Un cafè d’Idees amb Gemma Nierga

La Gemma Nierga m’ha convidat novament al seu espai «Un cafè d’idees» del Matí a Ràdio 4. Aquesta vegada l’entrevista ha hagut de ser telefònica.En una setmana que acaba, de molta activitat parlamentària, amb les dretes reaccionàries tensant la societat com mai en els darrers anys, sovintegen poques oportunitats per analitzar i reflexionar «amb una mirada llarga» la situació de l’actual crisi sanitària, econòmica i social. S’agraeix poder comentar l’actualitat política i fer-ho amb una de les grans professionals del periodisme del nostre país.

El mundo que resultará de todo esto

Nueve retos para un tiempo de pandemias

Publicado en CTXT 9/04/2020

Los últimos datos de países como China, Italia o España, parecen anunciar una cierta estabilización de los índices de contagio de Covid-19. Mientras no haya una vacuna, estas tendencias no pueden considerarse irreversibles. Pero permiten vislumbrar una fase caracterizada por una mayor flexibilización de los confinamientos domiciliarios y una mayor reactivación de la actividad económica.

Este panorama está generando un debate inédito, propiciado por las redes sociales, sobre el mundo que resultará de las decisiones que se adopten hoy. Si será más igualitario o irremediablemente desigual. Si más libre o más autoritario. Si más o menos cooperativo. El objetivo de estas líneas es plantear nueve desafíos –nueve: el signo de la persistencia, la empatía y el sentido humanitario– que este nuevo tiempo de pandemias impone.

1) Reconstruir la economía para cuidar la vida

Si algo está poniendo de manifiesto el Covid-19 es la necesidad de una profunda revisión de las políticas de precarización, de recortes sociales y de crecimiento insostenible practicadas en las últimas décadas. Esto supone reconstruir la economía para preservar la salud y asegurar una vida digna. Y distinguir, para ello, las actividades económicas esenciales que deberían ser potenciadas, de aquellas que deberían reorganizarse o simplemente refrenarse.

Una de las primeras consecuencias de esta reflexión es la necesidad de priorizar las actividades productivas sostenibles sobre las depredadoras y especulativas. En poco tiempo, en efecto, se ha tomado conciencia del enorme error que ha supuesto el desmantelamiento y deslocalización de sectores industriales enteros y la importancia de su utilización para construir hospitales, para fabricar respiradores o para producir material de desinfección e incluso equipamientos de protección cuya escasez está dando lugar a fraudes y a subastas especulativas en el mercado internacional.

Nada de esto supone una evocación nostálgica de las chimeneas humeantes y contaminantes. Pero sí aceptar las ventajas que ofrece la digitalización –intercambio de prototipos en tiempo real, impresión 3D– para devolver a la industria un papel central en el despliegue de sectores clave para una mejora de la salud pública, desde la agroecología a la rehabilitación urbana.

La vida en el confinamiento, en efecto, está permitiendo comprobar lo que significaría vivir con menos contaminación y un aire más respirable. No es descartable que esta experiencia ayude a que la batalla contra la recesión provocada por la pandemia no se traduzca en un regreso al productivismo ciego y desbocado de los últimos años, sino en la construcción de una economía diferente: reindustrializada, pero orientada a sectores con alto impacto ecológico, como la reforestación, la fabricación de transporte público no contaminante o el despliegue de infraestructuras para energías renovables.

Mucho de esto tiene que ver con el despliegue de actividades y servicios vinculados a lo que el feminismo y el ecologismo denominan una economía que cuide la vida. De pronto, el confinamiento forzoso ha llevado a mucha gente –sobre todo hombres– a constatar la importancia del asistir y alimentar niños pequeños, personas mayores y familiares enfermos. Y lo mismo ha ocurrido con ciertos trabajos básicos –a menudo realizados personas pobres o migrantes en severas condiciones de precariedad- que suelen quedar fuera de las grandes reflexiones económicas: desde la recogida de fruta en el campo hasta la limpieza de las ciudades o la recolección y reciclaje de residuos.

Esta toma de conciencia respecto de lo que es esencial también afectará la percepción de lo que puede no serlo. El parón económico ha obligado a vivir sin casas de apuestas y sin fábricas de armamento, sin que hayan aparecido razones de peso para echarlo de menos. Igualmente, el confinamiento ha permitido descubrir que parte del trabajo o de los estudios –sobre todo en la educación superior– que hoy exigen grandes desplazamientos podrían realizarse telemáticamente con un impacto energético menor. Este mundo teleconectado se intensificará en el futuro. Pero si no quiere dejar nadie atrás, es crucial que venga acompañado de condiciones habitacionales dignas, programas de alfabetización digital y del acceso igualitario y energéticamente sostenible a dispositivos tecnológicos y a conexión de calidad.

Naturalmente, el encierro en las casas también ha servido para valorar actividades esenciales que no pueden satisfacerse entre cuatro paredes de manera virtual. Y que una vida sin escuelas donde los más pequeños convivan y se toquen, sin huertos comunitarios, sin espacios verdes para caminar o practicar deportes, sin librerías y teatros de barrio, sin ríos en los que poder bañarse, sin cafés, sin centros cívicos, sin conciertos y salas de baile, puede ser una vida lóbrega y amarga.

2) Revalorizar lo público, lo común.

La revalorización de lo esencial propiciada por la pandemia está trayendo consigo una revalorización de lo público, de lo que no es común. La conmoción provocada por la entrada súbita y extendida de la muerte en nuestras vidas, por ejemplo, ha mostrado que bienes básicos como la atención sanitaria no pueden quedar al albur del mercado. Y que es inadmisible que los poderes públicos permitan que se especule con otros como los servicios funerarios, la alimentación o las residencias de atención a personas mayores. 

Bajo ese ánimo de época, gobiernos de diferente signo político como el de Irlanda o Noruega, y grandes ciudades como Nueva York, han colocado bajo control público hospitales, hoteles, fábricas, y otros espacios de titularidad privada para hacer frente a la crisis socio-sanitaria.

Estas decisiones se han vinculado a la excepcionalidad de la pandemia. Pero bien podrían dar pie a fórmulas estables de economía mixta similares a las que tuvieron lugar durante la reconstrucción de posguerra del siglo pasado. No estamos hablando solo de un regreso a lo público estatal, sino de fórmulas de titularidad y  gestión muy diversas, que permitan asegurar con eficacia la alimentación de proximidad, la suficiencia energética o la soberanía tecnológica: desde nuevas empresas públicas regionales o municipales, hasta iniciativas económicas público-cooperativas o público-comunitarias.

3) Garantizar el derecho a la existencia

La perspectiva de un mundo expuesto a nuevas pandemias también está planteando de manera radical la cuestión de la supervivencia material de la especie. A estas alturas, en efecto, nada parece justificar que el derecho a la existencia, a una seguridad material mínima para satisfacer las necesidades y desarrollar los propios planes de vida, no tenga un estatus similar al del derecho de voto o a la educación básica.

Durante la pandemia, gobiernos de distinto signo están adoptando medidas sociales para intentar asegurarlo: desde la garantía de la totalidad o de parte del salario a trabajadoras y trabajadores confinados, hasta ayudas para personas desocupadas, para pequeñas y medianas empresas o para el pago de  alquileres o suministros.

El problema de muchas de estas ayudas es que suelen ser temporales, fragmentarias, y a menudo están condicionadas a rigurosas pruebas de falta de recursos. Esto pone entredicho su eficacia e incluso su capacidad para llegar sus destinatarios con la urgencia que la situación requiere. De ahí que en diferentes países del mundo se haya reabierto el debate sobre la necesidad de medidas más simples y menos burocráticas, como un ingreso mínimo garantizado a todas las personas que carezcan de uno o como una renta básica directamente universal.

Estas propuestas, en efecto, no son nuevas y existen en torno a ellas importantes debates: sobre su carácter incondicional o no, sobre su financiación, sobre la compatibilidad entre renta monetaria e ingresos en especie, o entre la garantía de ingresos y otras medidas imprescindibles, como la inversión en servicios públicos o la distribución del trabajo social y ambientalmente necesario. 

En todo caso, distan de ser utopías lejanas. Hong Kong, por ejemplo, acaba de anunciar la concesión durante 2020 de un pago único de unos 1145 euros a todos los mayores de 18 años. El propio Trump dijo a finales de marzo que aprobaría una renta de emergencia de 1200 dólares a cada estadounidense, y en un sentido similar se pronunció el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau. Habrá que ver en qué acaban estas propuestas. Pero lo cierto es que  en un horizonte de recesión, esta garantía de ingresos básicos está apareciendo no solo como una forma de asegurar el derecho a la existencia sino de sostener la propia economía.

4) Sortear las trampas de la deuda 

Naturalmente, la clave de estas medidas sociales e incluso de la apelación a nuevos Planes Marshall o a un New Deal similar al propuesto por Roosevelt en su tiempo, tiene que ver con su financiación. Abrir líneas de ayuda a cooperativas o a empresas innovadoras que apuesten por la reconversión energética, realizar expropiaciones de suelo para construir vivienda asequible, invertir en ciencia y alfabetización tecnológica, poner en marcha ayudas al alquiler o tarjetas de alimentos. Todo tiene un precio. Y exige saber quién lo asumirá.

En un contexto como el actual, una flexibilización razonable del déficit resulta indispensable para afrontar las ingentes inversiones que una economía dañada por una pandemia requiere. Sin embargo, esta herramienta no está igualmente disponible para aquellos países y territorios con soberanía monetaria –pensemos en el papel de la Reserva Federal en los Estados Unidos– que para quienes dependen en gran parte de los precios del mercado.

Es obvio, por ejemplo, que un endeudamiento sometido a intereses abusivos o condicionado a planes de austeridad como los impuestos a Grecia o a tantos países de América Latina, Asia y África, puede agravar aún más los problemas derivados de la emergencia sanitaria, social y económica. De ahí la necesidad de evitar las trampas de la deuda. Por ejemplo, a partir de la financiación directa por parte de los bancos centrales o de la mutualización de deudas, como están defendiendo algunas voces en Europa, con la férrea resistencia de los gobiernos de Holanda o Alemania.

Pero esto no es suficiente. En un momento en el que el volumen de deuda mundial triplica el PIB global, es fundamental plantear algún tipo de jubileo:  moratorias, quitas y condonaciones de deudas, sobre todo a los países que más necesitan ese dinero para hacer frente a una emergencia social y económica que viene de lejos y que la pandemia no ha hecho sino agravar.        

5) Impulsar una fiscalidad social y ambientalmente progresiva

Obviamente, resulta muy difícil pensar en una reconstrucción social y ambientalmente justa de la economía si el debate sobre la emisión de dinero o sobre la flexibilización del déficit no viene acompañado de un debate sobre una política fiscal alternativa.

Ya en 2019, el historiador y economista holandés Rutger Bregman recordó en Davos que la reactivación económica exigía hablar, no de filantropía de los millonarios, sino de impuestos progresivos. Y que ello suponía varias medidas impostergables: desde una batalla decidida contra la corrupción, la evasión y los paraísos fiscales, hasta el despliegue de medidas fiscales que no ahoguen a las clases populares y medias y que sean incisivas, en cambio, con las rentas más altas, las empresas tecnológicas, los fondos de inversión, los grandes tenedores de vivienda y, en general, el bloque de los grandes rentistas y especuladores.

En contra de lo que podría pensarse, estas propuestas de justicia fiscal están siendo impulsadas no solo por economistas progresistas como Thomas Piketty, sino por medios conservadores como el Financial Times, e incluso por millonarios como Georges Soros o William Buffet. Y no en vano algunos políticos de alta responsabilidad, como el presidente de Portugal, están recordando que los bancos deberían devolver a la sociedad el dinero con el que fueron rescatados tras la crisis financiera de 2008.  

6) Federar y democratizar las decisiones

La necesidad de tomar decisiones económicas y médicas urgentes durante la pandemia también ha venido justificando una concentración de funciones en los poderes ejecutivos de los estados. Esta concentración se ha presentado como una condición indispensable para la eficacia de las medidas adoptadas. Es innegable que este principio tiene algún sentido en un contexto de emergencia sanitaria. Sin embargo, existen múltiples razones para matizarlo.

La principal es que en situaciones de gran complejidad como las que implica una pandemia, la eficacia de una decisión está muy vinculada a la información de que se disponga. Es decir, a la posibilidad de contar con elementos suficientes para poder anticipar consecuencias sociales, económicas y políticas no previstas a simple vista.

Nada de esto puede ser realizado por un planificador central único. Por el contrario, oír opiniones disímiles y voces críticas, federar las decisiones y el intercambio de información con otras instancias gubernamentales –regionales, municipales, supraestatales– así como con diferentes actores sociales –gente del mundo de la ciencia, sindicatos, economistas, organizaciones de base– son básicos para minimizar errores.La democratización de los medios y la batalla contra las noticias deliberadamente falsas en las redes será fundamental en el mundo poscoronavirus

Se ha dicho –con razón– que el avance brutal del virus en el Brasil de Bolsonaro y en los Estados Unidos de Trump es la consecuencia del negacionismo abierto de estos gobiernos. Y que incluso algunas de las medidas drásticas adoptadas por China, tienen que ver con el intento inicial del gobierno de tapar el problema y de no oír las advertencias provenientes de las autoridades locales. Por eso, muchas de las críticas que reciben los poderes públicos pueden ser exageradas o inmerecidas, pero es mejor que existan y que se produzcan en un marco de auténtico pluralismo.

La democratización de los medios y la batalla contra las noticias deliberadamente falsas en las redes será fundamental en el mundo poscoronavirus. Para fiscalizar a los políticos, pero también para controlar y limitar a grandes monopolios y oligopolios privados que a menudo tienen más poder que los propios gobiernos y que se aseguran de que las únicas opiniones que circulen sean las que cuentan con la fuerza del dinero.  

7) Preservar las libertades y la privacidad digital

Lo que vale para la libertad de expresión y de crítica debería valer para otras libertades personales.

Es lógico que la irrupción de una pandemia suponga limitaciones a la libertad de movimiento. De hecho, en el caso del Covid-19, estas restricciones han asumido con frecuencia la forma de autolimitaciones que el grueso de la ciudadanía ha llevado adelante de manera ejemplar y responsable. Precisamente por eso, será central luchar para que las emergencias sanitarias no se utilicen para militarizar la vida cotidiana, para normalizar abusos y detenciones arbitrarias o para imponer sanciones económicas desproporcionadas.

Salvo en situaciones de riesgo extremo, en efecto, el confinamiento debería admitir variantes flexibles y sostenibles en el tiempo, como ha ocurrido en Suecia y otros países. Impedir un mínimo de actividad física al aire libre, obligar a una mujer que padece violencia sexista a convivir con su agresor, o prohibir que los niños o personas con autismo puedan caminar y airearse, puede ser más dañino para la salud física y mental que una epidemia vírica.

Es verdad que en una pandemia, la ausencia de vacuna obliga a combinar la flexibilización del confinamiento domiciliario con otras medidas de contención del contagio.

Además de aquellas de seguridad personal, como el uso de mascarillas o la higiene, y de la disposición de residencias y centros sanitarios de calidad, esto supone evaluar otras fórmulas como la geolocalización digital y el control público de datos personales. Pero debe hacerse con precaución, sobre todo en un tiempo donde los gigantes privados como Google o Facebook ya se han hecho con muchos de ellos, con nuestra propia aquiescencia. Es verdad que en países como Corea o Singapur la utilización del Big Data, debidamente anonimizado, ha permitido un equilibrio razonable entre la detección de infecciones y el respeto a la intimidad y a las libertades personales. Pero esto no debería ser un argumento para bajar la guardia o para aceptar brazaletes biométricos las 24 horas del día. Por el contrario, el uso de datos personales para objetivos de salud pública no debería justificar injerencias abusivas en la intimidad y en libertades personales que, cuando se resignan, difícilmente vuelven a recobrarse.

8) Afianzar el municipalismo y la solidaridad internacional

El miedo generado por el Covid-19 pandemia también está facilitando la aparición de discursos favorables al repliegue en un Estado fuerte. Sin embargo, en un momento en que la pandemia ha pulverizado nociones como la seguridad nacional, parece más realista y deseable pensar en fórmulas federales y confederales de toma de decisiones, que permitan combinar diferentes escalas, comenzando por las más pequeñas. 

No es casual que en diferentes rincones del mundo se haya valorado de manera positiva el papel de las instituciones locales en la gestión de la emergencia. La actuación de ciudades como Nueva York, Barcelona, Cádiz, Bilbao, Ciudad de México o Valparaíso, han demostrado que los gobiernos locales suelen detectar con más eficacia problemas concretos, cotidianos, que las instancias más altas no advierten o tardan en procesar.

Un municipalismo robusto, económicamente bien dotado, sería una herramienta fundamental de democratización política y económica y un elemento de prevención y reacción 

En muchos casos, esta posición privilegiada del mundo local para acometer situaciones de estas características contrasta con la falta de competencias y de financiación (en España, por ejemplo, la financiación del mundo local sigue siendo la misma que en el tardofranquismo). Sin embargo, un municipalismo robusto, económicamente bien dotado, sería una herramienta fundamental de democratización política y económica y un elemento de prevención y reacción eficaz frente a epidemias y otras  emergencias similares.  

Las redes municipales, en cualquier caso, no tienen por qué ser incompatibles con el desarrollo de otras escalas de coordinación más amplias. Por el contrario, partiendo del principio de subsidiariedad, pueden facilitar formas de articulación de abajo hacia arriba e insuflar nueva fuerza a redes estatales, regionales o internacionales ya existentes o que se están gestando.

Si algo está enseñando la crisis del Covid-19 es que médicas, científicas, sindicalistas, cooperativistas, gente del mundo de la empresa, agricultores de diferentes rincones del mundo, tienen mucho que aprender unos de otros. Que del mismo modo que después de la segundo guerra mundial se nacionalizaron industrias clave, hoy podrían universalizarse otras para compartir medicinas, prototipos replicables de equipamientos esenciales, programas agroecológicos y de gestión energética sostenible, y otros proyectos comunes.

9) Articular redes que nos transformen y que cambien el mundo   

Obviamente, los argumentos favorables a un mayor internacionalismo no acabarán por si solos con las desigualdades, el calentamiento global o los golpes y guerras por el control del petróleo, del litio o del cobre. Nada impide de hecho, que una pandemia como la que atravesamos no sea aprovechada por alternativas reaccionarias, autoritarias y excluyentes. Pero la historia está abierta. Como en otros momentos, lo decisivo será la movilización de todos aquellos que han entendido que el virus no es un agente exógeno que viene a invadirnos, sino el resultado interno de un capitalismo colonial, voraz, que hace tiempo se ha convertido en una amenaza para la biodiversidad en el planeta. 

Si bien la reclusión en nuestras casas nos ha aislado temporalmente, también nos ha permitido construir redes nuevas, impensables hasta hace muy poco. Esas redes desafían fronteras físicas que la propia noción de pandemia ha tornado artificiales e inútiles y podrían permitir organizarnos mejor. Habría que aprovechar esta tregua para tomar conciencia del enorme reto que tenemos por delante. Eso y asumir que los cambios que estamos experimentando en nuestras vidas podrían ser el motor de una transformación más amplia, en común, hacia un mundo más igualitario, libre y cooperativo.

¿Con qué economía salimos del coronavirus?

«Hay que aprovechar esta inédita situación de vulnerabilidad compartida para construir colectivamente una economía que cuide, que proteja y que salve la vida

Publicado en ElDiario.es 28/03/2020

El agravamiento de la crisis del COVID-19 está mostrando de manera cruda que no hay una única manera de resolver el dilema entre confinar y mantener la actividad económica. Sin embargo, algo va quedando claro: la responsabilidad y la determinación con la que se afronte decidirán la vida de muchísima gente, así como la posibilidad de salir de esta pandemia con maneras de relacionarnos muy diferentes a las que nos han traído hasta aquí.

Los negacionistas de la emergencia

Los negacionistas de la gravedad del virus, como Bolsonaro o Trump, están siendo los más reticentes en asumir el confinamiento como forma de frenar el contagio y de no saturar a los sistemas sanitarios. Y para justificarlo están apelando, precisamente, a la necesidad de «salvar la economía». No parece, empero, que su preocupación sea la situación económica de la mayoría. Bolsonaro no ha tenido problemas en pedir el abandono la cuarentena argumentando que los brasileños no debían temer al contagio porque son gente «que bucea en una alcantarilla y no les pasa nada». Se puede encontrar una colección de citas de Trump en la misma dirección. Y las consecuencias están a la vista. En pocos días, las muertes en Brasil se están disparando y los Estados Unidos se han convertido en el país con más personas infectadas del mundo –unas 81.000–, lo cual es especialmente preocupante si se tiene en cuenta que en su privatizado sistema sanitario un tratamiento por COVID-19 puede costar unos 35.000 dólares.

Los negacionistas de la emergencia

Los negacionistas de la gravedad del virus, como Bolsonaro o Trump, están siendo los más reticentes en asumir el confinamiento como forma de frenar el contagio y de no saturar a los sistemas sanitarios. Y para justificarlo están apelando, precisamente, a la necesidad de «salvar la economía». No parece, empero, que su preocupación sea la situación económica de la mayoría. Bolsonaro no ha tenido problemas en pedir el abandono la cuarentena argumentando que los brasileños no debían temer al contagio porque son gente «que bucea en una alcantarilla y no les pasa nada». Se puede encontrar una colección de citas de Trump en la misma dirección. Y las consecuencias están a la vista. En pocos días, las muertes en Brasil se están disparando y los Estados Unidos se han convertido en el país con más personas infectadas del mundo –unas 81.000–, lo cual es especialmente preocupante si se tiene en cuenta que en su privatizado sistema sanitario un tratamiento por COVID-19 puede costar unos 35.000 dólares.

En algunos casos, esto ha llevado a iniciativas de nacionalización o de control público de sectores privados que el neoliberalismo consideraba anatema hasta hace dos días. En España, la emergencia sanitaria reveló a muchos que existía un artículo de la Constitución, el 128, que subordina la riqueza, «sea cual fuere su titularidad», al interés general, y que tiene por delante un campo importante de aplicación. En Irlanda, de hecho, el primer ministro democristiano Leo Varadkar ya ha nacionalizado temporalmente 2000 camas, nueve laboratorios y miles de empleados para incorporarlos al sistema de salud estatal para luchar contra el COVID-19.

Deslindar lo esencial de lo que no lo es

Algunos países, como Italia, Nueva Zelanda y ahora España, están dando un paso más allá y están detallando qué actividades deberían cerrar temporalmente y cuáles deberían mantenerse. Italia ha redactado un decreto donde el funcionamiento temporal de la economía se ciñe a ámbitos concretos. Sin embargo, esto dista de suponer un cierre brusco o una paralización extendida del sistema productivo. El decreto aprobado por el gobierno de Giuseppe Conte mantiene como esenciales… ¡unos 80 sectores de la economía! Esto incluye industrias auxiliares, estratégicas, sin las cuales el propio sistema sanitario quedaría en entredicho: químicas, farmacéuticas, aluminio, goma, sector alimentario, ópticas, empresas de recolección y tratamiento de residuos, reparación de industrias básicas, distribución de agua y gas, y un largo etcétera.

Esto muestra que en todos estos países, en realidad, lo que se está imponiendo es un equilibrio de fondo: poder enviar a casa a un número importante de trabajadoras y trabajadores para contener el contagio, pero sin abandonar por ello la realización de actividades esenciales, estratégicas, sin las cuales la triple emergencia sanitaria, social y económica, se agravaría aún más.

Reorientar la economía para proteger la vida

En un contexto así, no hay solución perfecta. Pero el desafío es claro: maximizar el aislamiento durante la cuarentena mientras se establecen las bases de una economía orientada a la proteger la vida de manera sostenible en el tiempo. Algo para lo que hace falta atender las urgencias actuales, pero también mantener la mirada en el ecosistema productivo, comercial, energético, del día después.

Es aquí donde, al igual que en el crack de 2008, vuelve a constatarse que la economía necesaria para afrontar estas pandemias no puede ser la economía capitalista que nos ha traído hasta aquí: precarizadora del trabajo, destructora de los servicios públicos, especulativa y depredadora en sus impactos sobre la naturaleza. Por lo tanto, ya no se trata, como de manera tan altisonante como hipócrita proclamó Nicolás Sarkozy hace una década, de «refundar el capitalismo». Se trata más bien de escuchar lo que están planteando movimientos como el feminismo o el ecologismo y de aprovechar la crisis para poner los cimientos de una economía distinta: más cooperativa, que priorice lo público, lo común, y que se plantee la reversión urgente del calentamiento global, de la desigualdad social y de la proliferación de los recursos de destrucción masiva.

Cuidar a la gente confinada y a quienes trabajan fuera

En el plazo inmediato, esto exige proteger tanto a las personas confinadas como a las que deben trabajar fuera de casa. Por más importantes que sean los confinamientos para evitar la saturación de servicios médicos, es difícil obligar a todo el mundo a recluirse cuando el punto de partida es una desigualdad social estructural en la que no todos están en iguales condiciones de hacerlo. Basta con mirar a grandes países como la India o México, pero también ciudades Lesbos y otras de Europa, para advertir la dimensión de la tragedia.

Si se tiene vivienda digna e ingresos asegurados, un confinamiento largo puede ser difícil pero llevadero. Si se vive en condiciones de hacinamiento o no se tiene empleo, confinarse puede implicar exponer a los propios a otras enfermedades, no poder pagar un alquiler o sencillamente no poder alimentar a los hijos. Por eso es urgente que se refuercen los servicios de atención domiciliaria –algo a lo que ciudades como Barcelona, Cádiz, Valencia o Bilbao están volcando ingentes recursos– o que se introduzcan rentas básicas de emergencia, como la que la oposición acaba de arrancar a Bolsonaro en Brasil. Y por eso urge, también, que se pongan límites claros a los despidos, como está planteando el gobierno PSOE-UP, o que se suspenda el pago de hipotecas y alquileres para familias vulnerables y comercios, algo que obliga a asumir el conflicto con la banca y los grandes tenedores.

Y lo mismo ocurre en la economía que sigue funcionando fuera de las casas. Una economía sana dispuesta a velar por quienes se confinan, no puede dejar desprotegidas a sus pequeñas y medianas empresas, a las cooperativas, al mundo de la cultura, a las residencias de ancianos, y desde luego, a quienes realizan trabajos esenciales en términos socio-sanitarios. De poco sirve aplaudir a limpiadoras, médicas, enfermeras, cajeras de supermercado, o cuidadoras de personas mayores, si luego no se protegen, con la misma determinación, sus derechos laborales, sus turnos de trabajo y su salud.

La cuestión de fondo: ¿y esto quién lo paga?

Claro que esto tiene un coste, y la obligación de los poderes públicos –de todos ellos– es que no lo paguen los de siempre. En Europa, la propia Unión se está jugando su credibilidad y su supervivencia en ello. Es todo un síntoma que –a diferencia de lo que ocurrió con la crisis griega- Portugal, España e Italia estén cuestionando juntos las mezquinas resistencias de Holanda y Alemania a emitir coronabonos y a

facilitar a los países del Sur un financiamiento no condicionado por especuladores y buitres. Y es todo un síntoma, también, que una parte creciente de la ciudadanía comience a preguntarse por qué sus gobiernos no son fiscalmente más exigentes con las grandes fortunas y con los grandes rentistas que fueron rescatados en innumerables ocasiones y no han devuelto aquel esfuerzo a la sociedad.

Obviamente, que la crisis no sirva para apuntalar aún más la economía de casino que se ha impuesto en las últimas décadas, también depende de la capacidad de organización de la ciudadanía y de la gente que vive de su trabajo. Esto no es sencillo en un contexto de aislamiento, pero el desafío es ineludible: organizarse, crear espacios de ayuda mutua, enredarse más allá de las fronteras físicas, para que los anhelos que hoy resuenan en los balcones se abran camino a pesar de la pandemia. La lucha contra el COVID-19 no puede concebirse como una empresa belicista. Lo que hace falta no es matar a nadie ni militarizar la vida cotidiana, sino aprovechar esta inédita situación de vulnerabilidad compartida para construir colectivamente una economía que cuide, que proteja y que salve la vida.

Con Manuela D’Avila

Ella en Porto Alegre, yo en Barcelona, y a pesar de esa distancia, nos descubrimos en nuestras grandes coincidencias.

Esta crisis sanitaria nos está sirviendo para visibilizar a las personas que cuidan y que ahora aparecen como algo central en nuestras vidas. Muchas cosas deberán cambiar, y por supuesto, exigir unas políticas públicas diferentes. Ahora debemos estar juntas y sin soltarnos la mano, es importante seguir hablando, fraternalmente, para estar preparados y preparadas, colectivamente, para encarar el día después y seguir luchando por un mundo mejor.

Ustedes tienen de «constitucionalistas» lo que yo de escandinavo

Intervención en Pleno del Congreso (26/2/2020) sobre la financiación y las balanzas fiscales. Estoy cada vez más convencido que forma parte de un debate más amplio en la historia de España, marcado por una vieja tensión entre centralismo y descentralización, por un lado, y por solidaridad e insolidaridad por otro.

Está claro que el problema de fondo vuelve a ser que estamos ante unas derechas que levantan el dedo para acusar de insolidario al primero que pasa cuando la visión centralista, unitarista que defienden ha sido la máxima expresión histórica del egoísmo fiscal y del extractivismo económico.

Ese centralismo no es nuevo. Es un centralismo que entronca con la primera restauración borbónica y con la dictadura de Primo de Rivera, que entronca con el franquismo y que buena parte de la derecha viene predicando desde el segundo mandato de José María Aznar. Es esa, y no otra, la visión que hoy habla de insolidaridad, pero que con la excusa de la crisis y con el señor Montoro al frente, consintió el ahogo, no solo de Cataluña, sino del conjunto de las comunidades de España.

Es esa la visión que acusa de insolidaridad a diestra y siniestra pero que con la excusa de la crisis rescató a los bancos sin contrapartida alguna, maltrató a la pequeña y mediana empresa, y ahogó al municipalismo.