Chile: ¿y ahora?

La respuesta no puede ser un repliegue conservador sino un relanzamiento del proceso constituyente que afronte mejor la disputa ideológica

Gerardo Pisarello 6/09/2022 en CTXT

El rechazo a la Constitución chilena en el plebiscito del domingo 4 de septiembre ha sido un golpe duro, que no se puede maquillar. Los números están ahí y son inapelables. Sin embargo, sería un error reaccionar con una respuesta conservadora y con una mirada propia del pasado. Como si el problema fuera no haber pactado con la derecha, como en los viejos tiempos de la Concertación, o como si los anhelos de cambio que siguieron a las movilizaciones de 2019 hubieran perdido su potencia. 

El proceso constituyente que se abrió en Chile no fue un proceso constituyente concedido desde el poder. Fue un proceso literalmente arrancado a un Gobierno derechista, el de Piñera, mediante una movilización de jóvenes, mujeres y sectores populares que sorprendió al mundo por su coraje y determinación a la hora de enfrentarse al statu quo.

Gracias a esa movilización, en octubre de 2020 se decidió en referéndum, con un 78% de votos a favor, que había que elaborar una nueva Constitución que reemplazara a la de Pinochet, de 1980. Esa decisión vino acompañada, con un del 79% de apoyos, por otra adicional: que la Convención encargada de elaborar el nuevo texto fuera electa mediante sufragio, de manera paritaria, con listas propias para independientes, y con escaños reservados para los pueblos originarios.

Estos altísimos porcentajes, no igualados en otras votaciones, venían a establecer algunos mandatos implícitos dirigidos a la Convención. El primero: que acabara con la Constitución de Pinochet. El segundo: que redactara una Constitución más democrática y participativa, eliminando los resabios autoritarios de la de 1980. El tercero: que fuera una Constitución social, capaz de superar el veto neoliberal a que el Estado pueda intervenir en la economía para proteger lo público y establecer límites al poder privado concentrado. La cuarta: que los derechos de los pueblos originarios, la protección del medioambiente y los reclamos del movimiento feminista tuvieran centralidad constitucional.

Se discutió y se elaboró una Constitución mucho más democrática que la de 1980, vanguardista en cuestiones de feminismo, pueblos originarios o medio ambiente

Estos mandatos fueron asumidos por la Convención con un alto grado de fidelidad. Se discutió y se elaboró una Constitución mucho más democrática que la de 1980, tan social como muchas de las que ya rigen en el mundo, y vanguardista en su manera de recoger las demandas del feminismo, de los pueblos originarios, o de tutelar el medio ambiente.

La cuestión es por qué esta propuesta constitucional, tan sensata y avanzada al mismo tiempo, pero sobre todo tan apegada al mandato de una mayoría social tan amplia, no ha podido recabar un apoyo similar al que tuvo la entrada a este proceso.

Sin duda se podrían señalar errores en la redacción de este o aquel artículo o en la actitud de aquel o de este convencional. Pero una respuesta creíble debería apuntar a lo decisivo: la falta de respaldo institucional, mediático, económico, dado a la Convención, y el boicot a la que fue sometida desde un primer momento.

Bajo el Gobierno de Piñera, la Convención tuvo que operar sin apoyo alguno, en condiciones de precariedad insultantes. Esto facilitó su estigmatización pública y la magnificación mediática de cualquier desliz de sus miembros. Sumado a eso, no podía dictar leyes ni adoptar medidas que mejoraran la vida material de la gente. Algo que permitió a la derecha presentarla como “una Asamblea discutidora”, entregada a debates interminables pero incapaz de cambiar la realidad.

Gracias en parte a este trabajo de estigmatización de la Convención, la derecha consiguió rehacerse. Al soltar el lastre de figuras gastadas como la de Piñera y reemplazarla por perfiles más duros, obtuvo buenos resultados en las elecciones legislativas y presidenciales de 2021. Solo la reactivación de la fuerza de cambio surgida del 2019 permitió frenar ese embate reaccionario y convertir a Gabriel Boric en presidente de Chile.

Antes de que el texto final fuera perfilándose, el trabajo deconstituyente en medios, redes, foros sociales, reuniones familiares, fue en aumento

Durante esta contraofensiva conservadora, los ataques al trabajo de la Convención continuaron. Las críticas mediáticas que antes apuntaban a su excesiva lentitud, pasaron a reprocharle que iba demasiado rápido. Antes de que el texto final fuera perfilándose, el trabajo deconstituyente en medios, redes, foros sociales, reuniones familiares, fue en aumento.

Solo por poner un ejemplo cercano. En Madrid, en el Congreso, llegamos a recibir por sorpresa a una delegación de la patronal chilena, acompañada de empresarios e incluso de juristas. En esa reunión, la ofensiva deconstituyente se manifestó con desinhibición absoluta. Con su énfasis en los derechos de los pueblos originarios, la nueva Constitución ponía en peligro no solo “la unidad de Chile”, sino también “el orgullo español de muchos chilenos”. Tras su aparentemente inofensiva preocupación por lo social, la Constitución escondía una vocación “expropiatoria”, peligrosamente “amenazante para la propiedad” y para la “seguridad jurídica en los negocios”.

Este tipo de falsedades y de medio argumentos, repetidos hasta el hartazgo en televisiones, radios, grupos de WhatsApp y encuentros presenciales, conectaron con los miedos de una parte importante de la población y se prolongaron hasta el día del plebiscito. Con una salvedad: si algo entendieron diferentes sectores de la derecha, es que debían desvincular la crítica de la “Constitución lesbo-indigenista-comunista” de una defensa abierta de la Constitución de Pinochet. Se podía atacar el nuevo texto falseando su contenido o apelando a interpretaciones inverosímiles que se podrían deducir del mismo. Lo que no se podía era vindicar de manera explícita la Constitución de Pinochet, enviada a la papelera de la historia por las revueltas de 2019 y por ese 78% del voto de octubre de 2020.

Fue así como apareció la inteligente operación del “rechazo para reformar”, esto es, el intento de seducir a quienes habían apoyado la necesidad de una nueva Constitución, pero comenzaban a dudar de los contenidos de la surgida de la Convención. También a esta operación se destinaron ingentes recursos y la percusión constante de los grandes medios. Por la mañana, “con esta Constitución te expropiarán tu casa, tus ahorros”, “con esta Constitución se rompe Chile”. Por la tarde, “hay que rechazarla, pero para reformarla, y nosotros somos garantía de que así suceda”.

La presión fue tan grande que el gobierno se comprometió, en caso de que ganara el “apruebo”, a reformar la Constitución para despejar las “dudas interpretativas”

La presión fue tan grande que el gobierno cayó en la tentación y decidió secundarla, comprometiéndose, en caso de que ganara el “apruebo”, a reformar la Constitución para despejar las “dudas interpretativas” con las que las derechas llevaban semanas sembrando miedo y ansiedad. A la vista de los resultados, no está claro que esta estrategia haya sido correcta. Sobre todo, porque contribuyó a desdramatizar el rechazo y a generar confusión entre sectores preocupados por el impacto del texto, aunque no alineados con la derecha.

Sea como fuere, la cuestión es que la campaña de falsedades, de magnificación de cualquier error gubernamental, sumada a una situación económica y social delicada, con una inflación rampante, han acabado con una de las constituciones más avanzadas de los tiempos actuales.

Atribuir la derrota en el plebiscito a la falta de diálogo con una derecha que no abandonó en ningún momento su vocación destituyente de la Convención y del nuevo Gobierno no parece realista. Como sostenía ayer Pablo Iglesias, es probable que los resultados tengan mucho más que ver con la incapacidad de las izquierdas de dar la batalla ideológica con medios y marcos propios. Y no solo eso: también con su falta de capilaridad territorial y con las enormes dificultades para crear, desde el Gobierno, un “nuevo orden” con cambios políticos y económicos de fondo, que generen confianza y una adhesión duradera entre los sectores más golpeados de la sociedad.

Por todo eso, la respuesta a los resultados del domingo no puede ser un repliegue conservador sino un relanzamiento del proceso constituyente que afronte mejor la disputa ideológica, el impulso de políticas materiales transformadoras, y el reto de la (auto)organización territorial de los sectores medios y populares.

Más allá de las dificultades de la aritmética legislativa, hay materiales para conseguirlo. El principal, la fuerza de las impresionantes movilizaciones de calle de la campaña del Apruebo que mostraron que la potencia constituyente del 2020 sigue viva. Convocar a esa multitud de capas medias y populares que forzó a Piñera a conceder un referéndum constituyente y que hizo presidente a Boric es fundamental para que el proceso de democratización, de distribución de poder, se profundice, en lugar de ralentizarse. Y es, asimismo, la única manera de poder acabar de una vez con la Constitución de Pinochet y de dotar al país de una nueva Constitución que, si quiere ser de futuro, deberá ser por fuerza democrática, social, ecológica, feminista y plurinacional.

¡Alto el fuego!: que hable Lisístrata

GERARDO PISARELLO

04/05/2022 en Público

Varias mujeres se manifiestan por la paz con banderas y una pancarta que dice ‘No a las guerras cuidemos la vida’, participan en una marcha para pedir el cese de la guerra en Ucrania, a 3 de abril de 2022, en Madrid (España).- Isabel Infantes / Europa Press

La cantante Rigoberta Bandini eligió el 1 de mayo para lanzar un emotivo videoclip de su ya popular tema Ay mamá. El lanzamiento apareció ligado a varias fechas significativas. Por un lado, el día de las madres, a quien la artista dedica su canción, y el de las gentes trabajadoras. Por otro, los 67 días de invasión de Rusia a Ucrania, un conflicto que amenaza con convertirse en una «guerra larga», marcada por la cronificación de las muertes, la devastación, y el odio entre pueblos hermanos.

Este entrecruzamiento de efemérides refleja bien dos pulsiones de vida y de muerte que atraviesan nuestro tiempo. La primera, la de preservar la vida, ha tenido en casi todas las culturas a las mujeres como protagonistas. La segunda, la pulsión de muerte que asume en la guerra su expresión más pavorosa, ha sido en cambio una cosa fundamentalmente de hombres.

Mujeres contra la guerra, mujeres en pie de paz

Que la pulsión de vida esté vinculada a la función nutricia ejercida mayoritariamente por mujeres no es arbitrario. La propia instauración del día de las madres, a partir del siglo XIX, ha querido ser un homenaje a la activista estadounidense Julia Ward. Además de una escritora notable, Ward fue una convencida antiesclavista y antibelicista. En 1870, redactó una Proclama del día de las madres en la que contraponía la capacidad empática y compasiva de las mujeres con el impulso tanático de la masculinidad belicista. «No dejaremos que nuestros maridos -escribía Ward- vengan a nosotras en busca de caricias y aplausos, apestando a matanzas. No se llevarán a nuestros hijos para que desaprendan todo lo que hemos podido enseñarles acerca de la caridad, la compasión y la paciencia. Nosotras, mujeres de un país, seremos tan compasivas con las de otros países que no permitiremos que nuestros hijos sean entrenados para herir a los suyos».

Las palabras de Ward recogen el empeño histórico de millones de mujeres en huir del envilecimiento que toda guerra supone. Y no en vano, remiten a uno de los nombres que más evoca esta actitud antibelicista: el de Lisístrata –»la que disuelve los ejércitos», en griego–. La protagonista de la comedia de Aristófanes, en efecto, constituye uno de los símbolos más acabados de la resistencia activa de las mujeres a la dinámica de revancha infinita que caracteriza a la guerra.

Las mujeres que acompañan a Lisístrata, al igual que las madres evocadas por Julie Ward o por Rigoberta Bandini, comparten una causa: dar una respuesta asimétrica a la guerra. Sustraerse a su lógica del intercambio infinito de golpes y darle una salida que no suponga, como en un espejo, agregar más violencia a la violencia y más horror al horror. El empeño antibelicista encarnado por innumerables movimientos de mujeres a lo largo de la historia no es una ilusión utópica. Las mujeres de Lisístrata, de Ward, de Bandini, pueden parar las guerras porque están dispuestas, si es necesario, a parar la ciudad. Su pacifismo es todo menos una rendición. Son mujeres contra la guerra, pero en pie de paz. Dispuestas a hacer oír su voz, a rebelarse. Y a llevar esa rebelión hasta el final. Esto es justamente lo que plantea Lisístrata: responder a la guerra con la deserción masiva. Y llevar esa deserción, si hace falta, a la huelga sexual, a la desconexión afectiva de un mundo de hombres violentos que expresa la desmesura, la hybris de la escalada bélica sin fin.

La mirada de Lísístrata, hoy

Uno de los grandes retos de nuestro tiempo consiste en conseguir que la voz de Lisístrata se abra paso en las guerras que se suceden ante nuestros ojos. En las que se retransmiten a toda hora, en todos los medios, y en las que se silencian deliberadamente. En Ucrania, desde luego. Pero también en Yemen, en Palestina, en Siria, en Afganistán, y si no hacemos algo para evitarlo, en el Indo-Pacífico.

Seguramente, Lisístrata estaría de acuerdo con la activista Judith Butler en que alguien como Putin es peligroso no solo por su ausencia de escrúpulos y por la crueldad belicista que ya desplegó en el genocidio checheno, en Bucha, y en otras ciudades ucranianas. Lo es, también, porque no ha dudado en hacer del feminismo, de las luchas LGTIBQ, uno de los principales obstáculos para sus planes belicistas. Para alguien como Putin, el cuestionamiento del orden patriarcal en la esfera doméstica se traduce a la postre en un cuestionamiento radical del ideario neoimperial y también patriarcal, que informa su política exterior.

Seguramente, Lisístrata también constataría que en este antifeminismo, condición necesaria de su belicismo, Putin no está solo. Que está acompañado por los Salvini, las Le Pen, los Abascal, los Aznar. Esa ultraderecha que lo ha aplaudido durante años, y que, de llegar a poder, sería una de las grandes beneficiarias del desbocado incremento del gasto armamentístico y de la asfixiante militarización de la esfera pública que la guerra está generando.

Y seguramente, Lisístrata también verificaría que los designios neozaristas de Putin se retroalimentan con el belicismo imperial de los Estados Unidos que, a través de la OTAN o de otros aliados, ha llevado la guerra a continentes enteros y hoy amenaza con extenderla incluso a China, como bien ha explicado Olga Rodríguez.

Resistir sin ceder a la lógica belicista

Con todos estos elementos sobre la mesa, Lisístrata no dudaría ni un segundo en reconocer el derecho y el deber de plantar cara a la guerra de agresión que Putin ha emprendido en casi todo el territorio ucraniano. Es más, muy posiblemente estaría entre las primeras en montar cadenas humanas y bloquear carreteras para frenar el paso de los tanques rusos. O si estuviera en Moscú, en ser detenida por oponerse a la guerra junto a la pintora, activista y superviviente de la resistencia al nazismo, Elena Osipova, de 78 años.

Con todo, los dilemas ético políticos de Lisístrata serían mucho mayores a la hora de pronunciarse sobre el derecho a la resistencia armada frente a una agresión semejante. Cuesta pensar que lo condenaría. Pero su preocupación fundamental sería siendo cómo dar a la guerra, incluso a la guerra de agresión, una respuesta asimétrica, diferente a la escalada belicista, que no desate una violencia mucho mayor.

No le faltarían argumentos históricos para mostrar prevenciones. Recordaría, con mujeres como Luciana Castellina, que incluso la defensa legítima ante un movimiento criminal como el nazismo Hitler degeneró en atrocidades belicistas fuera de toda proporción. Hoy sabemos que cuando el ejército soviético, en 1945, fue avanzando sobre Budapest, Berlín, o Viena, cometió violaciones y ultrajes de todo tipo, muchos de ellos en desmesurada represalia a las cometidas por las tropas nazis. También permanece en la memoria antibelicista el desaforado y criminal bombardeo de la ciudad alemana de Dresde por parte de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses, en un momento en el que la capitulación nazi era casi un hecho. Y por supuesto, también, el Holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki, que todavía hoy genera crónicas espeluznantes como la de la sobreviviente y Premio Nobel de la Paz, Setsuko Thurlow.

El solo recuerdo de estos horrores, al que luego se sumaría el de las supuestas «guerras preventivas» como las de Irak, prevendría a Lisístrata contra la escalada belicista también en Ucrania. No solo por parte de Putin, sino también de Boris Johnson y de tantos portavoces del Gobierno de los Estados Unidos y de la OTAN.

Cuando la resistencia bélica lo embrutece todo

Esta preocupación por mantener a raya el demonio de la belicosidad, incluso de la defensiva, seguramente llevaría a Lisístrata a leer a la activista, filósofa y mística francesa Simone Weil, quien en 1936 se incorporó durante un mes a la resistencia antifascista durante la Guerra Civil española.

La participación de Weil como brigadista fue esperanzada y crítica. Fue esperanzada porque sentía que debía denunciar la violencia de los agresores y comprometerse con una causa que tenía como objetivo la eliminación de todas las formas de opresión y la emancipación de la humanidad. Pero fue crítica porque constató que la guerra era incompatible con la consecución de estos objetivos. Porque vio que los propios, incluso los más nobles, «derramaban demasiada sangre», y que la lógica belicista los empujaba a actos de crueldad, de absoluta inhumanidad, contrarios a los ideales libertarios y humanistas que muchos de ellos defendían.

Quizás por eso, aunque mantuvo su traje de miliciana, Weil no lanzó más que un par de disparos al aire antes de dejar el campo de batalla por un accidente. Nunca abandonó su compromiso antifascista, su apoyo al bando republicano y su solidaridad activa con las personas refugiadas o deportadas. Pero llegó a la conclusión de que combatir una opresión bárbara aplastando a los pueblos bajo el peso de matanzas más bárbaras aún, sería extender de otra manera el régimen con el que se pretendía acabar.

Esta convicción la llevó a adoptar una decisión moralmente compleja: oponerse al envío de armas a España. No lo hizo por las oportunistas razones geopolíticas esgrimidas por los gobiernos de Francia y Reino Unido. Pero tuvo claro que eso dispararía los niveles de violencia y de brutalidad y extendería la guerra por el mundo entero. En defensa de esa dramática posición, Weil utilizó palabras que todavía hoy sacuden e interpelan: «si hemos aceptado sacrificar a los mineros asturianos, a los campesinos hambrientos de Aragón y de Castilla, a los obreros libertarios de Barcelona antes que provocar una guerra mundial, nada en el mundo nos debe llegar a provocar la guerra. Nada, ni Alsacia-Lorena, ni las colonias, ni los pactos. Que no se diga que algo en el mundo no es más querido que la vida del pueblo español».

No es difícil imaginar a Lisístrata haciéndose eco de estas reflexiones, que obligan, en todo caso, a no idealizar ni embellecer las vías armadas, ni siquiera aquellas que pueden nacer del legítimo derecho a resistir. Basta ver lo que ya está ocurriendo con el propio ejército ucraniano que, en una escala mucho menor, carga sobre sus espaldas con actos que igualan en atrocidad a los del ejército ruso. Y que corre el riesgo de cargar con muchos más si el envío de material militar pesado se extiende, si el negocio de las armas y de los combustibles fósiles sigue enriqueciendo a unos pocos oligarcas mientras perjudica a la mayoría, o simplemente si la «guerra larga» es interiorizada por Putin y espoleada por los Estados Unidos, por la OTAN, como una alternativa merecedora de más esfuerzos que el alto el fuego, que el retiro de tropas o que cualquier iniciativa diplomática o de paz.

Desarmar, más que armar

Al igual que en la antigua Grecia, nada indica que los liderazgos testosterónicos responsables de la situación actual vayan a conjurar sin más el riesgo de un aniquilamiento nuclear. Quizás por eso, solo queda, como pedía la rapera andaluza Gata Cattana, invocar a «las hijas de Eva» para buscar nueva luz en medio de una atmósfera de guerra que se extiende como un gas oscuro y venenoso.

Seguir a Lisístrata hoy exigiría presionar socialmente para que la soldadesca, en lugar de matarse entre sí y de vejar a la población civil, se niegue a luchar y deponga las armas, como pide Judith Butler evocando el precedente checo de 1989. Seguir a Lisístrata exigiría presionar civil, sindicalmente, para forzar a los Estados a negociar de manera creíble, y no como hasta ahora, para que se alcance una tregua y se pueda hablar. Seguir a Lisístrata supondría, en fin, confiar la salida de esta pesadilla bélica a un movimiento democrático por la paz y la defensa de los bienes comunes que, de Rusia a Ucrania, de Europa a Asia, África, América, Oceanía, se alce y exija, con la voz de Julia Ward y de tantas otras: «¡Desarmad! ¡Desarmad!».

El eterno retorno de la OTAN

En 2019 el presidente francés Emmanuel Macron diagnosticó que la OTAN padecía muerte cerebral. Tres años mas tarde, la invasión de Putin a Ucrania provocó una resurrección de la alianza militar entre Europa y Norteamérica, con la consecuente subordinación del Viejo Continente. Desde Barcelona, un sutil análisis geopolítico que responde a la pregunta por el qué hacer frente a la guerra.

REVISTA CRISIS.

POR: GERARDO PISARELLO

04 DE ABRIL DE 2022

La invasión de Ucrania por parte de Rusia alteró de manera drástica el panorama geopolítico contemporáneo. Por los millones de personas desplazadas, muertas y heridas. Por las hondas fracturas que está abriendo entre pueblos hermanos. Pero también por la manera en que está revitalizando las pulsiones hegemónicas de los Estados Unidos y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), una institución cuyo estado de salud parecía hasta hace poco precario.

La decisión de Vladimir Putin no solo supone una flagrante vulneración del derecho internacional y provoca crímenes de guerra abominables. También ha dado a Washington una excusa única para revivir a la OTAN y devolverla a la función que le atribuyó su primer secretario general, el militar y diplomático británico Hasting Ismay, en los años cincuenta del siglo pasado: “tener a los estadounidenses dentro, a los rusos fuera y a los alemanes debajo”.

El historiador Josep Fontana recuerda cómo desde la fundación de la OTAN, en 1949, los Estados Unidos exhibieron marcados recelos antisoviéticos y una clara voluntad de controlar Europa. Poco después de promover sin éxito la reunificación de Alemania a cambio de su neutralidad militar, el propio el presidente soviético Iósif Stalin llegó a afirmar, en una frase que podría haber sido suscrita por Charles de Gaulle: “Sería un error creer que se puede llegar a un compromiso o que los Estados Unidos pueden aceptar un tratado de paz. Ellos necesitan tener su ejército en Alemania para mantener la Europa occidental en sus manos. Dicen que tienen su ejército allí contra nosotros. Pero el propósito real de ese ejército es controlar Europa”.

 Durante las décadas subsiguientes, todos los intentos de buscar un modelo de seguridad compartido entre Europa y Rusia se enfrentarían al boicot norteamericano. Es lo que está ocurriendo con un régimen nacionalista autocrático como el de Putin. Pero también pasó con el régimen neoliberal y corrupto de Boris Yeltsin. O con el propio Mijaíl Gorbachov. En plena perestroika, Gorbachov favoreció el desarme y la paz, e insistió en que la reunificación de Alemania se vinculara a la consideración de Europa como “casa común” donde Rusia pudiera verse reconocida. Desde George Bush padre hasta su secretario de Estado, James Baker, pasando por el francés François Mitterand y el alemán Helmut Kohl, le prometieron de palabra que una vez disuelto el Pacto de Varsovia la OTAN no avanzaría hacia el Este. La promesa, sin embargo, fue traicionada sin miramiento alguno.

La conquista del viejo eastern

Con el derrumbe del Muro de Berlín, los Estados Unidos mantuvieron una política ininterrumpida de expansión hacia las fronteras de Rusia. Lo hicieron contra las advertencias de gente como George Kennan, uno de los “cerebros” de la política de “contención” anticomunista que moldeó la “Guerra fría”. A pesar de ello, ya en 1992 el Departamento de Defensa explicó abiertamente que su objetivo principal en la era post-soviética no era reforzar las Naciones Unidas e impulsar un orden internacional más cooperativo. Por el contrario, de lo que se trataba era de utilizar la aplastante superioridad militar norteamericana y su red de aliados para impedir el surgimiento de cualquier potencial competidos en la escena global.

La primera Guerra del Golfo contra Saddam Hussein permitió a la Casa Blanca y al Pentágono reafirmarse en su superioridad. Con el cambio de siglo, se encendieron algunas alarmas. La modernización de China y la intención de Rusia de reconstruir sus fuerzas armadas fueron vistas por los Estados Unidos como un peligroso desafío a su poder imperial. Doce días después de que Polonia, Hungría y la República Checa se sumaran a la OTAN en 1999, ésta –bajo la dirección del socialista español Javier Solana– decidió bombardear Yugoslavia. Lo hizo con el visto bueno de Bruselas y del propio Putin, al que sin embargo no se le permitió intervenir. Durante el conflicto se utilizaron bombas racimo, se produjeron violaciones ostensibles del derecho humanitario e incluso se acabó arrasando, supuestamente por error, la embajada china en Belgrado.

Ciertamente, muchas de las incorporaciones a la OTAN de países de la órbita soviética o de la antigua Yugoslavia se vieron favorecidas por el temor que el agresivo nacionalismo panruso de Putin suscitó en estos países, sobre todo después de experiencias como la masacre de Chechenia en los albores del siglo veintiuno. Con todo, los Estados Unidos se encargaron de evitar que los países del Este se incorporaran a Europa con un estatuto de neutralidad.

Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas en Nueva York, el Pentágono se vio forzado a modificar temporalmente su guion. Durante un tiempo, las operaciones contra “el eje del Mal” –Corea del Norte, Irán, Libia– y “la guerra contra el terrorismo” en Oriente Medio se convirtieron en un nuevo frente privilegiado. Esto drenó recursos sustanciales del aparato militar-industrial estadounidense y lo obligaron a descuidar a sus principales adversarios. Las guerras en Irak y Afganistán se llevaron a cabo con algunas reticencias de la Europa continental, aunque con un protagonismo decidido de otros aliados como el Reino Unido. Ambas invasiones resultaron inicialmente exitosas, pero pronto dieron lugar a insurgencias de larga duración que despertarían para los ocupantes el fantasma de la guerra de Vietnam. A resultas de ello, el estatuto de superpotencia de los Estados Unidos se vio debilitado. Mientras tanto, China, Rusia y otros países como la India continuaron desarrollando tecnologías de guerra a la altura de la estadounidense en muchos extremos.

Durante todos esos años, Putin intentó agradar a Washington y mostrarse como un aliado leal. Apoyó varias de sus guerras y se solidarizó con George W. Bush cuando se produjeron los atentados de 2001. La respuesta fue la displicencia. La consideración de Rusia como un país en declive que no merecía mayor cuidado. En 2007, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, Putin decidió mostrar un rostro más duro. Denunció el intento de los Estados Unidos de construir un mundo unipolar y de expandir la OTAN hacia las fronteras rusas. Insistió en que todo ello solo podía conducir a una nueva carrera armamentística y no renunció a implicarse en ella.

Ya durante el mandato del demócrata Barack Obama, Ucrania pasaría a estar en el centro de las tensiones entre Estados Unidos y Rusia. El momento clave de esa tensión fue la revuelta de Maidán, de 2014, contra el entonces presidente Víktor Yanukóvich, del prorruso Partido de las Regiones. Por ese entonces, la Unión Europea ofreció a Ucrania un Acuerdo de Asociación incompatible con cualquier interés vinculado a Rusia. Moscú y Kiev, con Yanukovich a la cabeza, propusieron un acuerdo a tres bandas, pero tanto Angela Merkel como el presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, lo rechazaron.

La negativa de Yanukovich a mantener un acuerdo solo con la UE desató protestas en las calles, primero pacíficas y luego más violentas. La revuelta fue una mezcla de diferentes procesos simultáneos. Por un lado, una genuina rebelión de la sociedad civil contra el gobierno. Por otro, una suerte de golpe de Estado que contó con el apoyo de Bruselas, de Washington, y de algunos oligarcas locales y con la implicación de grupos armados de extrema derecha identificados con Stepan Bandera, un colaborador de los nazis que había participado del exterminio de judíos y que por ese entonces fue elevado a héroe nacional.

ya en 1992 estados unidos explicó que su objetivo principal en la era post-soviética no era reforzar las naciones unidas e impulsar un orden internacional más cooperativo. de lo que se trataba era de utilizar la aplastante superioridad militar norteamericana y su red de aliados para impedir el surgimiento de cualquier potencial competidos en la escena global.

De la muerte cerebral a la súbita reactivación

Tras el Maidán, el nacionalismo ucraniano más agresivo forzó la persecución de la lengua rusa e inició una inclemente represalia en la zona rusófona del Dombás. La OTAN se encontraba por entonces sumida en una suerte de letargo. Países como Alemania aprovecharon esa coyuntura para estrechar sus vínculos económicos y energéticos con la Rusia de Putin. Y lo propio hicieron algunos miembros destacados de la extrema derecha y la derecha radical europea, como la francesa Marine Le Pen, el italiano Matteo Salvini, el húngaro Víktor Orbán, o los españoles José María Aznar y Santiago Abascal.

Sobre ese trasfondo, y a poco de llegado Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, su homólogo francés Emmanuel Macron diagnosticó en 2019 que la OTAN atravesaba un estado de “muerte cerebral”. Para inquietud del Pentágono, esta reflexión venía acompañada por la sugerencia de que los Estados Unidos se retiraran progresivamente de Europa y de que esta pudiera ampliar su “autonomía estratégica”. Cuando Biden, recién llegado al gobierno tras el esperpéntico asalto trumpista al Capitolio, tuvo que cargar con la caótica retirada de tropas de Afganistán, muchos pensaron que la Alianza Atlántica podía entrar en una crisis decisiva. O al menos, que Europa podría, por fin, tomar distancia de la gran potencia imperial del otro lado del océano y dar forma a un proyecto propio con la implicación de Francia y Alemania.

La intensificación de las tensiones con Rusia dio al traste con esta posibilidad. A diferencia de Trump, Biden tenía vínculos estrechos con la Ucrania posterior al Maidán. Su hijo, Hunter Biden, llegó de hecho a integrar el consejo de dirección de Burisma, la compañía de gas natural más grande de Ucrania, entre 2014 y 2019. Cuando la OTAN dio aire a la idea de que podía extenderse a Georgia y Ucrania, Putin vio la amenaza demasiado cerca. Macron y el canciller alemán Olaf Scholz intentaron enfriar la situación y apelaron a la necesidad de diálogo con Moscú. Incluso propusieron rescatar los malogrados Acuerdos de Minsk, que preveían una suerte de compromiso constitucional confederal para aliviar la guerra en el Donbás. Los Estados Unidos no mostraron interés en esta alternativa. Tampoco Putin creyó que la negociación diera frutos. Entonces decidió dinamitar la vía diplomática y atacar militarmente. En la madrugada del 24 de febrero pronunció un durísimo discurso en el que directamente negaba a Ucrania el derecho a existir y atacaba a Lenin y a los bolcheviques por haber “disgregado” el Imperio zarista. Sobre este discurso imperial y anticomunista, las tropas del Kremlin iniciaron los bombardeos y avanzaron sobre los territorios de Donetsk y Lugansk.

La respuesta fue fulminante, como si los Estados Unidos y el propio Biden hubieran estado esperándola. De pronto, los intentos de Macron y Scholz por conseguir una posición propia se deshacían como un azucarillo en una taza de café. En cuestión de días, la Unión Europea pasaría de discutir su “autonomía estratégica” a plegarse con entusiasmo a la consigna estadounidense de no ceder ni un ápice con Rusia y de presionar a China. Aunque eso supusiera sacrificar a la población ucraniana y exponer a Europa y al mundo a una nueva guerra química, bacteriológica o directamente nuclear.

Ha sido el propio Biden, como primus inter pares en la OTAN, quien ha alentado a los dirigentes de los demás Estados miembros a endurecer sus posiciones y a no invertir demasiado en buscar alternativas negociadoras. Las negociaciones que se llevaron a cabo desde el estallido del conflicto han tenido lugar en la frontera con Bielorrusia o con Turquía como mediador. Pero ni Bruselas, ni mucho menos Washington, comparecieron abiertamente a ofrecer alternativas.

de pronto, los intentos de macron y scholz por conseguir una posición propia se deshacían como un azucarillo en una taza de café. en cuestión de días, la unión europea pasaría de discutir su “autonomía estratégica” a plegarse con entusiasmo a la consigna estadounidense de no ceder ni un ápice con rusia y de presionar a china.

En busca del tiempo perdido

Biden también ha sido quien ha capitaneado la política de sanciones unilaterales a Rusia. Estas medidas venían de antes, cuando Rusia se anexionó Crimea tras el referéndum de 2014. Pero se intensificaron, incluyendo la confiscación unilateral de bienes y depósitos, e incluso la expulsión de Rusia del sistema internacional de pagos SWIFT. Sanciones que ya se venían aplicando contra países considerados adversarios por Estados Unidos, como Irán o Cuba. Pero tienen una peculiaridad: nunca se dirigen contra las violaciones de derechos humanos cometidas por la administración norteamericana o por países aliados como Israel o Turquía. Por eso, cuando la propuesta sancionatoria se debatió en Naciones Unidas, varios estados que representan el 50 por ciento de la población mundial, entre los que se cuentan China, India, Pakistán, Bangladesh, Irán, Argelia, Nigeria, Sudáfrica, Brasil y Argentina, adoptaran una posición de neutralidad, exigiendo la paz pero sin apoyar sanciones contra Rusia.

Todo indica que estas sanciones, más que a Putin como tal, afectan a una parte importante de la población rusa. Estudiantes, artistas, deportistas que se encontraban en el extranjero acabaron expulsados con criterios directamente xenófobos. Y también a las poblaciones vulnerables de Rusia, de Europa y de otros rincones del mundo, que ya están experimentando el efecto búmeran de algunas de las sanciones. Baste pensar en los fenómenos de desabastecimiento que se están produciendo, o de los aumentos desorbitados en los precios del aceite, del trigo o de bienes básicos como el gas o la electricidad.

Por otro lado, quienes más complacidas están con la dureza de Biden son las grandes corporaciones militares y energéticas de su país. Empresas como Lockheed Martin, Raytheon, Global X o Constellation Energy, han visto cómo sus beneficios se multiplican al son de los tambores de guerra. Son estos sectores, al mismo tiempo, quienes más se están beneficiando por la presión ejercida sobre los estados de la Unión Europea para que incrementen su presupuesto en defensa o para que reemplacen el gas ruso por el gas de esquisto, mucho más caro, que los Estados Unidos extraen gracias a una técnica ambientalmente nefasta como el fracking.

Obviamente, estos cambios están pulverizando toda la retórica del Green New Deal y de la transición socio-ecológica generada a los inicios de la pandemia. Solo en Europa, millones de euros que debían dedicarse a programas sociales y verdes se están destinando a incrementar unos presupuestos militares ya abultados, al tiempo que se impone un nuevo macartismo con restricciones preocupantes de las libertades civiles y políticas básicas. Lo que para Europa y sus pueblos supone arrojarse en una suicida pendiente resbaladiza, en Washington es visto como una oportunidad para recuperar el tiempo perdido durante las “guerras contra el terrorismo”. Así, la decisión de Putin de emprender una agresión tan brutal con un discurso neozarista, no solo cohesionó el sentimiento anti-ruso entre la población ucraniana; también ha facilitado a los Estados Unidos tres movimientos simultáneos para los que no encontraba una excusa sencilla: reflotar el papel de una OTAN desprestigiada, liquidar todo proyecto de autonomía europea y cerrar el paso a cualquier entendimiento futuro de Europa con Rusia y China.

Crítica del realismo militarista

Ante un conflicto de estas características, la primera exigencia de una posición coherentemente antiimperialista consiste en reconocer el derecho del pueblo de Ucrania a no dejarse arrasar. Esto es, a su legítima defensa. Sin embargo, esta respuesta no tiene porqué justificar el envío de armas por parte de la OTAN. En primer lugar, siendo ya un gran productor e incluso un exportador de armas, Ucrania no es un país que carezca de ellas. Una escalada belicista que involucre directamente a la OTAN podría alterar la superioridad militar rusa, pero al precio de una conflagración nuclear.

Lo que parece imponerse entonces es una prolongación o empantanamiento del conflicto, con su estela de más muertes y destrucción. En palabras del sociólogo ucraniano, Volodymyr Ishchenko: “Si la guerra tiende a prolongarse, si ya no se trata de parar la invasión rusa, sino de, por ejemplo, lograr la caída de Putin cueste lo que cueste –lo que puede no ser un objetivo accesible–, Ucrania podría transformarse en Afganistán. Un lugar donde una guerra eterna se sucede por años sin pausa, con un Estado fallido, con la economía retornando a un estado premoderno, con la industria completamente destruida y millones de refugiados que no pueden volver a su hogar por años” (entrevista de Francisco Claramunt publicada en Brecha). 

Ahora bien, la legítima defensa no se agota en el derecho a la resistencia armada. Comprende también el derecho a la resistencia no-violenta. A la resistencia de quienes no quiere morir, pero se niegan a matar. Los cientos de miles de personas que dejan sus pueblos y ciudades para no quedar atrapadas en una espiral de barbarie infinita, las que se niegan a asesinar o a torturar a soldados hermanos, los desertores e insumisos en todos los bandos, expresan este rechazo a la sinrazón de una guerra pensada por las élites dirigentes para defender intereses que no son los de la mayoría social. Y lo mismo puede decirse de los bloqueos pacíficos de carreteras en ciudades ucranianas como Melitópol, Chernígov, Zaporiyia, Senkovka, Luhansk, o de las movilizaciones anti-guerra celebradas en Rusia, con miles de detenciones. Todas estas iniciativas prueban que la protesta no-violenta pero activa puede ser más eficaz, cuando se trata de defender a la gente de abajo, que la reacción armada, tanto por su capacidad para desmoralizar a quien agrede como por el hecho de incorporar a la resistencia a colectivos amplios de la población, incluidos niños, mujeres y personas mayores.

Cuanto antes se consiga un acuerdo de paz más vidas ucranianas serán salvadas, menos ciudades resultarán destruidas y menos resultará dañada la economía del país. Desde este punto de vista, la exigencia en todos los foros del alto el fuego y de la retirada de las tropas rusas debe ser un imperativo. Lo mismo que la protección de las personas refugiadas. La afluencia de migrantes ucranianos a la Unión Europea supone un desplazamiento de personas sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Ese fenómeno ya está produciendo una ampliación demográfica de Europa y debe ser abordado con el máximo respeto por los derechos humanos, evitando las discriminaciones por razón de origen, de color, y frenando situaciones intolerables de tráfico y abuso sexual. De la misma manera, el apoyo sin fisuras a las personas ucranianas que huyen del horror debe vincularse a una crítica abierta de la rusofobia, esto es, de la aberrante estigmatización de la cultura rusa y de buena parte de su ciudadanía que últimamente ha ido en aumento. Desgraciadamente, la desinformación, la burda propaganda y un cierto “unanimismo” que exige leerlo todo en términos maniqueos y simplistas no favorecen estas actitudes.

La prolongación de la guerra y de su sistema de sanciones ya está implicando aumentos desorbitados en el precio de productos básicos, incluidos los alimentos y la energía. Mientras millones de euros que deberían sufragar las políticas sociales y verdes de recuperación pospandemia, se están destinando a aumentar los presupuestos militares. Nada de esto favorece a la ciudadanía que más ha perdido con la crisis y con la pandemia. En Alemania, quien más se benefició del incremento del gasto militar de un 2% del PIB anunciado por Scholz fue el conglomerado Hensoldt, el mayor contratista del Ministerio de Defensa germano, cuyas acciones se dispararon de inmediato.

mientras millones de euros que deberían sufragar las políticas sociales y verdes de recuperación pospandemia, se están destinando a aumentar los presupuestos militares. nada de esto favorece a la ciudadanía que más ha perdido con la crisis y con la pandemia.

Un escenario de estas características solo puede favorecer a la extrema derecha, cómoda en su lenguaje nacionalista belicista; y perjudicar a una Europa que cada vez será más irreconocible como impulsora de la democracia, de la paz y del bien común planetario. Solo por eso, el rechazo de una OTAN reacia a la desnuclearización y entregada a un nuevo furor guerrero, debería ser tan nítido como el repudio de la infausta invasión de Putin, que está favoreciendo la confrontación entre bloques imperiales con armas nucleares.

Contra lo que afirma el supuesto realismo militarista, solo un pronto alto el fuego y una salida negociada en el marco de instancias como la ONU o la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), podrían minimizar el dolor, comenzar a restañar heridas que tardarán en cerrar y abrir caminos reales hacia la paz. Estos caminos tendrían que pasar por el reconocimiento a Ucrania del derecho a su independencia y autogobierno, con garantías para su seguridad y un estatuto de neutralidad similar al de Finlandia o Austria. Es dudoso, ciertamente, que una solución de este tipo pueda provenir de unas clases dirigentes que no han querido o no han sabido evitar este desenlace trágico. Por eso, una vez más, es imprescindible estar junto a quienes, a pesar de la represión o la censura, se movilizan en pro de la desescalada militar y de la solidaridad con todas las personas que quieren poner fin al horror de la guerra eterna. En Ucrania, en Rusia, en Europa, en los Estados Unidos, o en cualquier otro rincón del planeta.

En el caso europeo, estas movilizaciones entroncan con una antigua tradición antimilitarista que incluye a figuras diversas como Rosa Luxemburg, Bertrand Russell, E.P Thompson, Olof Palme o las Mujeres de Negro. Para esta tradición, las guerras aparecen casi siempre ligadas a regímenes políticos y económicos oligárquicos o despóticos que pugnan por la apropiación de recursos materiales y energéticos en beneficio de una minoría privilegiada y en detrimento de los intereses de la inmensa mayoría. Precisamente por eso el rechazo a la guerra, a la que Putin ha desatado en Ucrania, pero también a las que azotan a Palestina o a Yemen, deben vincularse a una crítica de fondo de las violencias imperialistas y del capitalismo predatorio que está imponiendo una nueva involución democrática global, amenazando la supervivencia misma de la especie.

Desde una perspectiva coherentemente antimperialista, la crítica de la invasión de Putin y del regreso de una OTAN recargada, que ya opera en regímenes fuertemente autoritarios como el de Turquía y que pretende expandirse a países como Colombia, debería ser irrenunciable. Sobre todo, si de lo que se trata es de promover la paz y la justicia en un nuevo orden global, multilateral y más cooperativo. Por eso, en estos tiempos brumosos, con demasiado ruido y demasiada furia, conviene que todos, comenzando por las jóvenes generaciones, tengamos presente la certera máxima que ha movido a tantas y tantos internacionalistas: “no a las guerras entre pueblos, ninguna paz con los canallas que las promueven”.

Entrevista en Tiempo Argentino

Gerardo Pisarello: “Detrás del conflicto en el Sahara Occidental hay intereses energéticos”

El vocero de En Comú Podemos sobre Asuntos Exteriores, nacido en Argentina y ex vice alcalde de Barcelona, cuestiona el apoyo de Pedro Sánchez al rey de Marruecos y en desmedro de la población saharaui. Los intereses de EEUU, Alemania y Francia en los recursos naturales africanos.

26/03/2022

Foto: Fadel Senna – AFP

Por: Sebastián Rodríguez Mora @rodriguezmoor

Gerardo Pisarello es jurista y diputado por la alianza En Comú Podem en el Congreso de España. Fue vice alcalde de la ciudad de Barcelona durante el primer gobierno de Ada Colau. Nacido en Tucumán, Gerardo es hijo de Ángel Pisarello, un abogado radical asesinado por la última dictadura cívico-militar argentina. 

Como vocero parlamentario de Asuntos Exteriores, su reciente intervención en el Congreso sobre la sorpresiva carta filtrada por Marruecos del primer ministro español Pedro Sánchez ayuda a comprender la compleja trama del conflicto en el Sahara Occidental, ex colonia española. 

Pisarello afirmó el miércoles que “España tiene una deuda muy concreta con el pueblo saharahui, al que abandonó de manera deshonrosa, cuando Juan Carlos de Borbón dio el visto bueno a la invasión de Hassan II a ese territorio en 1975 a cambio de que EEUU lo reconocieran a él como rey”.

En diálogo con Tiempo, asegura que no solo España tiene intereses en sostener la cercanía con Marruecos, dado su abastecimiento de gas desde territorio africano: EEUU, Francia, Israel y Alemania buscan asegurar futuras inversiones en fosfato e hidrógeno verde en la zona.

-¿Cuánto sorprendió a la coalición de gobierno esta decisión y en qué medida no debilita hacia adentro a Pedro Sánchez?

-Es una decisión que debilita a Pedro Sánchez no solamente en relación con sus socios de gobierno sino que con el resto del arco parlamentario, que fue unánime en la reprobación de la actitud del PSOE, y de sus propias bases que en un tema muy sensible como la cuestión saharaui no entienden este cambio súbito de posición de su partido. Para nosotros es inaceptable habernos enterado por una carta filtrada por el propio Mohammed VI, lo cual prueba que la operación de supuesto acuerdo ya nace muy tocada. Porque una de las partes comprometidas no duda en utilizarla como un arma arrojadiza para dejar en ridículo al propio gobierno español. Vamos a ver si son capaces de corregir esa decisión, pero yo tengo pocas esperanzas porque este giro del PSOE que consiste en acercarse a la política de la monarquía marroquí, que no tiene ningún respeto por los derechos humanos ni por la democracia. Esto tiene que ver con que es una monarquía que cuenta con el apoyo de EEUU, Francia, Israel y Alemania, que por razones geopolíticas están interesadas en el fosfato que se encuentra en la zona del Sáhara Occidental e incluso en la promesa de Marruecos de convertirse en un proveedor de hidrógeno verde. Por lo tanto que detrás de estos movimientos geopolíticos que sacrifican a un pueblo saharaui, luchador histórico y reprimido, hay intereses económicos y disputas por intereses energéticos. Es el contexto en el que se dan las guerras que se producen en este momento.

-En tu discurso reciente en el Congreso, marcaste una contradicción entre la defensa de la población ucraniana y el desinterés evidente por las y los saharauis. ¿A fin de cuentas la realpolitik energética europea se impone?

-Uno de los grandes problemas de la política europea y el llamado bloque occidental es su doble vara, el doble estándar con el que actúan. La inadmisible invasión de Putin a Ucrania ha puesto sobre la mesa algunos temas que son de justicia. La necesidad de refugio a las cientos de miles de personas que están huyendo desde Ucrania del horror, la necesidad de reconocer el legítimo derecho de la población ucraniana a autodeterminarse e incluso ser un país independiente de Rusia. Lo que ocurre es que eso entra en contradicción con la hipócrita política de Europa y Occidente en general, porque no es el mismo criterio que se aplica cuando se trata de Palestina, de Yemen o del propio pueblo saharahui. En algunos casos son conflictos que llevan décadas, en los cuales están involucradas potencias que vienen cometiendo crímenes no menos graves que los que está cometiendo Rusia en Ucrania, y sobre los cuales se mantiene sin embargo un gran silencio. Creo que eso no es realpolitik. Es una política que se pretende realista pero que al no incorporar valores es simple cinismo, una política que simplemente es un juego de poder para defender a los poderosos y que tarde o temprano se acaba volviendo contra aquellos que la impulsan. En ese sentido me parece preocupante que el propio reino de España esté en esta posición y que el PSOE la esté impulsando. Porque esa hipocresía y juego avieso para subordinarse al más poderoso, a la larga genera un precedente que se vuelve contra uno mismo.

Ucrania: contra la guerra y por una nueva seguridad global

Las actuales negociaciones constituyen una ocasión única para mostrar que una dirigencia política lúcida y una sociedad civil consciente y movilizada pueden alumbrar unas relaciones internacionales más cooperativas y sensatas

Gerardo Pisarello 3/02/2022 en CTXT

El conflicto entre Estados Unidos, la OTAN y Rusia a propósito de Ucrania no es nuevo. Sí lo es, en cambio, la singular escalada que ha experimentado últimamente, con acusaciones cruzadas de agresión entre unos y otros y con el fantasma de la guerra sobrevolando peligrosamente el horizonte. Nada aconseja trivializar esta situación. Una pequeña chispa, activada indistintamente por Vladimir Putin o Joe Biden, bajo el influjo de los halcones vinculados al negocio de la guerra, podría incendiar Europa y desatar desgracias inconmensurables en los sitios menos pensados. Y no solo eso. Quienes hoy se miran de reojo y se rearman con supuesto afán disuasorio, no empuñan rifles de juguete. Son países altamente militarizados, potencias nucleares capaces de generar catástrofes humanitarias y ecológicas difícilmente reversibles. 

En un escenario así, centrarse en evitar la guerra y en construir desde ya un nuevo orden económico y energético internacional, no imperial, más justo y democrático, dista de ser un ejercicio de buenismo ingenuo. Es la única forma realista de prevenir una devastación planetaria que sería de necios subestimar. 

1- Desafiar a Tucídides.

Se ha evocado mucho en estos días la reflexión que Tucídides dejó escrita en su Guerra del Peloponeso: “la guerra era inevitable, por el ascenso de Atenas y por el miedo que ello generó en Esparta”. Con esta referencia al historiador heleno se ha querido recordar que lo que está en disputa en el teatro de operaciones ucraniano no es un simple conflicto local. Es un enfrentamiento de mayor calado. Una pugna por la hegemonía entre China, potencia ascendente, y los Estados Unidos, potencia en declive, con el Kremlin como aliado cada vez más estrecho de Pekín.

Que esta tensión estructural existe, es indiscutible y define la realidad innegable de un mundo irreversiblemente multipolar. La cuestión es si la llamada “trampa de Tucídides” es una fatalidad destinada a resolverse en nuevas guerras o si alternativas más sensatas y menos suicidas pueden abrirse camino.  

La cuestión es si la llamada “trampa de Tucídides” es una fatalidad destinada a resolverse en nuevas guerras o si alternativas más sensatas

 En el caso de Ucrania, tanto Biden como Putin podrían verse empujados por sus respectivos lobbies militares-empresariales a una salida belicista. Con ello, podrían intentar ganar prestigio temporal ante sus opiniones públicas respectivas.  Sin embargo, también tendrían mucho que perder.

Tras la desastrosa retirada de Estados Unidos de Afganistán, algunos analistas pensaron que Biden podría recluirse internamente, desplegar un programa “rooseveltiano” y asumir, en el plano exterior, políticas de “buena vecindad”. Ni sus adversarios republicanos ni la derecha demócrata vinculada al negocio armamentístico se lo pusieron fácil. Todavía golpeados por el Vietnam afgano, los Estados Unidos no tardaron en anunciar la creación del llamado Aukus, un partenariado militar con Australia y Reino Unido que tenía como propósito contrarrestar la pujanza de China en la región del Índico y el Pacífico. Este partenariado ya presentaba algunas singularidades. De entrada, dejaba fuera a sus aliados de la Unión Europea (UE). Es más, obligaba al Gobierno australiano a romper su compromiso de adquirir submarinos a Francia, sustituyéndolos por submarinos estadounidenses de propulsión nuclear.

Desde entonces, Biden ha aparecido como un presidente desnortado, preso de grupos de poder asociados a la industria militar o a las energías fósiles y acechado por el fantasma de Trump. Todo ello, lejos de alejarlo del belicismo, le ha llevado a reactivarlo en más de una ocasión. Por el momento, el conflicto de Ucrania parece estar sirviéndole para eso: para revivir a una OTAN a la que el propio Emmanuel Macron decretó la “muerte cerebral” ya en 2019 y para mantener, a través de ella, su control sobre Europa, azuzándola contra Rusia.

Todavía golpeados por el Vietnam afgano, los Estados Unidos no tardaron en anunciar la creación del llamado Aukus, un partenariado militar con Australia y Reino Unido que tenía como propósito contrarrestar la pujanza de China en la región del Índico y el Pacífico

Rusia, sin embargo, no es la de la caída del muro. Ha desarrollado un poderío militar y tecnológico de gran envergadura, y no va a dejar de utilizarlo para proteger sus intereses. Convertida en un gran exportador de gas y petróleo, cuenta con una de las reservas de divisas más grandes del mundo. Según Adam Tooze estas oscilarían entre 400.000 y 600.000 millones de dólares, lo cual le daría un margen considerable para contrarrestar los embates de un régimen de sanciones duro similar al de Irán y para jugar sus propias cartas en el mercado energético. Pero como apunta Rafael Poch, tampoco la potencia rusa debe sobreestimarse. A pesar de su fuerza relativa, Rusia carece de la autonomía económica y financiera de los circuitos capitalistas internacionales que ha ido construyendo China. Por otro lado, las propias características autocráticas y oligárquicas del régimen –incubadas ya durante el gobierno “prooccidente” y “liberal” de Boris Yeltsin– han aumentado su fragilidad. Como explica Tooze, el contrato social interno de la era Putin –“ustedes nos proveen y dejan en paz nuestras dádivas sociales al estilo soviético, y nosotros les votaremos sin preocuparnos por sus robos y corruptelas”– se ha ido desgastando en los últimos años. Y a ello deben sumarse los descontentos sociales reales existentes en muchos de los países que rodean a Rusia. Este es el caso de la propia Ucrania, cuyo cambio de régimen en 2014 contó con un fuerte apoyo económico de Washington y Bruselas, pero no hubiera sido posible, como sostiene Poch, sin un genuino movimiento nacional-popular detrás.

Esta compleja realidad admite dos salidas contrapuestas. Una, en uno y otro bando, es la tentación de la guerra, una alternativa altamente inflamable tratándose de potencias nucleares. La otra es desafiar la maldición de Tucídides, abandonar el juego de la gallina militarista y dedicar todos los esfuerzos diplomáticos y económicos a la transición hacia un orden internacional nuevo. Multipolar, más cooperativo, más democrático. Una opción que lejos de ser un ensueño idealista resultaría, en el medio y largo plazo, más beneficiosa y pragmática para todos.     

2- El reto europeo: creerse la “autonomía estratégica” 

Llegados a este punto, la pregunta es si la UE está en condiciones de afrontar este desafío. La respuesta no está clara. La realidad incontestable de un mundo multipolar ha llevado a la UE a reivindicar la necesidad de una mayor “autonomía estratégica” frente a las grandes potencias. Sin embargo, la concreción de esta consigna ha venido condicionada por el control que los Estados Unidos y el Reino Unido, a través de la OTAN, siguen ejerciendo sobre el continente.

Esto se ha visto con bastante claridad en el conflicto ucraniano. La voz más belicista, y la que más histéricamente ha insistido en la inminencia de una invasión rusa de Ucrania, ha sido la del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, seguido quizás por Boris Johnson. Esta actitud contrasta con la del propio presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, a menudo incómodo con el fervor pro escalada en el que está instalado Stoltenberg. Y lo mismo ocurre con países europeos de peso como Alemania, Francia o Italia. Todos ellos se han mostrado renuentes a embarcarse en una estrategia de choque con Rusia que amenazaría su seguridad y su economía. 

La voz más belicista, y la que más histéricamente ha insistido en la inminencia de una invasión rusa de Ucrania, ha sido la del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, seguido quizás por Boris Johnson. 

En las últimas semanas, el canciller Olaf Scholz ha exhibido en más de una ocasión su resistencia a dejarse arrastrar por una espiral de amenazas de sanciones que impliquen cancelar el gasoducto Nord Stream 2, que va de Rusia a Alemania. Macron tampoco ha dejado de mantener contactos diplomáticos con Putin. Y el propio Mario Draghi ha recordado a Biden que el empresariado italiano mantiene estrechas relaciones comerciales con Rusia que no está dispuesto a romper.

Es pronto para saber el desenlace de este juego de cálculos. Pero es evidente que para que Europa tenga una voz creíble en este asunto, es fundamental que la “autonomía estratégica” deje de ser consigna pronunciada con temor para convertirse en una afirmación decidida de una política de seguridad, comercial y energética propia. Esta política no puede basarse en resucitar un proyecto otantista cuyo desprecio por la UE ha llegado a cotas insultantes (como con el famoso “¡que le den a Europa!” de la embajadora estadounidense para asuntos europeos, Victoria Nuland). Tampoco puede construirse contra Rusia y contra China, como pretende Estados Unidos. Por el contrario, si Europa aspira a tener una voz propia, esta debería servir para preservar la paz, apuntalar el derecho internacional y el papel de Naciones Unidas, y favorecer la transición hacia un orden internacional no imperial, más justo y sostenible. 

Obviamente no se trata de un giro sencillo después de décadas de sumisión casi exclusiva al proyecto imperial norteamericano. Pero es imprescindible si Europa pretende salir de la crisis pandémica con un proyecto confiable para su propia ciudadanía.

3- El papel de los países del sur en la gestación de un nuevo modelo de seguridad

Más allá del papel central de Alemania y Francia en el impulso de cualquier proyecto de seguridad renovado, este sería inviable sin el concurso de los países del Sur de Europa. Italia lo ha tenido más o menos claro y Portugal ha evitado sobreactuaciones. Por eso, la decisión de la ministra de Defensa Margarita Robles de tropas al Mar Negro y Bulgaria sin que nadie lo solicitara, apareció como un movimiento desafortunado y poco meditado. De entrada, porque como apuntaba Manel Pérez en las páginas de la La Vanguardia, trajo a la memoria al furor atlantista de José María Aznar durante la invasión de Irak. Ya en aquel entonces, los aparatosos gestos de subordinación a los Estados Unidos acabaron por comprometer temerariamente la propia seguridad española. Pero no solo eso. La decisión de Robles no pareció conmover a un “amigo americano” que difícilmente se prestará para frenar las pretensiones de Marruecos sobre los recursos energéticos del Sahara, sobre todo si eso implica cuestionar la alianza trabada en su momento entre Mohamed VI y Benjamin Netanyahu.

Esta decisión, en realidad, fue desafortunada en dos sentidos. Por un lado, acercó peligrosamente al Gobierno de coalición al “partido de la guerra”, algo que Pablo Casado aplaudió de inmediato. Por otra parte, contrastó con el papel en cierto modo vanguardista de los Gobiernos de Portugal, España e Italia, durante la primera fase de la pandemia. En aquel momento, todos ellos tuvieron un peso decisivo a la hora de empujar a la Europa del norte, con Merkel a la cabeza, a asumir el llamado “momento hamiltoniano”. Esto es, a entender que la crisis que suponía la pandemia obligaba a suspender las reglas austeritarias del Pacto de Estabilidad europeo, a apostar por la mutualización de las deudas y a aprobar transferencias directas a los países más necesitados. 

La decisión de Robles no pareció conmover a un “amigo americano” que difícilmente se prestará para frenar las pretensiones de Marruecos sobre los recursos energéticos del Sahara

Resultaría decepcionante que los mismos países que contribuyeron a que Europa tuviera una respuesta más social y creativa que en la crisis del 2008 se dedicaran ahora a secundar iniciativas caducas, propia de la Guerra de la Fría, y a desempolvar los viejos tambores de la guerra. Por el contrario, lo que se esperaría es que los países del Sur impulsaran una profundización del giro social, acompañándola de la defensa de una Europa comprometida con la paz, con la desescalada y con una transición energética justa.

En el caso de Ucrania, esto obligaría a recuperar algunos principios y propuestas ya presentes en el Acuerdo de Minsk II, firmado en 2015 por Alemania, Francia, Rusia y Ucrania, bajo el auspicio de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OCSE). Su propósito, entonces, fue aliviar la guerra del Donbás. Su puesta al día exigiría, también por parte de los países del sur de Europa, propiciar un acuerdo claro a favor de la distensión, la desnuclearización y la resolución dialogada del conflicto actual. Ello supondría la retirada acordada de las tropas movilizadas en el marco de la escalada y la búsqueda de un estatuto de neutralidad para Ucrania, con plena autonomía para el Donbás y en el marco de una República federal, plurinacional y multiétnica (en una línea parecida, por ejemplo, a los Acuerdos de Viernes Santo firmados en Belfast en 1998 para el caso de Irlanda).   

En un marco como el actual, parece inasumible que se prohíba a Ucrania entrar a la OTAN, como pretende Putin. Pero al estar atravesada por conflictos territoriales, también es muy difícil que sea invitada a sumarse a ella o a la UE. Incluso si la Administración Biden se arriesgara a ello, no es descartable que Alemania y Francia vetaran esa posibilidad. En cambio,  como ha defendido Anatol Lieven en The Nation, un nuevo acuerdo de paz podría incluir un tratado que estableciera la neutralidad de Ucrania para la próxima generación, similar a la del Tratado del Estado austríaco de 1955, pero finalizable o renovable a los 30 años. Un tratado de estas características no sería imprescindible, pero permitiría alejar el principal motivo para la interferencia rusa y para la intimidación de Ucrania. 

En el marco actual, parece inasumible que se prohíba a Ucrania entrar a la OTAN, como pretende Putin. Pero al estar atravesada por conflictos territoriales, también es muy difícil que sea invitada a sumarse a ella o a la UE

Quizás por un aprendizaje histórico, tanto China como Rusia han tendido a desplegar una política exterior más prudente y más abierta a la diplomacia que la norteamericana, por lo que podrían aceptar un acuerdo así. También los Estados Unidos, en realidad. Pero eso dependería de que su propia opinión pública, así como la UE, hablaran con una voz clara y plantaran cara al poderoso lobby que financia el armamentismo. 

Todo esto obligaría a Europa a pensar en grande y a atreverse a imaginar orden internacional no imperial, más cooperativo y pacífico. Es verdad que esto es difícil cuando la pandemia ha suspendido la movilización ciudadana en muchos sentidos. Pero tampoco se partiría de la nada. En el caso de España, esto supondría recuperar muchos de los argumentos pacifistas, antinucleares, ya presentes en las campañas contra la permanencia en la OTAN de 1986. Asimismo, exigiría reeditar el espíritu de las masivas movilizaciones contra la guerra de 2003. Y por supuesto, implicar a los centros de resolución de conflictos y de cultura de paz en la diplomacia internacional, asumiendo las propuestas ecofeministas que vinculan estos objetivos a un nuevo modelo productivo, reproductivo y energético.   

Muchas de estas alternativas han sido planteadas en el “Manifiesto por la paz y para evitar una nueva guerra en Europa”, firmado por Unidas Podemos, En Comú Podem, Alianza Verde, Bildu, BNG, CUP, Más País y CompromísPero sin duda podrían enriquecerse a lo largo de los meses que precederán a la cumbre de la OTAN del próximo mes de junio. 

Esta cita, de hecho, sería una buena oportunidad para plantear la necesidad de otro modelo de seguridad, realista pero desligado de las obsesiones de la Guerra Fría y de una OTAN que no ha dado signos de superar su estado de “muerte cerebral”. Desde luego no es fácil activar un sujeto pacifista movilizado en medio de una pandemia que lo ha trastocado todo. Pero sería dramático que para asumir la necesitad de un cambio hubiera que pasar por el trauma de nuevas guerras. 

Las actuales negociaciones a propósito del conflicto ucraniano constituyen una ocasión para mostrar que una dirigencia política lúcida y una sociedad civil alerta pueden alumbrar unas relaciones internacionales más cooperativas y sensatas, sin que una gran catástrofe bélica actúe como catalizador para ello. 

Seguramente, esto obligaría a denunciar la corrupción y la opacidad que rodea a los negocios de la guerra, reivindicando la valiente tarea llevada adelante por gente como Julian Assange. Como contrapartida, a quien más beneficiaría un modelo de seguridad alternativo sería a las poblaciones de Ucrania, Europa, China, Rusia, Estados Unidos y del mundo entero, que en estos tiempos convulsos podrían constatar lo obvio: que la paz sigue siendo el único camino.

Bolivia: la revuelta de la esperanza.

Por Gerardo Pisarello y Lucía Muñoz*

Publicado en Cuartopoder 25/10/2020

«Llegamos al país unos días antes de las elecciones. Veníamos como invitados por el Tribunal Supremo Electoral»

«Ahí comenzamos a entender que el voto, para amplios sectores de las capas populares indígenas y campesinas había adquirido una dimensión existencial»

«El pueblo boliviano salvaba la memoria del Che y nos devolvía a Madrid sanos, salvos y llenos de esperanzas en la gran revuelta democrática que acababa de producirse»

Llegamos al país unos días antes de las elecciones. Veníamos como invitados por el Tribunal Supremo Electoral. Aterrizamos en La Paz-El Alto y vinieron a recogernos en una camioneta para observadores. Julio, el chófer, nos advirtió que había algunas patrullas militares en la zona y problemas en el suministro de combustibles. En el descenso al hotel, con el Illimani de fondo, notamos que no había prácticamente pintadas en las paredes. Algunas leyendas, uno que otro cartel, pero poca cosa más. Como si las elecciones se hubieran producido ya, en un tiempo lejano del que apenas quedaba rastro. O como si se tratara de algo de lo que no convenía hablar demasiado. Esa fue la impresión más evidente: la del silencio. Un silencio denso, extraño, vigilado, que no hacía presagiar nada bueno. Mucho menos la revuelta democrática que nos tocaría vivir el domingo.

Murillo y la extrema derecha española

Nos alojaron en un hotel del centro donde se realizarían las formaciones del propio Tribunal Supremo Electoral. No habíamos terminado de deshacer las maletas cuando el ministro de Gobernación, Arturo Murillo, decidió recibirnos con un tuit de bienvenida. El mensaje distinguía entre observadores y “agitadores […] que vienen a buscar violencia”. Los primeros eran formalmente bienvenidos. A los segundos solo les podían esperar dos destinos: o “un avión o entre rejas”.

La noticia no invitaba a la tranquilidad. Murillo había sido responsable directo de la represión contra movimientos sociales e incluso de masacres como las de Senkata y Sacaba. En ellas, una veintena de civiles resultaron muertos y unos doscientos heridos de gravedad. Ese mismo hombre que buscaba intimidarnos se había reunido en enero con los diputados de Vox, Hermman Tertsch y Víctor González Coello de Portugal. Este último acababa de ser condenado por el Tribunal Supremo por “irregularidades contables graves” en la empresa Marmolería Leonesa. Pero ni él ni Tertsch tuvieron empacho en mostrar ya desde el comienzo del golpe de Jeanine Añez su “solidaridad con el gran cambio hacia la democracia en Bolivia”.

La noticia de nuestra presencia en Bolivia activó las viejas amistades. No había caído la noche cuando por orden evidente de Murillo, la Dirección de Migraciones cedió las fotos que nos habían tomado en los controles de Santa Cruz al “periodista” de OK Diario, Alejandro Entrambasaguas. Hijo de un ingeniero que había llegado a trabajar con el Gobierno de Evo Morales, Entrambasaguas había puesto sus malas artes al servicio del gobierno de Añez, casi desde su constitución. Con el respaldo de sus vínculos en la península, se dedicó a difundir noticias falsas en medios ultraderechistas bolivianos, a realizar declaraciones racistas contras aymaras y quechuas e incluso a montar agresiones contra simpatizantes o exministros del Movimiento Al Socialismo (MAS). Nuestra llegada también le resultó inspiradora. Entre el jueves y el sábado su pasquín digital publicó notas con las fotos cedidas ilegalmente –las nuestras y las de nuestros compañeros Fran Pérez y Maite Mola, de Izquierda Unida–. La ristra de mentiras era notable. Decía que habíamos mentido en aduana, haciéndonos pasar por turistas, cuando ya estábamos acreditados por el Tribunal Supremo Electoral. Aseguraba que habíamos decidido alojarnos en un hotel de lujo, cuando en realidad se trataba del hotel escogido por el propio Tribunal Electoral (75 dólares la noche, pagados por nosotros). El propósito de fondo, sin embargo, estaba claro. Abonar la tesis de los “alborotadores violentos” de Murillo y crear un clima público hostil e intimidador. En poco tiempo, nuestras fotos circulaban por televisiones y prensa escrita boliviana, se distribuían en grupos de whatsapp e incluso en la propia calle. Representantes de Naciones Unidas nos aseguraron que velarían por nuestra seguridad y mucha gente comenzó a solidarse en las redes. Nosotros estábamos tranquilos, pero conociendo los antecedentes del Gobierno de facto, éramos conscientes de que no se podía descartar nada. El viernes por la noche, de hecho, unos 60 policías intentaron detener “por órdenes superiores” al diputado argentino Federico Fagioli, que primero fue aislado en una dependencia del aeropuerto de El Alto y luego arrastrado a un automóvil sin identificación. Las grabaciones de los forcejeos con la policía y la intervención del propio presidente argentino, Alberto Fernández, permitieron que Fagioli fuera dejado en libertad. Pero la situación era clara: si el Gobierno de facto pretendía intimidar con estos métodos a diputados y observadores internacionales, no había que ser muy agudos para imaginar lo que estaba haciendo con la gente sencilla, de a pie, que discrepaba con el Gobierno y que estaba llamada a ejercer su derecho de voto.

Las elecciones del 18 de octubre: un voto existencial

El propio domingo amaneció cargado con esa tensión. En la sesión de apertura formal de los comicios convocada por el Tribunal Supremo Electoral, nos tocó sentarnos a unos pocos metros de Murillo y de la propia Añez. Ambos habían entrado escoltados por militares, pero no intervinieron en el acto. El único orador fue el propio presidente del Tribunal Electoral, Salvador Romero, que habló rodeado de miembros de embajadas y de organismos internacionales. La soledad institucional de la presidenta de facto no pasó inadvertida a nadie. Era un indicio fuerte de un desgaste y un  desprestigio profundos, que no tardarían en corroborarse.

Contra los pronósticos más agoreros, las votaciones se produjeron de manera ejemplar. Prácticamente no se registró ningún incidente y la asistencia a las urnas fue masiva. La misma tarde del domingo, un señor aymara de edad mediana nos había confesado, con una mezcla rara de serenidad y angustia, que llevaba meses “con un nudo, con una fuerte presión en el pecho”. Y que votar lo había “aligerado”, que le había quitado un gran peso de encima.

Ahí comenzamos a entender que el voto, para amplios sectores de las capas populares indígenas y campesinas, así como para sectores medios importantes, había adquirido una dimensión existencial, casi de vida o muerte. Que tras las movilizaciones y cortes de carretera del mes de agosto, se había convertido en el último recurso para hacer valer una voluntad atropellada, maltratada. La cuestión clave era dónde iría a parar esa exigencia de paz después de tantos meses de agresiones, de corrupción, y de una pésima gestión de la pandemia. Todas las encuestas colocaban en primer lugar a la fórmula integrada por Luis Arce y David Choquehuanca. Sin embargo, notamos que en cenáculos influyentes -embajadas, organismos internacionales, editoriales televisivas, círculos económicos- no se perdía la esperanza de que el ganador, al menos en segunda vuelta, fuera Carlos Mesa.

Para buena parte de los sectores biempensantes locales e internacionales, Mesa aparecía como el garante de una continuidad amable, elegante, del régimen facto, y como el mejor antídoto contra el Masismo. Era la encarnación paceña de esa suerte de Macronismo global por el que suspiran tantas élites. Un intelectual capaz de hablar su lenguaje, de aplacar cualquier tentación “populista” y de permitir, bajo una retórica socialiberal, mantener el business as usual.

Tanto desde Estados Unidos como desde Europa se hizo mucho para que ocurriera: se amparó el papel fraudulento de la OEA en las elecciones de 2019, se toleraron o minimizaron gravísimas violaciones de derechos humanos por parte del régimen de facto, se dejó las manos libres a la extrema derecha para que actuara contra las bases masistas. Todo ello con la convicción de que Mesa irrumpiría entre el humo y los escombros como el gran pacificador, como el voto útil de un nuevo orden “culto”, liberal, moderno, capaz de convertir al MAS en un paréntesis pintoresco de la historia andina.

A medida que avanzaba la tarde, hubo algunas señales de que las cosas no irían por este camino. En una decisión algo extraña, pero celebrada por nosotros, el Tribunal Supremo Electoral había dejado caer, un día antes de las elecciones, el Sistema de Conteo Preliminar que tantos problemas había ocasionado en 2019. Con ello, el momento clave de la noche electoral se trasladaba a las encuestas a boca de urna encargadas a empresas privadas claramente dominadas por sectores anti-masistas. Se calculaba que a partir de las ocho publicarían sus resultados. Esto tenía un riesgo cierto, puesto que marcaría una tendencia que podía no coincidir con los datos oficiales finales. El fantasma de los enfrentamientos por los resultados volvía a sobrevolar el ambiente.

Cuando eran casi las nueve, las televisiones bolivianas comenzaron a anunciar que la publicación de los resultados sería “inminente”. Sin embargo, el subtitulado que informaba en rojo las aparición de las primeras cifras permaneció largamente congelado en la pantalla. Los temores de una retención deliberada y de un posible fraude contra el MAS se apoderaron de muchos de nosotros, así como de compañeras y compañeros pertenecientes a las delegaciones del Parlasur, de la Internacional Progresista o de la Copppal, encabezada por el derrocado presidente paraguayo Fernando Lugo. El nerviosismo fue creciendo. Era difícil no pensar qué ocurriría con miles de bolivianos –y con nosotros mismos– si se desataba una nueva ola represiva.

Y de pronto, lo increíble. Esos momentos únicos, que condensan y condicionan una época. Tras horas de demoras injustificadas, los resultados a boca de urna revelaban lo que nadie había previsto: el MAS se imponía en primera vuelta, con más de veinte puntos de diferencia, sobre su inmediato seguidor. Un nudo nos ganó la garganta. La propia Jeanine Añez salía a reconocer que la fórmula Arce-Choquehuanca había sido escogida para gobernar el país. La sorpresa era inmensa. La alegría, también.

El voto como bofetada contra el abuso de poder

Lo ocurrido desbordaba las expectativas más optimistas. Entrada la madrugada, comenzaron a circular en los móviles las declaraciones de un sindicalista de la Central Obrera Boliviana -la célebre COB- que ayudaba a entender algunas cosas. “Les hemos dado un sopapo, un revés”, decía, mientras mascaba unas hojas de coca. “Hoy la gente ha votado contra la discriminación, contra la prepotencia. Han lastimado lo más profundo de los bolivianos. La pollera, la whipala, la Pachamama. Nuestras tradiciones ancestrales, milenarias. Se han despreocupado por el sector productivo de Bolivia. No les ha importado más que hacer corrupción, humillar al pueblo boliviano, discriminar ¿Cuántas armas han caminado hoy día por Bolivia? Esto va a quedar para la historia. Y el mundo lo ha visto: ¿cómo en un día de fiesta democrática pueden sacar armas a la calle?”

En un escenario de guerra civil asimétrica, de agresión militar, pero también de agresión social y económica, el voto resultaba una última oportunidad no violenta de proteger la vida. O se conseguía con el voto, o tendría que conseguirse en las calles, a través de la movilización, y al precio que fuera necesario. Y pasó lo inesperado. El MAS volvía y lo hacía con millones de votos, confirmando la profecía atribuida al caudillo aymara Tupac Katari, antes de ser asesinado por los corregidores españoles, en 1781. Y no solo eso. Volvía evitando las provocaciones, sorteando las patrullas militares y las amenazas del ya menguante Ministro Murillo. Para una amplia mayoría de la población, el voto se había convertido en la herramienta más eficaz para limitar el abuso de poder. Y no se había ejercido de cualquier manera. Había tenido un carácter inequívocamente pacífico, y sobre todo, había sido masivo. Esa masividad fue tan contundente que pronto quedó claro que no podría ser neutralizada por ninguna de las vías coercitivas utilizadas durante el golpe de 2019. Ni la intimidación, ni el fraude, ni la intromisión ilegítima de ningún actor internacional. El desprestigio del régimen y los veinte puntos de diferencia entre Arce y Mesa dejaron sin opciones a las alternativas golpistas. Ni el Secretario de Estado, Mike Pompeo, ni el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, ni los grupos de choque de Luis Camacho, en Santa Cruz, pudieron maquinar para impedir una salida democrática.

Mesa o el fraude del Leviatán liberal

Pero no solo Pompeo o Almagro habían sido derrotados. También la opción Mesa había naufragado de manera inapelable. Sus promotores fueron los primeros en recibir el “sopapo” tan expresivamente descrito por el trabajador de la COB. Los más de veinte puntos que separaron a Arce de Mesa reflejaban un desprecio y un desconocimiento insultantes por parte de ciertas élites de una Bolivia indígena, campesina, popular, siempre subestimada en sus análisis sociológicos o tratada como una masa infantil, manipulable, sin autonomía propia. Pero había algo más profundo. La propia aspiración a un Leviatán liberal encabezado por Mesa se revelaba como un fracaso. Como un concepto fraudulento que se asentaba en una contradicción notoria: la de un liberalismo que había consentido todo tipo de tropelías contra las libertades más elementales. La de una promesa de orden, de estabilidad, que se había dejado arrastrar sin tapujos por desorden, por el caos represivo y por las corruptelas de la extrema derecha. En realidad no era algo nuevo. Contemplado a través del cristal boliviano, el propio siglo veinte aparecía repleto de refinados liberales à la Mesa que prestaron sus servicios al matonismo “antipopulista” de extrema derecha, con la esperanza de poder desembarazarse de un adversario incómodo en su camino a la gloria. Lo cierto, sin embargo, es que el grueso de ellos obtuvo lo mismo que el 18 de octubre había deparado al profesor boliviano: un triste lugar en el panteón de los políticos fracasados.

Luis Arce y la gestión la esperanza   

Quien sí había recogido los frutos de esa exigencia existencial de paz y de seguridad social económica había sido el binomio integrado por Luis Arce y David Choquehuanca. A medida que avanzaba el escrutinio, todo adquiría claridad retrospectiva. El impresionante despliegue territorial del MAS y de sus diferentes núcleos comunitarios, que en pocos meses habían recuperado mística y capacidad organizativa espoleados por la represión. El papel carismático de Evo Morales, quien en medio de los embates más duros había resistido y agudizado el olfato del viejo dirigente cocalero del Trópico de Cochabamba. Las propias figuras de Arce y Choquehuanca, con quienes nos habíamos reunido dos días antes en la modestísima sede del MAS, aparecían ahora más nítidas, bajo una luz nueva. Arce, como el hombre tranquilo que encarnaba con solvencia un modelo económico inteligente, que había garantizado crecimiento, inclusión, distribución de la riqueza, y que había mejorado la vida concreta de millones de bolivianos y bolivianas. Choquehuanca, como garante de la revisión de errores del pasado y como vínculo autorizado con los pueblos indígenas y campesinos. Y tras ellos, una nueva generación de dirigentes que prometía aportar savia nueva al proceso de democratización del país: Adriana Salvatierra, la presidenta del Senado más joven de la historia de Bolivia, con solo 29 años; la valiente Eva Copa, presidenta de la Asamblea Legislativa Plurinacional; el carismático Andrónico Rodríguez, dirigente cocalero y vicepresidente de las Seis Federaciones Cocaleras del Trópico de Cochabamba.

Los retos, en un contexto de pandemia y de un horizonte económico difícil, eran enormes. Estabilizar el país, reparar los daños a los bienes públicos, comunes, revertir desigualdades sangrantes, facilitar la articulación comunitaria generada durante la resistencia al golpe. Combinar de forma sabia las exigencias de justicia, de reparación de los crímenes del interregno Añez, con las demandas de paz de una sociedad demasiado agotada por el clima de guerra civil como para que el MAS pudiera limitarse a “ser como ellos”. Un apoyo tan contundente, pero tan diversificado internamente, obligaba a una reconstrucción firme y cuidadosa de una república genuinamente plurinacional, capaz de corregir los errores de las gestiones anteriores, de afirmar los aciertos, y también de inventar, de ofrecer a la región y al mundo nuevas razones para la esperanza.

El lunes siguiente a las elecciones el país se levantó aliviado. Un sol intenso, amable, cubría La Paz y las calles recuperaban el color del pequeño comercio, de la venta ambulante. Las noticias traían una cascada de reconocimientos al nuevo Gobierno: Alberto Fernández, Andrés Manuel López Obrador, Sebastián Piñera y Pedro Sánchez. La sensación, en realidad, era que entre octubre del 2019 y octubre del 2020 algo se había movido. El eje de la incidencia internacional se había desplazado de la OEA y de Trump a la ONU y la Unión Europea. El francés Jean Arlaut, comisionado por António Guterres para buscar una salida pacífica en Bolivia, no tenía nada que ver con el fraudulento Luis Almagro. Y Josep Borrell estaba determinado a no actuar al ritmo de Pompeo.

Antes de abandonar la ciudad, tuvimos tiempos de abrazarnos –los contenidos abrazos de estos tiempos de pandemia– con viejas amigas y amigos de Bolivia, compañeras de lucha, de resistencia, de innumerables reuniones de Zoom durante la pandemia y durante la infausta de la dictadura añista. Muchos de ellos habían decidido regresar tras un exilio doloroso, arriesgando sus vidas, apostándolo todo a una victoria popular que había acabado por producirse. Cada quién, entre lágrimas, ensayaba el duelo de lo que habían sido aquellos meses de ruido y furia: las muertes de gente amiga, las amenazas a familiares, las persecuciones judiciales, el saqueo de bienes. Sin embargo, esta vez, la pena daba rápidamente paso a una sonrisa liberadora. El ajayu, el alma aymara, les volvía al cuerpo y con los ojos iluminados, todavía incrédulos, comenzaban a enumerar los desafíos y los signos de un tiempo nuevo. Y no solo para Bolivia. Para Chile, que había celebrado su propio 18 de octubre con una Plaza de la Dignidad repleta de banderas mapuche y de cantos que recordaban, con Quilapayún, que “el pueblo, unido, jamás será vencido”. Para Ecuador, cuya justicia había autorizado la inscripción de la pareja Andrés Arauz y Carlos Rabascall para las elecciones presidenciales de 2021. E incluso para los Estados Unidos, donde los resultados bolivianos suponían un nuevo dolor de cabeza para Donald Trump, pieza clave en la articulación de las extremas derechas ibero-latinoamericanas.

Llegamos al aeropuerto de La Paz-El Alto hacia la hora de comer. Pedimos algo de fruta, apuramos una última empanada, enviamos nuestras impresiones a nuestros compañeros del Congreso y a toda la gente que nos había seguido, preocupada, durante nuestro precipitado salto a Bolivia. Mientras nos acercábamos a los últimos controles de salida, nos vino a la cabeza el discurso pronunciado poco antes de las elecciones por el ministro de Defensa del Gobierno Añez, Luis López, a propósito de los 53 años del asesinato de Ernesto Guevara en La Higuera. En él, López había advertido con tono marcial que no permitirían que los extranjeros, cualquiera sea su nacionalidad, vinieran a “subvertir” el país, como había intentado el Che. Y había recordado con tono amenazante que aquellos “terroristas y aventureros” habían sido derrotados “no solo por el Ejército boliviano, sino también por el pueblo”, y que la historia se podía volver a repetir. Mientras comentábamos aquel discurso macabro, un militar boliviano, joven, nos reconoció detrás de las mascarillas “¿No son ustedes los observadores que aparecieron en la televisión estos días?” Nos miramos, tomamos aire, y asentimos con la cabeza. “Que sepan que serán siempre bienvenidos a Bolivia” agregó con una sonrisa. Es difícil saber qué hubiera ocurrido con unos resultados electorales más ajustados. Pero los obtenidos habían cerrado paso a la violencia desbocada y a la muerte. Con su coraje extraordinario, el pueblo boliviano salvaba la memoria del Che y nos devolvía a Madrid sanos, salvos y llenos de esperanzas en aquella gran revuelta democrática que acababa de producirse ante nuestros ojos sacudiendo al mundo.

* Diputados del Grupo Confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia En Común.

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En la Comisión de Exteriores

En la Comisión de Exteriores, celebrada el 24 de septiembre, defendí la Proposición no de Ley presentada por el Grupo Confederal Unidas Podemos- En Comú Podem- Galicia en Común, relativa a las capacidades y actuaciones de distintos países para enfrentar la pandemia de la COVID-19 y la necesidad de reforzar el sistema de gobernanza multilateral con el fin de promover la defensa de los derechos humanos y la justicia global.

Un debate importante y una reflexión en la que por primera vez en mucho tiempo la humanidad aparece unida por un interés general mucho más vital que en el pasado: el interés en la superviviencia de la especie y en la habitabilidad del planeta.

Contra lo que afirman teorías negacionistas de toda laya, hoy nos encontramos frente a problemas globales que condicionan la supervivencia de la humanidad:

  • El incremento dramático del calentamiento climático.
  • El alarmante aumento armas de destrucción masiva y los peligros de conflictos nucleares
  • Un crecimiento obsceno de las desigualdades y de la concentración de riqueza en pocas manos, que trae como resultado la muerte cada año de millones de personas por falta de alimentación y medicamentos
  • El drama de centenares de miles de migrantes que huyen de estas catástrofes climáticas y de guerras por la apropiación de recursos.

La lista, siendo realistas, sería larga. Se trata de fenómenos que sin duda plantean la necesidad de actuaciones decididas en el ámbito local y estatal. Pero que también exigen actuaciones urgentes en el ámbito internacional.

No un gobierno mundial, seguramente indesesable y peligroso, pero sí una nueva gobernanza global, un nuevo internacionalismo y un nuevo multilateralismo capaz justamente de garantizar estos objetivos la supervivencia, en condiciones dignas, de todos los pueblos y gentes del mundo y la preservación del planeta como casa común de las especies que lo habitan.

Esta es la reflexión que llevamos al Congreso, justo cuando se cumplen 75 años de la creación de las Naciones Unidas.

Al igual que la Organización Mundial del Trabajo, un año antes, las Naciones Unidas nacieron como un intento, precisamente, de trazar un nunca más a un capitalismo voraz, desenfrenado, muy similar al de nuestro tiempo, que había acabado en dos guerras mundiales y en experiencias tremendas como el nazismo, el fascismo o el colonialismo.

Desde entonces, ese experimento civilizatorio ha permitido avances importantes y ha sufrido el sabotaje a menudo, de los grandes leviatanes de Estado y de Mercado.

A lo largo de estos 75 años, en efecto, hemos visto una y otra vez a las grandes potencias intentar sabotear una y otra vez el mandato de paz, de respeto entre los pueblos, de protección de los derechos de todos, establecidos en el corpus normativo de la ONU.

Uno de los ataques más abyectos a esos principios de Naciones Unidas ha sido el perpetrado por el presidente de Donald Trump, quien traicionando el compromiso internacionalista de algunos norteamericanos insignes -pienso en Walt Whitman, en Eleonor Roosevelt, en Martin Luther King- ha dedicado su Administración a minar política y económicamente a la ONU, a la Organización Mundial de la Salud y a otros organismos unilaterales y amenazando con actuaciones belicistas irresponsables y propias de un nuevo Nerón.

Pero los ataques perpetrados contra la ONU y en general, contra el derecho internacional de los derechos humanos, no solo han tenido como protagonistas a grandes potencias como Estados Unidos, China, Rusia o Israel. También han tenido como protagonistas a grandes corporaciones transnacionales que incluso durante esta pandemia no han dudado en colocar sus intereses privados por encima de la Declaración Universal de Derechos Humanos o de los grandes pactos de derechos civiles, políticos, sociales y ambientales.

A pocos días del 11 de septiembre, aniversario del golpe de Estado en Chile de 1973, todavía resuenan en nuestros oídos las palabras del presidente constitucional Salvador Allende en la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York advirtiendo, precisamente, sobre el enorme peligro que para las libertades y la democracia suponía la concentración de poder en manos de unas pocas empresas transnacionales.

Pues bien, en ese mundo donde los poderes salvaje de Estado y de Mercado siguen campando a sus anchas, la defensa de un nuevo internacionalismo y de un nuevo multilateralismo respetuoso con la democracia y los derechos humanos tiene más sentido que nunca.

A pesar de sus numerosos incumplimientos, de los ultrajes sufridos, la Declaración de Derechos Humanos, los grandes Pactos de derechos civiles, políticos y sociales, la Convención contra la tortura, la Declaración de Derechos de Pueblos Indígenas, la propia Agenda 2030, siguen siendo el embrión, como dice Luigi Ferrajoli, de lo que hoy podría ser una Constitución para el Planeta Tierra.

Como recordó el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, no se trata de defender un gobierno mundial. Se trata de defender una gobernanza diferente, multilateral, que contribuya al desarme y a frenar las guerras, que haga de los alimentos y medicamentos básicos derechos universales, y que convierta al agua, al aire, a los bosques, en bienes comunes de la humanidad.

Puede que tenga algo de utópico, pero es mucho más realista que el mundo de desigualdad, violencia y depredación ambiental que nos espera si no ponemos ya límites claros, locales y globlales, a la descarnada ley del más fuerte.   

También en la misma Comisión intervine para posicionar a nuestro grupo parlamentario en el debate de la Proposición no de Ley del Grupo Socialista sobre un nuevo impulso a la lucha contra el racismo tras
el homicidio de George Floyd.

✊🏿 George Floyd, Jacob Blake, Breonna Taylor, Rodney King, nombres que nos dicen que no habrá normalidad alguna, con o sin pandemia, mientras haya cientos de miles de personas asesinadas impunemente, víctimas de la brutalidad policial o del racismo neofascista solo por el color de su piel.

✅ Una Europa que se quiera solidaria no puede permanecer indiferente a los gritos de Minneapolis, de Nueva York y de tantas ciudades de Estados Unidos que han vuelto a hablar con la voz desgarrada y firme, de Nina Simone, de Angela Davis, para decir al Gobierno criminal de Trump que no se dejarán matar, que resistirán, como resistió Rosa Parks y que no habrá justicia social sin justicia racial y sin justicia de género.

🎥 Sobre las movilizaciones de #BlackLivesMatter

«Lo utópico sería pensar que volveremos a lo que había antes o que podemos adentrarnos en un mundo de desigualdad, violencia e inseguridad sin que eso nos alcance a todos.»

Intervención en la Comisión de Asuntos Exteriores, el 23/04/2020

Hoy volvemos a encontrarnos en una situación inesperada, grave, que no puede equipararse a ninguna que hayamos vivido en este siglo, al menos en las zonas más privilegiadas del planeta.

El tsunami sanitario, social, económico, en el que nos encontramos es nuevo, pero no es casual. Es el producto de unas políticas privatizadoras y extractivistas que nos han traído hasta aquí.

Si tenemos una emergencia sanitaria sin precedentes es porque hemos devastado el medioambiente hasta límites indecibles y hemos roto las cadenas alimentarias.

Si tenemos una grave emergencia sanitaria es porque se consintió la mercantilización de la sanidad y porque no ser reforzó  suficientemente la malla pública que tanto logró construir tras el fin del franquismo.

Si tenemos una grave emergencia social y económica es porque el Covid-19 está castigando con especial intensidad a quienes ya venían siendo castigados por las crisis anteriores.

Las familias trabajadoras, las pequeñas y medianas empresas, los autónomos, las personas migrantes y refugiadas, las mujeres, en muchos casos sobreexpuestas al virus, a la precariedad y a la violencia de género.

Estamos por lo tanto ante un aviso de incendio, ante una alarma, ante el anuncio de una catástrofe que nos obliga a actuar y hacerlo ya.

Con sentido de la urgencia pero también con mirada larga, sabiendo que solo podemos evitar el abismo si impulsamos un cambio de paradigma que nos permita reiniciar y repensar profundamente nuestras formas de producir, de consumir y de relacionarnos, en la esfera interna y en la internacional.

Hoy tenemos muchas más razones de las que teníamos en su primera comparecencia para reforzar un multilateralismo comprometido con al menos tres objetivos: revertir las abismales desigualdades globales, frenar la emergencia climática y evitar que proliferen la carrera nuclear y las guerras por recursos.

Obviamente, ese multilateralismo con sentido social, ecológico, comprometido con la paz, tendrá aliados y tendrá adversarios.

Son muchas las voces, por ejemplo, que están abogando por un New Deal como el de Roosevelt y por un nuevo Plan Marshall como el que contribuyó a la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial (por cierto condonando parte de la deuda de Alemania)

El problema es que del otro lado del Atlántico no tenemos hoy ni a Lincoln, ni a Roosevelt, ni a Marshall, y no se los espera. 

Lo que hay es un presidente negacionista, cuya primera reacción ante el avance del Covid-19 fue negar la gravedad de la pandemia y a intoxicar el debate público con afirmaciones conspirativas y xenófobas como la del “virus chino”.

Lo que hay es un presidente que ante los pésimos resultados de su gestión interna decidió retirar su apoyo a la OMS por traerle malas noticias, algo que el director de la prestigiosa revista médica The Lancet ha calificado como crimen contra la humanidad.

Lo que hay es un presidente que por razones electorales, ha desoído la exigencia del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha decidido recrudecer el acceso de alimentos y medicinas a terceros países, ha anunciado un recrudecimiento del bloqueo a Cuba e incluso ha anunciado maniobras militares en Venezuela que obviamente no ayudarían en nada a resolver el conflicto existente en la región.

Si hubiera rectificaciones, bienvenidas sean. Pero mientras tanto, salvo entre nuestra extrema derecha, son cada vez menos las voces que esperan en Europa alguna solución de la Administración Trump.

Sí tenemos, en cambio, un gran reto en Europa, que sí tiene ante sí la obligación de actuar de manera muy diferente a cómo actuó en la crisis 2008.

Europa no puede volver a consentir políticas de austeridad como las que se impusieron al pueblo griego, para que años más tarde salga un presidente de la Comisión a reconocer que esto sea había hecho con mentiras y humillaciones.

Veremos que ocurre hoy, pero no faltan las razones para la preocupación.

En estos  días hemos visto, también, un conflicto desatado, explícito y cortoplacista, que ha impedido a gobiernos de derechas como los de Alemania, Países Bajos o Austria, entender, aunque sea por interés propio, que si la periferia europea cae, es todo el proyecto el que caerá con él.

Hoy Europa se juega su futuro: o da un salto constituyente hacia una refundación más social y democrática, o por el contrario, corre el riesgo de colapsar como proyecto (sobre todo después del Brexit)

Hay que celebrar que los gobiernos progresistas de España, Italia y Portugal hayan puesto sobre la mesa una agenda que apunta en la primera dirección: 1) que haya inversión suficiente, 2) que esta se produzca a través de transferencias ante que de créditos, y 3) que se evite, en caso de endeudamiento, que los beneficiados sean los grandes especuladores.

Avanzar por este camino no sería sino reivindicar el legado de uno de los más grandes economistas del siglo XX: John Maynard Keynes.

Durante Bretton Woods, Keynes sugirió la creación de una Banca Central Mundial que emitiese una moneda internacional para financiar la reconstrucción.

Y agregó otra cuestión básica, lo que él llamaba la eutanasia del rentista, esto es, la completa sumisión del capital financiero al capital productivo y la liquidación, por vía fiscal, de los grandes evasores y de los especuladores.

Hoy los países del sur de Europa –España, Italia, Portugal, Grecia, la propia Francia– deben unir fuerzas para impulsar un programa de este tipo.

A muchas derechas europeas les interesa más subordinarse a Trump que apostar por este proyecto, como ya hicieron en la cumbre de las Azores.

Sin embargo, quienes nos sentimos vinculados a otro europeísmo, al que este sábado 25 de abril recordará la liberación de Roma del fascismo y la revolución de los claveles en Portugal, estamos obligados a buscar otro camino.

Exigir a Europa un cambio de rumbo, exigir para nosotros condiciones dignas de salida de esta emergencia sanitaria, social y económica nos obligan a favorecerla también para los países del Sur y del Este empobrecidos.

Para sus refugiados y migrantes, que están luchando contra el virus, contra el racismo y contra condiciones inhumanas de salubridad en campamentos como los de Lesbos.

Para los países de África y de América Latina, que están afrontando la pandemia de manera tardía, pero que lo hacen con sistemas de salud muy debilitados y teniendo que afrontar simultáneamente grandes desigualdades y otras enfermedades.

Esa precariedad en los países del Sur tiene muchas explicaciones. Pero hay una fundamental que son las políticas de ajuste impuestas por el Fondo Monetario Internacional, por el Banco Mundial y por unos Acuerdos comerciales a menudo desfavorables para sus poblaciones.

Por eso creemos que deberíamos huir de una política de cooperación paternalista con los países del Sur.

También estos países necesitan que sus deudas sean condonadas y que los fondos a los que accedan no impliquen ni condicionamientos neoliberales, ni nuevo endeudamiento, algo que la propia directora general del FMI, Cristalina Georguieva, ha reconocido.

Y estos países también necesitan una política exterior que no normalice ni permanezca indiferente a situaciones derivadas de golpes de Estado como los que se produjeron en Bolivia o de peligrosas involuciones autoritarias como las que estamos viendo en Brasil, Chile o Colombia.

Esta política de cooperación, de solidaridad internacional, debería servirnos para entender que la solución no puede ser el repliegue estatal. Que solos no podemos y que ningún país puede.

Obviamente eso exige reinventar la gobernanza global y adaptarla a los retos del siglo XXI. Pero no podemos permitir que el destino de las Naciones Unidas sea el de la muerte lánguida que acabó con la Sociedad de las Naciones.

Hoy más que nunca necesitamos una voz clara que diga que el  acceso a medicamentos vitales, antibióticos, antivirales y vacunas, deben ser protegidos, no como mercancías, sino como derechos humanos universales accesibles a todas las personas.

Y esa voz, aquí y ahora, sigue siendo la de la Declaración de Derechos de 1948. No es una voz utópica.

Lo utópico sería pensar que volveremos a lo que había antes o que podemos adentrarnos en un mundo de desigualdad, violencia e inseguridad sin que eso nos alcance a todos.

Lo otro –actualizar el mandato de 1948- es una forma realista, posible, de asegurarnos que la “familiar humana” no se autodestruya y que pueda en cambio sobrevivir unida, en común, bajo esta innegociable bandera.   

Podemos y debemos ser una referencia en la construcción de paz.

Intervención en la Comisión de Exteriores 20/02/20

Nuestro reto, en política exterior, sin duda, es alejarnos de esta agenda concentradora de poder e imponer agendas alternativas, que ayuden a distribuirlo. Y creo que hay que hacerlo con realismo, con valentía y con sentido de la urgencia al mismo tiempo. Fundamentalmente porque nos jugamos nuestro futuro como especie.

El más urgente de los retos es claro: podemos y debemos ser una referencia en la construcción de paz. Eso implica, de entrada, cuestionar sin ambages la ruptura unilateral, irresponsable, que Donald Trump está planteando de decenas de acuerdos que permitieron congelar el peligro nuclear durante la Guerra Fría. Y asumir al menos el camino que hace unos días nos marcaba la superviviente de Hiroshima y Premio Nobel de la Paz, Setsuko Thurlow: firmar y ratificar de una vez el Tratado sobre la Prohibición de Armas Nucleares de Naciones Unidas.

Y perseguir la paz no es solo romper la lógica suicida de la carrera armamentística. Es poder honrar en todos los ámbitos el mandato republicano de la Constitución de 1931 que habría que recuperar y que propugnaba la renuncia a la guerra como instrumento de política internacional. Es exigir, acabar con la gestión puramente militar, estigmatizadora, de las políticas migratorias.

Naturalmente, defender la paz podría ser una consigna hueca, vacía, si al mismo tiempo no se defienden las condiciones materiales que la pueden hacer hoy posible.

No por casualidad “War” y “Warning”, guerra y calentamiento, tienen la misma raíz en inglés. También precisan un mismo cambio de mentalidad para ser combatidos. Necesitamos que la diplomacia española sea también una diplomacia climática.

Hoy España puede tener un papel decisivo en la articulación de nuevas formas de cooperación entre los países del Sur de Europa, que han soportado de manera tremenda, dolorosa, injusta, la crisis de la deuda y que ahora deberían buscar juntos una salida a la altura de sus necesidades.

Se puede tener un papel decisivo en la articulación de nuevas relaciones con América Latina, que no puede consistir en permitir la bolsonarización del continente, como querría la Santa Alianza patrocinada por Steve Bannon, sino en plantear alianzas basadas en el diálogo, el respeto de trato y la defensa de la democracia y de los derechos humanos.

Y hoy España puede, por fin, asumir en sus propias relaciones internacionales, con orgullo, su realidad plurinacional. En la promisoria fase de diálogo que se está abriendo, una reorientación del proyecto España Global de acuerdo a estos valores, sería un paso importante y esperanzador.

Hace falta valentía para acometer estos cambios. Hace falta valentía y lucidez para mostrar que los vertiginosos cambios científicos y tecnológicos que se están produciendo frente a nuestros ojos pueden y no tienen por qué acabar en una distopía de vigilancia, de represión y de alienación. Y que por el contrario, pueden ser un factor de democratización de una gran potencia y una palanca fundamental en la lucha contra la emergencia social y climática.