar hasta aquí, el propio Ossorio entendió que ni la monarquía, ni las exaltadas derechas que la acompañaban, podían garantizar las libertades que para él resultaban irrenunciables. La ausencia de gente como él hace que todo sea más difícil. Encontrarla, convencerla, es el gran reto de un antifascismo republicano, democrático, amplio, en condiciones de parar una nueva ola barbarie que la humanidad no puede permitirse.
Una cosa es reconocer el plural y rico legado europeo e hispano en América y otra muy diferente negar los desmanes que se cometieron durante la conquista y que han dejado una herida colonial que perdura hasta hoy.
Las derechas radicalizadas llevan años utilizando el 12 de octubre como una plataforma para exhibir una idea de España que conecta con los tópicos más esperpénticos del franquismo. Lo hizo el Partido Popular el año pasado y lo ha hecho Vox este año. De manera desacomplejada, virulenta, cuando no rayana en el ridículo. La operación no es ingenua. Es una ofensiva cultural dirigida a apuntalar un proyecto “hispanoamericano” de neoliberalismo furioso, neocolonial, en tiempos de guerra y de crisis energética. Sus protagonistas, fundamentalmente, son las viejas élites extractivistas, rentistas, de uno y otro lado del océano. Que en un contexto belicista, y en un mundo cada vez más multipolar, querrían encontrar un ámbito geopolítico de influencia, y de supervivencia, compatible con los designios estadounidenses en el continente.
Los conquistadores de pecho abombado
En estos últimos años, la ultraderecha ha intentado presentar su proyecto como una rebelión frente a lo que despectivamente llaman el “consenso progre” y “el globalismo” (léase, los derechos humanos reconocidos en decenas de tratados y cartas internacionales). Con este trasfondo, ha decidido invertir la mirada crítica clásica y presentar el 12 de octubre como una fecha de reparación de todos los “ofendidos” por los agravios del “multiculturalismo”, “los separatismos” o “el populismo”.
Partiendo de esta mirada, los sectores más duros de las derechas patrias se revolvieron iracundos cuando el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, exigió a Felipe VI que pidiera perdón por los crímenes amparados por la Corona en tierras americanas. La petición, sin embargo, no era extemporánea. El rey Leopoldo de Bélgica y la propia Isabel II del Reino Unido lo habían hecho sin que sus reinados se desmoronaran por ello. Y en el caso español no había menos razones para hacerlo. No solo por las andanzas de Hernán Cortés en el pasado, sino por la manera en que algunas empresas como Iberdrola o Naturgy estaban intentando reeditar en México algunas prácticas propias de los viejos encomenderos.
En un acto de respuesta a la supuesta afrenta anti-española, personajes como Isabel Díaz Ayuso, José María Aznar o Santiago Abascal, decidieron cargar contra el gobierno de López Obrador, contra los pueblos indígenas, e incluso contra el propio Papa Francisco –que había formulado unas palabras de disculpa similares a las del cardenal Joseph Ratzinger unos años atrás–, acusándolos de ser promotores de una nueva forma de “comunismo”. Para hacerlo, sacaron a relucir, con el pecho abombado, todo un catálogo de rudos e insobornables conquistadores, desde Don Pelayo al Cid Campeador (que no tuvo empacho, llegado el momento, en cobrar de Al-Muqtadir, rey morisco de Zaragoza).
Este año, Vox ha llevado al paroxismo estas iniciativas patrióticas. En una llamativa fiesta organizada en Madrid bajo el nombre “Viva 22”, los de Abascal dedicaron a Isabel la Católica y a Hernán Cortés carpas temáticas rodeadas de banderas españolas en las que se ensalzaba su ardor guerrero. Abascal, de hecho, pronunció su discurso central rodeado de quijotes que luchaban contra aerogeneradores y de figurantes vestidos de monjes, reyes y toreros.
En una llamativa fiesta, los de Abascal dedicaron a Hernán Cortés carpas temáticas rodeadas de banderas españolas en las que se ensalzaba su ardor guerrero
Díaz Ayuso no se ha quedado atrás. En la víspera del 12 de octubre, retuiteó con un orgulloso “Me too”, en inglés, un video en defensa del catolicismo y la monarquía promocionado por Jaime Mayor Oreja (“Mayor Oreja, menor cerebro”, rezaban algunos grafitis maliciosos hace años). El vídeo en cuestión, planteado una vez más como un festivo llamado a la rebelión frente a las prohibiciones y las pasiones tristes de las izquierdas, convocaba a la juventud a asumirse como “facha” con la misma convicción con la que se podía defender la españolidad “de la tortilla de patata, con o sin cebolla”.
No es difícil reconocer en estas y otras iniciativas similares un intento de la ultraderecha de subir los decibeles en sus bravuconadas sexistas, racistas o clasistas. Ahí están, como ejemplo, los lamentables cánticos machistas proferidos por un seguidor de Vox desde las ventanas del Colegio Mayor para ricos, Elías Ahuja, de Madrid (“Putas, salid de vuestras madrigueras, conejas… sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea, ¡vamos Ahuja!”). Y ahí está, también, la deliberada decisión de la ultraderecha de convocar en la capital del Reino, justo antes del 12 de octubre, la Segunda Cumbre de lo que ellos llaman la Iberoesfera.
Estas cumbres, cada vez más frecuentes, se plantean como el embrión de una Internacional reaccionaria decidida a expandirse en diferentes países de habla hispana, y a hacer frente a espacios de izquierdas o progresistas como el Foro de São Paulo, fundado por el Partido de los Trabajadores de Brasil en 1990, o el informal Grupo Pueblo, de creación más reciente. Entre sus miembros más asiduos suelen estar muchos firmantes de la llamada Carta de Madrid, promovida por Vox en octubre de 2020 con el fin, una vez más, de combatir el “consenso progre”, “la Agenda 2030” y el “comunismo global”.
Estas convocatorias suelen reunir a las expresiones más delirantes de la extrema derecha internacional. Desde personajes como Eduardo Bolsonaro, admirador, como su padre, del golpe de Estado de 1964 contra João Goulart, a los ultras argentinos Javier Miley y José Luis Espert, nostálgicos, también, de la dictadura de Videla; pasando por el exministro golpista de Bolivia, Arturo Murillo, hoy detenido en una cárcel de Miami; o la presidenta del partido Hermanos de Italia –Fratelli di Italia–, Giorgia Meloni.
Aunque Vox y el Partido Popular de Aznar y Ayuso se reparten áreas de incidencias y pueden variar en el tono, comparten muchas amistades, aliados, y medidas programáticas. Este año, por ejemplo, la Cumbre de la Iberoesfera ha contado con invitados especiales como el chileno José Antonio Kast, hijo de nazis alemanes, amigo del marqués de Vargas Llosa y conocido admirador de Pinochet, o la senadora colombiana María Fernanda Cabal, seguidora de Álvaro Uribe. También ha recibido saludos entusiastas del propio Donald Trump, que ha dejado claro el padrinazgo de la ultraderecha estadounidense a un “hispanoamericanismo” que consideran aliados de sus intereses en América Latina.
Un nuevo partido de encomenderos e inquisidores
Sería un error pensar, en todo caso, que estas ofensivas de la derecha radical y de la ultraderecha persiguen dar la batalla cultural por un pasado ya muerto. Su propósito, por el contrario, es reforzar culturalmente, de una manera que habría alertado a Antonio Gramsci, un proyecto de acumulación y de despojo económico que lleva décadas produciéndose.
Al igual que ocurrió durante la conquista de finales del siglo XVI, los nuevos conquistadores patrocinados por las derechas radicalizadas van acompañados de nuevos encomenderos y de nuevos inquisidores. Unos, especialmente interesados en hacerse con recursos energéticos clave como el petróleo, el litio, el carbón y otros minerales existentes en sus antiguas colonias de África o América. Otros, siempre dispuestos a dar cobertura ideológica, con la Biblia o con la espada, a empresas cuyo carácter predatorio apenas queda disimulado tras los millones invertidos en publicidad.
Este proyecto neoliberal y neocolonial ha visto en este 12 de octubre marcado por la guerra, la inflación y una batalla internacional por la apropiación de recursos energéticos escasos, una oportunidad de oro para una nueva ofensiva. Los ataques a los movimientos indígenas y campesinos que protegen selvas, bosques y tierras de las grandes transnacionales; las violentas diatribas contra el feminismo y los movimientos LGTBIQ+ que ponen en cuestión las formas patriarcales de organizar la familia y la economía; las proclamas racistas y clasistas contra colectivos empobrecidos o contra las organizaciones sindicales, son parte de este ataque. Las fake news, los golpes, la utilización de las cloacas del Estado y las operaciones de lawfare, de persecución judicial arbitraria contra activistas sociales y gobiernos populares o progresistas, también.
Para llevarlas adelante, las derechas radicalizadas y las ultraderechas cuentan con jueces, fiscales, policías y parapolicías, medios de comunicación y de propaganda propios e incluso con iglesias –evangélicas, pentecostales o de grupos cristianos reaccionarios– dispuestas a actuar coordinadas con un objetivo común: presentar cualquier intento de limitar sus ambiciones económicas, por moderado que sea, como la encarnación de un nuevo Satanás y como una amenaza a la familia tradicional o a la propiedad privada de todos.
La necesidad de alternativas republicanas fraternales y no coloniales
El avance de este nuevo partido de conquistadores, encomenderos e inquisidores, apoyado por organizaciones como Atlas Network y financiados por grandes petroleras norteamericanas o por plutócratas como Charles Koch, es patente. No obstante, tras su irrupción repentina en el ámbito electoral con operaciones de manipulación de datos como las de Cambridge Analytica, ha ido perdiendo su capacidad de sorpresa –que no de causar daño– y ha comenzado a generar resistencias.
Muchas de esas resistencias parten, como no podía ser de otra manera, del reconocimiento de la importancia del legado hispano o europeo en la configuración sociológica del continente americano. Lo que ocurre es que ese legado es mucho más plural de lo que las derechas radicales estarían dispuestas a aceptar cuando invocan un 12 de octubre que parece salido de algún capítulo del Nodo franquista. Y es que ese legado, contra lo que sugieren los nuevos conquistadores de pecho inflado, incluye, por supuesto, tradiciones cristianas, católicas y no católicas. Pero también judías, árabes, que han convivido o se han mezclado con formas de religiosidad afro o vinculadas a los pueblos originarios. Y a esas herencias hay que sumar otras: liberales, anarquistas, conservadoras, socialistas y tantas más, que han ido configurando sociedades culturalmente ricas e irreversiblemente mestizas.
El avance de este nuevo partido de conquistadores, encomenderos e inquisidores es patente
Lo que las derechas radicalizadas no entienden es que una cosa es reconocer el plural y rico legado europeo e hispano en América y otra muy diferente negar los desmanes que se cometieron durante la conquista y que han dejado una herida colonial que perdura hasta hoy. A partir de fenómenos como el de Black Lives Matter o el de las reivindicaciones del 12 de octubre como día de la resistencia indígena, son cada vez más las voces que denuncian un viejo proyecto capitalista racista, clasista y ecocida, que ha mutado en algunas de sus formas, pero que subsiste todavía en nuestro tiempo, como han mostrado Andy Robinson y otros periodistas.
Algunas de estas voces, encarnadas en movimientos cristianos de base y en redes de solidaridad con el Sur Global, recuerdan a la del fraile sevillano Bartolomé de las Casas o a la del castellano Antonio de Montesinos, cuando, con la misma valentía solitaria exhibida hoy por el Papa Francisco, denunciaban las vejaciones y expolios que el sistema encomendero había producido en América.
Ese hilo anticolonial se ha mantenido a través de la historia. No solo entre los descendientes de Tupac Amaru, el cacique Lautaro o Bartolina Sisa, sino también entre quienes, desde la propia Península, leyeron a Las Casas y dieron continuidad a sus ideas. Desde el barcelonés Francisco Pi y Margall, presidente de la Primera República española de 1873, hasta la extremeña Carolina Coronado, una de las figuras más destacadas del movimiento antiesclavista de su tiempo.
Pi y Margall no dudó, en pleno siglo XIX, en cuestionar la bondad de las llamadas Leyes de Indias todavía hoy rescatadas por Vox y el PP, recordando, como Las Casas, que a través de ellas “se torturaba el espíritu de los indios” y “con el pretexto de fortificarlos en la doctrina de Cristo, los entregaban a merced de unos que llamaban encomenderos, que los trataban poco menos que como esclavos […] y los enviaban por cientos a la muerte”.
Pi y Margall no dudó, en pleno siglo XIX, en cuestionar la bondad de las llamadas Leyes de Indias todavía hoy rescatadas por Vox y el PP
Con esa misma contundencia, Pi admitía que Hernán Cortés había sido el más culto de los conquistadores españoles. Y que ese refinamiento, sin embargo, no le había impedido actuar con inusitada crueldad, ahorcando a dirigentes indígenas de quienes se fingió respetuoso amigo, mutilando a prisioneros o pasando a cuchillo a miles de hombres y mujeres indefensos.
Obviamente aquellas críticas de Pi a todo tipo de colonialismo –no solo a español, sino también al británico, en muchos aspectos más feroz que aquel– no se limitaban a lo ocurrido en el siglo XVI. Suponían una oposición frontal radical al esclavismo y al colonialismo de su tiempo, que incluía la perpetración de brutalidades en Cuba o Filipinas, como la ejecución vil, a manos de Millán Astray, del patriota filipino José Rizal.
Es el ejemplo de gente como Las Casas, como Tupac Amaru, como Pi y Margall y Carolina Coronado, el que debería llevar a las fuerzas democráticas, progresistas, de izquierdas, a pensar una alternativa al internacionalismo de ultraderecha, neoliberal y neocolonial, que hoy pretende imponerse. Esa alternativa ya está presente en las resistencias de miles de víctimas de estos proyectos neoliberales y neocoloniales, desde Chico Mendes a Berta Cáceres o Marielle Franco. También en las iniciativas latinoamericanistas, e incluso iberoamericanistas, de figuras como Ignacio Lula da Silva o Gustavo Petro, o en las prácticas solidarias llevadas a cabo por sindicatos y movimientos feministas, antirracistas o ecologistas que, por evidentes razones culturales, mantienen vínculos estrechos de uno y otro lado del océano.
Esas iniciativas sociales y políticas ibero y trans-americanas, tan alentadas por pensadores como José Saramago, deberían ser conscientes de la necesidad urgente de articular respuestas comunes a la brutalidad de la ultraderecha mundial. Ello exige desplegar iniciativas culturales, mediáticas y organizativas conjuntas, basadas en el mutuo reconocimiento y en la traducción de las diferentes luchas que se están produciendo contra los ataques racistas, sexistas y clasistas que el neofascismo neoliberal de nuestro tiempo ampara sin ruborizarse.
Que Vox, de hecho, haya elegido el 12 de octubre para convocar a las extremas derechas de América, Europa y Estados Unidos, y lo haya hecho publicitando una patética canción que pide “Volver a 1936”, no parece del todo fortuito. Y es que fue un 12 de octubre de 1936 cuando el fascista José Millán-Astray, enconado defensor del “macizo de la raza”, amenazó en la Universidad de Salamanca a un Miguel de Unamuno que aparecería misteriosamente muerto tiempo después.
Unamuno, como Pi y Margall, había mostrado su admiración por Rizal y por los patriotas de las colonias que no querían seguir siendo súbditos de la Corona sino ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes. Unamuno, igual que Pi, había entendido, después de leer a su admirado Simón Bolívar, que la única alternativa a la degradación del imperio hispano era la construcción de nuevos lazos iberoamericanos entre pueblos libres e iguales. Y Unamuno, como Pi, había llegado a la conclusión de que ese proyecto era inviable bajo los Borbones, por lo que era menester poner en pie alternativas republicanas, fraternales y no coloniales, que le ayudaran a abrirse camino. Que así sea.
Gerardo Pisarello
Diputado de En Comú Podem. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.
Todavía hoy, las reivindicaciones sociales, municipalistas y federales de las revueltas cantonales son una suerte de hecho maldito, silenciado o demonizado. La tradición republicana democrática no dejó de debatirlas ni de rescatar parte de su herencia
Hace algunas semanas tuve la ocasión de participar en un debate sobre republicanismo y cantonalismo en un agradable café de Cartagena, en Murcia, junto a mis compañeros del Congreso Javier Sánchez Serna y Lucía Muñoz. El café se llama Míster Witt, en homenaje a la célebre novela de Ramón J. Sender sobre el levantamiento cantonal de julio de 1873. En aquel verano, a pocos meses de proclamarse la Primera República española, se produjo en Murcia una insurrección que aspiraba a convertirla en un Cantón federal. El epicentro del levantamiento fue la ciudad de Cartagena, aunque pronto se extendió a otras ciudades de Andalucía, de Levante, e incluso de Castilla. El objetivo final era instaurar en España una República federal “desde abajo”. Y sobre todo hacerlo antes de que las fuerzas conservadoras, centralistas, lo impidieran desde Madrid.
Todavía hoy, las reivindicaciones sociales, municipalistas, federales, de aquellas revueltas cantonales son una suerte de hecho maldito, silenciado o demonizado. Sin embargo, la tradición republicana democrática no dejó de debatirla ni de rescatar parte de su herencia por las vías más diversas. Lo hizo Sender, en su Míster Witt en el cantón, publicado en 1935. Y lo hizo, unas décadas antes, el propio Benito Pérez Galdós, en dos de sus Episodios Nacionales: La Primera República y De Cartago a Sagunto. Revisitadas desde el tórrido y perturbador verano de 2022, las insurrecciones cantonales del 73 no generan indiferencia. Pueden desconcertar, contrariar, pero hay algo en su utópico impulso republicano, social y libertario, que sigue interpelándonos como hace 150 años.
Parte de la tragedia de la Primera República fue que ni las reformas sociales propugnadas por Pi, ni la Constitución federal que defendía llegaron a aprobarse
Descentralizar y transformar: ¿desde arriba o desde abajo?
El 11 de febrero de 1873 dio paso a una República inesperada. Una república que cayó en las manos de los propios republicanos sin que estos lo previeran. La repentina abdicación de Amadeo de Saboya fue una sorpresa que precipitó tareas republicanas que se habían venido gestando durante décadas. De pronto, el único intento creíble en la historia de España de “monarquía democrática” o “republicana”, como decían algunos, se quedó sin recorrido. Si la revolución “gloriosa” de 1868 había depuesto a los Borbones, enviado a Isabel II al exilio, 1873 se convirtió en una suerte de revolución dentro de otra revolución. Esto es, en algo parecido a lo que 1936 supondría en relación con la Segunda República de 1931.
Al igual que la segunda República, la primera nació en un contexto internacionalmente adverso e internamente convulso. Su llegada fue precedida por el aplastamiento de la Comuna de París de 1871, y la única nación europea en reconocerla fue Suiza. Internamente, tuvo que lidiar con las guerras carlistas en el norte y con las revueltas anticoloniales que comenzaban a crecer en Cuba. Una vez proclamada, el tiempo político se aceleró. Reformas y rupturas largamente postergadas adquirieron una actualidad irrefrenable. La más notoria fue la sustitución, por vez primera en la historia española, de la monarquía por una república. Pero también hubo otras. La posibilidad de reemplazar un Estado confesional, tutelar en términos religiosos, por uno mínimamente neutro. O la de superar un Estado centralizado, asfixiante, heredero de la política de Nueva Planta puesta en marcha por Felipe V, y consolidado por el liberalismo isabelino, por otro descentralizado y municipalista. O la de conseguir, por fin, que las reivindicaciones burguesas planteadas en 1868 dieran cabida a otras del llamado “Cuarto Estado”: la pequeña burguesía y unas clases trabajadoras, artesanales, campesinas, largamente postergadas.
Quien con más solvencia encarnó este proyecto democratizador, republicano, federal, fue Francisco Pi y Margall. Desde 1854, Pi había participado en diferentes revueltas y conspiraciones antimonárquicas. Tras la proclamación de la República, el presidente Estanislao Figueras le encomendó el Ministerio de Gobernación. Pi tenía dos obsesiones: proteger a la joven República y estabilizar su rumbo en medio de un mar encrespado y tempestuoso. Lo primero exigía desbaratar los recurrentes intentos golpistas lanzados por la derecha. Lo segundo, apurar ciertas reformas políticas y sociales “desde arriba” que calmaran las que “desde abajo” exigían sectores federales, movimientos campesinos como los de Extremadura y Andalucía o algunos partidarios del colectivismo libertario ligados a la Primera Internacional.
Las propuestas de reforma social de Pi recibieron el elogio del propio Engels, aunque fueron criticadas por los bakuninistas. Incluían la restricción del trabajo de niños y mujeres, el establecimiento de jurados mixtos con representación obrera o la venta de bienes estatales en favor de las clases trabajadoras. Asimismo, venían acompañadas de una reforma política que en su opinión era decisiva: impulsar cuanto antes unas Cortes constituyentes que redactaran una Constitución democrática, social y federal.
Las propuestas de reforma social de Pi recibieron el elogio del propio Engels, aunque fueron criticadas por los bakuninistas
Parte de la tragedia de la Primera República fue que ni las reformas sociales propugnadas por Pi, ni la Constitución federal que defendía llegaron a aprobarse. Los republicanos más moderados o directamente conservadores frenaron estas iniciativas de manera sistemática. Los monárquicos las sabotearon sin sonrojo. Los movimientos populares políticamente más activos o con necesidades más urgentes descreyeron de ellas. Al final, el programa piymargalliano de transformaciones “desde arriba” encalló y fue languideciendo lentamente. Simultáneamente, fueron ganando peso las tesis de quienes creían que solo una coordinación de revueltas “desde abajo” podía neutralizar a las fuerzas reaccionarias y alumbrar los cambios sociales, federales, democráticos, que la nueva República llevaba en su seno.
Las diferentes variantes del federalismo cantonal
Las revueltas cantonales del 73 fueron el grito desesperado de un país agraviado, marginado, que se había cansado de esperar. Su propósito no fue, como dijeron sus detractores, alentar el “separatismo” y el “socialismo”. Como en la mejor tradición juntera, su propósito era reforzar el municipalismo, el autogobierno local, como medio para lograr una organización federal, y llevar adelante algunas reformas políticas y sociales impostergables que no podían depender del visto bueno de Madrid.
El propósito de las revueltas no fue, como dijeron sus detractores, alentar el “separatismo” y el “socialismo”
Aunque se centraron sobre todo en Andalucía y Levante, no hay que olvidar que también hubo cantones en Salamanca, Ávila o Toro. Algunos, como los de Alcoy o Cádiz, tuvieron un claro componente popular, libertario, y llevaron adelante medidas redistributivas como la incautación de bienes de la Iglesia, la eliminación de impuestos indirectos que afectaban a las clases populares o el control de precios de suministros básicos. Otros fueron más transversales en su composición de clase, y sus demandas se ciñeron sobre todo al reconocimiento político del propio autogobierno. Este fue el caso del Cantón de Cartagena, proclamado en Murcia el 12 de julio de 1873, tres días después del estallido de la Revolución del Petróleo de Alcoy.
Si se compara el movimiento de Alcoy con el de Cartagena, por ejemplo, hay diferencias que resultan claras. En Alcoy, la sublevación fue promovida principalmente por obreros e internacionalistas. En Cartagena, no. Hubo una participación importante de marineros provenientes de barrios obreros como el de Santa Lucía. Se llegaron a izar banderas rojas y hay testimonios que indican la presencia de algunos comuneros libertarios exiliados. El protagonismo, sin embargo, recayó sobre todo en militares y en políticos republicanos democráticos que defendieron con vehemencia sus reivindicaciones anticentralistas pero que no otorgaron centralidad a ningún programa redistributivo.
Como bien reflejan las obras de Pérez Galdós y de Sender, el cantón cartagenero contó entre sus dirigentes a miembros destacados del llamado republicanismo federal “intransigente” como Roque Barcia, Manuel Cárceles, Juan Contreras, Antonio de la Calle o el célebre prócer murciano Antonete Gálvez Arce, caracterizado por Pérez Galdós como “la cabeza más firme y el brazo más fuerte en las jornadas de Cartagena”.
Los republicanos intransigentes se distinguían de los republicanos “benévolos” por sus reticencias a entrar en componendas con los sectores monárquicos o con los republicanos unitarios, a los que el propio Pi consideraba “monárquicos con gorro frigio”. Muchos de ellos, como el propio Antonete Gálvez, tenían convicciones igualitarias, simbolizadas en ideales como el de “una casa y un huerto” para toda la ciudadanía. Otros, como el socialista de La Calle, defendieron propuestas moderadas como la reducción de la jornada laboral o la creación de cooperativas de producción y consumo desde las páginas de periódicos como el Cantón Murciano. Lo cierto, sin embargo, es que ninguna de ellas encontró eco en la Junta de Salvación Pública que pretendía “asumir los poderes superiores de la Federación Española” en Cartagena.
El Cantón de Cartagena, en definitiva, fue un ejemplo de resistencia militar y civil republicana en una ciudad orgullosa que en 1833 no había sido reconocida como provincia, que se sentía víctima de una suerte de capitis diminutio y que además se consideraba autosuficiente gracias a su esplendor industrial y marítimo. Sin embargo, estuvo lejos de llevar adelante propuestas de transformación social similares a las que se impusieron en Sevilla o en Cádiz, bajo el liderazgo del novelesco Fermín Salvochea.
Cuando Antonete Gálvez llegó a Murcia, en febrero de 1873, fue recibido con gran entusiasmo popular entre vítores, cohetes e himnos patrióticos: el de Riego, el de Garibaldi y la Marsellesa. Durante los seis meses que duró el Cantón fueron muchos los gestos simbólicos que entroncaban con la tradición republicana. Se celebraron funciones de teatro en honor a personajes que ocupan un papel destacado en el panteón republicano, como el Justicia de Aragón Juan de Lanuza, decapitado por orden personal de Felipe II. Se recordó a los fusilados por Fernando VII en 1824, tras la restauración absolutista. Incluso los fuertes situados bajo el castillo de Galeras (Fuerte, Navidad y Podadera) adoptaron los nombres de los comuneros de Castilla: Padilla, Bravo y Maldonado.
Con todo, los cantonales cartageneros evitaron siempre la violencia gratuita, la venganza y la depredación. Es más, como recuerda Antonio Puig Campillo en su señero trabajo al respecto, los cantonales ni siquiera tocaron los bienes abandonados por quienes huyeron de Cartagena al estallar la revuelta (“Reintegrados en sus hogares los que de la ciudad emigraron, nadie echó de menos una joya, ni un colchón, ni una manta”).
Caricatura de la revista satírica ‘La Flaca’ en la que aparece Pi y Margall desbordado por el federalismo, representado en figuras infantiles ataviadas con los distintos trajes regionales.
La represión cantonal y el fin de la República.
Pi y Margall reconoció que lo que planteaban los republicanos “intransigentes” suponía poner en práctica su teoría del federalismo “pactista”. Sin embargo, condenó las insurrecciones
Pi y Margall fue el primero en reconocer que lo que planteaban los republicanos “intransigentes” suponía poner en práctica su teoría del federalismo “pactista” de abajo hacia arriba. Sin embargo, condenó las insurrecciones. Las consideraba lícitas en el marco de un proceso revolucionario contra un gobierno ilegítimo, pero no así contra una “República [que] ha venido por el acuerdo de una Asamblea, de una manera legal y pacífica”. Presionado por las derechas para reprimir las revueltas cantonales, intentó minimizar el uso de la fuerza a toda costa. La dificultad de este empeño, como él mismo reconoció, radicaba “en reducirlas a la obediencia sin matar su espíritu republicano, es decir, en alejar el peligro de hoy sin perder la esperanza de mañana”.
En esto, Pi demostró un celo humanista y garantista que nunca lo abandonó. No quiso asumir facultades de excepción, dictatoriales. No lo hizo contra los enemigos reaccionarios de la República, con quienes mantuvo una indulgencia acaso excesiva. Mucho menos contra los levantamientos populares que le exigían ir más rápido y más lejos en sus cambios sociales y democráticos. Al final se vio forzado a dimitir. Sus sucesores, Nicolás Salmerón y sobre todo Emilio Castelar, se adentraron en la senda represiva con escasas inhibiciones. Salmerón presentó su renuncia por negarse a aplicar la pena de muerte a un grupo de soldados que en Barcelona se pasaron al bando carlista. Poco antes, sin embargo, puso la represión y el bombardeo de los cantonales en Andalucía y en Levante en manos de dos generales contrarios a la República Federal: Manuel Pavía y Arsenio Martínez Campos. El primero fue el protagonista del famoso golpe de Estado que liquidó a la República del 73 y abrió paso a la República dictatorial del general Francisco Serrano. Martínez Campos, por su parte, protagonizó el pronunciamiento que acabó con la República autoritaria del 74 y permitió una nueva restauración borbónica en la cabeza del hijo de Isabel II, Alfonso XII.
Castelar, penosamente convertido a la causa del antifederalismo, se sumó a los que reducían el movimiento del 73 a una maniobra “separatista” y “socialista”
En los años posteriores a su caída, tanto las revueltas cantonales como la Primera República fueron objeto de descalificaciones y diatribas de todo tipo. Castelar, penosamente convertido a la causa del antifederalismo, se sumó a los que reducían el movimiento del 73 a una maniobra “separatista” y “socialista”, atreviéndose incluso a contraponer la condición de cantonal a la de español. El crítico positivista Manuel de la Revilla la estigmatizó como un “experimento estéril”, marcado por la “funesta tradición de la democracia francesa”, por los “ensueños proudhonianos” y por el “espíritu impaciente y aventurero de los demócratas latinos”. Marcelino Menéndez de Pelayo emitió un veredicto todavía más terrible. El 73, en su opinión, habría sido un tiempo “de desolación apocalíptica” en el que “dondequiera surgían reyezuelos de taifas” y en el que “la Iglesia española proseguía su calvario”.
Frente a esta crítica pragmática, conservadora o reaccionaria, se alzan precisamente las voces de Pérez Galdós, de Sender, e incluso la del Vicente Blasco Ibañez de La Bodega o la de la Emilia Pardo Bazán de La Tribuna. Ninguno de estos autores intenta transmitir una imagen idealizada de lo ocurrido en aquellos meses. Sin embargo, no dudan en rescatar los reflejos éticos y el impulso democratizador, utópico, que el 73 alentó.
Ni Pérez Galdós, ni Sender, ni Vicente Blasco Ibañez intentan transmitir una imagen idealizada de lo ocurrido en aquellos meses
Cuando el Míster Witt de Sender advierte a Antonete Gálvez que las fuerzas cantonales están condenadas a ser aplastadas, este le responde que los cañones sirven de poco “contra las ansias de redención de todo un pueblo”. Y ante la insistencia pesimista de Witt, le recuerda que, aunque así fuera, la mayor fuerza del republicanismo federal, democrático, estará siempre en “la decepción del campesino […] en las lágrimas de una mujer por el hijo llevado a la guerra […] en el hambre de los niños […] de Santa Lucía y Quitapellejos”.
Esa confianza en la digna rabia de la gente del común, en su deseo de no ser oprimida y de no oprimir, tan propia del Maquiavelo de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, inspira la demofilia de Sender y de Pérez Galdós. La misma que los lleva a ver en la República del 73 un primer ensayo destinado a regresar, perfeccionado, en el futuro. “Ya llegará la ocasión –dice el personaje de la Madre en unas premonitorias líneas escritas por Don Benito hacia 1911– Ello será cuando estos caballeros, todavía un poco inocentes, den el segundo golpe… más seguro cuando den el tercero”.
Esta esperanza galdosiana en el tercer impulso republicano sigue presente en el subsuelo de nuestro tiempo. También en la Cartagena de hoy, en la que junto al monumento erigido en honor al Almirante Cervera, represor del cantón de Cádiz, se puede encontrar un acogedor café-cultural que evoca la novela de Sender. Eso, o las huellas de la ciudad popular, proletaria, que resistió durante la Segunda República o que se enfrentó a las políticas de desmantelamiento industrial de 1992, como bien refleja Luis López Carrasco en su magnífica película documental, El año del descubrimiento.
Autor: Gerardo Pisarello
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El diputado de En Comú Podem y secretario de la Mesa del Congreso, Gerardo Pisarello, presenta el jueves 7 de julio en Cartagena su libro ‘Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica’, un ensayo donde recoge la posibilidad del fin de la monarquía.
Gerardo Pisarello, diputado de En Comú Podem y secretario de la Mesa del Congreso, presenta en la cafetería Mister Witt de Cartagena su libro ‘Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica’. En el acto, que tendrá lugar a las 19:00 horas, se abrirá un debate sobre la monarquía; tema que cobra fuerza en la ciudad portuaria de cara al próximo martes 12 de julio, fecha en la que se conmemora el levantamiento cantonalista murciano durante la Primera República Española.
La institución monárquica atraviesa hoy una crisis de confianza propiciada por los sucesivos escándalos del Emérito, desencadenantes de que un gran porcentaje de la opinión pública refleje una creciente desconfianza hacia la Corona. Pisarello, profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, considera que se ha llegado a un punto de inflexión en el que, si las izquierdas republicanas “se coordinan” podría llegar el fin de la monarquía. En elDiario.es le preguntamos sobre la posición de la realeza española hoy en día y sobre los últimos problemas a los que las distintas formaciones políticas se han tenido que enfrentar.
¿Estamos presenciando el comienzo del fin de la monarquía?
A lo que asistimos en España es a un hundimiento sin retorno del llamado ‘Juancarlismo’. Ahora hay una élite desesperada intentando levantar cortafuegos para que eso no alcance al conjunto de la institución, veremos si lo consiguen.
Con respecto al emérito, una amplia mayoría de españoles reclama explicaciones y una petición de perdón por parte de Juan Carlos de Borbón, ¿cómo cree que afecta esto a la institución monárquica?
Bueno, hay partidos e instituciones que han trabajado de forma obscena para que los desmanes de Juan Carlos queden impunes, pero en realidad lo que han conseguido es debilitar aún más a la monarquía. En consecuencia, hay una mayoría social que ya ha condenado moralmente al emérito.
El descrédito de la monarquía y su falta de transparencia se refleja en la opinión pública. ¿Puede traducirse de alguna manera el desgaste de la corona en los resultados electorales?
Desde la Transición Española, nunca se habían visto tantas diputadas y diputados republicanos en el Congreso. Si se trabaja bien y los relojes se coordinan, esa potencia republicana podría emerger con fuerza en las municipales del 2023.
España no es el único país con monarquías hereditarias. En su libro habla de varias, como Reino Unido o Suecia. ¿Por qué cree que sigue existiendo esta forma de gobierno?
Aún existen, sí, pero en pleno siglo XXI, las monarquías hereditarias son un anacronismo destinado a desaparecer. En países como Suecia o Noruega su papel institucional es cada vez más simbólico y residual, y en el Reino Unido, casi una atracción turística, aunque muy costosa.
¿A qué fines concretos responde la monarquía en España?
A diferencia de otras monarquías europeas, la española proviene directamente del franquismo, no ha roto con su herencia. Su función principal es la que ha tenido en otros momentos de la Historia: ser el pegamento de una concepción extractivista de la economía, y de los estamentos empresariales, judiciales, eclesiásticos y militares, que la hacen posible.
El pasado 4 de julio los reyes asistieron con sus hijas a los premios Princesa de Girona, donde Leonor hizo una intervención en catalán. ¿Considera que la monarquía tiene margen para la reinvención?
Felipe VI podría haber acabado con la inviolabilidad entendida como carta blanca para delinquir e impulsar una genuina ‘perestroika’ de la Casa Real, pero prefirió seguir la costumbre borbónica de evitar los controles jurídicos y constitucionales. Eso se percibe socialmente y no se compensa con gestos estéticos para la galería.
Los populares perdieron dos puntos en las encuestas del CIS después de que Alberto Núñez Feijóo tomase las riendas del partido conservador, ¿está la izquierda a tiempo para superar la mayoría de las derechas que auguran los sondeos?
Que el PP y Vox se hagan con el poder en una Europa ultraderechizada sería un desastre que no se puede banalizar, así que hay que impedirlo y mostrar que hay alternativas reales, no simplemente retóricas. Eso exige actuar con valentía, tanto en las instituciones, mientras estemos en ellas, como en la calle, junto a quienes peor lo han pasado estos años.
¿Es la subida de al menos el 2% del Producto Interior Bruto a Defensa en 2029 una línea roja para Unidas Podemos?
Según el Centro Delàs, eso es lo que ya ha aumentado en los últimos años. Creemos que meternos en una espiral belicista cuando la gente no llega a final de mes sería una capitulación moral y política. Más ojivas nucleares, más destructores… todo eso no va a acabar con la precariedad de nadie.
¿A qué atribuye los cambios de postura de Pedro Sánchez y el resto de sus socios europeos frente a las distintas crisis migratorias?
A mí me pareció que Sánchez quería congraciarse como fuera con Marruecos y con la OTAN, como si los valores europeos de respeto por los derechos humanos y la legalidad internacional no existieran. Fue muy difícil no sentir una mezcla de vergüenza y rabia al ver que se asumía un discurso sobre la migración pobre del sur indistinguible del de la extrema derecha.
La vocación igualitaria, libertaria, fraternal, de esta etapa, ofendió a los mismos que hoy defienden sus privilegios parapetados tras el trono, la espada, la bolsa y la cruz
Una losa pesada cubre la memoria de la Primera República española, proclamada un 11 de febrero de 1873. “Un fracaso sonado”. “Una experiencia caótica, olvidable”. Ninguno de estos epítetos lanzados contra ella es inocente. Tienen una finalidad. Sepultar los anhelos que despertó. Borrar las luchas populares que la hicieron posible. Ridiculizar y simplificar las contradicciones que la atravesaron. Blindar en el presente los privilegios que su llegada cuestionó en el pasado. Y cerrar, entre nosotros y entre las jóvenes generaciones que piden paso, los horizontes de cambio que aquella gesta republicana abrió en su tiempo. Solo por eso, vale la pena volver sobre ella. Sin negar sus límites. Pero recuperando para los tiempos actuales el formidable potencial democratizador que puso en marcha.
1- El proceso destituyente de una monarquía corrompida
La llegada de la Primera República supuso concretar los anhelos democráticos que miles de mujeres y hombres de condición humilde abrigaron durante décadas
Una de las pesadillas que la Primera República evoca en sus detractores conservadores es que instala la posibilidad de vivir sin monarquía. No solo sin reyes. Sin la monarquía y todo lo que la rodea. La nefasta cultura cortesana. La corrupción derivada de la patrimonialización de lo público. El centralismo asfixiante. El militarismo represivo. La Iglesia como poder de Estado. El atraso industrial. El brutal partido agrario (los predecesores de los que asaltaron Lorca hace días). La sumisión al capital extranjero extractivista.
La llegada de la Primera República supuso concretar los anhelos democráticos que miles de mujeres y hombres de condición humilde abrigaron durante décadas. Una mayor participación ciudadana en los asuntos de todos. Una mejor tutela de los bienes comunes. Más ejemplaridad y honradez en el ejercicio de la función pública. Conseguir en la península lo que la Revolución francesa había conseguido en agosto de 1792. O lo que las jóvenes repúblicas americanas conquistaron durante el Trienio Liberal, mientras Riego y Torrijos intentaban mantener a raya al nefando Fernando VII.
Costó, pero ocurrió. La República llegó, pero antes hubo que hacer saltar, militarmente y en las calles, la coraza que protegía a la degradada monarquía isabelina. Sin eso, no se hubiera llegado a un proceso constituyente republicano. Hizo falta un Joan Prim, militar revolucionario. Y junto a él, el apoyo de la burguesía más modernizante, menos rentista, y de las multitudes que se levantaron en Sevilla, en Cádiz, en Alcoy o en Barcelona.
Sin la erosión de su legitimidad y sin la existencia de una gran movilización ciudadana acompañada de la fuerza militar, la monarquía no habría caído
La revolución de 1868 fue una revuelta indignada contra un régimen liberal-conservador oligárquico y excluyente. Y fue también una revuelta contra un régimen corrupto, “sin honra”, que tuvo en la monarquía borbónica, en Isabel II y en su madre, María Cristina, una de sus expresiones más acabadas. Sin la erosión de su legitimidad, producto de sus propias fechorías, y sin la existencia de una gran movilización ciudadana acompañada de la fuerza militar, la monarquía no habría caído.
Como revolucionario, Prim fue un acérrimo y consecuente enemigo de la Casa Borbón. Como hombre de orden, receló de la República y de la participación popular en los asuntos públicos. A resultas de ello, entre la Constitución de 1869 y la proclamación de la Primera República en 1873, España tuvo una singular monarquía electiva. El elegido para el trono fue Amadeo I, de la dinastía Saboya. Duró poco. Los partidarios de un regreso de los Borbones, y el creciente impulso republicano popular, forzaron su abdicación.
Al igual que había ocurrido con Isabel II, la renuncia de Amadeo de Saboya desencadenó por sí sola un nuevo proceso constituyente. Decenas de concentraciones republicanas llenaron las calles de Barcelona, Madrid y otras ciudades. Ninguna nacía de la nada. Eran el resultado de décadas de movilización, de autoorganización y de enfrentarse a una represión durísima. En ese proceso lento y persistente de oposición a la monarquía y sus aliados, florecieron instituciones republicanas de todo tipo: cooperativas, bibliotecas, centros obreros de ayuda mutua, corales, diarios, ateneos y escuelas populares. Surgieron corrientes republicanas, plurales, en diferentes rincones de la península. Se gestaron pactos federales y confederales en Tortosa, Córdoba, Valladolid, Éibar y La Coruña. Fue ese tenaz republicanismo del día a día, que implicó a cientos de miles de mujeres y de hombres, el que forzó la proclamación de una República que llegó por sorpresa.
Sin una fórmula jurídica que lo previera, el 11 de febrero de 1873 el Congreso y el Senado se constituyeron en Asamblea Nacional. Acto seguido, proclamaron la República por 258 votos contra 32. El poder normativo de lo fáctico del que hablaba Jellinek se impuso a pesar de las resistencias. Se proclamó la República, a secas, y se dejó en manos de unas Cortes Constituyentes la organización concreta de la nueva forma de Gobierno.
Tres días después, La Campana de Gracia, el gran periódico republicano barcelonés, publicaba en sus páginas, en catalán: “¡Ya la tenemos! ¡Ya la tenemos, ciudadanos! El trono ha caído para siempre en España. Ya no habrá otro rey que el pueblo, ni más forma de gobierno que la justa, santa y noble República federal” ¿Cómo no recuperar aquellas palabras, cuya fuerza aun hoy nos sacude?
2- La Primer República y la apertura de un horizonte federal, social y democrático
Como todo fenómeno constituyente democrático, la Primera República generó enormes expectativas. Depuesta la monarquía, se esperó que resolviera rápidamente los grandes retos que España arrastraba desde hace décadas, cuando no siglos. La ofensiva concentración de la tierra. La pobreza sangrante. El retraso industrial. La violencia arbitraria de una temible Guardia Civil. La confusión entre Iglesia y Estado. La batalla contra un centralismo cada vez más autoritario e ineficaz.
Pi fue un humanista y un internacionalista convencido. Aún joven, criticó con coraje los abusos y desmanes cometidos durante la conquista contra los pueblos amerindios
El contexto internacional no ayudó. Ni la Primera ni la Segunda República españolas navegarían con el viento soplando a su favor. La explosión republicana peninsular parecía un eco tardío de las revoluciones de 1848. Pero Europa había cambiado. En 1873, la Primera República española tuvo que convivir con el imperial Otto von Bismarck y con Thiers, que dos años antes había mandado a fusilar a miles de comuneras y comuneros en París por haber intentado tomar “el cielo por asalto”. En medio de ese contexto, la joven República hispana tuvo que abrirse paso con el único reconocimiento de Suiza, Estados Unidos, Costa Rica y Guatemala.
Con todo en contra, la Primera República consiguió cosas notables. Entre ellas, llevar a la presidencia a alguien como Francesc Pi i Margall, uno de los más lúcidos, creativos y honrados exponentes del republicanismo social, libertario y federal peninsular. Pi fue un humanista y un internacionalista convencido. Aún joven, criticó con coraje los abusos y desmanes cometidos durante la conquista contra los pueblos amerindios. Más tarde, defendió públicamente en las Cortes a los comuneros parisinos y pidió, frente al nacionalismo español más rabioso, la libre determinación de Cuba y Puerto Rico.
Como ministro de Gobernación, como presidente de la Primera República, actuó movido por dos obsesiones. Una, que la nueva República aprobara cuanto antes una Constitución democrática, federal, que ordenara la vida del país y le permitiera respirar. Dos, que ese impulso constituyente viniera acompañado de cambios materiales, de raíz, que cuestionaran las injustas estructuras de poder existentes y elevaran, rápidamente también, las condiciones de vida de las clases jornaleras y de las mujeres y niños trabajadores.
Los “obstáculos tradicionales” que crecieron con la monarquía pero que sobrevivieron a ella le salieron al paso. El poderoso partido latifundista que tanto peso tenía en Castilla y Andalucía. La oposición de la Iglesia y de los sectores reaccionarios del ejército. La reacción carlista en el Norte. Al mismo tiempo, las resistencias al programa reformista de Pi generaron impaciencia entre los republicanos federales más intransigentes y entre buena parte de las clases trabajadoras, humilladas durante décadas y con urgencias impostergables.
En Cádiz, bajo la presidencia de Salvochea se eliminaron tributos a los más pobres y limitaron los precios de bienes básicos para evitar abusos en tiempos de carestía
Inquieto por la lentitud de los cambios en Madrid, el republicano federal Baldomer Lostau promovió un efímero “Estado catalán dentro de la Federación Española” que incluía a las Islas Baleares, pero luego desistió. En el sur, la paralización del federalismo desde arriba dio lugar a la rebelión cantonal desde abajo. También sobre ellos, sobre los cantonales, pesa una leyenda infamante. La que los presenta como la encarnación del “caos” y de la “desmesura roja”. Lo cierto es que dieron voz a reclamos cuya justicia resulta incuestionable. La eliminación de ignominiosos impuestos al consumo. La secularización de la propiedad concentrada del clero. La recuperación de bienes comunales que “habían sido robados al pueblo”. El fin del odioso sistema de quintas y el reemplazo del viejo ejército represivo por milicias populares. El respeto por la democracia municipal.
En Cádiz, bajo la presidencia de Fermín Salvochea, federalista afiliado a la I Internacional Obrera, se eliminaron tributos a los más pobres. También se limitaron los precios de bienes básicos para evitar abusos en tiempos de carestía, y se ordenó la exclaustración de todos los religiosos, al declararse abolida toda asociación que exigiera el celibato a sus integrantes por ser “contrario a la naturaleza”. Hubo cantones como el de Sanlúcar, presentado por la prensa conservadora como paradigma de la “comuna anarquista” que se limitaron a aplicar un moderado reformismo social. Se aumentaron salarios, se asistió a trabajadores en paro a cuenta de los presupuestos municipales, o como ocurrió en el cantón sevillano, se crearon jurados mixtos entre obreros y patronos para discutir las mejoras en las condiciones laborales. Ese fue, en muchos sitios, el razonable programa cantonalista.
Hubo otros, ciertamente, más incisivos en su afán transformador. El célebre cantón de Cartagena, con héroes populares al frente como Antonio Gálvez Arce –Antonete– fue uno de ellos. Entre otras cuestiones, planteó la necesidad de distinguir entre las propiedades adquiridas de manera justa y las concentradas de manera fraudulenta. Y mandó revisar el proceso desamortizador de tierras, para colectivizar a favor del cantón todas aquellas propiedades de dudoso origen.
Fuerzas de la Marina ahogaron en los caños de la Carraca a más de sesenta obreros, introduciéndolos en sacos y lanzándolos al agua con proyectiles atados a los pies
Desbordado a derecha e izquierda, Pi acabó por dimitir, sin que la Constitución republicana y federal que defendía llegara a aprobarse. En lugar de persistir en sus reformas, sus sucesores cedieron a las presiones reaccionarias. La represión contra el cantonalismo fue feroz. Durante la presidencia de Castelar, que había sido un icono del republicanismo democrático, fuerzas de la Marina ahogaron en los caños de la Carraca, en Cádiz, a más de sesenta obreros, introduciéndolos en sacos y lanzándolos al agua con gruesos proyectiles atados a los pies.
Cuando la República condescendió a la represión de los movimientos populares, selló su propio fin. El intento de Pi de forzar un giro a la izquierda llegó tarde. El Golpe de Estado de Pavía acabó con algo más de un año de experiencia republicana y abrió paso a una nueva restauración borbónica.
3- Cuando lo imposible se vuelve posible
Eliminar la memoria de las tradiciones republicanas, o denigrarlas a través de la mentira, es una condición indispensable para que nada cambie en el presente
Contemplada en su complejidad y su ambición, se entienden los esfuerzos conservadores por borrar de la memoria la experiencia de la Primera República. Porque eliminar la memoria de las tradiciones republicanas, o denigrarlas a través de la mentira, es una condición indispensable para que nada cambie en el presente. La Primera República fue un atisbo de esperanza en un país injusto, profundamente desigual, que la monarquía isabelina había hundido en la corrupción. Llegó de manera inesperada, pero no hubiera sido posible sin décadas de republicanismo persistente. En las instituciones, en las calles, en la prensa, en los centros de trabajo, en las escuelas y universidades. La vocación igualitaria, libertaria, fraternal, de la Primera República, ofendió a los mismos que hoy defienden sus privilegios parapetados tras el trono, la espada, la bolsa y la cruz. Por eso hay que reivindicarla y conmemorarla. Porque la Primera República, con sus errores y contradicciones, es la muestra de que lo que a veces parece imposible, se vuelve posible. Y de que la historia, como dejó escrito Benito Pérez Galdós, es un ser vivo. Que si durante décadas no destronó, un día destrona. Y si durante décadas durmió con reyes, un día, el menos pensado, despierta en la cama del pueblo.
El secretario primero de la Mesa del Congreso, Gerardo Pisarello, firma ‘Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica’, una obra en la que repasa el devenir de los reyes hispanos contemporáneos, desde Fernando VII hasta Felipe VI, haciendo una enmienda a la totalidad de la institución monárquica e instando a la apertura de nuevos horizontes republicanos. En este sentido, Pisarello señala que “a pesar de los esfuerzos de algunos sectores económicos, mediáticos e institucionales para que Juan Carlos no acabe con ninguna condena formal, la condena social es irreversible” y avisa de que “tanto la primera como la segunda, fueron repúblicas inesperadas. Nadie pensaba que iban a llegar y llegaron”. Sobre la votación crucial del decreto sobre la reforma laboral, el diputado de En Comú Podem afirma que los argumentos de ERC sobre la insuficiencia de la norma “implican un total desprecio por el sindicalismo catalán”.
Su libro impugna la historiografía que ha surgido en los últimos años, que reivindica la España imperial, la monarquía y a figuras como Blas de Lezo. ¿Fue ese el objetivo que le movió a escribir el libro?
No era el objetivo principal del libro. Es una respuesta coyuntural a la escandalosa declaración de la Casa Real, en la que Felipe VI reconoce que su padre podría haber estado implicado en delitos de blanqueo de capitales y evasión fiscal. Pero eso me lleva a una cuestión de fondo, si el problema es Juan Carlos I o viene de atrás. Me lleva a estudiar a los Borbones y a los Austrias y llego a la conclusión de que el problema es esta concepción de la monarquía imperial católica. Eso coincidió con el empeño, sobre todo de la extrema derecha, de reivindicar ese pasado monárquico e imperial, revistiéndolo de caracteres que no tenía. Y, por eso, sí hay una discusión de fondo con esa idea. Hay una riquísima tradición hispana muy crítica con el modo de funcionar de esa monarquía imperial y con lo que supuso la conquista de América. Una cosa que reivindico en el libro es que los primeros autores que se proponen ‘democratizar’ la monarquía, y que eso pasa por reconocer que los pueblos amerindios tienen sus derechos y su dignidad, son fray Bartolomé de las Casas, fray Antonio de Montesinos… Autores españoles que son críticos con ese proceso y que impulsan las teorías modernas de los derechos humanos.
“No pierdo la esperanza de que aparezca en el PSOE un Indalecio Prieto o un Julián Besteiro, que fueron quienes impulsaron las comisiones de investigación contra Alfonso XIII por el caso de Annual. Eso fue clave para dar paso a la república”
¿Quién es el peor rey de la historia contemporánea española? ¿Quizá Fernando VII?
Sin duda, Fernando VII. Es un rey sin escrúpulos, enormemente cruel, más que Carlos I de Inglaterra o que Luis XVI, que acabaron guillotinados. Fernando VII consiguió salirse con la suya, entre otras razones, porque cuando se le pudieron haber puesto límites fuertes, durante el trienio liberal, Riego no se atrevió.
Repasando el árbol genealógico borbón, Juan Carlos I no hace más que honrar la tradición familiar, en cuanto a las amantes y a los negocios turbios.
Muchas de las cosas que hoy nos escandalizan de Juan Carlos aparecen reproducidas, casi miméticamente, en el caso de su abuelo, Alfonso XIII, de Isabel II, de María Cristina, del propio Fernando VII… Siempre hay ese vínculo de la monarquía con la economía rentista que se crea alrededor de la corte. Los diferentes miembros de la monarquía borbónica tienen algún papel, ya sea como comisionistas o como personal implicadas en negocios turbios. Una de las primeras conclusiones del libro es que es un engaño pensar que la monarquía es una figura simbólica y protocolaria, porque en realidad tiene un papel clave a la hora de apuntalar un modelo económico especulativo y rentista con elementos neocoloniales.
¿Le ha sorprendido que las investigaciones en Suiza se archivaran?
De entrada, me impresionó que fuera Suiza la que tuviera que poner luz. A partir de ahí, tampoco ha habido especial colaboración por parte de las autoridades españolas. La impresión que uno sigue teniendo hoy es que Fiscalía no hizo lo que hubiera hecho si quien hubiera estado detrás hubiera sido un ciudadano de a pie.
/ Álex Puyol
¿Cree que volverá a España? ¿Se lo puede permitir Felipe VI?
La monarquía tiene un problema muy grande con esto. Tengo la impresión de que hay abierta una estrategia dirigida a garantizar la impunidad de Juan Carlos. No quiere la derecha, ni tampoco el Partido Socialista, que avancen las investigaciones en el ámbito parlamentario -ha habido más de una docena de peticiones de comisión de investigación- y judicial. Pero, al mismo tiempo, es muy difícil que se pueda plantear el regreso de Juan Carlos. Permanentemente están apareciendo nuevos escándalos y nuevos negocios oscuros. Que eso continúe pasando con el rey aquí, viviendo cerca de su hijo, sería un problema grave para Felipe VI. Creo que es la propia Casa Real la que no acaba de tener claro que sea una buena idea que Juan Carlos regrese. De todos modos, a pesar de los esfuerzos de algunos sectores económicos, mediáticos e institucionales para que Juan Carlos no acabe con ninguna condena formal, la condena social es irreversible.
¿Felipe VI se ha convertido en un rey de parte? ¿En un rey de derechas?
Felipe VI es un rey que ideológicamente tiene una sensibilidad de derechas, mucho más que la de su propio padre. Más allá de otros vicios privados, Juan Carlos tuvo que lidiar con el antifranquismo, con actores que tuvieron un peso importante en la Transición. Felipe no, Felipe crece en un entorno que todo el mundo reconoce como de derecha dura. Y aunque el intenta mantener las formas, se notan las inclinaciones del Rey. Se notó con el discurso del 3 de octubre de 2017, asumiendo el papel del rey-soldado. Se nota en su relación con los sectores más reaccionarios del poder judicial. Hasta se notó en el último viaje oficial que hizo a Puerto Rico, donde la versión que despliega del papel de España en América guarda muchas similitudes con lo que le he oído decir a Vox, aquí en el Congreso, cuando hablan de la Iberosfera. Por tanto, sí, Felipe VI es un rey con unas inclinaciones mucho más derechistas que su padre y eso hace que sea un rey fundamentalmente reivindicado por la derecha.
El PSOE tuvo un papel fundamental a la hora de alargar el reinado de Alfonso XIII, con una cierta connivencia con la dictadura de Primo de Rivera. Y la II República sólo llegó cuando el PSOE retiró su apoyo al rey. ¿La situación con Felipe VI es parecida? ¿Es el PSOE el gran sostén de la monarquía?
El Partido Socialista piensa que proteger a Felipe VI le sirve para que la derecha no pueda impulsar un golpe destituyente contra el Gobierno y, al mismo tiempo, no se atreve a criticar determinadas cosas porque la inviolabilidad de Juan Carlos I es la inviolabilidad de las empresas del Ibex y de todo el mundo empresarial que le acompañó en sus operaciones económicas. El Partido Socialista es conservador desde ese punto de vista. Pero al igual que ocurrió en el reinado de Alfonso XIII, hay una corriente republicana en las bases socialistas, o bien de gente desengañada con el juancarlismo o bien de gente joven que ya no entiende la existencia de la monarquía en el siglo XXI, que puede acabar generando un cambio importante en el futuro. No pierdo la esperanza de que aparezca un Indalecio Prieto o un Julián Besteiro que fueron quienes impulsaron las comisiones de investigación contra Alfonso XIII por el caso de Annual. Eso fue clave para debilitar a la monarquía y dar paso a la república.
¿Ve a alguien en el PSOE capaz de ejercer ese papel?
Lo veo con diputadas y diputados concretos.
¿Cómo quién? No sé si me puede dar algún nombre.
Con el sanchismo han entrado muchos diputados y diputadas jóvenes, de Cataluña, de Albacete… de varios rincones de España, que van llegan a las comisiones con banderas tricolor. Cuando escucho a gente como Adriana Lastra o algunos otros diputados, una saca la impresión de que son diputados y diputadas republicanos que consideran que todavía no es el momento, pero que llegado el caso podrían dar un paso hacia posiciones diferentes.
“Felipe VI es un rey que ideológicamente tiene una sensibilidad de derechas, mucho más que la de su propio padre”
¿Ve factible a día de hoy un pacto de fuerzas republicanas como lo fue el Pacto de San Sebastián?
Creo que es lo que hace falta. Una de las razones para escribir el libro era precisamente esta: mostrar que, contra lo que mucha gente piensa, la monarquía es el tapón que protege un cierto sistema de poder económico, financiero y territorial, que impide que avancen ciertos procesos de democratización. Uno de los objetivos del libro es convencer a las fuerzas republicanas peninsulares, que siempre han sido muy plurales, de que criticar a la monarquía es una condición sine qua non para que sus proyectos puedan abrirse camino. Por eso, en el libro, a pesar de que es un libro sobre la monarquía, he intentado hacer emerger las tradiciones republicanas catalanas, andaluzas, gallegas, vascas, españolas… Y mostrar que todas ellas pueden tener un objetivo común.
¿Cómo valora el hecho de que la reforma laboral haya salido adelante con el apoyo de Ciudadanos y sin los socios de la investidura, PNV y ERC?
Lo más importante es que se apruebe. Se trata de una reforma que puede haber sido criticada por algunos grupos como insuficiente, pero que nadie puede negar que supone un avance y una conquista de derechos, que beneficia a los sectores más precarios del mundo del trabajo. Por eso cuesta mucho entender los votos en contra. Otra cosa es que, en el debate de la reforma laboral, se hayan cruzado otros debates, como la reivindicación específica del PNV y Bildu, que responde al ecosistema sindical vasco, con sindicatos nacionalistas que pueden haber sentido que no tuvieron suficiente protagonismo en esta reforma. Mucho más difícil es entender que ERC pueda emitir un voto que suponga mantener la reforma de Rajoy, que es lo que está pidiendo Fomento del Trabajo, la patronal agraria que asaltó las instituciones en Lorca, el sector de la hostelería contraria a reforzar los derechos de las ‘kellys’… Me parece incomprensible y preocupante, porque puede provocar una herida que tarde en restañarse.
“La OTAN es una organización militar que defiende los intereses de los EEUU y no tengo claro que esos intereses coincidan con los que deberíamos tener como europeos y europeas”
¿A qué achaca la posición de ERC? Algunas interpretaciones apuntan a la intención de contrarrestar el ascenso de Yolanda Díaz en los sondeos.
Es muy difícil de comprender. ERC ha hecho un intento de hacer ver que se trata de la reforma de Yolanda Díaz, lo cual sería un argumento bastante mezquino teniendo en cuenta la relevancia de esta ley. Una ley que, además, no sale de Gobierno, sino que es un acuerdo tripartito en el que participan UGT y Comisiones Obreras, que representan el 80% del mundo sindical en Cataluña. Esquerra ha tenido consejeros, en el gobierno de la Generalitat, que habían sido destacados miembros de la UGT. Por tanto, los argumentos que se están utilizando públicamente sobre la insuficiencia del acuerdo implican un total desprecio por el sindicalismo catalán. En ese sentido, se entiende poco.
Poniendo el foco en la crisis de Ucrania. ¿En Unidas Podemos están dispuestos a formar parte de un Gobierno que tome parte en una guerra, llegado el caso?
Lo que nosotros decimos es que una guerra activada por Biden, por Putin y por el entramado empresarial militar detrás de ellos sería una catástrofe en términos humanitarios. Estamos hablando de potencias altamente militarizadas, de potencias nucleares, que podrían conducirnos a un desastre de consecuencias dramáticas. Lo que sostemos es que el objetivo de las negociaciones que se están produciendo es evitar que pueda haber una guerra, apostar por la desescalada, por la desnuclearización y por buscar salidas políticas a ese tipo de conflicto. La OTAN ha perdido mucha credibilidad como una organización simplemente defensiva o preocupada por los derechos humanos. Es una organización militar que defiende los intereses de los Estados Unidos y no tengo claro que esos intereses coincidan con los que deberíamos tener como europeos y como europeas. Lo que hace falta ahora es aprovechar la coyuntura para poner en marcha un nuevo modelo de seguridad, más sensato y más sostenible en el tiempo. Para esto, es importante que Europa tenga una voz propia, que defienda su autonomía estratégica frente a las grandes potencias. Esto, con titubeos, es lo que ya están haciendo Alemania, Francia o Italia, que están planteando muchas reticencias a ir a un choque directo contra Rusia que podría ser suicida. Somos una organización que se siente heredera de las movilizaciones contra la permanencia en la OTAN en 1986, pero también somos herederos de los que fueron las manifestaciones masivas contra la guerra de Irak en 2003, que sirvieron para forzar la retirada de tropas durante el gobierno Zapatero. Esa tradición antimilitarista tiene que reactivarse para proponer un modelo alternativo de seguridad.
Para concluir, retomando la cuestión de la monarquía. ¿Nosotros llegaremos a ver la proclamación de la república o ve a la institución monárquica lo suficientemente sólida como para resistir a muy largo plazo?
Es difícil decirlo. El año próximo se cumplirán 150 años de la proclamación de la I República. Tanto la primera como la segunda, fueron repúblicas inesperadas. Nadie pensaba que iban a llegar y llegaron. Llegaron porque en España siempre han existido tradiciones republicanas muy ricas, que se expresan en la defensa de los bienes comunes, de la educación pública, de la separación entre Iglesia y Estado, de un modelo menos dependiente de los sectores rentistas financiarizados… Tradiciones que siguen estando presentes. Por tanto, como digo en el libro, pienso lo mismo que Benito Pérez Galdós, que la historia es un ente vivo que si durante siglos no destronó, un día destrona. Y que si durante siglos durmió con reyes, un día se despierta en la cama del pueblo. Creo que nuestra tarea como republicanos convencidos que somos -al menos en mi caso, que soy nieto de republicanos andaluces- es trabajar para que eso sea posible. Es convencer a gente de diversas sensibilidades políticas de que una república democrática homologable a las que existen en Portugal, Italia o Francia, sería un proyecto mucho más moderno y mucho más a la altura de las necesidades de estos tiempos.
En «Abrimos un libro», espacio de entrevistas de Ángel Pasero en Radio Rebelde Republicana, con el apoyo de Unidad Cívica por la República (UCR), hemos conversado sobre mi libro «Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica.»
Entrevistamos a Gerardo Pisarello, actualmente Diputado al Congreso y miembro de la mesa. Recientemente, ha publicado Dejar de ser súbditos. El final de la restauración borbónica, un libro donde explora el papel de la monarquía en la articulación del poder en el Estado. La entrevista fue realizada entre el calor esperable de la última semana de julio y una hospitalidad digna de Mariana Pineda.
Bloque 1. Coyuntura: Régimen
¿Cómo ves al régimen del 78? ¿Le ves una mala salud de hierro o estamos ante un polvorín?
Mi impresión es que, después del crac de 2008 y de sus efectos concretos, aparecieron un conjunto de reacciones y revueltas democráticas y republicanizantes contra el régimen que nos hicieron pensar que se podía abrir un escenario de procesos constituyentes y cierta ruptura democrática. Sin embargo, creo que lo que hemos constatado es que estos diferentes embates contra el régimen no tuvieron la fuerza suficiente para alterar las estructuras socioeconómicas sobre las cuales se sostenía, a pesar de que lo dejaron tocado desde un punto de vista político-cultural (fin del bipartidismo, etc.). Lo que pasa es que ahora estamos viendo una reacción, que es global, contra estos intentos de democratización y que se están expresando con la irrupción de fuerzas que, en el caso español, son pre-régimen, es decir, que nos devuelven a los lenguajes y obsesiones del franquismo y que se sitúan en un lugar anterior a los acuerdos que el antifranquismo impuso. Por lo tanto, estamos en una situación en que el régimen continúa cuestionado —no puede legitimarse como tal—, pero las salidas democratizadoras tienen un problema para abrirse camino, puesto que ha aparecido una extrema derecha enormemente violenta que no solo intenta frenarlas desde un punto de vista discursivo, sino que está dispuesta a todo, incluso a usar el poder judicial y parte de los aparatos coactivos del Estado —no sabemos hasta qué punto— para defender sus posiciones.
Hace unos meses se puso en marcha el nuevo gobierno de la Generalitat, en que, por primera vez desde 1931, ERC ha quedado por delante de la derecha. ¿Qué horizontes ves para las izquierdas en Cataluña?
Que ERC haya quedado por delante en el gobierno después de la coyuntura de los años treinta del siglo XX tiene un valor simbólico muy alto. Lo que pasa es que la impresión que se tiene es que este avance del republicanismo de izquierda y centro-izquierda, en sus diferentes variantes —estoy pensando en ERC, pero también en Comuns, la CUP, etc.—, no ha tenido tampoco la fuerza que hubiéramos querido. Por lo tanto, volvemos a la reflexión de fondo de antes: estamos ante una crisis de régimen, de una crisis del sistema económico sobre el cual funciona este régimen —un modelo de capitalismo financiarizado, neoliberal, que está agotado en términos energéticos y en sus características extractivistas—, pero las fuerzas políticas que podrían plantear un desafío serio que permitiera superar estas estructuras no tienen, de momento, la fuerza suficiente. Y a esto le tenemos que añadir, además, que todos estos avances republicanos se producen en un contexto en que la movilización social está suspendida como consecuencia de la pandemia. Así pues, son cambios que se están produciendo en el ámbito institucional, tanto en Cataluña como en el conjunto del Estado, pero que no tienen un reflejo, aparente cuanto menos, en la autoorganización y la movilización popular fuera de las instituciones, que siempre son la clave de los avances republicanos.
Hablas de las diferentes crisis y, sobre el tema de la monarquía, a menudo nos preguntamos si hay diferencias entre la crisis de la monarquía de 2014 que llevó a la abdicación de Juan Carlos I y la crisis actual de Felipe VI.
Lo que pasa es que yo creo que, en el imaginario social mayoritario, en 2014 todavía se estaban discutiendo sobre la caza en Botsuana, el elefante, etc. Lo que estamos discutiendo a partir de la nota de la casa real del 15 de marzo de 2020 es un terremoto mucho más contundente. Es la idea de que lo que se denominaba el juancarlismo era una forma de operar ilegal, con negocios muy oscuros que tenían que ver con algunas de las debilidades de la matriz productiva y económica en España, es decir, negocios vinculados a la dependencia del petróleo, tráfico de armas con dictaduras muy opacas, etc. Esto ha hecho estallar de manera irreversible el juancarlismo y amenaza con dejar tocado a Felipe VI. De hecho, ahora hay una operación en marcha por parte de los sectores monárquicos para establecer un cortafuego que pueda preservar a Felipe VI de todo lo que ha hecho su padre. Por lo tanto, la crisis del actual rey no es todavía tan evidente a pesar de que también sobre él planea una pregunta inevitable: si efectivamente él desconocía o era ajeno a todas estas actuaciones que se atribuyen a su padre. Y una respuesta negativa es muy poco verosímil de cara a la opinión pública.
Subtitulas el libro “El fin de la restauración borbónica”. ¿Crees que estamos a las puertas del final de la monarquía de Felipe VI?
El título tenía un sentido que deliberadamente jugaba con los dos sentidos que significan el fin de algo: el sentido que tiene algo o la culminación de una determinada etapa. A mí me interesaba mostrar sobre todo cuál es el fin que la monarquía borbónica ha tenido en la historia española y cómo de alguna manera ha sido la cola de un régimen político oligárquico, bastante centralizador y que básicamente ha amparado este modelo económico de capitalismo rentista y extractivista que ha dificultado enormemente una mínima modernización y democratización de la economía. Esta ha sido fundamentalmente la finalidad que ha tenido la monarquía borbónica y ahora es una situación muy extraña. Porque la corona atraviesa una crisis muy fuerte como consecuencia de investigaciones extranjeras, de la apertura de investigaciones judiciales en Suiza, etc. y se hace patente esta idea de que el rey va desnudo de una manera que no había pasado nunca desde la transición, pero es un momento donde curiosamente las fuerzas democráticas y republicanas que podrían plantear un cuestionamiento de fondo, en parte, su presencia en la calle y su capacidad impugnadora ha estado muy limitada por la pandemia, por un lado, y, de la otro, de una extrema derecha que ha salido a mostrar que para defender la monarquía y para evitar que el régimen pueda colapsar, es capaz de perseguir adversarios, de calumniar, de difamar, de espiar y de usar todas las cloacas del Estado para obtener sus objetivos.
¿Cómo ves la relación entre la PSOE y la monarquía en la construcción del régimen del 78 y en el presente? ¿Crees que la PSOE puede estar cometiendo un error con esta defensa a ultranza de la monarquía teniendo en cuenta su crisis de legitimidad?
El PSOE, como siempre, es muchas cosas a la vez. No deja de ser, por un lado, el partido de Prieto o Julián Besteiro, que hicieron todo lo posible para llevar a Alfonso XIII ante una comisión de investigación a raíz del caso de Annual. Después, siendo consciente de esta historia y de lo que piensan buena parte de sus bases, en la Transición amaga con una enmienda republicana en los debates constituyentes con la ponencia de Gómez Llorente que Pedro Sánchez recordaba hace poco. Pero a la vez, también es un partido que ha sido un puntal básico del régimen, al que le da mucho miedo sacar el tapón de la monarquía porque considera que sin la protección de la monarquía la derecha podría hacer valer su fuerza destituyente para poner fin al gobierno actual. Por lo tanto, en el PSOE ves muchas dudas en relación a esto; mi impresión es que están haciendo todo lo posible para que Juan Carlos I no tenga que sentarse en una comisión de investigación en el Congreso y para que no acabe sentado ante un tribunal. Creo que mucha gente del PSOE esperaría que muriera en el exilio y que se cierre por lo tanto la etapa del juancarlismo, consiguiendo que el felipismo sea capaz de acompañar gobiernos del PSOE.
El PSOE está ante una duda hamletiana
Lo que pasa es que hacer esto tiene un precio demasiado alto, porque si para que la monarquía te proteja lo que tienes que hacer es consentir su impunidad, tu propio proyecto político se acaba degradando. Se degrada de cara a las bases y aparte de tus votantes. Por lo tanto, el PSOE está ante una duda hamletiana en que tiene que decidir qué hacer con esta figura y creo que no saben cómo resolverlo pero que la obligación de las fuerzas republicanas es presionar y mostrar esta contradicción. La contradicción de tratar la monarquía, ya ni tan solo como una monarquía parlamentaria, sino como una institución con licencia para delinquir, no sujeta a controles básicos en elementos claves como la transparencia.
Si lo miramos desde la perspectiva de la monarquía es realmente impresionante que no se hayan tomado medidas de reforma o modernización. En el libro, pones el ejemplo de Olaf Palme en Suecia y los cambios constitucionales que introdujo para despojar a la monarquía de todos sus poderes como el vínculo del monarca con las fuerzas armadas. ¿Cómo puede ser que no hayan empujado ningún proceso de cambio más allá de la abdicación en 2014?
De hecho, la Constitución tiene un artículo, el 57, que prevé la posibilidad de una ley de la corona, para resolver dudas ante abdicaciones o situaciones que generen dudas sobre el estatus jurídico que pueda tener la corona. A partir de ahí se podrían hacer muchas cosas, pero no se hacen porque separar la monarquía de las fuerzas armadas aquí supondría cuestionar el modelo de la restauración franquista, que consiste en mantener muy viva la idea del rey soldado, que es precisamente lo que puede, en situaciones de crisis, disponer de las fuerzas armadas para proteger la unidad de España, los intereses económicos a los que la monarquía está vinculada. Por lo tanto, cuestionar esto implicaría cuestionar elementos de fondo del régimen, y esto explica que Felipe VI haya intentado actuar como rey soldado el 3 de octubre de 2017, o que sea un rey que, al igual que su padre, nunca ha condenado el franquismo. Porque, no nos engañemos: el hilo con el franquismo es muy claro, y por tanto plantear cualquier reforma que toque este vínculo sería en realidad abrir un debate materialmente constituyente sobre un cambio de régimen. La monarquía se ha convertido en una especie de vampiro que ya no tolera exposiciones a luz abierta porque eso implicaría discutir el papel real -económico, político- que ha jugado durante todos estos años y que está muy alejado de la idea de que el rey reina, pero no gobierna, como figura meramente simbólica.
Si miramos los últimos sondeos, podemos ver como el creciente número de gente en contra de la monarquía no se acaba de reflejar del todo a nivel electoral, provocando el hecho de que gente en contra de la monarquía pueda acabar votando partidos monárquicos (principalmente el PSOE). ¿Cómo crees que deberíamos activar políticamente este potencial? ¿Crees que, después de que ésta no fuera una de las cuestiones principales de la última década, ha llegado el momento de hacerlo?
Aquí hay una idea, que ha existido mucho en la tradición del PSOE, que es mostrar que tú puedes tener una monarquía y, a pesar de que no tengas una forma de Estado preferente, en el marco de esta monarquía se pueden conseguir algunos avances desde el punto de vista social y cultural. Este fue el marco sobre el que se sostuvo el felipismo durante muchos años. Hoy hay una parte del PSOE que está intentando reeditar esto buscando que la derecha acepte acuerdos sociales y políticos de mínimos entorno a una monarquía relativamente limitada. Pero nada indica que la derecha lo acepte mientras no tenga el poder.
Tenemos que ir hacia un horizonte que la propia monarquía no tolera
Delante de esto, creo que el objetivo de las fuerzas republicanas es precisamente mostrar que, en un contexto de crisis económica tan profunda, con un crecimiento brutal de la precariedad y las desigualdades, no basta con estos cambios sociales de mínimos que no resuelven los problemas de fondo. Y para que esto no sea así, para lograr cambios de alcance más profundo -una política fiscal progresiva real, una reestructuración del modelo productivo en clave ecológica, blindaje de los servicios público, etc.- es muy difícil que lo puedas hacer mientras exista una monarquía que tiene como aliados fundamentales en todos estos sectores rentistas y extractivista que están en contra de que se produzcan estos acuerdos. Por lo tanto, creo que la pedagogía republicana también debe ir por aquí, para mostrar que hablar de monarquía no es dejar de hablar de los problemas sociales o económicos que la gente tiene en la cabeza. Que precisamente, si en un escenario de post-vacunación no queremos volver a la vieja normalidad y hacer cambios de fondo, tenemos que ir hacia un horizonte que la propia monarquía no tolera ni contempla.
Recientemente, hemos visto a AENA, en el caso del aeropuerto, y los grandes oligopolios eléctricos activarse para impedir que esta transición socio-ecológica …
Exactamente, y nunca veremos al Rey enviando mensajes explícitos o implícitos que cuestionen estas actuaciones. La Casa Real puede enviar a Leonor a plantar un árbol en el Hayedo de Montejo, en Madrid, pero nunca la veremos mover un dedo para detener la destrucción de la Ricarda o por cuestionar un proyecto, como la ampliación, que básicamente llenará el bolsillo de Blackrock y otros fondos de inversiones que integran el accionariado de AENA. Y lo mismo puede pasar en un tema clave como el de la luz. Iberdrola, que se dedica a vaciar embalses de Zamora y Cáceres para beneficiarse aún más de la subida del precio de la luz, fue una de las primeras empresas en saludar la llegada de Felipe VI. Y no es casualidad, porque en realidad se trata de grandes corporaciones que siempre han visto en la monarquía una pieza institucional y cultural clave por sus intereses extractivista.
Bloque 2. Sobre Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbònica
Leyendo tu libro y como reseguir todos los “momentos republicanos”, tanto el francés como el inglés y también en nuestro país, uno tiene la sensación de que la figura de la monarquía siempre implica algo más de lo constitucionalmente recogido. En el caso inglés, uno siente que la monarquía permite una alianza de clases con las aristocracias para mantener una distribución de poder muy clara. En el caso francés, a partir de la reacción thermidoriana y la restauración borbónica, la figura del monarca representa un bloqueo a las voluntades de participación y soberanía popular. Hoy, ¿qué es ese algo más que implica la monarquía borbónica en España?
Yo creo que la diferencia con los casos británico y francés es que vivieron diferentes revoluciones republicanas que disciplinar claramente la monarquía en términos sociales e incluso económicos. Es decir, después de la revolución republicana de la década de 1640 en el caso inglés, la monarquía nunca volvió a ser lo que era. Pero aquella revolución republicana pone en cuestión también una forma de redistribución de la tierra, abre las posibilidades, de que haya una ciertamodernización y democratización de la economia. A la monarquía, sometida a importantes limitaciones, no le queda más que acompañar estos procesos renunciando a buena parte de la capacidad de influencia política y económica.
En el caso de Francia pasa lo mismo, y de una forma aún más radical. En el caso español no. Ninguna de las revueltas peninsulares tuvo la fuerza de la revolución francesa o inglesa. Y cuando aparecieron líderes republicanos valientes y honestos como Rafael de Riego y muchos otros, ninguno de ellos quiso o se atrevió a actuar como Oliver Cromwell o Robespierre. Por lo tanto, los Borbones lo que han hecho es rodearse de una corte que ha tenido en su corazón estas clases rentistas y terratenientes que fueron un freno para cualquier tipo de proceso de democratización social o económica ni tampoco mínimamente de modernización. Este me parece que es el papel fundamental que han tenido los Borbones. Hay algunas figuras políticas del siglo XIX, como el propio Prim, que ven esto claramente. Por eso Prim, que no por casualidad era catalán y estaba ligado a otros sectores económicos, termina pronunciando el Congreso el discurso de los tres “jamases” – “¡jamás, jamás, jamás los Borbones!” – viendo que no sólo había un problema con la monarquía sino también dinástico, que es real y continúa hasta hoy.
Si le damos la vuelta a la pregunta. Todos -o casi todos- los momentos de restauración han sido reacciones contra situaciones constituyentes. Sabemos también que tú has trabajado bastante el tema de los procesos constituyentes. ¿Dirías que hay elementos que se repiten en los momentos constituyentes de la historia catalana y española de los últimos 2 siglos? ¿Cuáles serían?
Yo creo que ha habido grandes revueltas republicanas, muy plurales, en diferentes momentos. Sin duda Cádiz es un buen ejemplo, lo que significó el trienio liberal contra Fernando VII, las primeras movilizaciones que explícitamente se autoconsideran ya democráticas y republicanas a partir de la segunda mitad del XIX, la Primera y la Segunda República, etc. Estos procesos nunca han dejado de producir y a veces han tenido aspiraciones constituyentes, como la prolamación de la república catalana por parte de Baldomer Lostau de un Estado catalán republicano en 1873. El problema es que nunca tuvieron la fuerza suficiente para dar la vuelta de una manera sustancial estas relaciones económicas sobre los que se mantenía la monarquía. Por eso hemos tenido mucho republicanismo cotidiano, persistente, pero pocas repúblicas. Es más, muchas veces estas transformaciones vinieron por otras vías, como en el caso de la desamortización de Mendizábal, que es un burgués revolucionario del siglo XIX que desde su perspectiva adopta estos cambios que el republicanismo popular no consiguió sacar adelante con fuerzas. Y, por tanto, lo que ha pasado es que muchas veces la caída de la monarquía se produce en un contexto donde cae el rey o envía un Borbón en el exilio, pero continúan conspirando desde el ejército, las estructuras institucionales, los poderes económicos, las fuerzas contrarias a estos procesos de democratización. Esto es clarísimo en el caso de las dos repúblicas y es lo que podría pasar hoy, por eso es importante entender el vínculo que existe entre la corona y todo este entramado de poder. Y muchas veces esta conspiración reaccionaria se da desde fuera: los Cien Mil Hijos de San Luís, la Rusia autocrática del siglo XIX, los Estados Unidos en el siglo XX, que impiden que en la península estas revueltas republicanas puedan tener éxito.
Muchas veces cuando cae un rey o se envía al Borbón al exilio, pero las fuerzas monárquicas continúan conspirando
Y cuando hablamos de procesos constituyentes, es importante distinguir. Hay procesos formales, que rompen jurídicamente con el marco existente y aprueban nuevas constituciones. Pero aprobar una nueva Constitución no implica que desde el punto de vista material puedas construir nuevas relaciones de poder. Por lo tanto siempre ha habido una distancia importante entre las nuevas Constituciones o marcos legales que intentaban imponer y el funcionamiento del aparato administrativo, económico, etc. que continuaba arrastrando las inercias del pasado. Y una de las experiencias que tuve como cargo público del Ayuntamiento fue sentir este peso de la herencia del aparato administrativo que no cambia simplemente como consecuencia de una revuelta republicana, sino que impone buena parte de sus inercias. Una de las experiencias que tuve como cargo público en el Ayuntamiento fue sentir ese pero de la herencia del aparato administrativo, de los poderes económicos y mediáticos que llevan años incrustados en la estructura institucional y que no desparecen simplemente como consecuencia de una revuelta republicana en las urnas sino que hacen todo lo posible por mantener su presencia.
Hemos visto en los años recientes, una serie de publicaciones de voces escuchadas y leídas en las izquierdas en todo el Estado en relación a la identidad nacional. Alba Rico, con el libro España, José Luis Villacañas con Imperiofilia y el populismo nacional-católico o Xavi Domènech con Un haz de naciones. ¿Crees que la cuestión monárquica que tú tratas a tu libro tiene que ver con esta discusión?
Yo creo que sí. Santiago Alba Rico y Xavi Domènech lo han mostrado de manera magistral, aunque sus planteamientos presentan diferencias claras también. Tiene que ver con todo esto y sobre todo con las diferentes concepciones de la nación que están en disputa. Por ejemplo, Fernando VII e Isabel II todavía son reyes de “las Españas” en plural, y ya Alfonso XII es rey de España, sin más. Es decir que a partir de la segunda mitad del siglo XIX se ha ido consolidando un modelo que viene de antes pero que ya es una monarquía centralizadora y uniformista con elementos más liberales o más conservadores. Este es un problema que viene de lejos para que la configuración de la monarquía en España nunca logra dar un encaje claro a lo que eran los antiguos reinos, y por tanto a la pluralidad lingüística y territorial que existía en el conjunto de la península. Esto Marx lo ve de una manera muy clara en sus escritos sobre España al Daily Tribune en 1854. Por lo tanto, esta es una razón decisiva para pensar que la cuestión de la plurinacionalidad peninsular, indiscutible en el siglo XX y XXI, nunca podrá ser resuelta de manera clara y limpia mientras haya monarquía. Se pueden producir algunos avances parciales, pero una solución de fondo, basada en la libre decisión, será imposible mientras haya monarquía, y mientras haya una dinastía que no ha roto con el franquismo. De hecho creo, este es uno de los límites de sectores monárquicos de derecha, como el que representa un Herrero de Miñón, que han teorizado que los Borbones podrían tener un papel similar a los Habsburgo, tutelando ciertas diferencias nacionales, lingüísticas, etc.
Ferran VII i Isabel II aún son reyes de “las españas” en plural, y ya Alfonso XII es rey d’España
De hecho en el libro recuerdo como hasta el útimo momento Artur Mas creía que podía haber un Estado catalán amparado por la monarquía, porque desde su perspectiva conservadora sería fundamental para que este Estado en términos socioeconómicos no plantee ningún cambio de fondo que haga peligrar el status quo. Yo en esto pienso lo que pensaba Antoni Domènech en esto; que para que los pueblos peninsulares puedan decidir libremente su destino, la monarquía es uno de los principales obstáculos. Y de hecho, cada vez que hay una restauración borbónica aparece el mito de que este rey sí podrá acometer las tareas modernizadoras, plurinacionales, etc. Y siempre acaba funcionando mal.
Bloque 3. Debates y mañana del republicanismo
Se ha dicho que es más fácil que en Cataluña exista el republicanismo porque la derecha no es monárquica, mientras que si se mira el conjunto del Estado sería más complicado si no aparece una derecha republicana. ¿Le ves sentido a este razonamiento?
Hay una parte, sí, de la derecha catalana que ha dado un paso hacia el republicanismo. Pero en muchos casos porque no han encontrado el rey que se esperaban. No nos olvidemos que Jordi Pujol fue uno de los principales defensores de Juan Carlos I. Y algunos de sus herederos confiaron hasta el último momento en que Felipe VI intercediera para defender ciertos intereses económicos en Cataluña. El discurso de los 3 de octubre los levantó abruptamente de esta ilusión. Habrá que ver si esta frustración implica la asunción de principios y planteamientos republicanos democráticos o si se diluye en posiciones nacionalistas anti-republicanas.
En el resto del Estado, sin embargo, es mucho más complicado. Tenemos, evidentemente, el caso del PNV, que al estar ligado a intereses económicos no tan rentistas y especulativos, podría convertirse en una fuerza republicana más conservadora, pero claramente anti-franquista y consciente de que la monarquía es un impedimento incluso para una cierta modernización del sistema económico. En el resto del Estado, repito, me cuesta más de ver, pero cuando lees ciertas encuestas, ves que hay sectores económicos ligados a lo que queda de Ciudadanos o al PSOE que eran tradicionalmente monárquicos y que ahora ya empiezan a confiar más, como el Ortega de “El error Berenguer” en que la monarquía está agotada.
Después está el caso curioso de la derecha dura que siempre ha sido crítica con Juan Carlos I, pero no por no ser monárquica, sino porque lo veían un rey demasiado amable con los socialistas. De ahí es de donde sale el mito del republicanismo del primer gobierno de Aznar, que se expresa en cosas que llaman la atención como la reedición de obras de Azaña o de Joaquín Costa pero reconvertidos en un sentido funcional para al PP. Pero todo esto dura muy poco. Con Felipe VI, de hecho, buena parte de estos sectores de la derecha dura y de la extrema derecha ven que sí pueden tener un rey cercano a sus intereses, que Felipe VI no hará nada para cuestionar el franquismo o por distanciarse de manera abierta de las obsesiones de la derecha radical y que no reirá las gracias de un gobierno donde hay una fuerza política explícitamente republicana. Todo ello, sin embargo, es un problema por el propio PSOE, que a veces sueña con poder reeditar el viejo acuerdo entre Juan Carlos y Felipe González. Hace poco asistí al Congreso a un homenaje a Azaña. Una auténtica vergüenza. Porque era un homenaje, no al Azaña jacobino, republicano, que pronunció la ejecutoria contra el Borbón Alfonso XIII a las Cortes, sino a un Azaña derrotado, el de “paz, piedad y perdón”, que había perdido toda su fuerza republicana. Esto fue fortísimo. Van desnaturalizado por completo la figura de Azaña para escenificar una supuesta química entre el PSOE y Felipe VI. No aplaudimos ninguna intervención y nos fuimos inmediatamente.
Recientemente en la UPEC, Sánchez Cuenca decía que “no puede haber un referéndum sobre monarquía o república en España, no porque teman perderlo sino por las divisiones territoriales que hay”. ¿Estás de acuerdo?
Yo no creo que la monarquía esté en condiciones de ganar un referéndum. No es casualidad que llevamos 5 años sin que el CIS pregunte sobre el tema. A todos nos viene a la cabeza la imagen de Adolfo Suárez cuando le dice a Victoria Prego que no podían convocar el referéndum porque el perdían, seguramente si hoy le preguntas a Tezanos o alguien del CIS porque no preguntan sobre la monarquía podrían hacer lo mismo. La monarquía es un impedimento para discutir de manera limpia y clara la cuestión plurinacional Por tanto, en el marco de una campaña sobre la cuestión de la monarquía, no tengo nada claro que tuvieran asegurada una victoria. Evidentemente, en Cataluña, en el País Vasco la oposición sería más fuerte. Pero habría que ver los resultados en ciudades con fuerte tradición republicana: Cádiz, Coruña, Valencia, Gijón, etc .. Creo que nos sorprenderíamos. Por eso creo que las fuerzas republicanas, federalistas, confederalistas e independentistas deben poder trabajar coordinadamente para superar la monarquía, porque esto abriría muchos debates sobre la falta de democracia política y económica que hoy están bloqueados.
Decía Xavi Domènech al podcast turolense Moliendo Gordo, que en un lapso de una década tendremos que ver un proceso constituyente para una incapacidad de reforma muy profunda, que una constitución que no se reforma acaba implosión. ¿Cómo lo ves? Chile está teniendo (incluso disfrutando) ahora de su asamblea constituyente que marcará un punto y final a la constitución de Pinochet…
Aquí sí que estoy de acuerdo con Sánchez Cuenca cuando dice que la Constitución no es reforma para intentarlo supondría abrir el debate sobre la forma de Estado. Las dos Constituciones que más han durado en la historia de España son la de la segunda restauración de 1876 y la actual de 1978. Ahora mismo estamos en un momento de bloqueo constituyente, lo que pasa es que la imposibilidad de una reforma constitucional real se está utilizando como excusa para impedir que se produzcan otros cambios. ¿Por qué no tenemos una ley de la corona o no se puede hacer un referéndum? Porque debería reformarse la Constitución. Y en este sentido la reforma hoy se está utilizando, no sólo por parte de la derecha sino también de sectores del PSOE, para impedir que a través de leyes orgánicas se puedan sacar adelante reformas en más profundidad.
Chile es un buen ejemplo de cómo los procesos constituyentes y republicanos llegan por vías inesperadas no previstas
Yo creo que tarde o temprano esto debería producirse un momento constituyente, que yo no me imagino que llegue por vías jurídicas previstas, sino que saldrá de manera imprevisible como en el caso de Chile, donde la Constitución de Pinochet estaba llena de candados y no admitía una reforma estructural y, de repente, el aumento de precios del transporte público es la chispa que hace estallar una gran rebelión ciudadana que parecía imposible: el compromiso del régimen para hacer un referéndum no previsto sobre una nueva constitución y una asamblea constituyente. Y Chile, en este sentido, es un buen ejemplo de cómo los procesos constituyentes y republicanos llegan por vías inesperadas no previstas. De todos modos, insisto en la idea de que abrir un proceso constituyente es importante, pero es igualmente importante alterar las correlaciones de fuerzas mediáticas, económicas y políticas, porque sin esto una nueva Constitución puede terminar siendo poco más que una hoja de papel.
Gabriel Rufián decía recientemente que “el paradigma ha cambiado, los gobiernos de los últimos 40 años siempre habían pactado con el nacionalismo de derechas vasco y catalán y ahora están obligados a pactar con el independentismo de izquierdas catalán, vasco y, a veces, gallego. Y creo que incluso se debería oficializar. Nos deberíamos poder presentar diferentes fuerzas políticas independentistas de izquierdas, me imagino al independentismo de izquierdas gallego, vasco y catalán presentándose —y no hablo de una lista electoral conjunta— bajo un paraguas discursivo, de intencionalidad política conjuntamente en unas elecciones españolas para sumar, para multiplicar los diputados y diputadas y para compartir causas también evidentemente con la gente de Adelante Andalucía, con la gente del SAT, con la gente del Bloque en Valencia, etc. Creo que es positivo y hay un campo allí interesante. A mi me parece interesante”. ¿Qué te parece?
Me parece muy interesante también, y por utilizar un símil republicano, puede ser importante para avanzar hacia un nuevo Pacto de Donosti como el de 1930. Aquí Rufián piensa más en fuerzas que sean declaradamente independentistas, pero creo que hay espacio para sumar más. Creo que en este arrecife de coral hay espacio para más alianzas, que a veces pueden ser acuerdos programáticos, orgánicos, más en el ámbito municipal, etc. Creo que el municipalismo es un gran laboratorio de experimentación democrática, donde las fronteras son más flexibles que en el ámbito estatal. Pero me parece que esta actitud es la correcta. Creo que, en el Congreso en Madrid, tenemos que avanzar en este sentido sin obsesionarnos por la forma orgánica que adopte esto. Pero el solo hecho de tener la predisposición para que los relojes estén acompasados es enormemente importante, porque parte de la debilidad del republicanismo peninsular, muy bien aprovechada por los sectores conservadores y monárquicos en momentos clave, ha sido esta desconexión o falta de conocimiento mutuo que hacía que cuando se producía un impulso republicano a un lugar no pasaba nada a otros lugares del Estado.
Parte de la debilidad del republicanismo peninsular, muy bien aprovechada por los sectores conservadores y monárquicos en momentos clave, ha sido esta desconexión o falta de conocimiento mutuo
Debemos aprender estas lecciones, y aquí no puedo evitar que me salga mi visión de diputado de ultramar, también debemos aprender de experiencias que vienen del sur. A la hora de pensar qué tipo de organización necesitamos para frenar la extrema derecha, yo pienso en la gente de Bolivia, Colombia o Chile, donde han tenido que inventar y crear formas nuevas de enfrentarse a una derecha enormemente violenta.
En una entrevista reciente a eldiario.es, decías que te interesaba la idea de Jorge Reichmann, en relación al tipo de partido político para las fuerzas transformadoras, que “tenía que parecerse más a un arrecife de coral”. ¿Ha pensado más en que implica esta perspectiva de la organización partidaria?
Esta es una reflexión que viene a raíz de que tanto el 15M y las mareas como el movimiento soberanista produjeron cambios muy importantes pero no tuvieron la fuerza que nos imaginamos que no habían sido capaces de dar lugar a nuevas formas de organización, con penetración y capilaridad territorial. Y cuando tú quieres ser una fuerza transformadora que quiere revisar de manera profunda las relaciones de poder en muchos ámbitos y no tienes la fuerza de los medios o el poder económico lo único que tienes es la organización. Por lo tanto yo creo que es una de las principales tareas de nuestra época, más que obsesionarnos principalmente por las encuestas y los escaños, debemos pensar cómo construir instrumentos políticos que contribuyan a la autoorganización democrática de la gente común para poder incidir en el cambio de estas relaciones.
Y desde este punto de vista me parece que el partido tradicional no es una buena herramienta, y una buena intuición del 15M y otros movimientos era precisamente que esto tenía que cambiar, y esta es una promesa incumplida aún hoy. Por lo tanto, pienso que para poder hacer frente a la extrema derecha, que sí está dando esta batalla política y cultural en las redes y los medios, que sí está intentando tener capilaridad, que están escribiendo libros, necesitaríamos un tipo de organización que fuera permeable y capaz de acoger suficiente pluralidad y diversidad para estar a la altura de este reto. Y desde este punto de vista, esta idea de Jorge Reichmann que habla del arrecife de coral me parece una metáfora interesante para nuestro contexto, donde un repliegue identitario desde una concepción jerarquizada sería lo peor que se podría hacer; sería un tapón imperdonable para un movimiento republicano que tiene condiciones para poder crecer en los años que vienen impulsado por las generaciones más jóvenes, el feminismo y otras cuestiones que la extrema derecha no podrá frenar.
Finalmente, una pregunta que se aleja un poco del tema. En la presentación de tu libro que se hizo en la Plaza Felipe Neri el martes 29 de junio, dijiste una frase que me gustó tanto estética como políticamente. Dijiste “no se lucha por esperanza, porque si se luchara por esperanza, cuando ésta no está, entonces no se lucha”. Entonces, ¿desde dónde seguimos luchando?
En realidad estaba reproduciendo una frase de uno de mis grandes referentes republicanos: Xosé Manuel Beiras. Me parece interesante como reflexión para que la esperanza es uno de los grandes motores de cambio sobre todo cuando la tienen los que no tienen nada. Pero quizás a veces nos toca luchar también sin tener esperanza, y Beiras decía que siempre ha luchado sin esperanza, y precisamente por eso sabía que no se rendiría jamás.
Hoy hay gente frustrada por el 15M o por el movimiento soberanista, y en este contexto me gusta la idea de que a veces tenemos que luchar por dignidad, porque toca, porque no podríamos hacerlo de otro modo
Hoy hay gente frustrada por el 15M o por el movimiento soberanista, y en este contexto me gusta la idea de que a veces tenemos que luchar por dignidad, porque toca, porque no podríamos hacerlo de otro modo. Para que la conquista de la propia libertad y de la libertad ajena es suficiente como para dar la batalla y resistir incluso si no ves un resultado concreto en el horizonte inmediato. No es un argumento en contra de la esperanza, que yo creo que es revolucionaria, pero sí puede servir para recordar que incluso en aquellos momentos donde la esperanza no está a niveles máximos siempre hay razones para seguir luchando.
Bloque 4. Rueda de reconocimiento republicana
Bartolomé de Las Casas
Fue uno de los grandes inspiradores de la concepción moderna de los derechos humanos e inspirador de las grandes revoluciones europeas, de la inglesa, de la francesa, de las revueltas americanas. Es hijo del hecho más importante de su época, y que es muy decisivo en la historia hispana, que es lo que llamó “la historia de la destrucción de las Indias”. Es un personaje horrorizado por ello y cómo reacciona a todo esto (él era un “encomendero” de origen), rompe con su propia biografía y pone las piedras fundamentales para pensar una alternativa basada en la idea de dignidad, en la idea de los derechos humanos y también en una idea de República.
Fue un gran obsesionado para republicanizar una monarquía imperial como la que le estaba tocando vivir y pensó que el primer requisito para poder republicanizar aquella monarquía imperial era acabar con la “encomienda”. Es decir, acabar con el régimen económico que hacía posible la monarquía imperial. En segundo lugar, que cualquier rey debía ser directamente elegido por la gente, y que por tanto, la monarquía hereditaria era absolutamente incompatible con cualquier régimen republicano. Creo que estas ideas tienen todavía mucha fuerza hoy.
Mariana Pineda
Una mujer fascinante. Es un ejemplo de cómo, en un contexto de lucha contra el absolutismo monárquico, el crecimiento del republicanismo democrático puede romper incluso los límites del espacio doméstico. Si Mariana Pineda es una joven viuda granadina que desde la autonomía que le daba la posibilidad de ser viuda y tener un cierto control sobre su domus, digamos, se convierte en una persona que impulsa tertulias republicanas, que acoge a casa a muchos de los activistas liberales (en el sentido español de la palabra) que se estaban enfrentando a Fernando VII, que era acusada de anarquista por los realistas de su época y que paga con su vida este impulso vital.
En el caso de Mariana Pineda, conviene recordar a García Lorca, su compromiso no nace de una formación doctrinaria. No es que Mariana Pineda fuera lectora de autores republicanos, sino que su republicanismo nace de un amor por la libertad y de una inclinación a levantarse contra el abuso, que a mí me parece que es el principal elemento de cualquier actitud republicana en la vida.
José Maria Orense
Otra biografía curiosa. Un cántabro desconocido o poco conocido. Pero que precisamente se formó políticamente en la batalla contra el absolutismo durante el trienio liberal. Fue de los que junto a Riego decidió plantar cara como nadie lo había hecho en unos de los más crueles reyes borbones, Fernando VII. Como todos los que intentaron hacerlo terminó exiliado, terminó marchando a Inglaterra. Después volvió con unas ideas más moderadas pero nunca abandonó este hilo republicano que le llevó a convertirse en 1873 en el personaje que acaba proclamando la República Federal, siendo ya muy grande, y que compartía muchos de los sentimientos que forman parte del núcleo del republicanismo hispano: la separación iglesia-estado, la necesidad de una reforma agraria, la necesidad de la defensa de la ciencia y el pensamiento crítico.
Otra cosa que es menos considerada, pero que para mí es muy importante y es objeto de mis intereses es el iberismo. Es decir, la idea de que para romper la configuración hispánica, monárquica y centralista era muy importante abrir este debate, el debate ibérico. Era una manera también de que el Sur de Europa pudiera hablarle de tú a tú a los “Cien mil hijos de San Luis”, es decir, a las presiones de Francia y de otras potencias. Me parece que es un proyecto sobre el que vale la pena darle vueltas.
Fernando Garrido
Junto a Pi y Margall, uno de los dos grandes personajes del federalismo republicano socialista del siglo XIX. Un cartagenero. Aquí aparecen las grandes ciudades del republicanismo: Barcelona, Cartagena, Cádiz, Coruña. Un personaje enormemente fascinante, interesante, un gran publicista y de una enorme actualidad. Defensor de una idea de federalismo que también yo creo que hay que revisar, que es este federalismo muy pimargalliano, claramente sinalagmático, de abajo hacia arriba, siempre de libre adhesión. Yo creo que después de la experiencia de lo que ha sido el Proceso en Cataluña, son ideas que se necesitan recuperar. Hay que volver a revisar un poco más lo que pensaba realmente Pi en los diferentes momentos de su vida o lo que pensaba personajes como el Fernando Garrido, para encontrar algunas de las respuestas. Esto que decíamos antes, la idea de que todos los republicanismos peninsulares deben tener todos los relojes acompasados para pensar en algún tipo de embate o superación del Régimen monárquico, centralista y cada vez más oligárquico.
Pi Margall
Uno de los más grandes de la tradición republicana democrática ibérica. Los temas de interés que tenía en su cabeza y con los que se compromete son inagotables. Critica los crímenes coloniales, como Las Casas; defiende a los patriotas soberanistas cubanos, como José Martí; elogia a los comuneros parisinos de 1871. Su republicanismo combinaba de manera muy creativa el federalismo, el confederalismo y las diferentes tradiciones socialistas y libertarias. Fue admirado por Engels y Federica Montseny. Se convirtió en presidente de la I República, y aunque no compartía las tomas de una parte del republicanismo popular, se negó a reprimir estos movimientos y presentó la dimisión por enfrentarse inmediatamente al republicanismo diestro que terminó representante Castelar. Es un personaje que sobre todo los jóvenes deberían conocer mejor. Hace poco he leído una historia de América de Pi, donde empieza a hablar de los pueblos indígenas, de cómo estaban organizados: los aztecas, los incas… es de una curiosidad extraordinaria y de una honestidad intelectual y personal abrumadora.
Manuel Azaña
Un republicano español, liberal e intelectualmente burgués, como el mismo decía, pero a la vez muy brillante. Hay un primer Azaña, que la derecha actual y una parte del PSOE se empeñan en olvidar, claramente jacobino y antimonárquico, con momento memorables en el Ateneo de Madrid. Es el mismo Azaña que, en la línea de Pi y Margall, cree que el problema de la organización del Estado se origina ya con Carlos V y la represión de los comuneros de Castilla. Y es el mismo, también, que llega a defender el derecho del pueblo de Cataluña a navegar por sí solos, si así lo deciden libremente, aunque después adopta posiciones más centralistas. Quizás confió demasiado en el papel que la pequeña burguesía ilustrada podía tener en el proceso republicano de su tiempo, despreciando la potencialidad de la autoorganización obrera y campesina, pero sin duda es uno de los exponentes más lúcidos de un republicanismo español progresista que sigue siendo necesario para producir transformaciones más amplias en el conjunto del Estado.
Margarita Nelken
Era, si no estoy equivocado, de familia de judíos alemanes, una mujer enormemente culta. Creo que se le atribuyó una traducción de la Metamorfosis de Kafka. Fue diputada por las Cortes y curiosamente fue contraria al sufragio femenino. Compartía esta idea con Victoria Kent, consideraba que si las mujeres votaban, como aún eran mujeres que estaban demasiado inscritas en ese escenario que Lorca describe tan bien en La Casa de Bernada Alba, un espacio doméstico cerrado, patriarcal, jerarquizado, ganarían las derechas. Otros, como Clara Campoamor entendían que el sufragio femenino era algo que no se podía aplazar. Pero bueno, una mujer con una biografía muy interesante, que pasa del partido socialista a los comunistas, que fue expulsada del Partido Comunista, y que era muy respetada por republicanos como Jiménez de Asúa. Una de las tareas pendientes del republicanismo actual es recuperar estas mujeres, que desde diferentes clases sociales, ya veces lejanas a la tradición estrictamente republicana, como es el caso de la gran Emilia Pardo Bazán, o de muchas mujeres anónimas de clase popular, han sido demasiado invisibilizadas. Es imposible pensar el republicanismo del futuro sin tenerlas presente.
Joaquín Maurín
Seguramente uno de los marxistas hispánicos más originales y creativos del siglo XX. Siempre he sido muy maurinista en este sentido. Incluso cuando exagera -y lo hace muy a menudo- Maurín deslumbra y lo hace de una manera muy personal. En sus escritos aparecen muchas de las tareas democratizadoras que el republicanismo tenía por delante en su época y que aún en tiene hoy: la separación iglesia-estado, la reforma agraria (hoy podríamos añadir la cuestión urbana), la igualdad de las mujeres , la autodeterminación de las naciones del estado… muchos de los elementos de un programa democratizador a la altura del siglo XXI en el estado, en parte ya están en Maurín. Es fascinante por su creatividad y por la importancia que le da a la propia historia hispánica. Es decir, muchas veces en la tradición marxista ha habido idea de que basta leer Lenin, Gramsci, etc. para hacerte una idea de las grandes tareas emancipatorias. Y ya, eso está muy bien, son autores clásicos, pero también se ha de leer el XIX catalán, el XIX español, las tradiciones republicanas gallegas, andaluzas, vascas. Esto Maurín lo tenía presente y su capacidad para establecer conexiones entre fenómenos políticos es realmente admirable.
Josep Fontana
Un gran maestro para toda una generación. A mí, como latinoamericano de origen, me fascinó desde un primer momento la mirada periférica de Josep, que creo le venía también de su catalanidad. En mi biografía hay un hecho curioso: como “castigo político”, mi padre, que era maestro y un abogado modesto, fue nombrado embajador de Argentina en Tanzania en 1963. Escogió ese país precisamente porque su generación veía con mucha esperanza los procesos anticoloniales y socialistas africanos de la época. Pues bien, buena parte de lo que he aprendido sobre estos temas, siendo ya mayor, me viene de textos de Fontana, que era un historiador que no sólo miraba el mundo desde el centro, sino desde África, América, teniendo presente lo que ocurría con la agricultura y otras clases y grupos marginados. Fue capaz de tocar muchos temas que en la historiografía marxista convencional (incluso grandes historiadores como Hobsbawm) no tenían el mismo peso. A través de Fontana, me reencontré con libros que habían sobrevivido en mi casa, después de la dictadura, sobre Amílcar Cabral o Patrice Lumumba. Era increíble ver este señor que te encontrabas en el Raval, caminando en sus últimos años siempre con una pila de libros bajo el brazo. Tenía su cabeza desde allí, en el Raval, en África, en las grandes luchas emancipatorias de las periferias. En uno de sus últimos artículos, a raíz del centenario de la revolución rusa, defendió el confederalismo kurdo como una posible alternativa de organización democrática radical. Un referente absoluto.
Antoni Domènech
Una de las personas que más me ha influido intelectualmente y políticamente. Una mente brillante, que nos mostró que muchas de las convicciones emancipadoras y transformadas que teníamos se podían inscribir en una tradición republicana, democrática, que empezaba en la Antigua Grecia, con Pericles, Aspasia de Mileto, etc. y llegaba hasta la fecha. Y que en esta gran tradición había muchísima gente. Desde los campesinos que impulsaron la Carta del Bosque en la Inglaterra del siglo XIII, hasta los irmandiños gallegos, pasando por Marx y Rosa Luxemburgo, por Thomas Paine, Federica Montseny, Manuel Azaña o Joan Peiró. Toni era otro intelectual de una creatividad enorme. Tenía sus animosidades, había gente a la que detestaba y cuando debía ser crítico no mostraba ningún tipo de auto-contención. Pero al mismo tiempo era muy plural en sus elogios. Le gustaba decir que se consideraba un “socialista sin partido”, y eso lo convertía en un pensador absolutamente antidogmático. Desde un punto de vista histórico, tú podías estar con Azaña y con Maurín mismo tiempo, aunque ellos tuvieran visiones contrapuestas en muchos temas. Y esto es algo que a mí me ha servido mucho y creo que es un buen elemento también para construir lo que necesitamos hoy. No hay que estar de acuerdo en todo para compartir un proyecto republicano democrático con otros. No es necesario tener una única línea correcta de la historia. Nos hemos vuelto de manera razonable mucho más laicos, hay tanta incertidumbre de cara al futuro, que nadie puede aspirar a bajar línea debiendo estar interpretando el sentido secreto que la historia tiene allí. Toni, en eso, era un personaje extraordinario en su curiosidad, rigor, y sobre todo en su pasión republicana. Tú lees un artículo de Toni y te sientes movido, te has de levantar de la silla, porque no estás simplemente leyendo. Hay alguien que te está permitiendo entender el mundo pero que también te está llamando a la acción. La elocuencia republicana era una de sus grandes virtudes.
Arcadi Oliveres
Bueno, otro Bartolomé de las Casas catalán. Al igual que el Pere Casaldàliga y tantos otros. El mejor republicanismo cristiano, de un independentista catalán profundamente solidario e internacionalista. Antes hablábamos de que si había que tener esperanza para luchar. No sé qué es lo que tenía Arcadi, pero él veía algo muy especial porque su republicanismo era de los más infatigables que yo he conocido. De los más comprometidos. Tenía una predisposición constante a ponerse al servicio de los demás, a denunciar los abusos de poder. A poder levantarse y coger un coche destartalado para ir a donde sea de Cataluña, de Extremadura. También ir a Colombia o donde fuera. Seguramente, esto estaba movido por algunas creencias profundas que no están a mi alcance, que a mí se me escapan. Pero que eran profundamente admirables y despertaban una ternura y una firmeza a la vez que son otro de los materiales imprescindibles para nutrir nuestros anhelos libertarios, igualitarios y fraternales.