La Ley Montoro: una de las agresiones más escandalosas padecidas por el municipalismo en los últimos tiempos.

La Ministra de Hacienda en su comparecencia, a petición de los grupos parlamentarios, en la Comisión de Hacienda del Congreso, presentó las líneas generales del Decreto Ley de Medidas Financieras de Entidades Locales alcanzado con la FEMP y cuyo principal desacuerdo es sobre la fórmula presentada de uso de los remanentes municipales.

La democracia y la modernización económica avanzan cuando el municipalismo avanza. Hoy el municipalismo es un motor importante de cambio social y económico.

➡️ Es fundamental para la reconstrucción social y económica romper el corsé legal que hoy impide a los ayuntamientos atender la emergencia social, llegar allí donde nadie llega.

⬆️ Ya en 2017, impulsamos una Proposición de Ley que planteaba acabar con los elementos más lesivos de la Ley de Estabilidad Presupuestaria del PP y fueron ellos con C’s, los que la bloquearon. Continuamos en nuestro empeño y por ello incluimos su modificación como un objetivo central en los acuerdos programáticos del Gobierno de Coalición.

➡️ En la Comisión de Hacienda, celebrada el lunes, 31 de agosto, defendí la necesidad de un nuevo Decreto Ley, que responda a un amplio acuerdo de consenso con el municipalismo y diálogo para revertir esta situación asfixiante que nos dejó el PP con la Ley Montoro en las finanzas de los gobiernos locales.

🎥 Mi intervención y la réplica 👇🏾

Resptetar al municipalismo

Por Gerardo Pisarello y Carlos Sánchez Mato

Publicado en el Diario.es (Aquí)

A pesar del ahogo impuesto por la llamada Ley Montoro, el municipalismo demostró una incontestada solvencia y responsabilidad en materia de gestión. Mayor, sin dudas, que la del Estado o la de las propias autonomías

La rebelión municipalista que ha puesto en pie a centenares de ciudades y pequeños pueblos contra el Ministerio de Hacienda no es un capricho súbito. Expresa agravios que vienen de lejos y que el contexto de emergencia sanitaria, social y económica está convirtiendo en indignación. Las razones no son difíciles de entender. Es incomprensible que en una crisis que amenaza con empeorar, las instituciones más cercanas a la ciudadanía no cuenten con recursos suficientes para hacerle frente. Y menos que sean sistemáticamente desoídas o tratadas como menores de edad. No solo por la prepotencia que una actitud institucional de este tipo trasluce, sino porque deja entrever una idea demasiado pobre de la propia democracia.

Más de 40 años después de la transición, la financiación de los gobiernos locales es similar a la del tardofranquismo. De hecho, los avances sociales y económicos que se produjeron en el mundo municipal no se hicieron gracias a ese marco, sino a pesar suyo, con un enorme esfuerzo vecinal y de alcaldías en muchos casos asfixiadas. Todo esto empeoró tras la crisis de 2008. Primero, con la reforma del artículo 135 de la Constitución, que obligaba, también a los gobiernos locales, a priorizar el pago de la deuda sobre otras necesidades sociales. Luego, con la infausta Ley de Estabilidad Presupuestaria de 2012, aprobada por el rodillo del PP aprovechando su mayoría absoluta y el apoyo de CiU, que impedía a los ayuntamientos disponer de sus ahorros y dedicarlos a inversiones prioritarias.

A pesar del ahogo impuesto por la llamada Ley Montoro, el municipalismo demostró una incontestada solvencia y responsabilidad en materia de gestión. Mayor, sin dudas, que la del Estado central o la de las propias Comunidades Autónomas. Al estallar la pandemia, esto fue reconocido por la propia ciudadanía, que en todas las encuestas premió a los ayuntamientos por su seriedad y sus esfuerzos a la hora de atender las necesidades ciudadanas.

Por eso, precisamente, cuando la Comisión Europea anunció que la emergencia sanitaria, socio-ambiental y económica obligaba a inyectar recursos y a levantar las restricciones draconianas sobre el gasto público impuestas en la crisis anterior, lo lógico era pensar que los ayuntamientos podrían, por fin, disponer de sus ahorros y contar con herramientas adecuadas para afrontar esta nueva crisis dentro de la crisis.

Este ha sido el criterio utilizado en Alemania y otros países europeos. Pero no en España. Incomprensiblemente, la prioridad del Ministerio de Hacienda no ha sido levantar el cepo establecido por la Ley de Estabilidad del PP, sino utilizarlo, una vez más, para drenar recursos municipales al propio Estado central.

La filosofía de fondo es tan inaceptable, tan poco respetuosa con el municipalismo, que todas las negociaciones dirigidas a mitigarla están acabando en fracaso y poniendo en evidencia al propio Ministerio de Hacienda. Primero, porque el Estado central ya dispone hoy de un margen amplio para obtener esos recursos en condiciones favorables en los mercados internacionales, con el respaldo del Banco Central Europeo. Segundo, y más importante, porque supone un desconocimiento flagrante de la autonomía local y de la suficiencia financiera municipal consagradas por la propia Constitución en los artículos 140 y 142.

La insistencia obcecada de Hacienda en que los ayuntamientos “presten” sus ahorros al Estado central para que este se los “devuelva” progresivamente hasta en 15 años se está revelando como un error sin paliativos. De entrada, ya se ha cobrado la credibilidad del presidente socialista de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), Abel Caballero, que acabó desdiciéndose de su discurso a favor de la autonomía en la Comisión de Reconstrucción del Congreso para forzar una votación que ha dividido como nunca antes al mundo local. Pero sobre todo, ha generado una coalición contraria a la iniciativa tan amplia, que las posibilidades de que el Decreto Ley aprobado por el Consejo de Ministros el 3 de agosto sea convalidado parlamentariamente son ahora mismo ínfimas.

Lo único que podría evitar este naufragio es un cambio radical de actitud por parte de Hacienda. Esto supondría, ante todo, aceptar de una vez que los ayuntamientos son mayores de edad y tienen derecho a disponer de recursos propios, estatales y europeos, para atender las necesidades vecinales. A partir de aquí, establecer compromisos de financiación concretos y calendarizados, y no simples promesas vagas, que conviertan a las corporaciones locales en un dique de contención efectivo para la emergencia social que se avecina. Y sobre todo, escuchar. Escuchar y mostrar respeto por el municipalismo, que es algo que se echa en falta desde hace demasiado tiempo.

Repúblicas de abril

Cuando lo que se tiene enfrente es una pandemia que amenaza y enferma, es importante apelar a la alegría que solo proporcionan las empresas colectivas en defensa de lo que nos es común

Publicado en CTXT 30/4/2020

Abril es para el sur de Europa un mes republicano. En abril se proclamó, en decenas de ciudades y pueblos, la II República española. En abril fue liberada Roma del fascismo, abriendo paso al referéndum que poco después reduciría la monarquía a un fantasma del pasado. Y en abril, también, se desató la Revolución de los claveles portuguesa, mostrando que el oprobioso régimen levantado por Salazar era todo menos eterno.

Estas primaveras republicanas condensan un sinfín de imágenes de mundos alternativos –cooperativos, libertarios, de justicia social y de amistad cívica– que poco antes de ellas parecían imposibles. Algunas de estas visiones se hicieron realidad y otras se frustraron. Pero todavía hoy, desde los balcones, siguen enviando señales clave para pensar con ánimo transformador estos tiempos de pandemia.

El republicanismo de abril no nació de la casualidad ni obedeció a un diseño previo elaborado en un momento de calma histórica. Fue hijo del dolor, de injusticias flagrantes y de contextos internacionales convulsos. Se construyó con esos materiales, en condiciones de gran fragilidad. Y a pesar de eso, intentó levantar la mirada y plantear nuevos horizontes de futuro.

El joven republicanismo de abril se implicó a fondo en llevar equipamientos sanitarios, viviendas, escuelas, bibliotecas, a zonas urbanas y rurales que nunca habían tenido acceso a ellos. Mejoró la regulación de los contratos de trabajo y amplió la participación política. También se dotó de constituciones que preveían herramientas de control público, democrático, de la economía, necesarias para hacer frente a las emergencias sociales de entonces y también a las de hoy.

Por eso el republicanismo suscitó odios y concitó adhesiones que pasaron de generación en generación. Demócratas progresistas, revolucionarios, e incluso conservadores, vieron razonable que la Constitución española de 1931, la italiana de 1948 o la portuguesa de 1976, contemplaran la posibilidad de socializar la propiedad por causa de utilidad social, de intervenir industrias y empresas, de aplicar políticas fiscales progresivas, de nacionalizar servicios públicos y, en general, de subordinar la riqueza al interés general. Muchas de estas medidas no consiguieron materializarse, o lo hicieron de forma tardía e insuficiente. Pero la sola perspectiva de democratización económica que abrían las jóvenes repúblicas soliviantó contra ellas a rentistas y plutócratas de todo tipo.

A pesar de eso, los adversarios del republicanismo de abril no consiguieron borrar la huella de aquellos compromisos con la democracia política y económica. Tras décadas de dictaduras y de neoliberalismo rampante, las constituciones republicanas italiana y portuguesa siguen apareciendo como un escudo social para los más vulnerables y como un cortafuegos para las políticas de austeridad y privatizadoras más agresivas. Incluso la monárquica y menguante Constitución española de 1978 contiene en su texto incrustaciones republicanas, sociales, que los movimientos vecinales, obreros y antifranquistas consiguieron salvar del naufragio.

Los anhelos republicanos de aquellos meses de abril deberían inspirar una mejor protección de la vida y la salud común hoy. Consagrando los cuidados sanitarios y los servicios farmacéuticos, no como simples mercancías objeto de especulación, sino como bienes públicos accesibles a todas las personas. O recuperando lo mejor de la agenda social república: el impulso de la reforma agraria y urbana, la garantía del derecho material a la existencia, la imposición de límites a la acumulación de riqueza, o el impulso de la educación, la ciencia y el pensamiento crítico.

Hoy más que ayer, este mensaje debería proyectarse a otras escalas. A la propia Europa, que no puede permitirse volver a fallar a las poblaciones del sur para congraciarse con las grandes oligarquías financieras, como ya hiciera con Grecia. Y también a Naciones Unidas, que debería ser reformada y fortalecida en clave republicana, y no debilitada como pretende Trump, con un objetivo preciso: garantizar la protección de la salud, la soberanía alimentaria, la transición energética y el respeto por la biodiversidad, en el conjunto del planeta y no solo en un país o continente privilegiados. 

Si algo dejaron claro los movimientos republicanos de abril es que la peor de las pandemias es la pandemia del miedo, de la desconfianza civil y de la inhibición egoísta ante los asuntos públicos. Y que la única forma de superarlas es a través de la unión fraternal entre quienes se resisten a depender de un poderoso para vivir con dignidad. Precisamente por eso, aquellos movimientos democráticos de abril se trenzaron en lugares de encuentro: en comunidades campesinas, en barrios, en fábricas, en plazas. Y por eso, también, alumbraron grandes momentos de fraternidad y de sororidad.

El 14 de abril, las calles de Eibar, de Barcelona, de Madrid, de Valencia, se llenaron de mujeres de todas las edades que defendían causas hasta entonces impensables: el derecho al divorcio, a condiciones de trabajo dignas, a votar, a ocupar cargos públicos que les estaban vedados.

Igualmente impresionante fue el papel de las mujeres en la resistencia antifascista italiana. Las hubo de toda clase: obreras, campesinas, intelectuales. Todas partisanas, armadas y desarmadas, no creyentes e incluso católicas, como Tina Anselmi. Y lo mismo ocurrió en Portugal, donde a partir del gesto de Celeste Martins Caseiro –la camarera que entregó un clavel a un soldado– fueron centenares las que se plantaron delante de los fusiles y los tanques, mientras otras tantas ocupaban fábricas y tierras improductivas en diferentes zonas del país.

Cuando lo que se tiene enfrente es una pandemia que amenaza y enferma, es importante apelar a la alegría que solo proporcionan las empresas colectivas en defensa de lo que nos es común. Los aplausos desde los balcones a médicas, enfermeros, trabajadoras de la limpieza, cajeras de supermercados, expresan ese entusiasmo. Pero también la música y los cantos con los que se ha evocado al republicanismo de abril: desde el Grândola Vila Morena en todas sus versiones –la clásica de Zeca Alfonso o la punk de Reincidentes– hasta el Bella Ciao partisano, cantado en centenares de ciudades al son de palmas, acordeones, guitarras y violines.

Esta fuerza afectiva generada en el encierro está marcada por experiencias angustiantes. Pero también por otras que anuncian formas más sanas de producir, de consumir, de relacionarnos. A lo largo de estos meses, hemos vislumbrado lo que significaría salir del “progresismo fósil” y tener ciudades más respirables, ríos menos contaminados y bosques más biodiversos. También hemos constatado cómo, incluso en la peor de las emergencias, somos capaces de valiosos gestos altruistas: de cooperar para coser mascarillas, para distribuir alimentos a personas mayores, para ofrecer conciertos telemáticos gratuitos, para repartirnos los cuidados, para impulsar proyectos de ciencia abierta, compartida, o para construir respiradores en fábricas donde hasta hace dos días se montaban coches de lujo.   

Hay quien querría, en un contexto como el actual, reducir la condición humana al egoísmo desenfrenado, solo domesticable por vías autoritarias. Sin embargo, en miles de ciudades y pueblos de todo el mundo están teniendo lugar experiencias colaborativas, de ayuda mutua, que no pueden menospreciarse. Entre otras razones, porque prefiguran, de manera acaso imperfecta, lo que el poeta y activista ecosocialista Jorge Riechmann describe bellamente como una “república de la que formen parte plantas y animales (…) una república con bóvedas de tiempo y de silencio, acogedora con la mano, con el ala, con la garra, con la naranja y la menta; una república perfumada con la agilidad del trabajo y con el sudor de los amantes”.

Que esta visión, como la que nos ha legado el republicanismo de abril, forme parte del futuro, depende en gran medida de nosotros. De nuestra capacidad para salir de esta crisis con más consciencia de nuestra vulnerabilidad e interdependencia. Pero también con la voluntad decidida de hacer de este mundo un sitio más amable, menos cruel, para todos y cada uno de los que en él habitamos. 

El mundo que resultará de todo esto

Nueve retos para un tiempo de pandemias

Publicado en CTXT 9/04/2020

Los últimos datos de países como China, Italia o España, parecen anunciar una cierta estabilización de los índices de contagio de Covid-19. Mientras no haya una vacuna, estas tendencias no pueden considerarse irreversibles. Pero permiten vislumbrar una fase caracterizada por una mayor flexibilización de los confinamientos domiciliarios y una mayor reactivación de la actividad económica.

Este panorama está generando un debate inédito, propiciado por las redes sociales, sobre el mundo que resultará de las decisiones que se adopten hoy. Si será más igualitario o irremediablemente desigual. Si más libre o más autoritario. Si más o menos cooperativo. El objetivo de estas líneas es plantear nueve desafíos –nueve: el signo de la persistencia, la empatía y el sentido humanitario– que este nuevo tiempo de pandemias impone.

1) Reconstruir la economía para cuidar la vida

Si algo está poniendo de manifiesto el Covid-19 es la necesidad de una profunda revisión de las políticas de precarización, de recortes sociales y de crecimiento insostenible practicadas en las últimas décadas. Esto supone reconstruir la economía para preservar la salud y asegurar una vida digna. Y distinguir, para ello, las actividades económicas esenciales que deberían ser potenciadas, de aquellas que deberían reorganizarse o simplemente refrenarse.

Una de las primeras consecuencias de esta reflexión es la necesidad de priorizar las actividades productivas sostenibles sobre las depredadoras y especulativas. En poco tiempo, en efecto, se ha tomado conciencia del enorme error que ha supuesto el desmantelamiento y deslocalización de sectores industriales enteros y la importancia de su utilización para construir hospitales, para fabricar respiradores o para producir material de desinfección e incluso equipamientos de protección cuya escasez está dando lugar a fraudes y a subastas especulativas en el mercado internacional.

Nada de esto supone una evocación nostálgica de las chimeneas humeantes y contaminantes. Pero sí aceptar las ventajas que ofrece la digitalización –intercambio de prototipos en tiempo real, impresión 3D– para devolver a la industria un papel central en el despliegue de sectores clave para una mejora de la salud pública, desde la agroecología a la rehabilitación urbana.

La vida en el confinamiento, en efecto, está permitiendo comprobar lo que significaría vivir con menos contaminación y un aire más respirable. No es descartable que esta experiencia ayude a que la batalla contra la recesión provocada por la pandemia no se traduzca en un regreso al productivismo ciego y desbocado de los últimos años, sino en la construcción de una economía diferente: reindustrializada, pero orientada a sectores con alto impacto ecológico, como la reforestación, la fabricación de transporte público no contaminante o el despliegue de infraestructuras para energías renovables.

Mucho de esto tiene que ver con el despliegue de actividades y servicios vinculados a lo que el feminismo y el ecologismo denominan una economía que cuide la vida. De pronto, el confinamiento forzoso ha llevado a mucha gente –sobre todo hombres– a constatar la importancia del asistir y alimentar niños pequeños, personas mayores y familiares enfermos. Y lo mismo ha ocurrido con ciertos trabajos básicos –a menudo realizados personas pobres o migrantes en severas condiciones de precariedad- que suelen quedar fuera de las grandes reflexiones económicas: desde la recogida de fruta en el campo hasta la limpieza de las ciudades o la recolección y reciclaje de residuos.

Esta toma de conciencia respecto de lo que es esencial también afectará la percepción de lo que puede no serlo. El parón económico ha obligado a vivir sin casas de apuestas y sin fábricas de armamento, sin que hayan aparecido razones de peso para echarlo de menos. Igualmente, el confinamiento ha permitido descubrir que parte del trabajo o de los estudios –sobre todo en la educación superior– que hoy exigen grandes desplazamientos podrían realizarse telemáticamente con un impacto energético menor. Este mundo teleconectado se intensificará en el futuro. Pero si no quiere dejar nadie atrás, es crucial que venga acompañado de condiciones habitacionales dignas, programas de alfabetización digital y del acceso igualitario y energéticamente sostenible a dispositivos tecnológicos y a conexión de calidad.

Naturalmente, el encierro en las casas también ha servido para valorar actividades esenciales que no pueden satisfacerse entre cuatro paredes de manera virtual. Y que una vida sin escuelas donde los más pequeños convivan y se toquen, sin huertos comunitarios, sin espacios verdes para caminar o practicar deportes, sin librerías y teatros de barrio, sin ríos en los que poder bañarse, sin cafés, sin centros cívicos, sin conciertos y salas de baile, puede ser una vida lóbrega y amarga.

2) Revalorizar lo público, lo común.

La revalorización de lo esencial propiciada por la pandemia está trayendo consigo una revalorización de lo público, de lo que no es común. La conmoción provocada por la entrada súbita y extendida de la muerte en nuestras vidas, por ejemplo, ha mostrado que bienes básicos como la atención sanitaria no pueden quedar al albur del mercado. Y que es inadmisible que los poderes públicos permitan que se especule con otros como los servicios funerarios, la alimentación o las residencias de atención a personas mayores. 

Bajo ese ánimo de época, gobiernos de diferente signo político como el de Irlanda o Noruega, y grandes ciudades como Nueva York, han colocado bajo control público hospitales, hoteles, fábricas, y otros espacios de titularidad privada para hacer frente a la crisis socio-sanitaria.

Estas decisiones se han vinculado a la excepcionalidad de la pandemia. Pero bien podrían dar pie a fórmulas estables de economía mixta similares a las que tuvieron lugar durante la reconstrucción de posguerra del siglo pasado. No estamos hablando solo de un regreso a lo público estatal, sino de fórmulas de titularidad y  gestión muy diversas, que permitan asegurar con eficacia la alimentación de proximidad, la suficiencia energética o la soberanía tecnológica: desde nuevas empresas públicas regionales o municipales, hasta iniciativas económicas público-cooperativas o público-comunitarias.

3) Garantizar el derecho a la existencia

La perspectiva de un mundo expuesto a nuevas pandemias también está planteando de manera radical la cuestión de la supervivencia material de la especie. A estas alturas, en efecto, nada parece justificar que el derecho a la existencia, a una seguridad material mínima para satisfacer las necesidades y desarrollar los propios planes de vida, no tenga un estatus similar al del derecho de voto o a la educación básica.

Durante la pandemia, gobiernos de distinto signo están adoptando medidas sociales para intentar asegurarlo: desde la garantía de la totalidad o de parte del salario a trabajadoras y trabajadores confinados, hasta ayudas para personas desocupadas, para pequeñas y medianas empresas o para el pago de  alquileres o suministros.

El problema de muchas de estas ayudas es que suelen ser temporales, fragmentarias, y a menudo están condicionadas a rigurosas pruebas de falta de recursos. Esto pone entredicho su eficacia e incluso su capacidad para llegar sus destinatarios con la urgencia que la situación requiere. De ahí que en diferentes países del mundo se haya reabierto el debate sobre la necesidad de medidas más simples y menos burocráticas, como un ingreso mínimo garantizado a todas las personas que carezcan de uno o como una renta básica directamente universal.

Estas propuestas, en efecto, no son nuevas y existen en torno a ellas importantes debates: sobre su carácter incondicional o no, sobre su financiación, sobre la compatibilidad entre renta monetaria e ingresos en especie, o entre la garantía de ingresos y otras medidas imprescindibles, como la inversión en servicios públicos o la distribución del trabajo social y ambientalmente necesario. 

En todo caso, distan de ser utopías lejanas. Hong Kong, por ejemplo, acaba de anunciar la concesión durante 2020 de un pago único de unos 1145 euros a todos los mayores de 18 años. El propio Trump dijo a finales de marzo que aprobaría una renta de emergencia de 1200 dólares a cada estadounidense, y en un sentido similar se pronunció el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau. Habrá que ver en qué acaban estas propuestas. Pero lo cierto es que  en un horizonte de recesión, esta garantía de ingresos básicos está apareciendo no solo como una forma de asegurar el derecho a la existencia sino de sostener la propia economía.

4) Sortear las trampas de la deuda 

Naturalmente, la clave de estas medidas sociales e incluso de la apelación a nuevos Planes Marshall o a un New Deal similar al propuesto por Roosevelt en su tiempo, tiene que ver con su financiación. Abrir líneas de ayuda a cooperativas o a empresas innovadoras que apuesten por la reconversión energética, realizar expropiaciones de suelo para construir vivienda asequible, invertir en ciencia y alfabetización tecnológica, poner en marcha ayudas al alquiler o tarjetas de alimentos. Todo tiene un precio. Y exige saber quién lo asumirá.

En un contexto como el actual, una flexibilización razonable del déficit resulta indispensable para afrontar las ingentes inversiones que una economía dañada por una pandemia requiere. Sin embargo, esta herramienta no está igualmente disponible para aquellos países y territorios con soberanía monetaria –pensemos en el papel de la Reserva Federal en los Estados Unidos– que para quienes dependen en gran parte de los precios del mercado.

Es obvio, por ejemplo, que un endeudamiento sometido a intereses abusivos o condicionado a planes de austeridad como los impuestos a Grecia o a tantos países de América Latina, Asia y África, puede agravar aún más los problemas derivados de la emergencia sanitaria, social y económica. De ahí la necesidad de evitar las trampas de la deuda. Por ejemplo, a partir de la financiación directa por parte de los bancos centrales o de la mutualización de deudas, como están defendiendo algunas voces en Europa, con la férrea resistencia de los gobiernos de Holanda o Alemania.

Pero esto no es suficiente. En un momento en el que el volumen de deuda mundial triplica el PIB global, es fundamental plantear algún tipo de jubileo:  moratorias, quitas y condonaciones de deudas, sobre todo a los países que más necesitan ese dinero para hacer frente a una emergencia social y económica que viene de lejos y que la pandemia no ha hecho sino agravar.        

5) Impulsar una fiscalidad social y ambientalmente progresiva

Obviamente, resulta muy difícil pensar en una reconstrucción social y ambientalmente justa de la economía si el debate sobre la emisión de dinero o sobre la flexibilización del déficit no viene acompañado de un debate sobre una política fiscal alternativa.

Ya en 2019, el historiador y economista holandés Rutger Bregman recordó en Davos que la reactivación económica exigía hablar, no de filantropía de los millonarios, sino de impuestos progresivos. Y que ello suponía varias medidas impostergables: desde una batalla decidida contra la corrupción, la evasión y los paraísos fiscales, hasta el despliegue de medidas fiscales que no ahoguen a las clases populares y medias y que sean incisivas, en cambio, con las rentas más altas, las empresas tecnológicas, los fondos de inversión, los grandes tenedores de vivienda y, en general, el bloque de los grandes rentistas y especuladores.

En contra de lo que podría pensarse, estas propuestas de justicia fiscal están siendo impulsadas no solo por economistas progresistas como Thomas Piketty, sino por medios conservadores como el Financial Times, e incluso por millonarios como Georges Soros o William Buffet. Y no en vano algunos políticos de alta responsabilidad, como el presidente de Portugal, están recordando que los bancos deberían devolver a la sociedad el dinero con el que fueron rescatados tras la crisis financiera de 2008.  

6) Federar y democratizar las decisiones

La necesidad de tomar decisiones económicas y médicas urgentes durante la pandemia también ha venido justificando una concentración de funciones en los poderes ejecutivos de los estados. Esta concentración se ha presentado como una condición indispensable para la eficacia de las medidas adoptadas. Es innegable que este principio tiene algún sentido en un contexto de emergencia sanitaria. Sin embargo, existen múltiples razones para matizarlo.

La principal es que en situaciones de gran complejidad como las que implica una pandemia, la eficacia de una decisión está muy vinculada a la información de que se disponga. Es decir, a la posibilidad de contar con elementos suficientes para poder anticipar consecuencias sociales, económicas y políticas no previstas a simple vista.

Nada de esto puede ser realizado por un planificador central único. Por el contrario, oír opiniones disímiles y voces críticas, federar las decisiones y el intercambio de información con otras instancias gubernamentales –regionales, municipales, supraestatales– así como con diferentes actores sociales –gente del mundo de la ciencia, sindicatos, economistas, organizaciones de base– son básicos para minimizar errores.La democratización de los medios y la batalla contra las noticias deliberadamente falsas en las redes será fundamental en el mundo poscoronavirus

Se ha dicho –con razón– que el avance brutal del virus en el Brasil de Bolsonaro y en los Estados Unidos de Trump es la consecuencia del negacionismo abierto de estos gobiernos. Y que incluso algunas de las medidas drásticas adoptadas por China, tienen que ver con el intento inicial del gobierno de tapar el problema y de no oír las advertencias provenientes de las autoridades locales. Por eso, muchas de las críticas que reciben los poderes públicos pueden ser exageradas o inmerecidas, pero es mejor que existan y que se produzcan en un marco de auténtico pluralismo.

La democratización de los medios y la batalla contra las noticias deliberadamente falsas en las redes será fundamental en el mundo poscoronavirus. Para fiscalizar a los políticos, pero también para controlar y limitar a grandes monopolios y oligopolios privados que a menudo tienen más poder que los propios gobiernos y que se aseguran de que las únicas opiniones que circulen sean las que cuentan con la fuerza del dinero.  

7) Preservar las libertades y la privacidad digital

Lo que vale para la libertad de expresión y de crítica debería valer para otras libertades personales.

Es lógico que la irrupción de una pandemia suponga limitaciones a la libertad de movimiento. De hecho, en el caso del Covid-19, estas restricciones han asumido con frecuencia la forma de autolimitaciones que el grueso de la ciudadanía ha llevado adelante de manera ejemplar y responsable. Precisamente por eso, será central luchar para que las emergencias sanitarias no se utilicen para militarizar la vida cotidiana, para normalizar abusos y detenciones arbitrarias o para imponer sanciones económicas desproporcionadas.

Salvo en situaciones de riesgo extremo, en efecto, el confinamiento debería admitir variantes flexibles y sostenibles en el tiempo, como ha ocurrido en Suecia y otros países. Impedir un mínimo de actividad física al aire libre, obligar a una mujer que padece violencia sexista a convivir con su agresor, o prohibir que los niños o personas con autismo puedan caminar y airearse, puede ser más dañino para la salud física y mental que una epidemia vírica.

Es verdad que en una pandemia, la ausencia de vacuna obliga a combinar la flexibilización del confinamiento domiciliario con otras medidas de contención del contagio.

Además de aquellas de seguridad personal, como el uso de mascarillas o la higiene, y de la disposición de residencias y centros sanitarios de calidad, esto supone evaluar otras fórmulas como la geolocalización digital y el control público de datos personales. Pero debe hacerse con precaución, sobre todo en un tiempo donde los gigantes privados como Google o Facebook ya se han hecho con muchos de ellos, con nuestra propia aquiescencia. Es verdad que en países como Corea o Singapur la utilización del Big Data, debidamente anonimizado, ha permitido un equilibrio razonable entre la detección de infecciones y el respeto a la intimidad y a las libertades personales. Pero esto no debería ser un argumento para bajar la guardia o para aceptar brazaletes biométricos las 24 horas del día. Por el contrario, el uso de datos personales para objetivos de salud pública no debería justificar injerencias abusivas en la intimidad y en libertades personales que, cuando se resignan, difícilmente vuelven a recobrarse.

8) Afianzar el municipalismo y la solidaridad internacional

El miedo generado por el Covid-19 pandemia también está facilitando la aparición de discursos favorables al repliegue en un Estado fuerte. Sin embargo, en un momento en que la pandemia ha pulverizado nociones como la seguridad nacional, parece más realista y deseable pensar en fórmulas federales y confederales de toma de decisiones, que permitan combinar diferentes escalas, comenzando por las más pequeñas. 

No es casual que en diferentes rincones del mundo se haya valorado de manera positiva el papel de las instituciones locales en la gestión de la emergencia. La actuación de ciudades como Nueva York, Barcelona, Cádiz, Bilbao, Ciudad de México o Valparaíso, han demostrado que los gobiernos locales suelen detectar con más eficacia problemas concretos, cotidianos, que las instancias más altas no advierten o tardan en procesar.

Un municipalismo robusto, económicamente bien dotado, sería una herramienta fundamental de democratización política y económica y un elemento de prevención y reacción 

En muchos casos, esta posición privilegiada del mundo local para acometer situaciones de estas características contrasta con la falta de competencias y de financiación (en España, por ejemplo, la financiación del mundo local sigue siendo la misma que en el tardofranquismo). Sin embargo, un municipalismo robusto, económicamente bien dotado, sería una herramienta fundamental de democratización política y económica y un elemento de prevención y reacción eficaz frente a epidemias y otras  emergencias similares.  

Las redes municipales, en cualquier caso, no tienen por qué ser incompatibles con el desarrollo de otras escalas de coordinación más amplias. Por el contrario, partiendo del principio de subsidiariedad, pueden facilitar formas de articulación de abajo hacia arriba e insuflar nueva fuerza a redes estatales, regionales o internacionales ya existentes o que se están gestando.

Si algo está enseñando la crisis del Covid-19 es que médicas, científicas, sindicalistas, cooperativistas, gente del mundo de la empresa, agricultores de diferentes rincones del mundo, tienen mucho que aprender unos de otros. Que del mismo modo que después de la segundo guerra mundial se nacionalizaron industrias clave, hoy podrían universalizarse otras para compartir medicinas, prototipos replicables de equipamientos esenciales, programas agroecológicos y de gestión energética sostenible, y otros proyectos comunes.

9) Articular redes que nos transformen y que cambien el mundo   

Obviamente, los argumentos favorables a un mayor internacionalismo no acabarán por si solos con las desigualdades, el calentamiento global o los golpes y guerras por el control del petróleo, del litio o del cobre. Nada impide de hecho, que una pandemia como la que atravesamos no sea aprovechada por alternativas reaccionarias, autoritarias y excluyentes. Pero la historia está abierta. Como en otros momentos, lo decisivo será la movilización de todos aquellos que han entendido que el virus no es un agente exógeno que viene a invadirnos, sino el resultado interno de un capitalismo colonial, voraz, que hace tiempo se ha convertido en una amenaza para la biodiversidad en el planeta. 

Si bien la reclusión en nuestras casas nos ha aislado temporalmente, también nos ha permitido construir redes nuevas, impensables hasta hace muy poco. Esas redes desafían fronteras físicas que la propia noción de pandemia ha tornado artificiales e inútiles y podrían permitir organizarnos mejor. Habría que aprovechar esta tregua para tomar conciencia del enorme reto que tenemos por delante. Eso y asumir que los cambios que estamos experimentando en nuestras vidas podrían ser el motor de una transformación más amplia, en común, hacia un mundo más igualitario, libre y cooperativo.