Y tras el acuerdo europeo, ¿qué?

Por Gerardo Pisarello

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La noticia de la entrada en recesión de la economía española, tras una caída del PIB que ha superado los peores pronósticos –un 18,5% en el último trimestre–, exige moderar el optimismo en torno al Acuerdo europeo del pasado 21 de julio. No se trata de desconocer los logros negociadores de países como Italia o España, que tuvieron que lidiar con unas instituciones comunitarias no concebidas para asumir políticas anticíclicas y con el boicot cerril de sus propias derechas vernáculas. Pero sí de asumir que, con los datos de la recesión en la mano, el monto de las ayudas, el marco presupuestario pactado en Europa y la fiscalidad acordada para sufragarlo, se está muy lejos de las necesidades que la crisis en ciernes plantea. Afrontar sin autoengaños esta realidad es una condición imprescindible para impulsar una agenda de reformas que no cargue el colapso económico sobre quienes lo han perdido casi todo. Y también será clave si se pretende desactivar el discurso de odio xenófobo, machista y de clase que las derechas radicalizadas llevan alimentando hace tiempo. 

1. La fuerza (limitada) del Sur de Europa 

Si se comparan las políticas con que se está afrontando la crisis resultante de la pandemia y las que se impusieron tras el crack financiero de 2008, hay algunas diferencias que saltan a la vista. La primera, la que va de la soledad de los gobiernos del Sur de Europa a la hora de negociar alternativas a las políticas de recortes en 2011, o 2015, a la mayor firmeza y coordinación que han demostrado ahora. 

En buena medida, fue la debilidad interna de los gobiernos y la falta de alianzas externas las que facilitaron a la UE, bajo el liderazgo de Angela Merkel, imponer una serie de políticas de ajuste. Ocurrió en España con el Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero a quien le costarían la presidencia y  la infausta reforma del artículo 135 de la Constitución que sacrificaba derechos y objetivos sociales al pago de la deuda a los grandes acreedores. Lo mismo sucedería poco después, cuando la propia Comisión Europea, con el concurso del Banco Central Europeo y del Fondo Monetario Internacional, infligieron drásticos recortes en Portugal y en Grecia. De hecho, el Gobierno de Syriza, liderado por Alexis Tspiras, acabó cayendo por eso, a pesar del histórico referéndum de julio del 2015 en el que un 61,31% de los votantes griegos se pronunció contra los recortes.

Fue la debilidad interna de los gobiernos y la falta de alianzas externas las que facilitaron a la UE, bajo el liderazgo de Merkel, imponer una serie de políticas de ajuste 

Hoy las cosas parecen diferentes. Las políticas de recortes aplicadas en la última década agudizaron el deterioro industrial y de los servicios públicos de los países del Sur (el drástico impacto de la covid-19 en países como España e Italia, de hecho, no puede deslindarse de las políticas de desindustrialización y de recortes en el sistema sanitario experimentados en los últimos años). Pero al mismo tiempo, sin embargo, también generaron protestas y movilizaciones inéditas contra esas políticas de austeridad: huelgas, mareas ciudadanas, movimientos como el 15-M o los vinculados a la Geraçao à Rasca, en Portugal. 

Tanto el deterioro objetivo de la economía, generado por las políticas neoliberales, como las movilizaciones contra la austeridad y los recortes son fundamentales para entender la caída de gobiernos de derechas como los del Partido Popular o el liderado por la Lega de Salvini en Italia y su reemplazo por gobiernos progresistas de diferente tipo. Asimismo, también son básicos para entender la puesta en marcha por parte de estos últimos de escudos sociales que, al menos temporalmente, han permitido proteger a sectores medios y populares que de otro modo habrían quedado expuestos a la más absoluta intemperie. 

Esta irrupción de una Europa del Sur, marcada por una década de movilizaciones contra la austeridad, permitió poner sobre la mesa de negociaciones temas inéditos. Así, por ejemplo, la necesidad de implementar fórmulas de endeudamiento europeo compartido que permitieran repartir los costes de la crisis. O la puesta en marcha de transferencias directas, a fondo perdido, para los países más afectados por la pandemia. O la necesidad de un salto en materia de fiscalidad europea que incluyera gravámenes a las grandes fortunas o a las multinacionales digitales y que permitiera unos presupuestos comunes que vayan más allá de un magro 1% del PIB (en los Estados Unidos, el presupuesto federal llega al 20% del PIB aproximadamente).

A diferencia de lo que ocurrió en 2008, estas exigencias, planteadas de manera nítida por los gobiernos de España, Italia y Portugal, fueron permeando la posición del Banco Central Europeo, de la Comisión Europea e incluso de gobiernos como los de Francia o Alemania. Personajes como la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, o la propia Angela Merkel, inclementes en la imposición de políticas de recortes a los países del Sur tras la crisis de 2008, se mostraron públicamente como “capitalistas con rostro amable”, más receptivas a las exigencias de salidas comunes, o si se prefiere, como “capitalistas realistas”, conscientes de que un hundimiento de las economías del Sur pondría en peligro la supervivencia misma del mercado común. 

Todo ello, sumado al carácter global de la pandemia, fue generando las condiciones para una respuesta diferente a la de la crisis de 2008. Sin embargo, diferentes elementos han conspirado a la hora de su materialización. Por una parte, el veto feroz, incluso violento, de unas derechas crecientemente radicalizadas, que con el aval de la Administración Trump, convirtieron en casus bellis cualquier respuesta que supusiera una salida a la crisis con un mínimo de justicia social y ecológica. Por otro la propia existencia, dentro de las coaliciones progresistas, de sectores conservadores, a veces más papistas que los papas o las papisas de Bruselas en su ortodoxia fiscal. Todo esto ha hecho que el resultado final deje un regusto agridulce. Con algunas luces, pero con bastantes sombras, también. Sobre todo si se coteja, una vez más, con la envergadura del desplome económico y de la emergencia social que se avecinan y que se suman a años de recortes y de desinversión en servicios públicos básicos.  

2. Un momento hamiltoniano descafeinado   

En diversos círculos, el acuerdo alcanzado se describió como el producto de un “momento hamiltoniano”. La referencia, como es sabido, alude al programa federalista propuesto en 1790 por Alexander Hamilton, secretario del Tesoro de George Washington, como vía para asumir la reconstrucción económica de los Estados Unidos una vez acabada la Guerra de independencia. Hamilton, representante de las oligarquías financieras e industriales de los estados del norte, sintetizó en su Informe sobre los fondos públicos las medidas que el gobierno federal debía adoptar para afrontar la crisis económica de posguerra. De entrada, la creación de una autoridad monetaria centralizada que asumiera las deudas de todos los estados federados. Segundo, la emisión, por parte de dicha autoridad de bonos canjeables por deuda. Tercero, la financiación de la misma a través de una fiscalidad federal, que Hamilton acabó concretando en un impuesto sobre el consumo de whisky. 

Uno de los opositores más notables de Hamilton fue Thomas Jefferson. Figura clave en la redacción de la Declaración de Independencia de 1776, Jefferson veía en Hamilton a un claro representante de la plutocracia del Norte. De su federalismo, entendido como proceso de superación de la confederación, y por tanto, de centralización de poder, le preocupaba, primero, que anulara el autogobierno local y colocara las economías de los estados bajo la soberanía de una única autoridad central. Dos, que el gobierno central utilizara su capacidad de endeudamiento en favor de grandes especuladores, otorgándoles demasiada influencia sobre la Federación. Tres, que la emisión de deuda común se financiara a través de impuestos que recayeran sobre los pobres y no sobre los ricos, sobre el sur antes que sobre el norte y sobre los agricultores empobrecidos antes que sobre los grandes especuladores.

Los recortes aplicados en la última década agudizaron el deterioro industrial y de los servicios públicos de los países del Sur, pero también generaron movilizaciones inéditas

Pues bien, si se atiende al resultado final del acuerdo europeo, lo que tenemos es una suerte de momento hamiltoniano, sí, pero descafeinado, sin la ambición federalista del Founding Father de los Estados Unidos, pero con algunos de los sesgos plutocráticos, antigualitarios, que preocupaban a republicanos democráticos como Jefferson. El acuerdo no es siquiera el que Merkel había imaginado: con un toque más social, más renano, o si se prefiere, más franco-alemán. De hecho, cuando parecía que el visto bueno de Macron y Merkel eran suficientes para llegar un pacto, irrumpió un actor no previsto, al menos por la diplomacia del Sur: la coalición antifederal y antisolidaria encabezada por figuras prominentes de la derecha centro-europea como el primer ministro de los Países Bajos, Mark Rütte, o el canciller austríaco, Sebastian Kurz.

Esta coalición, con la ayuda inestimable de paraísos fiscales como Luxemburgo o Malta y de derechas como la española, no pudo frenar las exigencias de los gobiernos del sur de Europa, pero consiguió rebajar de manera notable su alcance. La versión final asume, en un momento en el que el brexit y el propio estallido de la covid-19 hacen temer lo peor, algunas herramientas imprescindibles para la construcción de una Europa social y solidaria. Pero lo hace en términos tímidos, escasamente contracíclicos y muy lejos de lo que debería ser un auténtico New Deal en tiempos de pandemia. Se consiente la mutualización de una parte de la deuda europea y el reconocimiento de transferencias a fondo perdido a los países con mayores dificultades económicas. Pero las cantidades, en relación al PIB de estos países, aparecen como claramente insuficientes. Y lo que es más grave, se consigue a cambio de algunos vetos inaceptables impuestos por los países ricos.   

Por un lado, los llamados “frugales” reciben un “cheque” que se incrementa en 1.124 millones de euros anuales y que les permite reducir notablemente su contribución al presupuesto europeo. Por otro, se les concede la posibilidad de “frenar” –esto es, vetar– dentro del Consejo Europeo, programas sociales y económicos que cuestionen la actual división de tareas entre países ricos y pobres dentro de la UE. Finalmente, se renuncia de momento a medidas clave como la imposición de tasas europeas a las grandes multinacionales digitales. Todo esto en detrimento del presupuesto común, que en la versión aprobada por el Consejo pasaría del 1,16% al 1,074% del PIB de la UE, con recortes sustantivos en materia de inversión sanitaria, investigación o transición ecológica.   

3. Los hombres de negro y la policía de Raymond Chandler 

Esta ofensiva del Partido rentista europeo –que es parte del gran Partido rentista del capitalismo financiarizado global– ha opacado algunas luces del momento hamiltoniano y ha ampliado sus zonas de sombra.  

No se insiste, como querría Vox, en las recetas de austeridad posteriores a la crisis de 2008. Pero tampoco se les cierra el paso. Se asumen algunos elementos imprescindibles para la construcción de una Europa social y solidaria,  pero se hace en términos tímidos y sin poner coto alguno a los grandes rentistas y a las oligarquías financieras que siguen campando a sus anchas. 

Es significativo que poco antes del acuerdo, Christine Lagarde haya decidido inyectar a la banca privada el mayor importe jamás repartido por el BCE

Es significativo, de hecho, que poco antes del acuerdo, la propia Christine Lagarde haya decidido inyectar a la banca privada el mayor importe jamás repartido por el Banco Central Europeo a través de sus operaciones de refinanciación: 1,4 billones de euros entre 742 entidades que devolverán el dinero con intereses negativos y sin las condicionalidades que se pretenden imponer a gobiernos elegidos por la ciudadanía.

Obviamente, esa dependencia de la banca privada será mucho más intensa entre los países del Sur de Europa que han privatizado o desmantelado las instituciones de crédito públicas y que, de hecho, ya están utilizando a los bancos privados como prestamistas a empresas y familias en situación de vulnerabilidad con el aval del Estado. https://e3892b3335bc5e8157166854ed9ccada.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-37/html/container.html

Si se compara esta situación con la de países como Alemania o Francia, las diferencias son notables. La propia apuesta hamiltoniana de Merkel nunca dejó de priorizar los intereses de su país y de su economía. A lo largo de la pandemia, más de la mitad de las ayudas autorizadas por la UE fueron para Alemania, que invirtió un billón de euros en el refuerzo de su aparato industrial. Estas cantidades suponen mucho más de lo que Merkel estuvo dispuesta a asumir como créditos o transferencias directas a los países del Sur. Su propuesta, por tanto, no se dirigió ni a facilitar un Plan Marshall ni a promover la industrialización de la periferia, sino más bien a actuar como una capitalista pragmática. Preocupada por apuntalar la capacidad productiva y exportadora alemana, pero sin asfixiar del todo a economías importantes para el mantenimiento del mercado único, como la italiana o la española.

Lo que esto pueda significar para los países del Sur está por verse. Habrá que saber exactamente qué ayudas llegan, con qué condicionalidad y cuál es el peso del endeudamiento en todo ello. De momento, el Pacto de Estabilidad sigue suspendido y no se avizora ninguna troika en el horizonte inmediato. Pero no es aconsejable bajar la guardia: a los hombres de negro de la austeridad, como a la policía de las novelas de Raymond Chandler, nunca se les debe decir adiós.  

4. Batallas en el horizonte

Que el desequilibrio entre los fondos post pandemia y los recortes presupuestarios previstos para 2021-2027 constituye uno de los puntos ciegos del acuerdo lo ha dejado claro el propio Parlamento europeo. A los pocos días de su aprobación por parte de los ejecutivos estatales, los cinco principales grupos parlamentarios –conservadores, socialdemócratas, liberales, ecologistas e izquierda europea– aprobaron por 465 votos a favor, 150 en contra y 67 abstenciones una resolución conjunta exigiendo a los gobierno que mejoren las cuentas. 

Esta demanda transversal aparece como una cuestión de mínimos. En los últimos meses, el Parlamento ha aprobado resoluciones que se planteaban como objetivo alcanzar los 1,3 billones de euros para siete años.  La Comisión Europea rebajó esa cifra hasta 1,1 billones y los ejecutivos estatales, bajo la presión de los llamados “frugales”, la dejaron en 1,074 billones, más de 200.000 millones de euros menos. 

Se renuncia de momento a medidas clave como la imposición de tasas europeas a las grandes multinacionales digitales. Todo esto en detrimento del presupuesto común 

Esta batalla entre el Parlamento y el Consejo por la ampliación de recursos y la recuperación de fondos eliminados, como el de inversión sanitaria, tendrá un papel central en los próximos meses. Lo mismo ocurrirá con la asunción de la batalla contra las guaridas fiscales o a favor de gravar a gigantes tecnológicos como Google, Facebook, Amazon o Apple, que ahora mismo están lejos de convencer a la Comisión antimonopolios del Congreso de Estados Unidos de que no son una amenaza para la supuesta libre concurrencia. 

Todas estas batallas europeas condicionarán, en parte, el comportamiento de los propios gobiernos estatales, sobre todo en aquellos, como los de España o Italia, que más dependen de las ayudas y fondos europeos para afrontar la reconstrucción social y económica. La percepción de que Europa –dominada por los ejecutivos estatales– no acabará de estar, tampoco esta vez, a la altura de las circunstancias, podría reforzar a quienes, dentro de los gobiernos progresistas, acaban siendo más ortodoxos que la propia ortodoxia neoliberal, y vetar cualquier política anticíclica con el argumento de que podría inquietar o convocar la furia de Bruselas, los Estados del Norte o los mercados financieros. 

Pero también podría ocurrir lo contrario. Que las limitaciones del acuerdo alcanzado, combinada con la gravedad de la recesión en curso, aliente posiciones reformistas más audaces e incisivas. Posiciones que aprovechen la suspensión del Pacto de Estabilidad para impulsar políticas antiausteridad que serían imposibles en otros contextos. O que entiendan que la única geometría variable aceptable es la que permita revertir privatizaciones y reforzar a los bienes públicos, proteger a las depauperadas clases trabajadoras y acompañar propuestas empresariales productivas e innovadoras, yugulando a los grandes rentistas a través de una política fiscal y ecológicamente incisiva. Eso implica asumir medidas valientes contra la precariedad y la temporalidad laboral, una política fiscal que grave a las grandes fortunas, bien a través de reformas al impuesto de sociedades o al IRPF, bien a través de nuevas figuras fiscales, así como la asignación de recursos extra a la sanidad pública, a la vivienda pública y a la educación pública.

A lo largo de la pandemia, más de la mitad de las ayudas autorizadas por la UE fueron para Alemania, que invirtió un billón de euros en el refuerzo de su aparato industrial 

Adentrarse por la senda de un reformismo audaz, modernizador, con clara conciencia social y ecológica, sería sin duda más justo y realista que un reformismo apocado y estrábico, empeñado en mirar simultáneamente a izquierda y derecha y en llegar a pactos con sectores contrarios y favorables a las políticas neoliberales de recortes y de austeridad. 

Por otro lado, solo un reformismo audaz, realista, tanto al interior de los Estados como a escala europea e internacional, podría frenar los planes populistas de una extrema derecha que lleva tiempo velando armas para intentar aprovecharse del miedo y de la irritación que una precarización generalizada de las condiciones de vida acabará provocando. 

Obviamente, nada de esto puede conseguirse simplemente a través de negociaciones diplomáticas o de cumbres gubernamentales. Exige construir, dentro y fuera de las instituciones, alianzas políticas, sociales, sindicales, vecinales, que hoy apenas se vislumbran. Estas redes, necesarias más que nunca en barrios, hospitales, universidades, centros de trabajo, deberán incluir formas presenciales que garanticen un mínimo de seguridad sanitaria. Pero deberán nutrirse también de otras redes telemáticas, locales e internacionales, que han experimentado un crecimiento exponencial durante la pandemia y que han llegado para quedarse. 

Como en tantas otras ocasiones, la historia es un campo abierto de posibilidades. Que sean las más cooperativas y creativas las que se abran camino depende de nuestra capacidad para leer la realidad críticamente. Sin autoengaños, con sentido de la complejidad, pero sin renunciar a la voluntad de actuar para hacer del mundo un sitio con más libertad, con más igualdad y con mucho menos sufrimiento evitable.

Intervención en el Pleno durante el debate del dictamen de la Comisión para la Reconstrucción

Durante mi intervención he recordado a la bancada popular sus maniobras al lado de la alianza especuladora durante la negociación de los Fondos europeos.

En un país normal esto tendría un nombre: delito de lesa patria.

No contaban que los países del sur de Europa y los gobiernos progresistas del sur, les plantarían cara para evitar que sus planes diseñados por nostálgicos de la troica, pudieran salir adelante.

Nosotros no vamos a bajar la guardia, vamos a seguir defendiendo un proyecto que recoja lo mejor de la tradición del constitucionalismo republicano y democrático europeo: justicia fiscal, la defensa de lo público, la protección de la gente trabajadora.

Diversas intervenciones en el Grupo de Trabajo de la UE, de la Comisión de Reconstrucción

Hoy en el Congreso han tenido lugar varias comparecencias ante el Grupo de trabajo UE, de la Comisión de Reconstrucción.

Más allá del nuevo escenario geopolítico peligrosamente en movimiento con personajes irresponsables como Trump y la voluntad política de las fuerzas progresistas del Sur de Europa para que esta crisis no repita los errores de la anterior, con medidas «austericidas», he querido recordar a los que más sufren: las personas que cruzan el Mediterráneo en búsqueda de una vida digna y que esa Europa, a la que se le llena la boca de derechos y bienestar, les da la espalda.

También he querido solidarizarme con la población estadounidense que se ha levantado, con rabia, contra la violencia policial, racista, en ese abismo de desigualdades que les golpea a diario.

Defendiendo el republicanismo de las cosas concretas, el republicanismo ilustrado, que se contrapone al egoísmo de las élites y sus defensores a ultranza, que no aceptaron una salida a la crisis social y ambientalmente justa.

Un cafè d’Idees amb Gemma Nierga

La Gemma Nierga m’ha convidat novament al seu espai «Un cafè d’idees» del Matí a Ràdio 4. Aquesta vegada l’entrevista ha hagut de ser telefònica.En una setmana que acaba, de molta activitat parlamentària, amb les dretes reaccionàries tensant la societat com mai en els darrers anys, sovintegen poques oportunitats per analitzar i reflexionar «amb una mirada llarga» la situació de l’actual crisi sanitària, econòmica i social. S’agraeix poder comentar l’actualitat política i fer-ho amb una de les grans professionals del periodisme del nostre país.

Repúblicas de abril

Cuando lo que se tiene enfrente es una pandemia que amenaza y enferma, es importante apelar a la alegría que solo proporcionan las empresas colectivas en defensa de lo que nos es común

Publicado en CTXT 30/4/2020

Abril es para el sur de Europa un mes republicano. En abril se proclamó, en decenas de ciudades y pueblos, la II República española. En abril fue liberada Roma del fascismo, abriendo paso al referéndum que poco después reduciría la monarquía a un fantasma del pasado. Y en abril, también, se desató la Revolución de los claveles portuguesa, mostrando que el oprobioso régimen levantado por Salazar era todo menos eterno.

Estas primaveras republicanas condensan un sinfín de imágenes de mundos alternativos –cooperativos, libertarios, de justicia social y de amistad cívica– que poco antes de ellas parecían imposibles. Algunas de estas visiones se hicieron realidad y otras se frustraron. Pero todavía hoy, desde los balcones, siguen enviando señales clave para pensar con ánimo transformador estos tiempos de pandemia.

El republicanismo de abril no nació de la casualidad ni obedeció a un diseño previo elaborado en un momento de calma histórica. Fue hijo del dolor, de injusticias flagrantes y de contextos internacionales convulsos. Se construyó con esos materiales, en condiciones de gran fragilidad. Y a pesar de eso, intentó levantar la mirada y plantear nuevos horizontes de futuro.

El joven republicanismo de abril se implicó a fondo en llevar equipamientos sanitarios, viviendas, escuelas, bibliotecas, a zonas urbanas y rurales que nunca habían tenido acceso a ellos. Mejoró la regulación de los contratos de trabajo y amplió la participación política. También se dotó de constituciones que preveían herramientas de control público, democrático, de la economía, necesarias para hacer frente a las emergencias sociales de entonces y también a las de hoy.

Por eso el republicanismo suscitó odios y concitó adhesiones que pasaron de generación en generación. Demócratas progresistas, revolucionarios, e incluso conservadores, vieron razonable que la Constitución española de 1931, la italiana de 1948 o la portuguesa de 1976, contemplaran la posibilidad de socializar la propiedad por causa de utilidad social, de intervenir industrias y empresas, de aplicar políticas fiscales progresivas, de nacionalizar servicios públicos y, en general, de subordinar la riqueza al interés general. Muchas de estas medidas no consiguieron materializarse, o lo hicieron de forma tardía e insuficiente. Pero la sola perspectiva de democratización económica que abrían las jóvenes repúblicas soliviantó contra ellas a rentistas y plutócratas de todo tipo.

A pesar de eso, los adversarios del republicanismo de abril no consiguieron borrar la huella de aquellos compromisos con la democracia política y económica. Tras décadas de dictaduras y de neoliberalismo rampante, las constituciones republicanas italiana y portuguesa siguen apareciendo como un escudo social para los más vulnerables y como un cortafuegos para las políticas de austeridad y privatizadoras más agresivas. Incluso la monárquica y menguante Constitución española de 1978 contiene en su texto incrustaciones republicanas, sociales, que los movimientos vecinales, obreros y antifranquistas consiguieron salvar del naufragio.

Los anhelos republicanos de aquellos meses de abril deberían inspirar una mejor protección de la vida y la salud común hoy. Consagrando los cuidados sanitarios y los servicios farmacéuticos, no como simples mercancías objeto de especulación, sino como bienes públicos accesibles a todas las personas. O recuperando lo mejor de la agenda social república: el impulso de la reforma agraria y urbana, la garantía del derecho material a la existencia, la imposición de límites a la acumulación de riqueza, o el impulso de la educación, la ciencia y el pensamiento crítico.

Hoy más que ayer, este mensaje debería proyectarse a otras escalas. A la propia Europa, que no puede permitirse volver a fallar a las poblaciones del sur para congraciarse con las grandes oligarquías financieras, como ya hiciera con Grecia. Y también a Naciones Unidas, que debería ser reformada y fortalecida en clave republicana, y no debilitada como pretende Trump, con un objetivo preciso: garantizar la protección de la salud, la soberanía alimentaria, la transición energética y el respeto por la biodiversidad, en el conjunto del planeta y no solo en un país o continente privilegiados. 

Si algo dejaron claro los movimientos republicanos de abril es que la peor de las pandemias es la pandemia del miedo, de la desconfianza civil y de la inhibición egoísta ante los asuntos públicos. Y que la única forma de superarlas es a través de la unión fraternal entre quienes se resisten a depender de un poderoso para vivir con dignidad. Precisamente por eso, aquellos movimientos democráticos de abril se trenzaron en lugares de encuentro: en comunidades campesinas, en barrios, en fábricas, en plazas. Y por eso, también, alumbraron grandes momentos de fraternidad y de sororidad.

El 14 de abril, las calles de Eibar, de Barcelona, de Madrid, de Valencia, se llenaron de mujeres de todas las edades que defendían causas hasta entonces impensables: el derecho al divorcio, a condiciones de trabajo dignas, a votar, a ocupar cargos públicos que les estaban vedados.

Igualmente impresionante fue el papel de las mujeres en la resistencia antifascista italiana. Las hubo de toda clase: obreras, campesinas, intelectuales. Todas partisanas, armadas y desarmadas, no creyentes e incluso católicas, como Tina Anselmi. Y lo mismo ocurrió en Portugal, donde a partir del gesto de Celeste Martins Caseiro –la camarera que entregó un clavel a un soldado– fueron centenares las que se plantaron delante de los fusiles y los tanques, mientras otras tantas ocupaban fábricas y tierras improductivas en diferentes zonas del país.

Cuando lo que se tiene enfrente es una pandemia que amenaza y enferma, es importante apelar a la alegría que solo proporcionan las empresas colectivas en defensa de lo que nos es común. Los aplausos desde los balcones a médicas, enfermeros, trabajadoras de la limpieza, cajeras de supermercados, expresan ese entusiasmo. Pero también la música y los cantos con los que se ha evocado al republicanismo de abril: desde el Grândola Vila Morena en todas sus versiones –la clásica de Zeca Alfonso o la punk de Reincidentes– hasta el Bella Ciao partisano, cantado en centenares de ciudades al son de palmas, acordeones, guitarras y violines.

Esta fuerza afectiva generada en el encierro está marcada por experiencias angustiantes. Pero también por otras que anuncian formas más sanas de producir, de consumir, de relacionarnos. A lo largo de estos meses, hemos vislumbrado lo que significaría salir del “progresismo fósil” y tener ciudades más respirables, ríos menos contaminados y bosques más biodiversos. También hemos constatado cómo, incluso en la peor de las emergencias, somos capaces de valiosos gestos altruistas: de cooperar para coser mascarillas, para distribuir alimentos a personas mayores, para ofrecer conciertos telemáticos gratuitos, para repartirnos los cuidados, para impulsar proyectos de ciencia abierta, compartida, o para construir respiradores en fábricas donde hasta hace dos días se montaban coches de lujo.   

Hay quien querría, en un contexto como el actual, reducir la condición humana al egoísmo desenfrenado, solo domesticable por vías autoritarias. Sin embargo, en miles de ciudades y pueblos de todo el mundo están teniendo lugar experiencias colaborativas, de ayuda mutua, que no pueden menospreciarse. Entre otras razones, porque prefiguran, de manera acaso imperfecta, lo que el poeta y activista ecosocialista Jorge Riechmann describe bellamente como una “república de la que formen parte plantas y animales (…) una república con bóvedas de tiempo y de silencio, acogedora con la mano, con el ala, con la garra, con la naranja y la menta; una república perfumada con la agilidad del trabajo y con el sudor de los amantes”.

Que esta visión, como la que nos ha legado el republicanismo de abril, forme parte del futuro, depende en gran medida de nosotros. De nuestra capacidad para salir de esta crisis con más consciencia de nuestra vulnerabilidad e interdependencia. Pero también con la voluntad decidida de hacer de este mundo un sitio más amable, menos cruel, para todos y cada uno de los que en él habitamos. 

«Lo utópico sería pensar que volveremos a lo que había antes o que podemos adentrarnos en un mundo de desigualdad, violencia e inseguridad sin que eso nos alcance a todos.»

Intervención en la Comisión de Asuntos Exteriores, el 23/04/2020

Hoy volvemos a encontrarnos en una situación inesperada, grave, que no puede equipararse a ninguna que hayamos vivido en este siglo, al menos en las zonas más privilegiadas del planeta.

El tsunami sanitario, social, económico, en el que nos encontramos es nuevo, pero no es casual. Es el producto de unas políticas privatizadoras y extractivistas que nos han traído hasta aquí.

Si tenemos una emergencia sanitaria sin precedentes es porque hemos devastado el medioambiente hasta límites indecibles y hemos roto las cadenas alimentarias.

Si tenemos una grave emergencia sanitaria es porque se consintió la mercantilización de la sanidad y porque no ser reforzó  suficientemente la malla pública que tanto logró construir tras el fin del franquismo.

Si tenemos una grave emergencia social y económica es porque el Covid-19 está castigando con especial intensidad a quienes ya venían siendo castigados por las crisis anteriores.

Las familias trabajadoras, las pequeñas y medianas empresas, los autónomos, las personas migrantes y refugiadas, las mujeres, en muchos casos sobreexpuestas al virus, a la precariedad y a la violencia de género.

Estamos por lo tanto ante un aviso de incendio, ante una alarma, ante el anuncio de una catástrofe que nos obliga a actuar y hacerlo ya.

Con sentido de la urgencia pero también con mirada larga, sabiendo que solo podemos evitar el abismo si impulsamos un cambio de paradigma que nos permita reiniciar y repensar profundamente nuestras formas de producir, de consumir y de relacionarnos, en la esfera interna y en la internacional.

Hoy tenemos muchas más razones de las que teníamos en su primera comparecencia para reforzar un multilateralismo comprometido con al menos tres objetivos: revertir las abismales desigualdades globales, frenar la emergencia climática y evitar que proliferen la carrera nuclear y las guerras por recursos.

Obviamente, ese multilateralismo con sentido social, ecológico, comprometido con la paz, tendrá aliados y tendrá adversarios.

Son muchas las voces, por ejemplo, que están abogando por un New Deal como el de Roosevelt y por un nuevo Plan Marshall como el que contribuyó a la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial (por cierto condonando parte de la deuda de Alemania)

El problema es que del otro lado del Atlántico no tenemos hoy ni a Lincoln, ni a Roosevelt, ni a Marshall, y no se los espera. 

Lo que hay es un presidente negacionista, cuya primera reacción ante el avance del Covid-19 fue negar la gravedad de la pandemia y a intoxicar el debate público con afirmaciones conspirativas y xenófobas como la del “virus chino”.

Lo que hay es un presidente que ante los pésimos resultados de su gestión interna decidió retirar su apoyo a la OMS por traerle malas noticias, algo que el director de la prestigiosa revista médica The Lancet ha calificado como crimen contra la humanidad.

Lo que hay es un presidente que por razones electorales, ha desoído la exigencia del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha decidido recrudecer el acceso de alimentos y medicinas a terceros países, ha anunciado un recrudecimiento del bloqueo a Cuba e incluso ha anunciado maniobras militares en Venezuela que obviamente no ayudarían en nada a resolver el conflicto existente en la región.

Si hubiera rectificaciones, bienvenidas sean. Pero mientras tanto, salvo entre nuestra extrema derecha, son cada vez menos las voces que esperan en Europa alguna solución de la Administración Trump.

Sí tenemos, en cambio, un gran reto en Europa, que sí tiene ante sí la obligación de actuar de manera muy diferente a cómo actuó en la crisis 2008.

Europa no puede volver a consentir políticas de austeridad como las que se impusieron al pueblo griego, para que años más tarde salga un presidente de la Comisión a reconocer que esto sea había hecho con mentiras y humillaciones.

Veremos que ocurre hoy, pero no faltan las razones para la preocupación.

En estos  días hemos visto, también, un conflicto desatado, explícito y cortoplacista, que ha impedido a gobiernos de derechas como los de Alemania, Países Bajos o Austria, entender, aunque sea por interés propio, que si la periferia europea cae, es todo el proyecto el que caerá con él.

Hoy Europa se juega su futuro: o da un salto constituyente hacia una refundación más social y democrática, o por el contrario, corre el riesgo de colapsar como proyecto (sobre todo después del Brexit)

Hay que celebrar que los gobiernos progresistas de España, Italia y Portugal hayan puesto sobre la mesa una agenda que apunta en la primera dirección: 1) que haya inversión suficiente, 2) que esta se produzca a través de transferencias ante que de créditos, y 3) que se evite, en caso de endeudamiento, que los beneficiados sean los grandes especuladores.

Avanzar por este camino no sería sino reivindicar el legado de uno de los más grandes economistas del siglo XX: John Maynard Keynes.

Durante Bretton Woods, Keynes sugirió la creación de una Banca Central Mundial que emitiese una moneda internacional para financiar la reconstrucción.

Y agregó otra cuestión básica, lo que él llamaba la eutanasia del rentista, esto es, la completa sumisión del capital financiero al capital productivo y la liquidación, por vía fiscal, de los grandes evasores y de los especuladores.

Hoy los países del sur de Europa –España, Italia, Portugal, Grecia, la propia Francia– deben unir fuerzas para impulsar un programa de este tipo.

A muchas derechas europeas les interesa más subordinarse a Trump que apostar por este proyecto, como ya hicieron en la cumbre de las Azores.

Sin embargo, quienes nos sentimos vinculados a otro europeísmo, al que este sábado 25 de abril recordará la liberación de Roma del fascismo y la revolución de los claveles en Portugal, estamos obligados a buscar otro camino.

Exigir a Europa un cambio de rumbo, exigir para nosotros condiciones dignas de salida de esta emergencia sanitaria, social y económica nos obligan a favorecerla también para los países del Sur y del Este empobrecidos.

Para sus refugiados y migrantes, que están luchando contra el virus, contra el racismo y contra condiciones inhumanas de salubridad en campamentos como los de Lesbos.

Para los países de África y de América Latina, que están afrontando la pandemia de manera tardía, pero que lo hacen con sistemas de salud muy debilitados y teniendo que afrontar simultáneamente grandes desigualdades y otras enfermedades.

Esa precariedad en los países del Sur tiene muchas explicaciones. Pero hay una fundamental que son las políticas de ajuste impuestas por el Fondo Monetario Internacional, por el Banco Mundial y por unos Acuerdos comerciales a menudo desfavorables para sus poblaciones.

Por eso creemos que deberíamos huir de una política de cooperación paternalista con los países del Sur.

También estos países necesitan que sus deudas sean condonadas y que los fondos a los que accedan no impliquen ni condicionamientos neoliberales, ni nuevo endeudamiento, algo que la propia directora general del FMI, Cristalina Georguieva, ha reconocido.

Y estos países también necesitan una política exterior que no normalice ni permanezca indiferente a situaciones derivadas de golpes de Estado como los que se produjeron en Bolivia o de peligrosas involuciones autoritarias como las que estamos viendo en Brasil, Chile o Colombia.

Esta política de cooperación, de solidaridad internacional, debería servirnos para entender que la solución no puede ser el repliegue estatal. Que solos no podemos y que ningún país puede.

Obviamente eso exige reinventar la gobernanza global y adaptarla a los retos del siglo XXI. Pero no podemos permitir que el destino de las Naciones Unidas sea el de la muerte lánguida que acabó con la Sociedad de las Naciones.

Hoy más que nunca necesitamos una voz clara que diga que el  acceso a medicamentos vitales, antibióticos, antivirales y vacunas, deben ser protegidos, no como mercancías, sino como derechos humanos universales accesibles a todas las personas.

Y esa voz, aquí y ahora, sigue siendo la de la Declaración de Derechos de 1948. No es una voz utópica.

Lo utópico sería pensar que volveremos a lo que había antes o que podemos adentrarnos en un mundo de desigualdad, violencia e inseguridad sin que eso nos alcance a todos.

Lo otro –actualizar el mandato de 1948- es una forma realista, posible, de asegurarnos que la “familiar humana” no se autodestruya y que pueda en cambio sobrevivir unida, en común, bajo esta innegociable bandera.   

“La gran cuestión es quién paga esto: si la gente trabajadora o los que más tienen”.

Declaraciones en el programa Siempre es Hoy de Cítrica Radio con Daniel Tognetti @TognettiDaniel y Raúl Dellatorre @DellatorreRaul

El mundo que resultará de todo esto

Nueve retos para un tiempo de pandemias

Publicado en CTXT 9/04/2020

Los últimos datos de países como China, Italia o España, parecen anunciar una cierta estabilización de los índices de contagio de Covid-19. Mientras no haya una vacuna, estas tendencias no pueden considerarse irreversibles. Pero permiten vislumbrar una fase caracterizada por una mayor flexibilización de los confinamientos domiciliarios y una mayor reactivación de la actividad económica.

Este panorama está generando un debate inédito, propiciado por las redes sociales, sobre el mundo que resultará de las decisiones que se adopten hoy. Si será más igualitario o irremediablemente desigual. Si más libre o más autoritario. Si más o menos cooperativo. El objetivo de estas líneas es plantear nueve desafíos –nueve: el signo de la persistencia, la empatía y el sentido humanitario– que este nuevo tiempo de pandemias impone.

1) Reconstruir la economía para cuidar la vida

Si algo está poniendo de manifiesto el Covid-19 es la necesidad de una profunda revisión de las políticas de precarización, de recortes sociales y de crecimiento insostenible practicadas en las últimas décadas. Esto supone reconstruir la economía para preservar la salud y asegurar una vida digna. Y distinguir, para ello, las actividades económicas esenciales que deberían ser potenciadas, de aquellas que deberían reorganizarse o simplemente refrenarse.

Una de las primeras consecuencias de esta reflexión es la necesidad de priorizar las actividades productivas sostenibles sobre las depredadoras y especulativas. En poco tiempo, en efecto, se ha tomado conciencia del enorme error que ha supuesto el desmantelamiento y deslocalización de sectores industriales enteros y la importancia de su utilización para construir hospitales, para fabricar respiradores o para producir material de desinfección e incluso equipamientos de protección cuya escasez está dando lugar a fraudes y a subastas especulativas en el mercado internacional.

Nada de esto supone una evocación nostálgica de las chimeneas humeantes y contaminantes. Pero sí aceptar las ventajas que ofrece la digitalización –intercambio de prototipos en tiempo real, impresión 3D– para devolver a la industria un papel central en el despliegue de sectores clave para una mejora de la salud pública, desde la agroecología a la rehabilitación urbana.

La vida en el confinamiento, en efecto, está permitiendo comprobar lo que significaría vivir con menos contaminación y un aire más respirable. No es descartable que esta experiencia ayude a que la batalla contra la recesión provocada por la pandemia no se traduzca en un regreso al productivismo ciego y desbocado de los últimos años, sino en la construcción de una economía diferente: reindustrializada, pero orientada a sectores con alto impacto ecológico, como la reforestación, la fabricación de transporte público no contaminante o el despliegue de infraestructuras para energías renovables.

Mucho de esto tiene que ver con el despliegue de actividades y servicios vinculados a lo que el feminismo y el ecologismo denominan una economía que cuide la vida. De pronto, el confinamiento forzoso ha llevado a mucha gente –sobre todo hombres– a constatar la importancia del asistir y alimentar niños pequeños, personas mayores y familiares enfermos. Y lo mismo ha ocurrido con ciertos trabajos básicos –a menudo realizados personas pobres o migrantes en severas condiciones de precariedad- que suelen quedar fuera de las grandes reflexiones económicas: desde la recogida de fruta en el campo hasta la limpieza de las ciudades o la recolección y reciclaje de residuos.

Esta toma de conciencia respecto de lo que es esencial también afectará la percepción de lo que puede no serlo. El parón económico ha obligado a vivir sin casas de apuestas y sin fábricas de armamento, sin que hayan aparecido razones de peso para echarlo de menos. Igualmente, el confinamiento ha permitido descubrir que parte del trabajo o de los estudios –sobre todo en la educación superior– que hoy exigen grandes desplazamientos podrían realizarse telemáticamente con un impacto energético menor. Este mundo teleconectado se intensificará en el futuro. Pero si no quiere dejar nadie atrás, es crucial que venga acompañado de condiciones habitacionales dignas, programas de alfabetización digital y del acceso igualitario y energéticamente sostenible a dispositivos tecnológicos y a conexión de calidad.

Naturalmente, el encierro en las casas también ha servido para valorar actividades esenciales que no pueden satisfacerse entre cuatro paredes de manera virtual. Y que una vida sin escuelas donde los más pequeños convivan y se toquen, sin huertos comunitarios, sin espacios verdes para caminar o practicar deportes, sin librerías y teatros de barrio, sin ríos en los que poder bañarse, sin cafés, sin centros cívicos, sin conciertos y salas de baile, puede ser una vida lóbrega y amarga.

2) Revalorizar lo público, lo común.

La revalorización de lo esencial propiciada por la pandemia está trayendo consigo una revalorización de lo público, de lo que no es común. La conmoción provocada por la entrada súbita y extendida de la muerte en nuestras vidas, por ejemplo, ha mostrado que bienes básicos como la atención sanitaria no pueden quedar al albur del mercado. Y que es inadmisible que los poderes públicos permitan que se especule con otros como los servicios funerarios, la alimentación o las residencias de atención a personas mayores. 

Bajo ese ánimo de época, gobiernos de diferente signo político como el de Irlanda o Noruega, y grandes ciudades como Nueva York, han colocado bajo control público hospitales, hoteles, fábricas, y otros espacios de titularidad privada para hacer frente a la crisis socio-sanitaria.

Estas decisiones se han vinculado a la excepcionalidad de la pandemia. Pero bien podrían dar pie a fórmulas estables de economía mixta similares a las que tuvieron lugar durante la reconstrucción de posguerra del siglo pasado. No estamos hablando solo de un regreso a lo público estatal, sino de fórmulas de titularidad y  gestión muy diversas, que permitan asegurar con eficacia la alimentación de proximidad, la suficiencia energética o la soberanía tecnológica: desde nuevas empresas públicas regionales o municipales, hasta iniciativas económicas público-cooperativas o público-comunitarias.

3) Garantizar el derecho a la existencia

La perspectiva de un mundo expuesto a nuevas pandemias también está planteando de manera radical la cuestión de la supervivencia material de la especie. A estas alturas, en efecto, nada parece justificar que el derecho a la existencia, a una seguridad material mínima para satisfacer las necesidades y desarrollar los propios planes de vida, no tenga un estatus similar al del derecho de voto o a la educación básica.

Durante la pandemia, gobiernos de distinto signo están adoptando medidas sociales para intentar asegurarlo: desde la garantía de la totalidad o de parte del salario a trabajadoras y trabajadores confinados, hasta ayudas para personas desocupadas, para pequeñas y medianas empresas o para el pago de  alquileres o suministros.

El problema de muchas de estas ayudas es que suelen ser temporales, fragmentarias, y a menudo están condicionadas a rigurosas pruebas de falta de recursos. Esto pone entredicho su eficacia e incluso su capacidad para llegar sus destinatarios con la urgencia que la situación requiere. De ahí que en diferentes países del mundo se haya reabierto el debate sobre la necesidad de medidas más simples y menos burocráticas, como un ingreso mínimo garantizado a todas las personas que carezcan de uno o como una renta básica directamente universal.

Estas propuestas, en efecto, no son nuevas y existen en torno a ellas importantes debates: sobre su carácter incondicional o no, sobre su financiación, sobre la compatibilidad entre renta monetaria e ingresos en especie, o entre la garantía de ingresos y otras medidas imprescindibles, como la inversión en servicios públicos o la distribución del trabajo social y ambientalmente necesario. 

En todo caso, distan de ser utopías lejanas. Hong Kong, por ejemplo, acaba de anunciar la concesión durante 2020 de un pago único de unos 1145 euros a todos los mayores de 18 años. El propio Trump dijo a finales de marzo que aprobaría una renta de emergencia de 1200 dólares a cada estadounidense, y en un sentido similar se pronunció el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau. Habrá que ver en qué acaban estas propuestas. Pero lo cierto es que  en un horizonte de recesión, esta garantía de ingresos básicos está apareciendo no solo como una forma de asegurar el derecho a la existencia sino de sostener la propia economía.

4) Sortear las trampas de la deuda 

Naturalmente, la clave de estas medidas sociales e incluso de la apelación a nuevos Planes Marshall o a un New Deal similar al propuesto por Roosevelt en su tiempo, tiene que ver con su financiación. Abrir líneas de ayuda a cooperativas o a empresas innovadoras que apuesten por la reconversión energética, realizar expropiaciones de suelo para construir vivienda asequible, invertir en ciencia y alfabetización tecnológica, poner en marcha ayudas al alquiler o tarjetas de alimentos. Todo tiene un precio. Y exige saber quién lo asumirá.

En un contexto como el actual, una flexibilización razonable del déficit resulta indispensable para afrontar las ingentes inversiones que una economía dañada por una pandemia requiere. Sin embargo, esta herramienta no está igualmente disponible para aquellos países y territorios con soberanía monetaria –pensemos en el papel de la Reserva Federal en los Estados Unidos– que para quienes dependen en gran parte de los precios del mercado.

Es obvio, por ejemplo, que un endeudamiento sometido a intereses abusivos o condicionado a planes de austeridad como los impuestos a Grecia o a tantos países de América Latina, Asia y África, puede agravar aún más los problemas derivados de la emergencia sanitaria, social y económica. De ahí la necesidad de evitar las trampas de la deuda. Por ejemplo, a partir de la financiación directa por parte de los bancos centrales o de la mutualización de deudas, como están defendiendo algunas voces en Europa, con la férrea resistencia de los gobiernos de Holanda o Alemania.

Pero esto no es suficiente. En un momento en el que el volumen de deuda mundial triplica el PIB global, es fundamental plantear algún tipo de jubileo:  moratorias, quitas y condonaciones de deudas, sobre todo a los países que más necesitan ese dinero para hacer frente a una emergencia social y económica que viene de lejos y que la pandemia no ha hecho sino agravar.        

5) Impulsar una fiscalidad social y ambientalmente progresiva

Obviamente, resulta muy difícil pensar en una reconstrucción social y ambientalmente justa de la economía si el debate sobre la emisión de dinero o sobre la flexibilización del déficit no viene acompañado de un debate sobre una política fiscal alternativa.

Ya en 2019, el historiador y economista holandés Rutger Bregman recordó en Davos que la reactivación económica exigía hablar, no de filantropía de los millonarios, sino de impuestos progresivos. Y que ello suponía varias medidas impostergables: desde una batalla decidida contra la corrupción, la evasión y los paraísos fiscales, hasta el despliegue de medidas fiscales que no ahoguen a las clases populares y medias y que sean incisivas, en cambio, con las rentas más altas, las empresas tecnológicas, los fondos de inversión, los grandes tenedores de vivienda y, en general, el bloque de los grandes rentistas y especuladores.

En contra de lo que podría pensarse, estas propuestas de justicia fiscal están siendo impulsadas no solo por economistas progresistas como Thomas Piketty, sino por medios conservadores como el Financial Times, e incluso por millonarios como Georges Soros o William Buffet. Y no en vano algunos políticos de alta responsabilidad, como el presidente de Portugal, están recordando que los bancos deberían devolver a la sociedad el dinero con el que fueron rescatados tras la crisis financiera de 2008.  

6) Federar y democratizar las decisiones

La necesidad de tomar decisiones económicas y médicas urgentes durante la pandemia también ha venido justificando una concentración de funciones en los poderes ejecutivos de los estados. Esta concentración se ha presentado como una condición indispensable para la eficacia de las medidas adoptadas. Es innegable que este principio tiene algún sentido en un contexto de emergencia sanitaria. Sin embargo, existen múltiples razones para matizarlo.

La principal es que en situaciones de gran complejidad como las que implica una pandemia, la eficacia de una decisión está muy vinculada a la información de que se disponga. Es decir, a la posibilidad de contar con elementos suficientes para poder anticipar consecuencias sociales, económicas y políticas no previstas a simple vista.

Nada de esto puede ser realizado por un planificador central único. Por el contrario, oír opiniones disímiles y voces críticas, federar las decisiones y el intercambio de información con otras instancias gubernamentales –regionales, municipales, supraestatales– así como con diferentes actores sociales –gente del mundo de la ciencia, sindicatos, economistas, organizaciones de base– son básicos para minimizar errores.La democratización de los medios y la batalla contra las noticias deliberadamente falsas en las redes será fundamental en el mundo poscoronavirus

Se ha dicho –con razón– que el avance brutal del virus en el Brasil de Bolsonaro y en los Estados Unidos de Trump es la consecuencia del negacionismo abierto de estos gobiernos. Y que incluso algunas de las medidas drásticas adoptadas por China, tienen que ver con el intento inicial del gobierno de tapar el problema y de no oír las advertencias provenientes de las autoridades locales. Por eso, muchas de las críticas que reciben los poderes públicos pueden ser exageradas o inmerecidas, pero es mejor que existan y que se produzcan en un marco de auténtico pluralismo.

La democratización de los medios y la batalla contra las noticias deliberadamente falsas en las redes será fundamental en el mundo poscoronavirus. Para fiscalizar a los políticos, pero también para controlar y limitar a grandes monopolios y oligopolios privados que a menudo tienen más poder que los propios gobiernos y que se aseguran de que las únicas opiniones que circulen sean las que cuentan con la fuerza del dinero.  

7) Preservar las libertades y la privacidad digital

Lo que vale para la libertad de expresión y de crítica debería valer para otras libertades personales.

Es lógico que la irrupción de una pandemia suponga limitaciones a la libertad de movimiento. De hecho, en el caso del Covid-19, estas restricciones han asumido con frecuencia la forma de autolimitaciones que el grueso de la ciudadanía ha llevado adelante de manera ejemplar y responsable. Precisamente por eso, será central luchar para que las emergencias sanitarias no se utilicen para militarizar la vida cotidiana, para normalizar abusos y detenciones arbitrarias o para imponer sanciones económicas desproporcionadas.

Salvo en situaciones de riesgo extremo, en efecto, el confinamiento debería admitir variantes flexibles y sostenibles en el tiempo, como ha ocurrido en Suecia y otros países. Impedir un mínimo de actividad física al aire libre, obligar a una mujer que padece violencia sexista a convivir con su agresor, o prohibir que los niños o personas con autismo puedan caminar y airearse, puede ser más dañino para la salud física y mental que una epidemia vírica.

Es verdad que en una pandemia, la ausencia de vacuna obliga a combinar la flexibilización del confinamiento domiciliario con otras medidas de contención del contagio.

Además de aquellas de seguridad personal, como el uso de mascarillas o la higiene, y de la disposición de residencias y centros sanitarios de calidad, esto supone evaluar otras fórmulas como la geolocalización digital y el control público de datos personales. Pero debe hacerse con precaución, sobre todo en un tiempo donde los gigantes privados como Google o Facebook ya se han hecho con muchos de ellos, con nuestra propia aquiescencia. Es verdad que en países como Corea o Singapur la utilización del Big Data, debidamente anonimizado, ha permitido un equilibrio razonable entre la detección de infecciones y el respeto a la intimidad y a las libertades personales. Pero esto no debería ser un argumento para bajar la guardia o para aceptar brazaletes biométricos las 24 horas del día. Por el contrario, el uso de datos personales para objetivos de salud pública no debería justificar injerencias abusivas en la intimidad y en libertades personales que, cuando se resignan, difícilmente vuelven a recobrarse.

8) Afianzar el municipalismo y la solidaridad internacional

El miedo generado por el Covid-19 pandemia también está facilitando la aparición de discursos favorables al repliegue en un Estado fuerte. Sin embargo, en un momento en que la pandemia ha pulverizado nociones como la seguridad nacional, parece más realista y deseable pensar en fórmulas federales y confederales de toma de decisiones, que permitan combinar diferentes escalas, comenzando por las más pequeñas. 

No es casual que en diferentes rincones del mundo se haya valorado de manera positiva el papel de las instituciones locales en la gestión de la emergencia. La actuación de ciudades como Nueva York, Barcelona, Cádiz, Bilbao, Ciudad de México o Valparaíso, han demostrado que los gobiernos locales suelen detectar con más eficacia problemas concretos, cotidianos, que las instancias más altas no advierten o tardan en procesar.

Un municipalismo robusto, económicamente bien dotado, sería una herramienta fundamental de democratización política y económica y un elemento de prevención y reacción 

En muchos casos, esta posición privilegiada del mundo local para acometer situaciones de estas características contrasta con la falta de competencias y de financiación (en España, por ejemplo, la financiación del mundo local sigue siendo la misma que en el tardofranquismo). Sin embargo, un municipalismo robusto, económicamente bien dotado, sería una herramienta fundamental de democratización política y económica y un elemento de prevención y reacción eficaz frente a epidemias y otras  emergencias similares.  

Las redes municipales, en cualquier caso, no tienen por qué ser incompatibles con el desarrollo de otras escalas de coordinación más amplias. Por el contrario, partiendo del principio de subsidiariedad, pueden facilitar formas de articulación de abajo hacia arriba e insuflar nueva fuerza a redes estatales, regionales o internacionales ya existentes o que se están gestando.

Si algo está enseñando la crisis del Covid-19 es que médicas, científicas, sindicalistas, cooperativistas, gente del mundo de la empresa, agricultores de diferentes rincones del mundo, tienen mucho que aprender unos de otros. Que del mismo modo que después de la segundo guerra mundial se nacionalizaron industrias clave, hoy podrían universalizarse otras para compartir medicinas, prototipos replicables de equipamientos esenciales, programas agroecológicos y de gestión energética sostenible, y otros proyectos comunes.

9) Articular redes que nos transformen y que cambien el mundo   

Obviamente, los argumentos favorables a un mayor internacionalismo no acabarán por si solos con las desigualdades, el calentamiento global o los golpes y guerras por el control del petróleo, del litio o del cobre. Nada impide de hecho, que una pandemia como la que atravesamos no sea aprovechada por alternativas reaccionarias, autoritarias y excluyentes. Pero la historia está abierta. Como en otros momentos, lo decisivo será la movilización de todos aquellos que han entendido que el virus no es un agente exógeno que viene a invadirnos, sino el resultado interno de un capitalismo colonial, voraz, que hace tiempo se ha convertido en una amenaza para la biodiversidad en el planeta. 

Si bien la reclusión en nuestras casas nos ha aislado temporalmente, también nos ha permitido construir redes nuevas, impensables hasta hace muy poco. Esas redes desafían fronteras físicas que la propia noción de pandemia ha tornado artificiales e inútiles y podrían permitir organizarnos mejor. Habría que aprovechar esta tregua para tomar conciencia del enorme reto que tenemos por delante. Eso y asumir que los cambios que estamos experimentando en nuestras vidas podrían ser el motor de una transformación más amplia, en común, hacia un mundo más igualitario, libre y cooperativo.

«Reflexiones para vivir el encierro: Economía ante la pandemia».

Conversatorio con Alfonso Ramirez Cuellar, presidente del MORENA (Mex) e Itai Hagman, diputado nacional de Frente de Todos (Arg) en directo «Reflexiones para vivir el encierro: Economía ante la pandemia».

Debemos permanecer unidos, organizados y esperanzados frente esta crisis sanitaria y tejer con más fuerza las alianzas fraternales de la alternativa para superar la destructiva lógica neoliberal que nos ha conducido hasta aquí.

¿Con qué economía salimos del coronavirus?

«Hay que aprovechar esta inédita situación de vulnerabilidad compartida para construir colectivamente una economía que cuide, que proteja y que salve la vida

Publicado en ElDiario.es 28/03/2020

El agravamiento de la crisis del COVID-19 está mostrando de manera cruda que no hay una única manera de resolver el dilema entre confinar y mantener la actividad económica. Sin embargo, algo va quedando claro: la responsabilidad y la determinación con la que se afronte decidirán la vida de muchísima gente, así como la posibilidad de salir de esta pandemia con maneras de relacionarnos muy diferentes a las que nos han traído hasta aquí.

Los negacionistas de la emergencia

Los negacionistas de la gravedad del virus, como Bolsonaro o Trump, están siendo los más reticentes en asumir el confinamiento como forma de frenar el contagio y de no saturar a los sistemas sanitarios. Y para justificarlo están apelando, precisamente, a la necesidad de «salvar la economía». No parece, empero, que su preocupación sea la situación económica de la mayoría. Bolsonaro no ha tenido problemas en pedir el abandono la cuarentena argumentando que los brasileños no debían temer al contagio porque son gente «que bucea en una alcantarilla y no les pasa nada». Se puede encontrar una colección de citas de Trump en la misma dirección. Y las consecuencias están a la vista. En pocos días, las muertes en Brasil se están disparando y los Estados Unidos se han convertido en el país con más personas infectadas del mundo –unas 81.000–, lo cual es especialmente preocupante si se tiene en cuenta que en su privatizado sistema sanitario un tratamiento por COVID-19 puede costar unos 35.000 dólares.

Los negacionistas de la emergencia

Los negacionistas de la gravedad del virus, como Bolsonaro o Trump, están siendo los más reticentes en asumir el confinamiento como forma de frenar el contagio y de no saturar a los sistemas sanitarios. Y para justificarlo están apelando, precisamente, a la necesidad de «salvar la economía». No parece, empero, que su preocupación sea la situación económica de la mayoría. Bolsonaro no ha tenido problemas en pedir el abandono la cuarentena argumentando que los brasileños no debían temer al contagio porque son gente «que bucea en una alcantarilla y no les pasa nada». Se puede encontrar una colección de citas de Trump en la misma dirección. Y las consecuencias están a la vista. En pocos días, las muertes en Brasil se están disparando y los Estados Unidos se han convertido en el país con más personas infectadas del mundo –unas 81.000–, lo cual es especialmente preocupante si se tiene en cuenta que en su privatizado sistema sanitario un tratamiento por COVID-19 puede costar unos 35.000 dólares.

En algunos casos, esto ha llevado a iniciativas de nacionalización o de control público de sectores privados que el neoliberalismo consideraba anatema hasta hace dos días. En España, la emergencia sanitaria reveló a muchos que existía un artículo de la Constitución, el 128, que subordina la riqueza, «sea cual fuere su titularidad», al interés general, y que tiene por delante un campo importante de aplicación. En Irlanda, de hecho, el primer ministro democristiano Leo Varadkar ya ha nacionalizado temporalmente 2000 camas, nueve laboratorios y miles de empleados para incorporarlos al sistema de salud estatal para luchar contra el COVID-19.

Deslindar lo esencial de lo que no lo es

Algunos países, como Italia, Nueva Zelanda y ahora España, están dando un paso más allá y están detallando qué actividades deberían cerrar temporalmente y cuáles deberían mantenerse. Italia ha redactado un decreto donde el funcionamiento temporal de la economía se ciñe a ámbitos concretos. Sin embargo, esto dista de suponer un cierre brusco o una paralización extendida del sistema productivo. El decreto aprobado por el gobierno de Giuseppe Conte mantiene como esenciales… ¡unos 80 sectores de la economía! Esto incluye industrias auxiliares, estratégicas, sin las cuales el propio sistema sanitario quedaría en entredicho: químicas, farmacéuticas, aluminio, goma, sector alimentario, ópticas, empresas de recolección y tratamiento de residuos, reparación de industrias básicas, distribución de agua y gas, y un largo etcétera.

Esto muestra que en todos estos países, en realidad, lo que se está imponiendo es un equilibrio de fondo: poder enviar a casa a un número importante de trabajadoras y trabajadores para contener el contagio, pero sin abandonar por ello la realización de actividades esenciales, estratégicas, sin las cuales la triple emergencia sanitaria, social y económica, se agravaría aún más.

Reorientar la economía para proteger la vida

En un contexto así, no hay solución perfecta. Pero el desafío es claro: maximizar el aislamiento durante la cuarentena mientras se establecen las bases de una economía orientada a la proteger la vida de manera sostenible en el tiempo. Algo para lo que hace falta atender las urgencias actuales, pero también mantener la mirada en el ecosistema productivo, comercial, energético, del día después.

Es aquí donde, al igual que en el crack de 2008, vuelve a constatarse que la economía necesaria para afrontar estas pandemias no puede ser la economía capitalista que nos ha traído hasta aquí: precarizadora del trabajo, destructora de los servicios públicos, especulativa y depredadora en sus impactos sobre la naturaleza. Por lo tanto, ya no se trata, como de manera tan altisonante como hipócrita proclamó Nicolás Sarkozy hace una década, de «refundar el capitalismo». Se trata más bien de escuchar lo que están planteando movimientos como el feminismo o el ecologismo y de aprovechar la crisis para poner los cimientos de una economía distinta: más cooperativa, que priorice lo público, lo común, y que se plantee la reversión urgente del calentamiento global, de la desigualdad social y de la proliferación de los recursos de destrucción masiva.

Cuidar a la gente confinada y a quienes trabajan fuera

En el plazo inmediato, esto exige proteger tanto a las personas confinadas como a las que deben trabajar fuera de casa. Por más importantes que sean los confinamientos para evitar la saturación de servicios médicos, es difícil obligar a todo el mundo a recluirse cuando el punto de partida es una desigualdad social estructural en la que no todos están en iguales condiciones de hacerlo. Basta con mirar a grandes países como la India o México, pero también ciudades Lesbos y otras de Europa, para advertir la dimensión de la tragedia.

Si se tiene vivienda digna e ingresos asegurados, un confinamiento largo puede ser difícil pero llevadero. Si se vive en condiciones de hacinamiento o no se tiene empleo, confinarse puede implicar exponer a los propios a otras enfermedades, no poder pagar un alquiler o sencillamente no poder alimentar a los hijos. Por eso es urgente que se refuercen los servicios de atención domiciliaria –algo a lo que ciudades como Barcelona, Cádiz, Valencia o Bilbao están volcando ingentes recursos– o que se introduzcan rentas básicas de emergencia, como la que la oposición acaba de arrancar a Bolsonaro en Brasil. Y por eso urge, también, que se pongan límites claros a los despidos, como está planteando el gobierno PSOE-UP, o que se suspenda el pago de hipotecas y alquileres para familias vulnerables y comercios, algo que obliga a asumir el conflicto con la banca y los grandes tenedores.

Y lo mismo ocurre en la economía que sigue funcionando fuera de las casas. Una economía sana dispuesta a velar por quienes se confinan, no puede dejar desprotegidas a sus pequeñas y medianas empresas, a las cooperativas, al mundo de la cultura, a las residencias de ancianos, y desde luego, a quienes realizan trabajos esenciales en términos socio-sanitarios. De poco sirve aplaudir a limpiadoras, médicas, enfermeras, cajeras de supermercado, o cuidadoras de personas mayores, si luego no se protegen, con la misma determinación, sus derechos laborales, sus turnos de trabajo y su salud.

La cuestión de fondo: ¿y esto quién lo paga?

Claro que esto tiene un coste, y la obligación de los poderes públicos –de todos ellos– es que no lo paguen los de siempre. En Europa, la propia Unión se está jugando su credibilidad y su supervivencia en ello. Es todo un síntoma que –a diferencia de lo que ocurrió con la crisis griega- Portugal, España e Italia estén cuestionando juntos las mezquinas resistencias de Holanda y Alemania a emitir coronabonos y a

facilitar a los países del Sur un financiamiento no condicionado por especuladores y buitres. Y es todo un síntoma, también, que una parte creciente de la ciudadanía comience a preguntarse por qué sus gobiernos no son fiscalmente más exigentes con las grandes fortunas y con los grandes rentistas que fueron rescatados en innumerables ocasiones y no han devuelto aquel esfuerzo a la sociedad.

Obviamente, que la crisis no sirva para apuntalar aún más la economía de casino que se ha impuesto en las últimas décadas, también depende de la capacidad de organización de la ciudadanía y de la gente que vive de su trabajo. Esto no es sencillo en un contexto de aislamiento, pero el desafío es ineludible: organizarse, crear espacios de ayuda mutua, enredarse más allá de las fronteras físicas, para que los anhelos que hoy resuenan en los balcones se abran camino a pesar de la pandemia. La lucha contra el COVID-19 no puede concebirse como una empresa belicista. Lo que hace falta no es matar a nadie ni militarizar la vida cotidiana, sino aprovechar esta inédita situación de vulnerabilidad compartida para construir colectivamente una economía que cuide, que proteja y que salve la vida.