“La tradición republicana ha sido deliberadamente silenciada por la propaganda del juancarlismo”

Por Sebastiaan Faber en CTXT 20/03/2023

En una de las cuatro esquinas del Parque Víctor Hugo en La Habana, Cuba –justo donde la calle H cruza la 21, a una cuadra de la avenida de los Presidentes–, se encuentra un monumento a Francesc Pi y Margall, el hijo de un tejedor de velos barcelonés que en 1873 llegó a ser presidente de la Primera República Española. La estructura es modesta: un busto de bronce montado sobre dos bloques de piedra de menos de dos metros de altura. Una placa reproduce una cita en que el gran teórico federalista expresa su deseo de vivir lo bastante como para ver a Cuba “libre e independiente”.

En Madrid, en cambio, Pi y Margall no cuenta con ningún monumento, aunque fue allí donde gobernó y donde murió, en 1901, a los 77 años. En su Barcelona natal no tuvo mucha más suerte. Los primeros intentos por homenajearle en el espacio público datan de 1915; pero surgieron dificultades y el monumento en su honor, la República de Josep Viladomat, no se inauguró hasta 21 años después, en abril de 1936, en vísperas de la guerra. La estatua, un desnudo femenino a cuyo pie se encontraba un medallón con un retrato de Pi y Margall, sobrevivió a los bombardeos, pero fue retirada por las autoridades franquistas a dos semanas de declarar la victoria. Se volvió a instalar definitivamente en 1990, con el medallón incluido, en la plaza de Llucmajor en Nou Barris, que en 2016 fue rebautizada como plaza de la República.

No es nada casual que la memoria de la primera experiencia republicana esté más presente en ultramar que en la propia España, mantiene Gerardo Pisarello, diputado por En Comú Podem. “Cuando se evoca la palabra ‘república’, la memoria y los afectos se dirigen casi indefectiblemente al 14 de abril de 1931”, escribe en La República inesperada, el libro que acaba de publicar en Escritos Contextatarios. “Casi nunca ocurre lo mismo con la Primera República (…). Es más, escribir sobre ella, a un siglo y medio de su proclamación, exige un arduo trabajo previo, similar al de quien debe remover una pesada losa de la entrada de una habitación para que la luz pueda penetrar en ella”. 

La República inesperada nos sumerge en una detallada narración de los convulsos seis años que van desde la Revolución Gloriosa (1868) a la restauración de la monarquía (1874). De paso, Pisarello rescata a figuras clave del periodo, no solo Pi y Margall, sino también republicanos federales como Ramón Xaudaró o Valentí Almirall y activistas pioneras como Modesta Peirú (atea y feminista de Zaragoza), Isabel Vilà i Pujol (líder sindicalista catalana) o la anarquista canaria Guillermina Rojas, quien en un célebre discurso de octubre de 1871 llegó a defender el derecho de las mujeres al amor libre.

En su libro, Pisarello avanza cuatro argumentos principales. Para empezar, subraya que, por más que el nacimiento de la Primera República fuera inesperado –se proclamó el 11 de febrero de 1873, un día después de la sorpresiva abdicación de Amadeo de Saboya, el rey “importado” de Italia para sustituir a la dinastía borbónica– fue el producto de muchos años de trabajo teórico y organizativo a ras de suelo. 

Segundo, explica que los años entre la Gloriosa y la Restauración estuvieron marcados por dos importantes tensiones internas en el movimiento republicano. Por un lado, los republicanos moderados, partidarios de una descentralización limitada y de pactar con los sectores más conservadores, se enfrentaban con los republicanos más audaces en lo social, para quienes España –o Iberia– solo podía constituirse federal o confederalmente a partir de la libre asociación de municipios y regiones. Por otro lado, ya durante la República, hubo una tensión entre dirigentes federalistas como Pi y Margall, que buscaba ganar tiempo para neutralizar a los sectores reaccionarios y conseguir que el nuevo régimen se estabilizara mediante una nueva Constitución, y el movimiento cantonal, popular, ansioso por realizar las grandes expectativas sociales que había despertado la proclamación republicana. 

El tercer argumento de Pisarello es que el sexenio democrático de 1868-74 dejó un legado político y social nada despreciable: “Consolidó el sufragio universal masculino y apuntaló el municipalismo como fuerza de cambio; impulsó el asociacionismo obrero y la abolición de las odiadas quintas y del reclutamiento para guerras coloniales; favoreció las ocupaciones de tierras concentradas por parte del campesinado hambriento y propició la eliminación de los impuestos al consumo”. 

Finalmente, afirma que el olvido en que ha caído este interesantísimo capítulo de la historia española –que se suele descartar como un episodio intrascendente marcado por el caos y el fracaso– es no solo injusto sino nocivo. “Lanzar a la papelera de la historia la esperanza de cambio que la República de 1873 encarnó –escribe– es borrar de la memoria las luchas populares que la hicieron posible y blindar en el presente los privilegios que su llegada cuestionó con fuerza innegable”.

Pisarello (Tucumán, Argentina, 1970) es doctor por la Universidad Complutense y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. Entre 2015 y 2019 fue primer teniente en la alcaldía de Ada Colau (que firma el prólogo al libro). Hoy, además de diputado, es secretario primero de la Mesa del Congreso. Hablamos a mediados de marzo.

Usted es jurista, activista, intelectual público y, desde hace cuatro años, diputado a Cortes. ¿Cuál es el Gerardo Pisarello que nos habla en este libro?

Es una mezcla de todos ellos. Es un nieto de republicanos andaluces que tuvieron que marchar exiliados a Argentina. Es el padre de dos jóvenes republicanos catalanes que pertenecen a esa nueva generación que no entiende ni la monarquía ni los privilegios obsoletos que giran alrededor de su corte. Pero, sobre todo, es un ciudadano convencido de que el republicanismo democrático puede ser la casa común de diferentes tradiciones emancipatorias peninsulares, socialistas, comunistas, libertarias –socialcristianas, incluso–, imprescindibles para que la democracia no quede reducida a un régimen oligárquico con libertades siempre amenazadas. 

¿Cuál es el valor de esa memoria hoy?

Las tradiciones republicanas peninsulares no solo son riquísimas y muy plurales, sino que albergan las grandes tareas democratizadoras que tenemos por delante. En el fondo, he escrito un ensayo que intenta emular a esos republicanos y republicanas del siglo XIX que entendían que el cambio social, además de movilización, exigía pedagogía. Eso es lo que hacían en su tiempo Fernando Garrido, Terradas, el propio Pi y Margall, y muchos otros republicanos que combinaban el activismo político con la publicación incesante de ensayos, obras de teatro, o artículos de periódico con un objetivo claro: mostrar a la monarquía como el tapón de un régimen oligárquico corrupto, rentista, represivo y centralizador, que vivía a costa de los sectores populares y frenaba cualquier proceso de modernización. Entre nosotros, esa tradición republicana ha sido deliberadamente silenciada por la propaganda del “juancarlismo” y por el mito de una monarquía supuestamente parlamentaria, pero hoy las cosas están cambiando.

En un país donde los historiadores profesionales han querido hacer valer cierto monopolio con respecto a los relatos sobre el pasado, escribir un libro así sin ser historiador puede verse como un acto de atrevimiento.

Mi intención no ha sido escribir un libro académico sino un ensayo histórico que pretende no solo explicar el pasado sino mover a la acción. En un tema como el republicanismo, caminamos sobre hombros de gigantes. Mi deuda con historiadores consolidados como Ángel Duarte, Pere Gabriel, Florencia Peyrou, es enorme. Y también con una generación de jóvenes brillantes y críticos, muchos de ellos discípulos de mi amigo Xavier Domènech, nucleados alrededor de revistas políticas como Sin Permiso o Debats pel demà. 

Franco sabía que en aquellas revueltas populares estaban todas las claves de las resistencias y de las posibilidades de democratización

Además de reconocer su deuda con los historiadores que menciona, también tengo la impresión de que este libro está escrito en contra de otras escuelas historiográficas.

Puede ser. Por ejemplo, hay un historiador del Derecho al que admiro como jurista, Alejandro Nieto, que acaba de publicar un libro sobre la Primera República. Es muy exhaustivo en el estudio de las fuentes, pero se inscribe en una mirada escéptica que no hace honor, en mi opinión, al impulso desde abajo que la República generó y a las vías de democratización que abrió. En ese sentido, concuerdo más con el gran maestro de historiadores, Josep Fontana, cuando recordaba que no era casual que Franco abominara del siglo XIX ¿Por qué? Porque sabía que en aquellas revueltas populares –en aquellas utopías democráticas como fue la de 1873– estaban todas las claves de las resistencias y de las posibilidades de democratización política, económica, territorial, del presente.

Hablando de franquismo, en el libro nota usted que la izquierda no es la única que rescata la memoria republicana.

Bueno, cada vez que alguien le recuerda a Isabel Díaz Ayuso que está convirtiendo Madrid en un paraíso fiscal que concentra riqueza y maltrata a sus ciudadanos, ella intenta descalificar a sus críticos acusándolos de querer ¡una república federal y laica! Y Pablo Casado hacía lo mismo. Más de una vez lo vi subir a la tribuna del Congreso para advertir de que con el nuevo Gobierno volvían ¡los cantonalistas! (Risas.) Esa evocación del fantasma de la Primera República de parte de la derecha es muy consciente. Pero también significa que no está desactivado del todo, que no ha perdido su potencial transformador. Curiosamente, muchos historiadores que hoy forman parte del panteón –Antonio Elorza, el último Álvarez Junco– tienen trabajos de los años setenta que muestran esa potencialidad, aunque ellos mismos experimentaron luego un cierto repliegue conservador. 

Sí, porque como diría el clásico, ayudan a comprender la realidad, pero no tanto a transformarla. Mi libro intenta polemizar a dos bandas. Por un lado, con quienes intentan que en su lectura del republicanismo pasado no se detecte ninguna crítica de la restauración borbónica actual. Por otra, con los Pío Moa de turno, muy activos en la divulgación reaccionaria de la historia hispana, desde la Conquista en adelante, y feroces adversarios de todo lo que el republicanismo democrático supuso. 

Ninguna de las grandes conquistas en materia de derechos civiles, de vivienda, de salarios dignos, se consigue sin la movilización ciudadana

En un discurso reciente, Álvarez Junco asociaba lo que usted llama “repliegue conservador” con la seriedad y la madurez, descartando ese enfoque anterior en lo popular como una mistificación juvenil marxista que afectó a muchos de esa generación. También advierte contra la tentación de atribuir a cualquier pasado un significado que trascienda su contexto histórico inmediato. La idea central de usted, en cambio, no solo es que los hechos de hace 150 años aún nos pueden decir algo, sino que también nos pueden inspirar las esperanzas y hasta los sueños de entonces, aunque no acabaran realizándose en hechos. O sea, la suya es una perspectiva bastante menos positivista, más inspirada en Walter Benjamin.

Pues a mí la “inmadurez” del joven Álvarez Junco que a inicios de los años setenta se preocupaba con pasión por el impacto de la Comuna de París en España me parece más inspiradora que el discurso en la UNED al que te refieres. Claro que hay tentaciones que deben evitarse: el presentismo, las lecturas teleológicas, que el afán militante se imponga al rigor. Pero dicho esto, yo soy de la escuela de Fontana y de Benjamin. Creo en el imperativo ético de pasar el cepillo a contrapelo de la historia para que puedan emerger pasados invisibilizados y ocultados, los de las gentes de abajo, los de los pueblos colonizados, los de las mujeres. En ese sentido, diría que el trabajo de historiadoras como Florencia Peyrou o Gloria Espigado, al rescatar a activistas republicanas del siglo XIX como Modesta Peirú o Guillermina Rojas, captan el pasado con más rigor y cuestionan el presente con mayor pasión que muchos historiadores maduros en los que esta perspectiva está directamente ausente. De la misma manera que en el presente somos conscientes de que ninguna de las grandes conquistas en materia de derechos civiles, de vivienda, de salarios dignos, se consigue sin la movilización ciudadana, tenemos que ser capaces de hacer emerger a quienes en el pasado se plantearon ese tipo de batallas. Para la historia del republicanismo en España, esto significa no invisibilizar la enorme cantidad de instituciones autoorganizadas –sindicatos, cooperativas, teatros, grupos de ayuda mutua, bibliotecas populares, asociaciones laicas, clubes científicos, etcétera– sin las cuales no se explicarían muchos avances democráticos de los que disfrutamos hoy. 

Hablando de actores invisibilizados, usted resalta el papel que tuvieron algunos republicanos latinoamericanos como teóricos y activistas. ¿Cree que los tabúes de la España postfranquista con respeto al pasado republicano también ayudan a explicar la relación neurótica y los puntos ciegos en la relación del país con Latinoamérica?

Creo que sí. Un poco en broma, un poco en serio, me gusta decir que no solo soy un diputado de Barcelona, sino que también me considero un diputado de Ultramar, como los que había en las Cortes de Cádiz de 1810. Soy consciente de que, así como muchos de los problemas de España como proyecto político comienzan en 1492, con la conquista de América, allí también arranca una larga tradición republicana, con personajes como Bartolomé de las Casas, que formula una impugnación republicana de los abusos de la monarquía imperial. Ese tipo de crítica, por otro lado, inspiró a otras voces como la de Felipe Guamán Poma de Ayala, un descendiente incaico que estudió a Las Casas para desarrollar un republicanismo mestizo desde el otro lado del océano. Guamán Poma demostró que los intereses de los pueblos originarios en América, que pretendían preservar sus tierras comunales, eran los mismos que tenían los campesinos y los comuneros castellanos. Y que se enfrentaban al mismo enemigo. 

Explica usted que la invención del concepto del liberalismo durante la guerra napoleónica corta esa conexión latinoamericana.

Muchos de los liberales españoles en Cádiz, incluso los más avanzados, acusaban de “republicanos” y “federales” a los diputados de Ultramar que exigían un trato de igual a igual. Pienso en alguien como Dionisio Inca Yupanqui, un diputado por el Virreinato del Perú, que pronunció un famoso discurso dirigido a Fernando VII en el que le decía que un pueblo que oprime a otros pueblos no puede ser nunca un pueblo libre. Pero también hubo momentos en que los republicanismos de ambos lados del océano se cruzaron. El republicanismo de los jacobinos negros de Haití pedía que perecieran las colonias y no los principios, como Robespierre. Al levantarse contra el absolutismo de Fernando VII y en defensa de la libertad de sus pueblos, Riego, desde España, y Bolívar y San Martín, desde América, luchaban por una causa común. Y cuando se proclama la Primera República pasa algo similar. El joven José Martí, hijo de valencianos, está por Madrid y saluda a la Primera República en la medida que la ve vinculada a ese republicanismo democrático que está ascendiendo del otro lado del océano. Si te fijas, los que entonces reaccionaron ofendidos se parecen mucho a los que se indignan cada vez que desde América Latina se levanta una voz que no es una voz subordinada, sea la del presidente de México, pidiendo a Felipe VI que se disculpe por los crímenes coloniales, o la de la vicepresidenta colombiana Francia Márquez, reclamando una relación entre iguales. En ese sentido, recuperar la memoria de la Primera República y recordar al partido colonial, esclavista, que se levantó en su contra, nos obliga a repensar nuestra relación con Latinoamérica y con África.

Lo llamativo de la Constitución del 78 es, precisamente, que el único momento en el que habla de federación es para prohibirla

A pesar de que la Constitución de 1978 se diseñó contrala tradición republicana, usted, como jurista, ¿percibe alguna huella del ideario federalista de Pi y Margall o de Almirall en el diseño del Estado de las Autonomías?

Bueno, lo llamativo de la Constitución del 78 es, precisamente, que el único momento en el que habla de federación es para prohibirla. Se prevé una cierta descentralización de arriba hacia abajo, pero siempre bajo el control estricto del poder central. Eso tiene muy poco que ver con lo que pensaba gente como Almirall o como Pi y Margall. Pi tenía muy claro que el centralismo borbónico era un problema y que la fuerza democratizadora debía venir desde abajo, de lo que habían sido los viejos reinos y las tradiciones juntistas y municipalistas. El federalismo de Pi es un federalismo pactista, de libre adhesión. Implicaba pactos que comenzaban en los municipios, las regiones y los pueblos, que tenían que acordar libremente entre sí una idea de país que fuera el producto de esos pactos y acuerdos. De hecho, en 1869 se producen pactos de ese tipo en toda la península.

Ese federalismo no reaparece, precisamente, en los años de la Segunda República.

Qué va. En 1931, a pesar de que muchos diputados se declaraban federales, lo que se aprueba es el Estado integral, no un Estado federal. Hubo proclamas federales y confederales como las del siglo XIX, comenzando por la catalana, pero la idea de una posible federación plural, con un contenido socialmente avanzado y construida desde abajo produce temor.

Hay que pensar un republicanismo iberoamericano no colonial, social, entre iguales

Un temor que persiste en 1978.

Claro, porque los fantasmas se vuelven a despertar: vuelven a aparecer propuestas republicanas federales y confederales en el debate constituyente. En el propio Partido Socialista hay gente como Anselmo Carretero, un federalista leonés que en el exilio mexicano ha desarrollado la idea de nación de naciones. Al final la Constitución reconoce el derecho a la autonomía de regiones y nacionalidades. Pero la obsesión del famoso artículo dos es “la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Esa fórmula, por cierto, vino redactada desde Capitanía General, y la podría haber suscrito Pavía, que fue quien dio el golpe contra la Primera República. 

Hoy, esa tensión sigue sin resolverse.

Hoy tenemos a los herederos de Franco y de Pavía defendiendo al rey y pidiendo al mismo tiempo un regreso a posiciones preconstitucionales. Y tenemos a Díaz Ayuso planteando para Madrid un proyecto neoliberal casi separatista. Y del otro lado, el mundo rural vaciado y devastado, estatutos de autonomía inaplicados, y una ausencia clamorosa de debate sobre el futuro social y territorial. Frente a eso, las tradiciones municipalistas, federales y confederales de la Primera República, tienen mucho que decirnos. Hay que volver a leer a Pi, a Garrido, hay que escuchar más a iberistas como Ian Gibson. Y frente al nuevo partido de los encomenderos, hay que pensar un republicanismo iberoamericano no colonial, social, entre iguales. 

La monarquía de Isabel de Borbón parecía inconmovible. Y cayó. También la de su nieto, Alfonso XIII

¿Cómo ve, en términos prácticos, el camino hacia la Tercera República? Las primeras dos no surgieron en momentos muy propicios, históricamente hablando. ¿Qué se puede hacer para que a la tercera vaya la vencida?

La Primera y la Segunda fueron repúblicas inesperadas. Pero esto no quiere decir que no se hubiera trabajado, y mucho, para hacerlas posibles: cooperativas, iniciativas sindicales, revistas, periódicos, ateneos… Y sigue siendo así. Se trata de crear y reforzar instituciones de autoorganización republicanas en la sociedad civil y, en la medida de lo posible, en las propias instituciones. Eso, hoy, significa cuestionar al poder concentrado, en la economía, en los medios de comunicación, y movilizarse en defensa de los bienes públicos, de ingresos dignos, de los derechos de las mujeres, de las personas migrantes. Hay que construir el republicanismo del día a día, de las conquistas concretas, sin renunciar a nuevos horizontes republicanos. ¿De qué depende que esos horizontes se abran? No lo sabemos. No hay una fórmula preestablecida. La monarquía de Isabel de Borbón parecía inconmovible. Y cayó. También la de su nieto, Alfonso XIII. Si ocurrió en el pasado, nada indica que no pueda volver a pasar. 

El discurso militarista del rey

Que Felipe VI se sienta especialmente cómodo con su intervención del 6 de enero solo viene a corroborar el ligamen que ha existido entre la monarquía borbónica, el militarismo y el negocio de armas

Gerardo Pisarello 8/01/2023 para CTXT

Todas las restauraciones borbónicas en España se originaron en un golpe de Estado militar. Ocurrió con Fernando VII, tras abandonar el exilio de lujo que le concedió Napoleón. Ocurrió con Alfonso XII, tras el pronunciamiento de Martínez Campos. Y pasó con la última restauración monárquica, hija del golpe franquista. En parte por eso, en parte porque ha formado parte de los negocios del Estado, el vínculo de la monarquía con el militarismo ha sido estrecho. Han sido muchos los borbones que para afirmar su utilidad se han esforzado en aparecer como reyes-soldados. Como monarcas situados al frente de las fuerzas armadas para garantizar un cierto orden por encima incluso del poder civil. El discurso de Felipe VI durante la Pascua Militar no se puede entender al margen de este contexto.

Para aparecer como el rey-soldado por excelencia, Alfonso XII se esforzó en intervenir en las últimas escaramuzas con el carlismo. Su hijo, Alfonso XIII, decidió directamente apoyar un golpe de Estado militar, el de Miguel Primo de Rivera. Luego se involucró personalmente en la guerra colonial en el Rif, aunque su intervención acabó en el Desastre de Annual, con miles de muertos.

Tras la muerte de Franco, fue Juan Carlos I quien se afanó en buscar su momento para afirmarse como rey-soldado

Tras la muerte de Franco, fue Juan Carlos I quien se empleó en afirmarse, también él, como rey-soldado. Lo hizo en parte cuando se negó a jurar la Constitución, para mostrar que su legitimidad le venía del régimen militar y de su vinculación a “la dinastía histórica”. Y lo consiguió, muerto ya el dictador, el 23 de febrero de 1981. Como reconocen exmiembros de los servicios de inteligencia en el reciente documental Salvar al rey, de HBO, durante esas jornadas el monarca pudo desempeñar un doble papel. Oficiar como “motor inicial del golpe”, con el objetivo de marcar ciertos límites a la democracia que se estaba desplegando luego de la transición. Y ejercer, luego, como el rey-soldado capaz de reorientar ese golpe hacia una variante menos drástica a la programada, pero igualmente eficaz gracias a su ascendencia sobre las fuerzas armadas.

A partir de ese momento, Juan Carlos I hizo todo lo posible para consolidar esta posición. En 1995, en su entrevista con el aristócrata José Luis de Vilallonga, pudo presumir de que él mismo redactaba sus discursos, sobre todo los de la Pascua Militar. En ellos, Juan Carlos solía defender el papel de España en la OTAN y el aumento del presupuesto militar, además de actuar luego como un valedor clave de los negocios del sector armamentístico. Más tarde, cuando los escándalos no le dejaron otra alternativa que abdicar, se afanó para que el papel de rey-soldado pasara a su hijo, Felipe VI.

Hoy se recuerda poco, pero Felipe de Borbón fue investido rey por su padre en una ceremonia cuasi militar 

Hoy se recuerda poco, pero Felipe de Borbón fue investido rey por su padre en 2014 en una ceremonia cuasi militar en el Palacio de la Zarzuela, antes de comparecer ante el propio Congreso de los Diputados. En dicha ceremonia, Juan Carlos I le transmitió el “mando supremo de las fuerzas armadas” y le impuso el fajín rojo que se consideraba signo del mando militar directo. Solo después de esta investidura monárquica-militar, Felipe VI compareció ante la sede de la soberanía popular a jurar la Constitución.

La conciencia de que el vínculo entre monarquía y franquismo no se circunscribía a su padre, quedó de manifiesto en el primer mensaje navideño del nuevo rey. En él, Felipe VI dejó claro que no venía a cuestionar el origen franquista de la última reinstauración borbónica. Así, hizo una llamada a que “nadie agite viejos rencores o abra heridas cerradas”, algo que en puridad solo habría resultado aceptable en boca de las víctimas de la dictadura.

Su papel como rey-soldado, con todo, se afianzó con su discurso del 3 de octubre de 2017, como respuesta a la consulta celebrada en Cataluña dos días antes. Allí decidió realizar una intervención en la que no intentaba ni mediar ni arbitrar, como pedía la Constitución, sino actuar como un jefe militar contra una parte de la sociedad y al rescate de otra. Su discurso fue redactado sin el acuerdo del poder civil. Pedro Sánchez le afeó que no se apelara en ningún momento al “diálogo”.  Rajoy solo fue informado y dio su consentimiento, con reticencias, a último momento.

Con aquella intervención, Felipe VI se arrogó un poder de reserva que la Constitución no le reconocía. Fue su 23-F, aunque las diferencias con aquel acontecimiento estaban claras. Lo que tenía delante no era un golpe armado propiciado por miembros del Ejército que habían asaltado el Congreso en Madrid con ametralladoras. Eran una movilización y una consulta, ambas masivas y pacíficas, sin ningún acceso real o efectivo al aparato coactivo. Daba igual: su mensaje como rey-soldado estaba dado. Al poder civil, sobre el que se situaba sin complejos, y también a un sector del poder militar del que el rey se sentía cercano.

El nuevo discurso de Felipe VI en la Pascua Militar va en una línea similar. La del rey que, como su padre, su abuelo y su bisabuelo, defiende el aumento del gasto militar y el negocio de las armas como un objetivo incuestionable. E insiste, como ya hizo en su discurso navideño, en plantear la subordinación acrítica de la política exterior a los objetivos de la última cumbre de la OTAN: el impulso de una guerra larga, no solo en el “flanco oriental”, sino también en el sur, con las miras puestas en África y en la región del Sahel.

La diferencia con lo ocurrido el 3 de octubre es que esta vez el monarca ha actuado como rey-soldado, pero no ha actuado solo

Si en el discurso del 3 de octubre las apelaciones al diálogo eran inexistentes, lo que escasean en este son las invocaciones a la paz, a la que según el monarca solo se podría llegar echando más madera al fuego de la guerra. La diferencia con lo ocurrido el 3 de octubre es que esta vez el monarca ha actuado como rey-soldado, pero no ha actuado solo. Ha contado con el refrendo de la propia ministra de Defensa, Margarita Robles, que minutos antes escenificó sin complejos el furor militarista y atlantista luego exhibido por Felipe VI.

Estos arrebatos belicistas no son exclusivos de la ministra de Defensa del PSOE. De ahí que Felipe VI haya podido asumir su discurso con comodidad y plena convicción. Porque no solo estaba en sintonía con el partido mayoritario de la coalición de Gobierno. También satisfacía al PP y a Vox, los máximos exponentes hoy del furioso «partido belicista», aunque con cierta compañía a su izquierda.

Que el rey se sienta especialmente cómodo con su discurso del 6 de enero solo viene a corroborar el ligamen que ha existido entre la monarquía borbónica, el militarismo y el negocio de armas. Lo lamentable es que haya partidos con bases republicanas que den cobertura a estas palabras. Sobre todo, cuando el ensalzamiento del belicismo por parte de la Corona no ha augurado nunca nada bueno en términos democráticos. Por el contrario, ha dado alas a fuerzas reaccionarias que tienen muy claro, ellas sí, cómo sacar provecho de ese entusiasmo marcial.

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Contra el golpe del Tribunal Constitucional: defender la autonomía parlamentaria

  • Si el Constitucional hubiera requerido al Congreso suspender la votación del lunes sin soporte legal, sin dudas nos hubiéramos visto obligados, como miembros de la Mesa de la Cámara, a defender su autonomía.
  • 18 de diciembre de 2022
  • Por Gerardo Pisarello y Javier Sánchez Serna

Pasó con la privación del escaño de Alberto Rodríguez. Ocurrió antes con la arbitraria conculcación de derechos de diputados independentistas. Y podría haber pasado una vez más este jueves si el Tribunal Constitucional hubiera ordenado al Congreso suspender la votación de la reforma que permite renovar sus miembros con mandatos caducados. La víctima, una vez más, habría sido la autonomía parlamentaria. Un nuevo atropello a la autonomía de la Cámara que, como miembros de la Mesa del Congreso, nos habría obligado a dar un paso al frente en defensa de la legalidad. 

La gravedad de la situación es indiscutible. El Partido Popular lleva tiempo instrumentalizando de manera espuria el Tribunal Constitucional para bloquear iniciativas progresistas o que sencillamente cuentan con mayorías legislativas contrarias a sus posiciones. De ese modo, están dinamitando un modelo constitucional que lleva un siglo a sus espaldas. Los tribunales constitucionales se crearon en Europa en los años veinte del siglo pasado. Su impulsor, el jurista austríaco Hans Kelsen, lo hizo con un objetivo claro: proteger derechos básicos, asegurar la división de poderes y evitar que minorías conservadoras pudieran bloquear por sistema reformas impulsadas por mayorías parlamentarias progresistas o simplemente democráticas.

Lo que Kelsen vio a comienzos del siglo pasado fue cómo el sufragio universal permitía que partidos obreros, partidarios de reformas sociales profundas, ganaran peso en los parlamentos. Y vio también cómo las derechas políticas recurrían a jueces vinculados a las élites tradicionales o directamente provenientes de regímenes autoritarios o dictatoriales para frenar esos avances. Para contrarrestar esta ofensiva judicial antidemocrática, Kelsen consideró que había que reforzar el papel de los parlamentos como máximos representantes de la soberanía popular. De ahí su propuesta de crear un órgano específico, el Tribunal Constitucional, que funcionara de manera autónoma del Poder Judicial, con miembros que podrían ser escogidos por los propios partidos en función de las mayorías sociales del momento. Sus funciones, eso sí, estaban muy delimitadas. Proteger los derechos, resolver conflictos entre órganos y censurar aquellas leyes que, una vez promulgadas, pero no antes, contradijeran nítidamente el contenido de la Constitución.

El Tribunal Constitucional no estaba concebido para paralizar preventivamente los trámites legislativos. Por el contrario, su función era respetar la presunción de legitimidad de las actuaciones de los parlamentos democráticos y actuar como una suerte de “legislador negativo”, expulsando del ordenamiento solo aquellas leyes ya promulgadas que lesionaran claramente la Constitución.

A la derecha política y judicial de aquel período de entreguerras nunca le gustó este modelo constitucional democrático. A las derechas actuales vinculadas al PP y a Vox, tampoco. Por eso han intentado dar un golpe contra él por diferentes vías. De entrada, intentando controlar la composición y la orientación ideológica del poder judicial, impidiendo que jueces o juezas progresistas, o simplemente garantistas, puedan abrirse camino. Por otra, convirtiendo al Tribunal Constitucional en una herramienta partidista con capacidad de bloquear cualquier iniciativa de una mayoría social o parlamentaria que no sea la propia.

En estos días se ha visto con toda claridad. La minoría integrada por el Partido Popular, Vox y Ciudadanos, ha pretendido que el Tribunal Constitucional actúe como un ariete contra la autonomía del Congreso y contra las mayorías legislativas allí existentes. Supuestamente lo hacían para proteger los derechos de sus diputados. Pero valerse de un amparo “preventivo” para solicitar medidas cautelarísimas que bloqueen el procedimiento legislativo en el Congreso es otra cosa. Es intentar introducir de manera furtiva un control previo de las leyes que la Constitución no recoge y que hoy el Tribunal Constitucional tiene vedado.

Insistimos: que las derechas quieran proteger sus derechos es lícito y tienen muchos momentos procesales para hacerlo. Lo que resulta inadmisible es su intento de frenar debates y votaciones legítimas, aunque con ello se lesionen, a su vez, los derechos de una mayoría parlamentaria clara y transversal que sí quiere que salgan adelante. Y lo que más subleva: que lo hagan instrumentalizando un Tribunal Constitucional con mandatos caducados cuya renovación ellas mismas han bloqueado por todos los medios.

Si el jueves de la semana pasada se hubiera impedido la votación en el Congreso, no solo se habría consumado una grave adulteración de la función que la Constitución y las leyes atribuyen al Tribunal Constitucional. Se habría producido un golpe irreparable contra la división de poderes y contra la inviolabilidad del Parlamento como principio irrenunciable en cualquier democracia constitucional digna de ese nombre.

Tras la reforma del 2015 impulsada por el Partido Popular, el Tribunal Constitucional ya impidió al Parlament de Catalunya discutir simplemente sobre el derecho de autodeterminación o reprobar los actos de corrupción atribuidos a Juan Carlos de Borbón. Lo que se pretende ahora es ir un paso más allá y suspender cautelarmente iniciativas legislativas de ámbito estatal sin tener jurisdicción para ello.

Si el Constitucional hubiera requerido al Congreso suspender la votación del lunes sin soporte legal, sin dudas nos hubiéramos visto obligados, como miembros de la Mesa de la Cámara, a defender su autonomía. Ya actuamos así cuando, en tutela de dicha inviolabilidad, nos negamos a suspender los derechos de diputados independentistas que habían sido votados por la ciudadanía. Y lo hicimos, también, cuando nos opusimos a que la presidenta Meritxell Batet privara a Alberto Rodríguez de su escaño en supuesto cumplimiento de un mandato de Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

Haber acatado ahora un nuevo atentado contra la autonomía parlamentaria, esta vez proveniente del propio Tribunal Constitucional, hubiera sido consentir una insubordinación antidemocrática que habría marcado para siempre la historia de nuestro parlamentarismo. En virtud del recurso de recusación presentado contra Pedro González-Trevijano y Antonio Narváez Rodríguez, la mayoría conservadora del Tribunal Constitucional se ha visto obligada a posponer para el lunes la resolución de las peticiones del Partido Popular. Si ese sector, sin embargo, rechaza la recusación, podría consumar el golpe e intentar que el debate no prosiga en el Senado.

Una situación semejante nos colocaría nuevamente ante lo que venimos denunciando a lo largo de estas líneas: un atentado artero contra la Constitución, contra la ley orgánica que regula el funcionamiento del Tribunal Constitucional y contra una tradición de constitucionalismo democrático que se remonta a los tiempos de Kelsen. Esperemos que no ocurra. Y, si finalmente pasa, si el Tribunal Constitucional insiste en agredir la legalidad constitucional, tanto el Congreso como el Senado deberían levantar una voz de dignidad y negarse a aceptar su requerimiento, tal como plantea el catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad del País Vasco, Iñaki Lasagabaster. Ese sería su deber. En defensa de la autonomía parlamentaria, en defensa de la legalidad vulnerada, y contra un intento de “atropello democrático” que debe frenarse en seco antes de que el daño resulte irreparable. 

¿Qué hacer con Vox en el Congreso?

2 de diciembre de 2022

Por Gerardo Pisarello y Javier Sánchez Serna en El Diario.es

Una semana de provocaciones y de improperios han bastado para reactivar el debate. De entrada, porque no se está ante exabruptos aislados sino ante una estrategia deliberada. Que ni es nueva ni es exclusiva de nuestra ultraderecha vernácula. Las actuaciones de Vox en el Congreso de estas semanas han sido ensayadas ya por el trumpismo en Estados Unidos, por el bolsonarismo en Brasil, y por algunos de sus nuevos émulos en Europa y América. Se trata, pues, de una estrategia de tensión con objetivos claros. El más evidente, trasladar al Parlamento discursos de odio y noticias falsas ya utilizados en mítines, redes sociales, y medios afines, y minar con ello las condiciones para un debate mínimamente democrático.

Como ya ocurrió en otros momentos históricos, la gran cuestión es cómo lidiar con estas actuaciones. Que en el Congreso se produzcan debates que impliquen discrepancias contundentes entre diferentes fuerzas políticas no solo es legítimo. Resulta imprescindible en sociedades con intereses diversos y a menudo contrapuestos. Pero aquí hablamos de otra cosa: de evitar que esas discrepancias se expresen a través de formas vejatorias, sexistas, racistas, que lesionan la dignidad de las personas y degradan las instituciones representativas.

No se trata de algo sencillo. En el rifirrafe parlamentario, todos los grupos suelen incurrir en salidas de tono. El problema es cuando esto deja de ser un hecho puntual para convertirse en un patrón sostenido en el tiempo, que es lo que Vox viene haciendo desde los inicios de esta legislatura y lo que ha decidido reactivar para recuperar el impulso perdido tras las elecciones en Andalucía.

Ni los insultos y descalificaciones de Vox a la ministra Irene Montero, ni sus ataques a diputadas defensoras de políticas feministas, ni sus incumplimientos sistemáticos del Reglamento de la Cámara, son nuevos. Y lo peor es que en muchos casos han gozado de impunidad. A día de hoy, la presidencia de la Cámara no ha tomado medida alguna para sancionar a los 52 diputados de Vox que se niegan a presentar su declaración de intereses. Tampoco se sancionó a dos diputados de Vox que sabotearon abiertamente un acto dentro del Congreso en el que se condenaba la criminalización de seis jóvenes de Zaragoza que participaron en una manifestación antifascista. Y lo que es especialmente grave, no se adoptó ninguna amonestación clara contra el diputado de Vox que desobedeció a Alfonso Gómez de Celis, cuando este, presidiendo la sesión, lo expulsó del hemiciclo tras haber llamado “bruja” a la diputada socialista Laura Berja.

El problema es que ya no se trata solo de la impunidad creciente de la ultraderecha, sino de que la propia presidencia del Congreso, en su afán de mostrarse firme “con unos y otros”, acabe por equiparar a agresores y agredidos y a actuaciones que poco tienen que ver entre sí.

No es de recibo, por ejemplo, que la presidencia censure por igual a un diputado de Vox que acusa a otros de ejercer el “terrorismo etarra”, que a quien utiliza la expresión “fascismo” para calificar la exaltación del franquismo o de personajes como Millán Astray. Y es que lo primero supone la atribución de un delito grave recogido en el Código Penal. “Fascismo”, en cambio, es un concepto político históricamente datado, como “comunismo”, “socialismo” o “anarquismo”, que un parlamento democrático no puede pretender proscribir.

Tampoco es de recibo intentar, como se ha hecho, equiparar supuestas faltas de respeto institucionales “cometidas por unos y otros” sin que medie justificación suficiente. Recientemente, por ejemplo, el diputado del Bloque Nacionalista Galego Néstor Rego envió una nota a la Mesa cuestionando que la presidencia le obligara a retirar una serie de críticas a la institución monárquica. Su queja estaba plenamente justificada, toda vez que el propio Tribunal de Estrasburgo ha recordado que las críticas parlamentarias a la monarquía y al propio rey son cuestiones de interés público que la libre expresión de los diputados y diputadas ampara.

Tras debatir algunos de estos temas en la Mesa, la presidenta Meritxell Batet se comprometió ante sus miembros a aplicar el reglamento con rigor para evitar estas arbitrariedades. Pero es significativo que el primer caso en que lo hizo fue para llamar al orden a la propia Irene Montero, quien en respuesta a los ataques sufridos, recordó al Partido Popular que campañas como las que impulsaron en Galicia fomentaban lo que la propia ONU denomina “cultura de la violación”. La impresión, una vez más, fue que Batet intentaba afirmarse en que “aquí todos se exceden” para no incomodar a Vox ni entrar en conflicto con el Partido Popular.

Todo esto, obviamente, es peligroso, ya que un parlamento que se quiera democrático y plural debería poder garantizar con firmeza un principio básico: toda la libre expresión posible para sus miembros y todas las restricciones necesarias cuando de lo que se trate es de evitar humillaciones sexistas, xenófobas u otras formas de difamación dirigidas a colectivos en situación de vulnerabilidad.

No se trata de algo imposible. Ahí está el ejemplo del ex presidente de la Cámara de los Comunes, John Bercow, quien consiguió atajar con firmeza las bravuconadas machistas del mismísimo Boris Johnson. Ahí está, también, el papel del presidente del parlamento andaluz, Jesús Aguirre, del Partido Popular, quien no dudó en retirar la palabra a un diputado de Vox que insistía en difamar a sus adversarios. Y ahí están, igualmente, casos como el del diputado de la ultraderecha francesa, Grégoire de Fournas, expulsado de la Asamblea Nacional y sancionado a cobrar dos meses la mitad de su sueldo por espetar a un diputado negro de izquierdas que volviera a África.

Lo que Vox está intentando hacer en el Parlamento español para recuperar protagonismo no puede normalizarse ni naturalizarse. Porque no es algo aislado. Es una estrategia ya defendida por juristas de inclinaciones nazis como Carl Schmitt, y por los Trump y los Bolsonaro de turno: erosionar el parlamentarismo y sustituirlo progresivamente por una forma más autoritaria y concentrada de gobierno en manos de algún nuevo Führer o caudillo.

La presidencia del Congreso no puede ser condescendiente ni neutral ante las agresiones reiteradas y sistemáticas de la ultraderecha. Y la sociedad tampoco. Hoy, más que nunca, hacen falta pedagogía y contrapoderes sociales, ciudadanos, capaces de mantener a raya a actores con poder público y privado que no se autolimitarán sin esa presión externa. No es sencillo. Pero es la única manera de evitar que las derechas radicalizadas vayan demoliendo poco a poco espacios democráticos que han sido arduamente conquistados, que hoy deben ser ampliados, pero que bajo ningún concepto podemos permitirnos perder. 

Gerardo Pisarello es diputado de En Comú Podem y secretario primero de la Mesa del Congreso, y Javier Sánchez Serna es diputado de Unidas Podemos y secretario tercero de la Mesa.

El republicanismo fraternal de Lluís Companys

A 82 años de su infame fusilamiento, el abogado defensor de los derechos de los trabajadores, el republicano federalista y el presidente mártir de Catalunya, esperan reparación. Quizás una parte de esa reparación llegue con la nueva Ley de memoria democrática, a pesar de sus límites innegables

Lluís Companys, president de la Generalitat, con Roc Boronat a su derecha, iza la bandera catalana en el balcón de la sede del Sindicat de Cecs.
Lluís Companys, president de la Generalitat, con Roc Boronat a su derecha, iza la bandera catalana en el balcón de la sede del Sindicat de Cecs. Gabriel Casas i Galobardes/ Archivo de la Generalitat de Catalunya

Por Gerardo Pisarello

14 de octubre de 2022 El Diario.es

Un 15 de octubre de 1940, por decisión directa de Francisco Franco, era fusilado en Barcelona, en el castillo de Montjuïc, Lluís Companys, president de Catalunya y ex ministro de la República española. El proceso que condujo a su muerte fue una versión extrema, infame, de lo que hoy se conoce como lawfare: una pantomima llena de calumnias sobre la vida pública y privada del acusado, con una sentencia dictada de antemano. Pero el ensañamiento de las derechas radicalizadas con Companys, que hoy pervive en Vox y en el ayusismo que predomina en el Partido Popular, no es casual. Por su catalanismo, por sus convicciones federales, y por el republicanismo que encarnó, siempre solidario y fraternal con los pueblos y gentes trabajadoras de todo el Estado.

El Companys mártir de la dictadura franquista, en efecto, no se explica sin el vehemente abogado catalanista que, en los años previos, se forjó como activista en la lucha por una España republicana, democrática y federal. Desde sus primeros pasos en política, destacó por su compromiso con las clases trabajadores. Fue abogado de sindicalistas y obreros. Como buen conocedor de la vida rural, también contribuyó de manera decisiva a la organización del campesinado, creando para ello la Unió de Rabassaires. Y todo ello, en el marco de una oposición decidida a la monarquía borbónica, cómplice vergonzosa de la dictadura de Primo de Rivera.

En los convulsos años de la Barcelona de la primera posguerra, Companys arriesgó su vida en defensa de los trabajadores y contra la violencia de los sectores más recalcitrantes de la patronal. Esa violencia del poder privado le arrebató dos íntimos amigos: el abogado Francesc Layret, fundador junto a él del Partido Republicano Catalán, y Salvador Seguí, prestigioso líder anarcosindicalista partidario de la creación de un partido político que representara a la clase obrera catalana.

Hasta el advenimiento de la Segunda República, Companys fue, ante todo, un impulsor de la causa republicana. Por ello fue detenido varias veces y encarcelado. Y a ello dedicó su infatigable trabajo como abogado, periodista, concejal del Ayuntamiento de Barcelona o diputado en el Congreso. La victoria republicana en las elecciones de 1931 significó el salto de activista al gobernante. En poco tiempo, fue diputado en las Cortes Constituyentes de 1931, ministro de Marina en el gobierno de Manuel Azaña y, a la muerte de Francesc Macià, president de la Generalitat de Catalunya.

Ya en este cargo, Companys impulsó una reforma de los arrendamientos agrícolas favorable a los trabajadores que fue férreamente resistida por la derecha catalana y por los terratenientes y propietarios rurales del Instituto Agrícola Catalán de San Isidro. Poco más tarde, le tocó asumir algunas decisiones políticas clave que todavía hoy son discutidas.

Una de ellas fue su participación en la proclamación republicana y federal de octubre de 1934. El contexto era enormemente complejo. Las derechas nazis y fascistas crecían en Europa y utilizaban la violencia y la intimidación para abrirse paso en las instituciones democráticas y minarlas desde dentro. Cuando en España se anunció que las derechas locales que simpatizaban con estos sectores ultras entrarían en el Gobierno, se produjo una reacción instintiva entre las clases populares. La revolución asturiana de 1934, protagonizada por trabajadoras y trabajadores socialistas, anarquistas y comunistas, fue eso: un intento de detener preventivamente lo que se percibía, con fundadas razones, como un movimiento antirrepublicano y golpista.

Desde Catalunya, Companys decidió secundar esta llamada a resistir a las “fuerzas monárquicas y fascistas que de un tiempo a esta parte pretenden traicionar la República”. El 6 de octubre proclamó el Estado catalán dentro de la República federal española. Y lo hizo apelando a la “Cataluña liberal, democrática y republicana que no puede estar ausente ni silenciar su voz de solidaridad con los hermanos que en las tierras hispanas luchan hasta la muerte por la libertad y el derecho”.

Por esta decisión, Companys y otros consejeros de su gobierno recibieron una condena de 30 años de prisión. La acusación de sus juzgadores era la de haber querido imponer “por la violencia aquel régimen federal que la soberanía constituyente rechazara”. Cinco de los veintiún vocales del tribunal, sin embargo, se pronunciaron a favor de la absolución. Su argumento fue que los acusados, lejos de haber atentado contra las instituciones republicanas, habían intentado preservarlas frente una regresión golpista de ultraderecha (que efectivamente se consumaría con la sublevación franquista).

Años después, ya restituido en la presidencia de la Generalitat como consecuencia del concluyente triunfo electoral de los frentes de izquierdas, Companys tuvo que volver a afrontar un contexto de similar complejidad. De lo que se trataba, esta vez, era de lidiar con la nueva revolución popular que se había desatado en julio de 1936 tras la victoriosa respuesta al alzamiento fascista en Barcelona. En aquella ocasión, Companys puso todo su empeño en intentar minimizar la violencia en la retaguardia republicana. Se pudo equivocar algunas veces. Pero siempre fue consecuente en su defensa del autogobierno de Catalunya, de la fraternidad republicana y de la libertad.

A 82 años de su infame fusilamiento, el abogado defensor de los derechos de los trabajadores, el republicano federalista y el presidente mártir de Catalunya, esperan reparación. Quizás una parte de esa reparación llegue con la nueva Ley de memoria democrática, a pesar de sus límites innegables. Pero no será suficiente. Y no lo será porque las derechas radicalizadas que lo calumniaron y lo asesinaron junto a Miguel Hernández, las Trece Rosas, Joan Peiró o Julián Zugazagoitia, vuelven a campar por sus anchas, tanto en España como en Europa.

Costaría, en efecto, encontrar hoy entre las derechas españolas gente como el conservador liberal madrileño Ángel Ossorio y Gallardo, que no solo llegó a ser abogado defensor de Companys, sino que le dedicó una biografía que todavía hoy emociona. Claro que para llegar hasta aquí, el propio Ossorio entendió que ni la monarquía, ni las exaltadas derechas que la acompañaban, podían garantizar las libertades que para él resultaban irrenunciables. La ausencia de gente como él hace que todo sea más difícil. Encontrarla, convencerla, es el gran reto de un antifascismo republicano, democrático, amplio, en condiciones de parar una nueva ola barbarie que la humanidad no puede permitirse.  

El 12 de octubre de las ultraderechas

Una cosa es reconocer el plural y rico legado europeo e hispano en América y otra muy diferente negar los desmanes que se cometieron durante la conquista y que han dejado una herida colonial que perdura hasta hoy.

12/10/2022 CTXT

Las derechas radicalizadas llevan años utilizando el 12 de octubre como una plataforma para exhibir una idea de España que conecta con los tópicos más esperpénticos del franquismo. Lo hizo el Partido Popular el año pasado y lo ha hecho Vox este año. De manera desacomplejada, virulenta, cuando no rayana en el ridículo. La operación no es ingenua. Es una ofensiva cultural dirigida a apuntalar un proyecto “hispanoamericano” de neoliberalismo furioso, neocolonial, en tiempos de guerra y de crisis energética. Sus protagonistas, fundamentalmente, son las viejas élites extractivistas, rentistas, de uno y otro lado del océano. Que en un contexto belicista, y en un mundo cada vez más multipolar, querrían encontrar un ámbito geopolítico de influencia, y de supervivencia, compatible con los designios estadounidenses en el continente.

Los conquistadores de pecho abombado

En estos últimos años, la ultraderecha ha intentado presentar su proyecto como una rebelión frente a lo que despectivamente llaman el “consenso progre” y “el globalismo” (léase, los derechos humanos reconocidos en decenas de tratados y cartas internacionales). Con este trasfondo, ha decidido invertir la mirada crítica clásica y presentar el 12 de octubre como una fecha de reparación de todos los “ofendidos” por los agravios del “multiculturalismo”, “los separatismos” o “el populismo”.

Partiendo de esta mirada, los sectores más duros de las derechas patrias se revolvieron iracundos cuando el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, exigió a Felipe VI que pidiera perdón por los crímenes amparados por la Corona en tierras americanas. La petición, sin embargo, no era extemporánea. El rey Leopoldo de Bélgica y la propia Isabel II del Reino Unido lo habían hecho sin que sus reinados se desmoronaran por ello. Y en el caso español no había menos razones para hacerlo. No solo por las andanzas de Hernán Cortés en el pasado, sino por la manera en que algunas empresas como Iberdrola o Naturgy estaban intentando reeditar en México algunas prácticas propias de los viejos encomenderos.  

En un acto de respuesta a la supuesta afrenta anti-española, personajes como Isabel Díaz Ayuso, José María Aznar o Santiago Abascal, decidieron cargar contra el gobierno de López Obrador, contra los pueblos indígenas, e incluso contra el propio Papa Francisco –que había formulado unas palabras de disculpa similares a las del cardenal Joseph Ratzinger unos años atrás–, acusándolos de ser promotores de una nueva forma de “comunismo”. Para hacerlo, sacaron a relucir, con el pecho abombado, todo un catálogo de rudos e insobornables conquistadores, desde Don Pelayo al Cid Campeador (que no tuvo empacho, llegado el momento, en cobrar de Al-Muqtadir, rey morisco de Zaragoza).

Este año, Vox ha llevado al paroxismo estas iniciativas patrióticas. En una llamativa fiesta organizada en Madrid bajo el nombre “Viva 22”, los de Abascal dedicaron a Isabel la Católica y a Hernán Cortés carpas temáticas rodeadas de banderas españolas en las que se ensalzaba su ardor guerrero. Abascal, de hecho, pronunció su discurso central rodeado de quijotes que luchaban contra aerogeneradores y de figurantes vestidos de monjes, reyes y toreros.

En una llamativa fiesta, los de Abascal dedicaron a Hernán Cortés carpas temáticas rodeadas de banderas españolas en las que se ensalzaba su ardor guerrero

Díaz Ayuso no se ha quedado atrás. En la víspera del 12 de octubre, retuiteó con un orgulloso “Me too”, en inglés, un video en defensa del catolicismo y la monarquía promocionado por Jaime Mayor Oreja (“Mayor Oreja, menor cerebro”, rezaban algunos grafitis maliciosos hace años). El vídeo en cuestión, planteado una vez más como un festivo llamado a la rebelión frente a las prohibiciones y las pasiones tristes de las izquierdas, convocaba a la juventud a asumirse como “facha” con la misma convicción con la que se podía defender la españolidad “de la tortilla de patata, con o sin cebolla”. 

No es difícil reconocer en estas y otras iniciativas similares un intento de la ultraderecha de subir los decibeles en sus bravuconadas sexistas, racistas o clasistas. Ahí están, como ejemplo, los lamentables cánticos machistas proferidos por un seguidor de Vox desde las ventanas del Colegio Mayor para ricos, Elías Ahuja, de Madrid (“Putas, salid de vuestras madrigueras, conejas… sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea, ¡vamos Ahuja!”). Y ahí está, también, la deliberada decisión de la ultraderecha de convocar en la capital del Reino, justo antes del 12 de octubre, la Segunda Cumbre de lo que ellos llaman la Iberoesfera.

Estas cumbres, cada vez más frecuentes, se plantean como el embrión de una Internacional reaccionaria decidida a expandirse en diferentes países de habla hispana, y a hacer frente a espacios de izquierdas o progresistas como el Foro de São Paulo, fundado por el Partido de los Trabajadores de Brasil en 1990, o el informal Grupo Pueblo, de creación más reciente. Entre sus miembros más asiduos suelen estar muchos firmantes de la llamada Carta de Madrid, promovida por Vox en octubre de 2020 con el fin, una vez más, de combatir el “consenso progre”, “la Agenda 2030” y el “comunismo global”.

Estas convocatorias suelen reunir a las expresiones más delirantes de la extrema derecha internacional. Desde personajes como Eduardo Bolsonaro, admirador, como su padre, del golpe de Estado de 1964 contra João Goulart, a los ultras argentinos Javier Miley y José Luis Espert, nostálgicos, también, de la dictadura de Videla; pasando por el exministro golpista de Bolivia, Arturo Murillo, hoy detenido en una cárcel de Miami; o la presidenta del partido Hermanos de Italia –Fratelli di Italia–, Giorgia Meloni.

Aunque Vox y el Partido Popular de Aznar y Ayuso se reparten áreas de incidencias y pueden variar en el tono, comparten muchas amistades, aliados, y medidas programáticas. Este año, por ejemplo, la Cumbre de la Iberoesfera ha contado con invitados especiales como el chileno José Antonio Kast, hijo de nazis alemanes, amigo del marqués de Vargas Llosa y conocido admirador de Pinochet, o la senadora colombiana María Fernanda Cabal, seguidora de Álvaro Uribe. También ha recibido saludos entusiastas del propio Donald Trump, que ha dejado claro el padrinazgo de la ultraderecha estadounidense a un “hispanoamericanismo” que consideran aliados de sus intereses en América Latina.

Un nuevo partido de encomenderos e inquisidores

Sería un error pensar, en todo caso, que estas ofensivas de la derecha radical y de la ultraderecha persiguen dar la batalla cultural por un pasado ya muerto. Su propósito, por el contrario, es reforzar culturalmente, de una manera que habría alertado a Antonio Gramsci, un proyecto de acumulación y de despojo económico que lleva décadas produciéndose.

Al igual que ocurrió durante la conquista de finales del siglo XVI, los nuevos conquistadores patrocinados por las derechas radicalizadas van acompañados de nuevos encomenderos y de nuevos inquisidores. Unos, especialmente interesados en hacerse con recursos energéticos clave como el petróleo, el litio, el carbón y otros minerales existentes en sus antiguas colonias de África o América. Otros, siempre dispuestos a dar cobertura ideológica, con la Biblia o con la espada, a empresas cuyo carácter predatorio apenas queda disimulado tras los millones invertidos en publicidad.

Este proyecto neoliberal y neocolonial ha visto en este 12 de octubre marcado por la guerra, la inflación y una batalla internacional por la apropiación de recursos energéticos escasos, una oportunidad de oro para una nueva ofensiva. Los ataques a los movimientos indígenas y campesinos que protegen selvas, bosques y tierras de las grandes transnacionales; las violentas diatribas contra el feminismo y los movimientos LGTBIQ+ que ponen en cuestión las formas patriarcales de organizar la familia y la economía; las proclamas racistas y clasistas contra colectivos empobrecidos o contra las organizaciones sindicales, son parte de este ataque. Las fake news, los golpes, la utilización de las cloacas del Estado y las operaciones de lawfare, de persecución judicial arbitraria contra activistas sociales y gobiernos populares o progresistas, también.

Para llevarlas adelante, las derechas radicalizadas y las ultraderechas cuentan con jueces, fiscales, policías y parapolicías, medios de comunicación y de propaganda propios e incluso con iglesias –evangélicas, pentecostales o de grupos cristianos reaccionarios– dispuestas a actuar coordinadas con un objetivo común: presentar cualquier intento de limitar sus ambiciones económicas, por moderado que sea, como la encarnación de un nuevo Satanás y como una amenaza a la familia tradicional o a la propiedad privada de todos.

La necesidad de alternativas republicanas fraternales y no coloniales

El avance de este nuevo partido de conquistadores, encomenderos e inquisidores, apoyado por organizaciones como Atlas Network y financiados por grandes petroleras norteamericanas o por plutócratas como Charles Koch, es patente. No obstante, tras su irrupción repentina en el ámbito electoral con operaciones de manipulación de datos como las de Cambridge Analytica, ha ido perdiendo su capacidad de sorpresa –que no de causar daño– y ha comenzado a generar resistencias.

Muchas de esas resistencias parten, como no podía ser de otra manera, del reconocimiento de la importancia del legado hispano o europeo en la configuración sociológica del continente americano. Lo que ocurre es que ese legado es mucho más plural de lo que las derechas radicales estarían dispuestas a aceptar cuando invocan un 12 de octubre que parece salido de algún capítulo del Nodo franquista. Y es que ese legado, contra lo que sugieren los nuevos conquistadores de pecho inflado, incluye, por supuesto, tradiciones cristianas, católicas y no católicas. Pero también judías, árabes, que han convivido o se han mezclado con formas de religiosidad afro o vinculadas a los pueblos originarios. Y a esas herencias hay que sumar otras: liberales, anarquistas, conservadoras, socialistas y tantas más, que han ido configurando sociedades culturalmente ricas e irreversiblemente mestizas.

El avance de este nuevo partido de conquistadores, encomenderos e inquisidores es patente

Lo que las derechas radicalizadas no entienden es que una cosa es reconocer el plural y rico legado europeo e hispano en América y otra muy diferente negar los desmanes que se cometieron durante la conquista y que han dejado una herida colonial que perdura hasta hoy. A partir de fenómenos como el de Black Lives Matter o el de las reivindicaciones del 12 de octubre como día de la resistencia indígena, son cada vez más las voces que denuncian un viejo proyecto capitalista racista, clasista y ecocida, que ha mutado en algunas de sus formas, pero que subsiste todavía en nuestro tiempo, como han mostrado Andy Robinson y otros periodistas.

Algunas de estas voces, encarnadas en movimientos cristianos de base y en redes de solidaridad con el Sur Global, recuerdan a la del fraile sevillano Bartolomé de las Casas o a la del castellano Antonio de Montesinos, cuando, con la misma valentía solitaria exhibida hoy por el Papa Francisco, denunciaban las vejaciones y expolios que el sistema encomendero había producido en América.

Ese hilo anticolonial se ha mantenido a través de la historia. No solo entre los descendientes de Tupac Amaru, el cacique Lautaro o Bartolina Sisa, sino también entre quienes, desde la propia Península, leyeron a Las Casas y dieron continuidad a sus ideas. Desde el barcelonés Francisco Pi y Margall, presidente de la Primera República española de 1873, hasta la extremeña Carolina Coronado, una de las figuras más destacadas del movimiento antiesclavista de su tiempo.

Pi y Margall no dudó, en pleno siglo XIX, en cuestionar la bondad de las llamadas Leyes de Indias todavía hoy rescatadas por Vox y el PP, recordando, como Las Casas, que a través de ellas “se torturaba el espíritu de los indios” y “con el pretexto de fortificarlos en la doctrina de Cristo, los entregaban a merced de unos que llamaban encomenderos, que los trataban poco menos que como esclavos […] y los enviaban por cientos a la muerte”.

Pi y Margall no dudó, en pleno siglo XIX, en cuestionar la bondad de las llamadas Leyes de Indias todavía hoy rescatadas por Vox y el PP

Con esa misma contundencia, Pi admitía que Hernán Cortés había sido el más culto de los conquistadores españoles. Y que ese refinamiento, sin embargo, no le había impedido actuar con inusitada crueldad, ahorcando a dirigentes indígenas de quienes se fingió respetuoso amigo, mutilando a prisioneros o pasando a cuchillo a miles de hombres y mujeres indefensos.

Obviamente aquellas críticas de Pi a todo tipo de colonialismo –no solo a español, sino también al británico, en muchos aspectos más feroz que aquel– no se limitaban a lo ocurrido en el siglo XVI. Suponían una oposición frontal radical al esclavismo y al colonialismo de su tiempo, que incluía la perpetración de brutalidades en Cuba o Filipinas, como la ejecución vil, a manos de Millán Astray, del patriota filipino José Rizal.

Es el ejemplo de gente como Las Casas, como Tupac Amaru, como Pi y Margall y Carolina Coronado, el que debería llevar a las fuerzas democráticas, progresistas, de izquierdas, a pensar una alternativa al internacionalismo de ultraderecha, neoliberal y neocolonial, que hoy pretende imponerse. Esa alternativa ya está presente en las resistencias de miles de víctimas de estos proyectos neoliberales y neocoloniales, desde Chico Mendes a Berta Cáceres o Marielle Franco. También en las iniciativas latinoamericanistas, e incluso iberoamericanistas, de figuras como Ignacio Lula da Silva o Gustavo Petro, o en las prácticas solidarias llevadas a cabo por sindicatos y movimientos feministas, antirracistas o ecologistas que, por evidentes razones culturales, mantienen vínculos estrechos de uno y otro lado del océano.

Esas iniciativas sociales y políticas ibero y trans-americanas, tan alentadas por pensadores como José Saramago, deberían ser conscientes de la necesidad urgente de articular respuestas comunes a la brutalidad de la ultraderecha mundial. Ello exige desplegar iniciativas culturales, mediáticas y organizativas conjuntas, basadas en el mutuo reconocimiento y en la traducción de las diferentes luchas que se están produciendo contra los ataques racistas, sexistas y clasistas que el neofascismo neoliberal de nuestro tiempo ampara sin ruborizarse.

Que Vox, de hecho, haya elegido el 12 de octubre para convocar a las extremas derechas de América, Europa y Estados Unidos, y lo haya hecho publicitando una patética canción que pide “Volver a 1936”, no parece del todo fortuito. Y es que fue un 12 de octubre de 1936 cuando el fascista José Millán-Astray, enconado defensor del “macizo de la raza”, amenazó en la Universidad de Salamanca a un Miguel de Unamuno que aparecería misteriosamente muerto tiempo después.

Unamuno, como Pi y Margall, había mostrado su admiración por Rizal y por los patriotas de las colonias que no querían seguir siendo súbditos de la Corona sino ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes. Unamuno, igual que Pi, había entendido, después de leer a su admirado Simón Bolívar, que la única alternativa a la degradación del imperio hispano era la construcción de nuevos lazos iberoamericanos entre pueblos libres e iguales. Y Unamuno, como Pi, había llegado a la conclusión de que ese proyecto era inviable bajo los Borbones, por lo que era menester poner en pie alternativas republicanas, fraternales y no coloniales, que le ayudaran a abrirse camino. Que así sea.

Gerardo Pisarello

Diputado de En Comú Podem. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.

La democracia en disputa

Por Instituto Democracia. Dossier – Dic 2020 (Aquí)

Te invitamos a leer las reflexiones de Manuela D’Ávila, Enrique Dussel, Gerardo Pisarello y Juan Carlos Monedero, a partir de las entrevistas realizadas en el marco del ciclo de charlas «La democracia en disputa», organizadas junto a JJ – Circuito Cultural.

Que la corrupción de la monarquía no corrompa la democracia.

Por Gerardo Pisarello

Leer en @publico.es

Según un viejo aforismo inglés, en la Monarquía parlamentaria británica el Rey no puede hacer el mal (the King can do not wrong). Este principio puede parecer un ingenuo y peligroso canto a la arbitrariedad. Sin embargo, para que sea admisible, debe complementarse con otro conforme al cual el Rey no puede actuar por su cuenta (the King can not act alone) a espaldas de la sociedad, sino que debe hacerlo con el visto bueno -el refrendo- de los ministros del Gobierno y bajo el escrutinio crítico de la opinión pública.

Si esto es así, resulta evidente que los turbios negocios de Juan Carlos I de Borbón en esta última década han estado claramente reñidos con lo que, en términos constitucionales, debería haber sido una Monarquía realmente parlamentaria. Pero no se trata solo de él. Se trata, como se está viendo, de un cúmulo de actuaciones que implican a diversos miembros de la Familia Real. De ahí que no se esté, como se ha dicho, ante la corrupción de una persona, sino ante la corrupción creciente de una institución. Una institución que ha funcionado sin controles, rodeada de privilegios, y que amenaza con golpear, una vez más, a la democracia y al Estado de derecho.

Un rey que actuaba (que delinquía) sin referendo

En su reciente anuncio de que abandona España por la «repercusión pública» de unos acontecimientos de su «vida privada», el propio Rey Emérito ha venido a confirmar esta impresión. Ninguna de las expresiones que utilizó es inocua. No lo es la alusión a la «repercusión pública», que en realidad es un eufemismo para referirse a las noticias, los procedimientos judiciales y las peticiones de investigación de sus actuaciones, tanto en España como en Europa. Solo eso, hace que la marcha sea leída directamente como huida, esto es, como una forma de eludir esas investigaciones, más que de contribuir a que se produzcan (algo que se vería confirmado si el destino es un país de otro continente como República Dominicana).

Tampoco es inocua la alusión a acontecimientos de su «vida privada». Porque si los cobros de comisiones, los blanqueos de capitales y los fraudes fiscales que se le imputan eran actos privados, ajenos a su función constitucional, hay buenas razones para sostener que no se encontraba amparado por la inviolabilidad contemplada en el artículo 56.3 de la Constitución.

Si el Rey emérito, en efecto, actuaba por su cuenta, como reconoce en la carta, en beneficio privado y de manera reiterada, quiere decir que no contaba con el refrendo de nadie. Por lo tanto, los artículos que deben aplicársele son el 9.2 y el 14 de la Constitución, que someten a todos los ciudadanos a la ley y al ordenamiento jurídico, sin distingos arbitrarios. Pero no el 56.3, porque la función de dicho precepto no es otorgar carta blanca para delinquir. Ni mucho menos para hacerlo de manera reiterada, burlando a la Hacienda Pública y comprometiendo la estabilidad y la reputación del Estado.

Por el contrario, el sentido de la inviolabilidad del Rey es protegerlo frente a maniobras arteras que pudieran poner en peligro su función constitucional. Esto ocurriría, por ejemplo, si alguien lo obligara a no sancionar y promulgar una ley aprobada por las Cortes, a no firmar un Tratado de Derechos Humanos consentido por el Gobierno y el Parlamento con la amenaza de sancionarlo jurídicamente. Pero nada indica que sea el caso. Que cuando el Emérito actuaba como presunto comisionista, fraguando desde la Zarzuela una «estructura para ocultar dinero a Hacienda», lo hiciera coaccionado por terceros.  Como él mismo admite, no actuaba en cumplimiento de su función constitucional. Actuaba como persona privada, no pública, y al hacerlo así, no podía, ni contar con el refrendo previsto, porque no existía o era directamente imposible, ni pretender no ser investigado y juzgado por dichos actos.

Un rey que actuaba solo (o no tanto)

Que el Emérito actuara «solo» en términos constitucionales, es decir, sin poder descargar su responsabilidad en otros actores, no significa que operara sin el conocimiento de otras personas. Algunas de ellas (como su ex amiga Corinna Larsen, el abogado suizo Dante Canónica, o el gestor de fortunas Arturo Fasana) ya han declarado de hecho como investigadas ante el Fiscal de Ginebra, Yves Bertossa.

Sin embargo, hay otra cuestión relevante: ¿conocía la propia Familia Real sus opacas operaciones financieras? Y de manera más directa: ¿las conocía su heredero en el trono, el Rey Felipe VI?

A comienzos de marzo de 2020, un día después de la declaración del Estado de Alarma por el Covid-19, la Casa Real decidió emitir un comunicado inédito e impactante. En él reconocía que un año atrás, Felipe VI había tenido conocimiento por un despacho de abogados británicos de su designación como beneficiario de la Fundación panameña Lucum, a través de la cual Juan Carlos I presuntamente blanqueaba comisiones recibidas del Rey de Arabia Saudita. En el mismo comunicado, se afirmaba que Felipe VI lo había informado de inmediato a las «autoridades competentes» y que un mes después había informado a su padre que no recibiría ningún beneficio de la misma, renunciando a su herencia personal.

La declaración fue un auténtico terremoto. Y aunque su objetivo evidente era construir la figura de un Rey «ejemplar y transparente», acabó generando lo contrario. Primero, por el momento en que se escogió para hacerla pública, el día después de la declaración de un Estado de Alarma. Segundo, porque en ella no se explicaba por qué Felipe VI había tardado tanto en dar a conocer unos hechos que, como mínimo, conocía desde hace un año. Tercero, porque la supuesta pretensión de renunciar a una herencia con su padre vivo, no tenía más valor que un gesto pour la galerie, que ningún notario podía aceptar, como explicaron varios especialistas en Derecho Civil. Cuarto, porque entre las «autoridades competentes» a las que había informado no figuraba la Fiscalía Anticorrupción, sin duda una de las primeras interesadas.

Todo esto deja abierto muchos interrogantes. La propia Fundación Lucum había sido creada en 2008, días antes que Juan Carlos recibiera un presunto «regalo» de 65 millones de euros del entonces rey saudí Abdullah, y disuelta en 2012, después de que Corinna Larsen recibiera una donación por esa cantidad. Durante esos 4 años, pues, se produjeron muchas de las operaciones que hoy son objeto de investigación judicial. Por ese entonces, Felipe VI no era un niño o un ingenuo adolescente. Era un hombre hecho y derecho, de más de 40 años, que sabía que sería Rey y que supuestamente había sido preparado para ello. Nada, pues, indica que un inminente Jefe de Estado no conociera estas operaciones de su padre, muchas de las cuales se gestaban en la misma Zarzuela. Y mucho menos parece creíble que no accediera a toda la información sobre ellas tras su proclamación como Rey en 2014, hace ahora 6 años.

Por eso, precisamente, la respuesta del Jefe del Estado a la última carta de su padre suena tan poco transparente. Porque su objetivo no parece ser informar sino ocultar información. Limitarse a expresar «agradecimiento» por la decisión del Emérito, pero sin informar sobre las razones de su marcha en plena investigación judicial. Destacar su «legado» y su «obra política y institucional de servicio a España y a la democracia», pero sin hacer mención alguna a los graves hechos de los que se le acusa y sin exigir siquiera que se haga justicia y que se respete el principio de igualdad ante la ley.

Una dinastía nada «respetable» y nada «ejemplar»

Todo esto vuelve más inexplicable e injustificable el comunicado de Moncloa mostrando «respeto» a la decisión del Emérito y valorando la «ejemplaridad» de Felipe VI. Porque ni la decisión de Juan Carlos de Borbón es «respetable», ya que parece pensada para sortear la justicia antes que para favorecer su tarea, ni la conducta del Rey actual ha sido la de un Jefe de Estado «ejemplar», comprometido con la justicia y con lucha contra la corrupción, sino más bien la de un hijo -la de un heredero- que busca proteger a su padre.

Por eso no estamos hablando de la corrupción de un individuo. Estamos hablando de la corrupción de una Familia (recordemos el caso Noos y tantos precedentes) y de una institución que ha actuado sin controles, rodeada de privilegios y sin aceptar el suficiente escrutinio público. Y el peligro, ahora, sería que la corrupción de la Monarquía corrompa, una vez más, a la propia democracia, forzándola una vez más a mirar hacia otro lado y a consentir esferas de opacidad y de impunidad impropias de un Estado de Derecho.

Nada de esto puede tolerarse. Y muchos menos en un contexto en el que desde el Gobierno se está exigiendo a familias, gente trabajadora, pequeñas y medianas empresas que subordinen sus intereses privados a la salud y al bienestar general, que cumplan con la legalidad, y que contribuyan en función de sus recursos a financiar las arcas públicas.

Por eso es fundamental que, más allá del propio Gobierno, sea Felipe VI, como Jefe de Estado y miembro preeminente de la Casa Real, quien informe sobre el paradero y las condiciones de vida de su padre, así como sobre las razones de su salida del país. Al mismo tiempo, es esencial, y propio de una Monarquía que se define constitucionalmente como parlamentaria, que el Rey comparezca ante las Cortes Generales, principal sede de la soberanía popular, para expresar su compromiso con la transparencia, con la investigación de los hechos y con la tarea de la justicia.

Mientras tanto, y dada la gravedad de las actuaciones que se imputan al Emérito, y que la propia Casa Real ha admitido, hay una serie de medidas elementales que deberían adoptarse cuanto antes. La primera, retirar a Juan Carlos I su condición Rey, facilitando así la actuación de los tribunales. La segunda, reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial y aprobar una Ley de regulación de la abdicación (constitucionalmente prevista) con el objetivo de limitar el alcance de la inviolabilidad regia y de dejar claro que esta no supone una carta blanca para defraudar y delinquir. La tercera, acabar con la abusiva criminalización de las críticas a la Monarquía, que a lo largo de estos años solo ha servido para crear un clima de impunidad, censura e intimidación, así como una conculcación reiterada de la libertad ideológica y de expresión. Finalmente, trabajar junto a la sociedad civil organizada para que, cuatro décadas después del referéndum sobre la Constitución de 1978, la ciudadanía, y sobre todo las generaciones más jóvenes, sean consultadas de forma soberana, democrática y libre, sobre la continuidad o no de la Monarquía.

Ciertamente, un mero cambio en la Jefatura del Estado no implicaría por si solo un progreso en todos los ámbitos de la vida social. Pero si algo facilitaría la forma de gobierno republicana y democrática es poner todos los poderes políticos a disposición de los ciudadanos. Mostrar que las instituciones son creaciones humanas que deben rendir cuentas ante la propia sociedad, y educar a sus miembros en el amor por la libertad, por la igualdad, y en el rechazo del privilegio y de los abusos de los poderosos.

LA CRISIS DE LEGITIMIDAD DE LA MONARQUÍA, LA HISTORIA RECURRENTE DE ESPAÑA

La impunidad de la Corona como freno al avance democrático. Un placer debatirlo con Javier Pérez Royo, Pura Sánchez y lo mejor del republicanismo y del feminismo andaluz. Mi agradecimiento al Ateneo Republicano de Andalucía por su invitación ¡Se necesitan más actos así!

https://www.facebook.com/ateneorepublicanoandalucia/

Comparto una buena crónica de Olivia Carballar (@ocarballar) para Lamarea.com

«¿Autoritarismo neoliberal o radicalización democrática?»

Bajo el título «¿Autoritarismo neoliberal o radicalización democrática?» participé en el segundo episodio del ciclo de entrevistas organizado por el Instituto Democracia y el Circuito Cultural JJ.

“Mi impresión es que sin los gobiernos progresistas populares esto hubiera sido un auténtico desastre. Uno tiene las pruebas porque hay gobiernos neoliberales y neofascistas que están actuando con un total desprecio por la vida humana. Sobre todo, por la vida humana de las clases populares, de la gente de mayor situación de vulnerabilidad a la que han enviado a la muerte de manera directa. Si uno observa la cifra de gente muerta en Brasil o en Estados Unidos, y además estudia eso desde una perspectiva de clase, verá que lo que ha habido es un elitismo despiadado y una absoluta indiferencia por la vida de la gente más humilde, por parte de esos gobiernos.”

🎥 Comparto la entrevista que me realizaron Andrea Vallejos y Ulises Bosia.