Resistir sin perder la ofensiva, dentro y fuera de las instituciones

Cuesta concebir una política emancipadora que no asuma este triple desafío: actuar en el Estado, contra el Estado, y fuera y más allá de él. Esto es lo que hay que reinventar con urgencia. Y hacerlo colectivamente

Gerardo Pisarello 18/12/2023

El viernes 15 de diciembre, CTXT fue anfitriona de un debate en línea en el que Yayo Herrero, Amador Fernández-Savater y quien esto escribe, conversamos sobre el papel de las izquierdas y de los movimientos sociales frente al ascenso reaccionario global. Creo que fue un debate estimulante y muy necesario. Por la manera directa pero respetuosa con la que se plantearon acuerdos y desacuerdos. Por las reflexiones punzantes que suscitó entre quienes intervinieron desde sus casas. Por la modestia con la que se expresaron dudas e incertezas. Y sobre todo, porque nada de lo que se dijo abonaba el cinismo o la resignación frente a las injusticias de nuestro tiempo. Por el contrario, fue un debate pensado para sacudirnos y estar a la altura del contexto de emergencia en el que nos encontramos.

El disparador de la discusión fue un artículo publicado por Amador en CTXT, bajo el título Defender recreando (a propósito de la izquierda y la Constitución)En ese texto, Amador comentaba un acto organizado por el Grupo plurinacional de Sumar en el Congreso por los 45 años de la Constitución de 1978. En aquel acto breve, pensado más para la prensa que para el debate público, intervinimos tres personas, con coincidencias y también, creo, con matices personales. Lo cierto es que, tras seguir la transmisión, Amador detectó algunos problemas que son objeto de sus preocupaciones hace tiempo. El fundamental, una mirada demasiado defensiva sobre el papel de la Constitución y de ciertos cambios legales en la actual coyuntura de ascenso de la ultraderecha. El segundo, una mirada en exceso institucionalista, estatalista, que en su opinión se aleja de la de movimientos como el 15-M y refuerza una desafección que las derechas radicalizadas saben utilizar en su provecho.

Hay una mirada en exceso institucionalista, estatalista, que se aleja de la de movimientos como el 15-M

No todas las objeciones que Amador plantea fueron sostenidas realmente en el debate al que se refiere. Pero las dos señaladas tienen mucho de pertinentes y merecen una reflexión. Entre otras razones, porque forman parte de debates que están teniendo lugar no solo en el contexto hispano, sino también en otras latitudes. Ya que CTXT nos ha dado la oportunidad, aprovecho estas páginas para presentar tres ideas que intentan aclarar mi punto de vista y ofrecer algunos argumentos para continuar la discusión.

1. Hay que resistir sin renunciar ni a la autocrítica ni a un horizonte transformador.

Hay una primera cuestión, de fondo, que comparto plenamente con Amador. En un escenario internacional dominado por un capitalismo desembridado y por la irrupción de un fuerte movimiento reaccionario, tenemos que poder defendernos sin asumir una mirada defensiva.

Efectivamente, en un mundo en el que miles de activistas o colectivos en situación de vulnerabilidad por razones de clase, de género o de origen étnico, son amenazados, agredidos, e incluso asesinados, hay que poder defendernos y hay que poder protegernos. Con todo, es innegable que limitarnos a estabilizar las líneas defensivas puede convertirse en el camino más expedito para acabar perdiéndolo todo.

Esto es así por muchas razones. Primero, porque no toda situación de bienestar aparente o real es digna de ser defendida. Como lúcidamente señaló Yayo Herrero en el debate en línea de CTXT, hay muchos supuestos en los que resistir sería mantenernos anclados en prácticas insostenibles. Esto es evidente, por ejemplo, en un contexto de contracción del uso de energía y de materiales, en el que resistir no puede equivaler a conservar prácticas no generalizables que, por el contrario, deberían ser radicalmente revisadas. Pero hay una segunda razón por la que no podemos limitarnos a la resistencia. Porque mantener algunas regulaciones públicas y ciertas mejoras materiales en la vida de las personas no bastará para que éstas recuperen su fe en la política y en una democracia que no se comporta como tal.

Yo no desdeñaría lo que Amador parece considerar asuntos menores como pelear desde las instituciones para mejorar salarios, reforzar la sanidad pública, aumentar impuestos a las grandes fortunas, o evitar cortes de luz o subidas de alquileres. De entrada, porque como él mismo admite, son cuestiones vitales para quienes peor están y para quienes ya han perdido demasiado en estos años. Luego, porque no hay nada peor ni más desmovilizador que unas izquierdas incisivas en “el relato” pero incapaces de concretar sus consignas cuando tienen la oportunidad institucional de hacerlo.

Dicho esto, no puedo estar más de acuerdo con Amador en que la política no puede reducirse a simple gestión o a simple administración. Debe ser capaz de confrontar con la fatalidad distópica y plantear futuros alternativos y deseables. Obviamente, esto encierra un riesgo. El de empeñarse, como también apuntaba Yayo Herrero, en “ilusionar” a personas que acaban siendo tratadas como niños pequeños o como consumidores pasivos de un producto de marketing. El desafío es otro: repensar, lo más colectivamente posible, horizontes de transformación capaces de movilizar los deseos de la ciudadanía de apropiarse de la política. Muchos de estos horizontes: republicanos, feministas, antirracistas, poscapitalistas, pueden no aparecer como inmediatos. Pero deben ser pensados y anticipados en prácticas concretas, si no queremos que sean las derechas radicalizadas quienes acusen a las izquierdas de “castas” y se hagan con el imaginario contestatario y anticonservador.

2. Seguimos necesitando procesos constituyentes que habiliten transformaciones de fondo, pero mientras tanto, tenemos que poder disputar la legalidad existente.

Hay un segundo debate que suscita Amador en su artículo. Está vinculado al primero y tiene que ver con las mediaciones legales que permiten, no solo garantizar los “pequeños bienes” de los que habla Santi Alba Rico, sino abrir horizontes transformadores más amplios. En este punto, Amador lamenta que las izquierdas hayan abandonado la apelación a nuevos procesos constituyentes, como en tiempos del 15-M, y se resignen a disputar la Constitución de 1978 a las derechas radicalizadas.

Amador lamenta que las izquierdas hayan abandonado la apelación a nuevos procesos constituyentes

Comienzo, también aquí, por darle la razón. Yo mismo escribí en 2014, al calor de las movilizaciones indignadas y del auge del soberanismo catalán, un ensayo titulado Procesos constituyentes. Caminos para la ruptura democráticaAllí defendía la necesidad de aprovechar todas las grietas para impulsar lo que en países como Bolivia o Ecuador había dado lugar a nuevas Constituciones que habilitaban la conquista de nuevos marcos interpretativos y de pequeños y grandes bienes, tanto personales como colectivos.

Aunque quizás no fui lo suficientemente claro, en mi intervención en el Congreso insistí, como hago cada año que llega el aniversario de la Constitución, en que no podemos abandonar esa perspectiva constituyente. Incluso si no estamos en un momento “caliente” como el del 15-M, sigue siendo fundamental no renunciar a un horizonte radicalmente republicano, feminista, ecosocial, ni a propugnar lo que Xosé Manuel Beiras llama “un proceso de procesos constituyentes”.

Naturalmente, eso no nos exime, como en tantos otros ámbitos, de lidiar con el “mientras tanto”. Aquí, mi propuesta es doble. Por un lado, no dejarnos enzarzar en el debate estéril sobre la reforma de una Constitución –la de 1978– deliberadamente pensada para no ser reformada en sus aspectos sustanciales. Por otro, plantear, sin renunciar al horizonte constituyente, una interpretación garantista de los contenidos sociales y democráticos ya existentes y que las derechas radicalizadas pisotean o incumplen de manera sistemática.

Quiero aclarar que no estoy hablando de blandir el librito de la Constitución como si fuera un fetiche que contuviera todos nuestros anhelos. Simplemente, se trata de exigir, como hacía la Plataforma de Afectados por la Hipoteca cuando salía a la calle con carteles que decían “Artículo 47”, que sus promesas sociales y democráticas se cumplan. Mucho más ahora, cuando tenemos unas derechas que las ignoran o las pisotean abiertamente mientras parecen suspirar por las Leyes Fundamentales de la dictadura. 

Llegados a este punto, planteé en el Congreso una cuestión acaso polémica, pero que me parecía importante abordar: distinguir la Constitución del 78 del Régimen del 78. En mi opinión, lo que llamamos el Régimen del 78 es un régimen de poder que tiene su origen en los pactos de la transición. Pero que cristaliza décadas después, con el Aznarato y con la contrarreforma del artículo 135 constitucional que consagra la prioridad del pago de la deuda sobre otros objetivos sociales.

En mi opinión, lo propio de ese Régimen bipartidista fue utilizar el Parlamento y un Tribunal Constitucional cada vez más conservador para desactivar los contenidos más avanzados que el antifranquismo había logrado imprimir en la Constitución y para estrechar los márgenes para una interpretación garantista de la misma. Esto explica que, con la eclosión del 15-M, muchos movimientos sociales comenzáramos a exigir un proceso constituyente que rompiera “con el candado del 78”.

Hoy, me parece, la situación se ha tornado más compleja. Porque ya no solo tenemos que cuestionar lo que fue el Régimen del 78, hoy parcialmente superado con los últimos gobiernos de coalición y con los cambios en la composición del propio Tribunal Constitucional. También nos toca enfrentarnos a unas derechas que en más de un extremo son pre-Régimen del 78. Para entendernos: nostálgicas del franquismo y negacionistas del derecho internacional de los derechos humanos y de los elementos más garantistas de una Constitución a la que ignoran cuando les conviene.

Insisto: nada de esto nos obliga a concebir la Constitución como el punto de llegada de todos nuestros deseos ni a ignorar los cepos que los herederos de la dictadura plantaron en ella. Simplemente nos exige disputar el sentido de su contenido más garantista para derogar la ley mordaza, para hacer viable la ILP de regularización de las personas migrantes o para descriminalizar los delitos contra la Corona y otros despropósitos punitivistas. Estas últimas medidas no exigen ni complejos procesos constituyentes previos ni reformas constitucionales quiméricas. Exigen fuerza social y voluntad política para aprobar leyes y en algunos casos decretos, no ya para “mejorar la vida de la gente”, sino para que sea la gente quien, en primera persona, se apropie de la política. 

3. Hay que pensar alternativas que puedan construirse desde, contra y fuera del Estado.

Llego así a un último punto que, como puede verse, conecta con los anteriores. En su artículo, Amador señala que los partidos políticos tienden a hacer propuestas que se solventan fundamentalmente en la esfera institucional. Y que esto, una vez más, no hace sino aumentar el malestar ente quienes sienten a las izquierdas ofrecer políticas “para la gente”, pero rara vez “con ella”.

Hay transformaciones que deben plantearse a través del Estado, otras contra él, y otras fuera y más allá de sus confines

Como acabo de decir, esta observación me parece pertinente y debería ser fuente de mayor autocrítica para todos los partidos de izquierda, verdes, o con pretensiones antisistémicas que con frecuencia actuamos, como dice Amador, como “productores masivos de desafección”.

Admitido esto, sigo pensando que la cuestión no puede resolverse, como parece sugerir Amador, simplemente a través de la desestatalización. Por lo que hace al Estado, en concreto, y a las instituciones públicas, soy partidario, otra vez, de plantear una manera más compleja de relacionarnos con ellos. En la práctica, esto supone asumir que hay transformaciones que deben plantearse a través del Estado, otras contra él, y otras, por fin, fuera y más allá de sus confines, propiciando la creación y recreación de nuevos espacios de autoorganización social.

Por su escala, hay algunas transformaciones inconcebibles sin mediaciones legales e institucionales, estatales o incluso supraestatales. Yugular fiscalmente a los grandes rentistas, a la banca o a las tecnológicas, o crear empresas públicas en sectores estratégicos, son un ejemplo de ello. No creo que valga, en este punto, la caricatura de Amador cuando reduce estos objetivos a poner “un impuestito aquí o una regulación más allá”. Tampoco su idea de que el propósito de embridar a los poderes capitalistas convierta a la izquierda en “autoritaria y moralizadora, regañona y puritana”.

Cosa diferente es exigir que estas políticas públicas no sean jerárquicas y que se tomen en serio la participación comunitaria en su diseño. Pero incluso en estas formas de regulación público-comunitarias, la dimensión estatal o institucional resulta imprescindible. 

Como en los puntos anteriores, la desestatalización que plantea Amador me parece fundamental cuando de lo que se trata es de combatir las inercias burocratizadoras y mercantilizadoras de las instituciones estatales realmente existentes. Y me parece decisivo, también, si se entiende como el impulso de procesos de organización y participación desde abajo sin los cuales las políticas institucionales se anquilosan y acaban siendo fácilmente capturadas por grandes poderes económicos. En cualquier caso, cuesta concebir una política emancipadora que no asuma hoy ese triple desafío: actuar en el Estado, contra el Estado, y fuera y más allá de él.  Esto es lo que hay que reinventar con urgencia. Y hacerlo colectivamente. Porque es la única manera, como bien apunta Amador en su provocadora y lúcida reflexión, de conservar lo que merece la pena.

———————

Aquí puedes ver el debate ¿Resistir y/o reinventarlo todo?

Plurilingüismo en el Congreso: ¡el momento es ahora, Sepharad!

El ilusionante cambio no puede darse por descontado. Exige compromiso y presión por parte de quienes aspiramos a una investidura plurinacional, progresista, feminista y republicana

Gerardo Pisarello 27/08/2023 CTXT

Hay palabras que llegan de imprevisto y deshacen nudos como piedras, retiran mordazas y alientan cambios que parecían imposibles. Así sonaron las que pronunció la presidenta del Congreso, Francina Armengol, en la sesión constitutiva de la Cámara del pasado 17 de agosto. Irrumpieron de pronto, sin que nadie las esperara, tras una emotiva evocación de La pell de brau, el poemario que convirtió a Salvador Espriu en una referencia de la lucha antifranquista. 

“Quiero manifestar mi compromiso con el catalán, el euskera, el gallego y la riqueza lingüística que suponen, y quiero anunciarles que esta presidencia permitirá el uso de estas lenguas en el Congreso desde esta sesión constitutiva”. Así de rotundo, así de claro. Ni durante la Primera República, ni durante la Segunda, ni después de la Transición, la tercera autoridad del Estado había defendido el pluralismo lingüístico con convicción semejante.  

La densidad histórica de las palabras

Desde luego, ese compromiso inédito con las hablas peninsulares pedía concreciones y anunciaba también resistencias. En ningún caso, sin embargo, se trataba de flatus vocis, de palabras destinadas a desvanecerse o a quedar en mero artificio retórico. Por el contrario, si pudieron ser pronunciadas fue porque encarnaban una fuerza de siglos. La de millones de mujeres y hombres que a través del tiempo lucharon con orgullo por conservar y enriquecer esas voces propias, que fueron a la vez la de sus hijos o sus madres. Esa fuerza, nacida del fondo de la historia, no emergió por casualidad en uno de los congresos más plurinacionales y plurilingües de la historia reciente. Y tampoco fue por azar que tuvo como intérprete a una mujer, mallorquina, que como presidenta del Gobierno de Baleares había hecho de la defensa de la memoria democrática una política pública irrenunciable.

En la primera reunión de la Mesa, el PP apuntó directamente contra la legalidad de la decisión y exigió que se congelara todo

Naturalmente, semejante desafío no podía quedar sin respuesta. Aquel 17 de agosto, sin embargo, los reticentes de siempre estaban desconcertados. Divididas las derechas, torcieron el gesto, pero sin aspavientos excesivos, como si intuyeran que enfrente tenían a una exigencia de los tiempos, y por ello, difícil de parar.

En la primera reunión de la nueva Mesa del Congreso, ya repuesto, el PP mostró su lado más recio. Apuntó directamente contra la legalidad de la decisión y exigió que se congelara todo. En otras ocasiones, esa simple invocación paralizadora hubiera bastado para desactivar el anuncio y restaurar el status quo de siemprePero no esta vez. El pacto que había posibilitado la nueva composición de la Mesa había dejado fuera a Vox, que no estaba allí para socorrerlo. El PSOE no secundaba sus argumentos, como había ocurrido tantas veces en la legislatura anterior. Sumado a ello, el propio PP comparecía en el debate con un candidato a la presidencia del Gobierno de Ourense, que hizo gran parte de su carrera política en gallego, sin que nadie en su partido lo considerara la ‘anti-España’ por ello. 

Una reforma reglamentaria impostergable

Tras este fallido movimiento restaurador, que hubiera implicado desactivar toda la potencia del anuncio del 17 de agosto, la presidenta del Congreso propuso otro camino.  Escuchar a los grupos parlamentarios y a partir de allí plantear una propuesta jurídicamente sólida que pueda aplicarse en el próximo pleno, probablemente el que deberá debatir la investidura de Alberto Nuñez Feijóo. 

Si se atiene a lo ocurrido en estos últimos años, lo lógico sería que de estas rondas de consultas surja lo que ha sido un clamor compartido por un amplio espectro de fuerzas políticas: la necesidad de reforma del Reglamento del Congreso. Esta reforma no se produciría en el vacío. Tendría como antecedente las que ya se produjeron en el Senado en 1994 y 2005. Fueron aquellas iniciativas, en efecto, las que abrieron camino en la dirección de lo que ahora se pretende: normalizar el uso del euskera, el gallego y el catalán, en escritos y debates parlamentarios. 

Curiosamente, estas reformas, que incluían la posibilidad de utilizar las lenguas cooficiales en algunas intervenciones y escritos parlamentarios, tuvieron el apoyo del PP. Es más, en algún caso no solo las apoyó, sino que llegó a quejarse de su insuficiencia. “Aspirábamos a más”, sostuvo en 2005 el senador gallego Víctor Manuel Vázquez Portomeñe. Y no se quedó allí: prometió ir más lejos si había cambios futuros y acabó invocando, para justiciar su moderación, las célebres palabras de Confucio: “Más vale encender una humilde vela que maldecir la oscuridad”.

Aquella reforma echó por tierra muchos tabúes. De entrada, corroboró lo que hoy se acepta con naturalidad en la Unión Europa, en países como Suiza, Bélgica o Canadá, o en parlamentos como el de la Comunidad Autónoma Vasca: que es perfectamente posible, sin riesgo de trauma psicológico ni gran dispendio económico, entenderse y debatir en diferentes lenguas, mediante sistemas de traducción previa o simultánea. Y que negarse a ello con el argumento de la humillación del pinganillo, es más un signo de inseguridad que de confianza en la vitalidad de la propia lengua. 

Precisamente porque los antecedentes del Senado y del derecho comparado son numerosos y funcionan, la reforma del reglamento del Congreso resulta una iniciativa impostergable. El último intento de llevarla adelante tuvo lugar en junio de 2022. Con la firma de ERC, PNV, JXCat, PDeCAT, la CUP y el BNG, la iniciativa ya planteaba la posibilidad de la traducción simultánea de estas lenguas en las intervenciones en comisiones y de plenos. 

Por primera vez en la historia, la propuesta contó con el apoyo decidido de partidos con presencia en el ejecutivo. Este fue el caso del grupo confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, cuyos diputados subieron a la tribuna a defender la iniciativa. En ese entonces, no obstante, se toparon con la oposición de un PSOE demasiado temeroso y condicionado tanto por el PP como por Vox. 

En una sesión memorable por su significado, el diputado sabadellense de En Comú Podem, Joan Mena, afeó al PSOE su posición y le recordó que el problema no lo tenían “los hablantes de las lenguas oficiales” sino “aquellos que no son capaces de aceptar y de sentirse orgullosos de una realidad que nos enriquece y mucho como país”.

El PP intentó apuntarse a una eventual reforma del Reglamento del Congreso, pero no para avanzar en el cambio, sino para frenarlo

Tras las elecciones del 23 de julio de este año, el escenario para la reforma se ha vuelto mucho más propicio. Primero, porque el voto que hoy permitiría a Pedro Sánchez hacerse con la presidencia del Gobierno es un voto con un fuerte componente antifascista, contrario a las retiradas de revistas en catalán de las bibliotecas públicas y, más en general, a los ataques a las lenguas cooficiales perpetrados por los gobiernos pactados entre el PP y Vox. 

Una de las primeras en reaccionar contra estas medidas de tintes neofranquistas fue la propia vicepresidenta en funciones y líder de Sumar, Yolanda Díaz. Durante la campaña electoral, Díaz defendió la necesidad de una ley de uso y enseñanzas de lenguas oficiales y minorizadas. El 2 de agosto, por su parte, también anunció que impulsaría una reforma del Reglamento para blindar jurídicamente la diversidad lingüística en el Congreso. 

Las exigencias en materia lingüística por parte de ERC y Junts como condición para aprobar la constitución de la nueva Mesa y una eventual investidura futura hicieron el resto. El propio PSOE accedió a cambiar su posición en la materia, propuso a una federalista genuina como Armengol como nueva presidenta del Congreso y luego respaldó su anuncio histórico de un cambio inmediato en el uso del euskera, del catalán y del gallego, en los plenos de la Cámara. 

La estrategia contrarreformista 

Todavía en estado de shock, el PP intentó, en la primera reunión de la nueva Mesa, apuntarse a una eventual reforma del Reglamento del Congreso, pero no para avanzar en el cambio, sino para frenarlo. Sus representantes, en efecto, fueron los primeros en exigir “que todo quede congelado” mientras la reforma no se acometiera y mientras no hubiera informes jurídicos. 

Esta actitud no solo buscaba desplegar una táctica dilatoria que desnaturalizara el mandato nítido de la presidencia de la Cámara del 17 de agosto. También desconocía que los propios diputados y diputadas, como representantes de la voluntad popular, son los primeros obligados a cumplir el principio constitucional que manda proteger las lenguas de toda la ciudadanía y de “los pueblos de España”. 

La presidenta del Congreso cuenta con instrumentos jurídicos y con mayorías de apoyo suficientes para que el plurilingüismo gane peso 

De existir acuerdo entre las fuerzas partidarias de este avance en materia de plurilingüismo, el cambio sería imparable. Primero, porque la tramitación de una reforma que blinde jurídicamente la diversidad lingüística, bien podría realizarse en lectura única, como prevé el artículo 150 del Reglamento. Segundo, porque incluso sin ese trámite, la presidenta podría comenzar a flexibilizar el uso de las lenguas amparándose en el artículo 32, que la faculta a dirigir los debates, mantener el orden en los mismos e interpretar el propio Reglamento en los casos de duda.

También aquí existen antecedentes. Ya en 2005, el entonces presidente del Congreso, Manuel Marín, del PSOE, aprobó una Resolución con el visto bueno de la Mesa y de la Junta de Portavoces con el objetivo de flexibilizar el uso de las lenguas mediante la autotraducción al castellano a cargo de los propios intervinientes. Incluso en la última legislatura, con Meritxell Batet de presidenta, se utilizaron fórmulas similares sin que nadie sintiera que se le privaba por ello del derecho a entender lo que se estaba debatiendo. Durante el debate de la proposición de reforma reglamentaria de 2022, el diputado Ferran Bel, del PDeCAT, realizó toda su intervención en catalán, autotraduciéndose al castellano. Lo mismo hizo, en euskera, Mertxe Aizpurua, portavoz de EH Bildu. Y no solo eso: algunos diputados de Unidas Podemos, como Pablo Echenique o Sofía Castañón, pronunciaron alocuciones breves en las que utilizaron otras modalidades lingüísticas reconocidas en sus territorios como el aragonés o el bable. 

Es verdad que durante aquella sesión la presidencia acabó llamando al orden a las diputadas y diputados Montse Bassa, de ERC, Míriam Nogueras, de Junts, Albert Botran, de la CUP, y Néstor Rego, del BNG, por su insistencia en hablar solo en catalán o gallego. Pero en aquel caso, la decisión de no autotraducirse no era un simple capricho. Era una forma deliberada de protestar contra la oposición del PSOE a tramitar una propuesta que ya se había abierto paso parcialmente en el Senado.

Avanzar, indesinenter

Sea como fuere, estos antecedentes muestran que, con la actual legalidad en la mano, la presidenta del Congreso cuenta con instrumentos jurídicos y con mayorías de apoyo suficientes para que el plurilingüismo gane peso ya en los plenos del 26 y 27 de septiembre, cuando se debata la investidura de Feijóo.

Podría ocurrir, desde luego, que ese debate tuviera lugar sin que los sistemas de traducción necesarios estuvieran listos. En ese caso, no sería imposible acordar con los grupos un margen suficiente de flexibilidad para que, junto al castellano, las lenguas de Rosalía de Castro, de Gabriel Aresti, de Montserrat Roig y de Ovidi Montllor, resuenen en el hemiciclo con la fuerza y la dignidad que merecen. Los diputados y diputadas que las utilizaran deberían, seguramente, autolimitarse para que sus intervenciones resultaran comprensibles para todos y permitieran el debate. Pero esta autolimitación, a diferencia de otros momentos, no implicaría renuncia ni apuntalamiento del status quo. Sería un pequeño primer paso hacia una reforma más profunda, previamente pactada, que blinde de una vez el uso normalizado en el Congreso de las lenguas peninsulares, para orgullo de todos, incluidas las personas castellanoparlantes. 

El mundo advertiría el simbolismo de un reconocimiento jurídico de la pluralidad lingüística interna, nada menos que en el Congreso

El efecto de un cambio de esta naturaleza sería enorme, internamente y desde el punto de vista internacional. Hacia adentro, porque ayudaría a que las propias lenguas peninsulares se conozcan mejor entre ellas, algo que hoy por desgracia ocurre poco. También serviría para que se asuma que el propio castellano que se habla en el Congreso bien puede sonar a la manera andaluza, canaria o argentina, como es mi caso, o a la manera saharaui de nuestra compañera Tesh Sidi. El efecto hacia afuera no sería menor. Porque el mundo entero advertiría el simbolismo de un reconocimiento jurídico y práctico de la pluralidad lingüística interna, nada menos que en el Congreso de los Diputados. Dicho reconocimiento nos permitiría acercarnos mejor a Portugal, a América Latina o, incluso, a África. Y sobre todo, lanzaría un mensaje claro a Europa sobre la necesidad de que las lenguas que ya se escuchan o leen con naturalidad en las instituciones estatales, se escuchen y se lean de modo similar en Bruselas o Estrasburgo. 

Nada de esto, obviamente, implica desconocer las férreas inercias uniformistas de la historia más reciente y de la más lejana. Precisamente por eso, el ilusionante cambio anunciado en la sesión constitutiva del Congreso el pasado 17 de agosto no puede darse por descontado. Exige compromiso y presión por parte de quienes aspiramos a una investidura lo más plurinacional, lo más progresista, lo más feminista y lo más republicana posible. El mismo Salvador Espriu, que llamaba a construir ponts de diàleg entre los hijos e hijas de Sepharad, sabía que eso no se podía conseguir, como también dijo en un poema, sin perseguir la libertad propia y de los demás indesinenter, adverbio latino que quiere decir “sin pausa, incesantemente”. 

De eso se sigue tratando en esta difícil coyuntura que nos toca vivir. De perseverar, sin descanso, en la defensa de libertades y derechos que nos ayuden, justamente, a hablar, falarhitz egin, a parlar. Y de aprovechar esta grieta que se ha abierto para recordar a Sepharad que no hay tiempo que perder, que el momento es ahora.

A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete!

Por un olvido penal que ayude a desbloquear el futuro

  • Contrariamente a lo que algunos afirman, las amnistías no han tenido lugar solo al finalizar una dictadura. Se han producido también en democracias dañadas por conflictos profundos, como alternativas, precisamente, a la obsesión por el castigo de adversarios enfrentados entre sí

Gerardo Pisarello para el Diario.es

Agentes antidisturbios de la Policía Nacional chocan con ciudadanos en el referéndum del 1-O en 2017.
Agentes antidisturbios de la Policía Nacional chocan con ciudadanos en el referéndum del 1-O en 2017. Alberto Estévez / EFE

14 de agosto de 2023 22:22h
Actualizado el 15/08/2023 08:19h

Los posibles acuerdos de investidura han devuelto al centro del debate una vieja propuesta teorizada hace siglos por los antiguos griegos: la amnistía. En su sentido más profundo, esta propuesta comporta una suerte de amnesia, de olvido, aunque no político, sino penal. Su propósito, pues, no es cancelar el debate social sobre el pasado. Simplemente se trata de renunciar a un tipo de persecución criminal, de punición, que desnaturaliza ese debate y que bloquea la posibilidad de otras alternativas de futuro. 

Este olvido penal, esta renuncia al “poder de la fuerza” y a la “gran cirugía histórica” de los que hablaba Ortega, son efectivamente fundamentales para restaurar el diálogo entre diferentes sobre lo que el futuro debería ser. 

Se dice que el primero en impulsar una ley de amnistía fue Trasíbulo, un general ateniense que pertenecía al partido democrático de Pericles. Y lo hizo, justamente, en beneficio de los miembros del partido oligárquico, sus grandes adversarios. Con esa renuncia a la venganza de Estado, Trasíbulo buscaba restaurar una cierta paz social y recomenzar políticamente de cero. Podía salir bien o no, pero, a efectos de la salud de la polis, era preferible a entrar en la rueda de la retaliación infinita.

Contrariamente a lo que algunas voces afirman, las amnistías no han tenido lugar solo al finalizar una dictadura. Se han producido también en democracias dañadas por conflictos profundos, como alternativas, precisamente, a la obsesión por el castigo de adversarios enfrentados entre sí. 

En plena democracia, Francia recurrió a la amnistía de militares y de activistas para cerrar las heridas abiertas por el proceso de independencia de Argelia. Portugal aprobó una ley de amnistía en 1996, 20 años después de aprobada su Constitución democrática, para amnistiar a los representantes de una organización revolucionaria, incluido un héroe de la Revolución de los Claveles. 

Actualmente, se entiende que la amnistía no puede suponer el perdón de delitos de especial gravedad como la tortura, los secuestros, o delitos de sangre como los homicidios. Pero eso no quiere decir que haya perdido su razón de ser. El propio Portugal, de hecho, acaba de aprobar, en ocasión de una visita del Papa Francisco, una amnistía para librar de la persecución penal a jóvenes de entre 18 y 30 años por delitos no considerados graves. 

Mientras esto ocurre en el mundo, en España hay miles de personas investigadas o procesadas en el marco de un conflicto político en Catalunya que dura años. Muchos de los procesos seguidos contra algunas de estas personas –dirigentes políticos, activistas, académicos– han ido a parar a jueces obsesionados, no por la aplicación garantista de la Constitución y de la ley, sino por el castigo ejemplar, severo, de quienes son considerados “enemigos de Estado”. De esta suerte, se ha producido una judicialización de la política que ha acabado por menoscabarla de manera preocupante, contradiciendo la idea de “democracia avanzada” a la que apela el Preámbulo de la Constitución de 1978. 

Hoy cuesta creer que los mismos sectores del Poder judicial que se han comportado de manera partisana puedan poner fin a esta ofuscación punitivista y contribuir a la restauración del pluralismo político y de una cierta normalidad democrática. Por eso, la política, encarnada en el Gobierno y en el Parlamento, debe hablar.  

Cuando Pedro Sánchez decidió indultar a algunos dirigentes independentistas, reconoció que lo hacía porque existía un grave conflicto entre Catalunya y el Estado. Y porque pensaba que era la mejor manera de defender la convivencia y fortalecer la democracia. 

Esos indultos fueron una decisión valiente e inteligente, y ayudaron a salir de la espiral del castigo y los agravios sin fin. No obstante, es evidente que no han sido suficientes para restaurar plenamente el principio del pluralismo político y de la plurinacionalidad explícitamente reconocidos en los artículos 1 y 2 de la Constitución española.  

Para superar ese estado de cosas, la Constitución otorga al Gobierno y al Parlamento diferentes herramientas de intervención. El ejecutivo podría emitir nuevos indultos, pero no indultos generales. El Parlamento, por su parte, podría aprobar rebajas penales de carácter general, y si bien no podría indultar, podría impulsar amnistías. 

Después del 23 de julio, hay una mayoría parlamentaria que está en condiciones propicias para poner en marcha este tipo de medidas de desjudicialización y de desbloqueo institucional. Primero, porque es una mayoría marcada por la presencia en ella de fuerzas políticas con identidades nacionales diversas, especialmente interesadas en que el pluralismo político, social y nacional, sean plenamente respetados. Segundo, por su transversalidad ideológica, que le permitiría adoptar soluciones que no eternicen el frontismo de unos contra otros, sino que abran un escenario de normalización democrática aceptable para mayorías amplias. 

En realidad, hasta el propio PP, que ha avalado sin rubor medidas de amnistía fiscal y privilegios penales para los más fuertes, debería ver la conveniencia de utilizar la política penal para desbloquear la situación actual y no para enquistarla. Pero para ello, claro, debería atreverse a abandonar una deriva radical que lo ha colocado a merced de Vox y que solo le ha servido para quedarse fuera del gobierno del Estado. 

Insistimos: ni una eventual amnistía, ni nuevos indultos, ni la reducción de ciertos reproches penales implicarían un olvido político del pasado. Por el contrario, supondrían renunciar a una lógica punitiva que ha impedido repensar ese pasado con libertad, aprendiendo de los errores, y planteando nuevas alternativas de futuro.  

Este principio del olvido penal como vía para construir un mejor futuro fue lo que defendimos en marzo de 2021, cuando desde la Mesa del Congreso nos pronunciamos a favor de la admisión a trámite de una proposición de ley de amnistía presentada por diversas fuerzas catalanas. Hoy esa vía no es la única disponible. Pero como han sostenido diversos juristas, desde Juan Antonio Xiol a Javier Pérez RoyoMarco Aparicio, Josep Maria Torrent o José Antonio Martín Pallín, es plenamente constitucional, y junto a otras posibles, son clave para articular una mayoría de investidura y de gobierno progresista y plurinacional.

Hay que comprometerse y atreverse, pues, a actuar. Sin aspirar a que los viejos problemas se esfumen de la noche al día, por arte de magia. Pero con la convicción de que solo con una apuesta valiente por una democracia avanzada, sin mordazas ni agravios enquistados, es posible pensar nuevas formas de convivencia más libres, más justas, y gracias a eso, más fraternas.

Una rebelión inesperada

Queda por ver si la fuerza popular que se volcó a las urnas para evitar un gobierno del PP y Vox es capaz de conectar con otras movilizaciones por más y mejor democracia

Gerardo Pisarello 27/07/2023 en CTXT

Las elecciones del 23 de julio pueden leerse desde muchas claves. Hay una decisiva: la extraordinaria movilización popular, ciudadana, que tuvo lugar. No solo en busca de un futuro mejor, sino en clave antifascista y contra el uso sistemático de la mentira como arma política.

Contra todo pronóstico, amplios sectores de la población que parecían destinados a abstenerse tras las elecciones autonómicas y municipales decidieron utilizar el voto como un instrumento de defensa propia. Lo hicieron contra el descarado y violento programa de choque, neofranquista, exhibido por el Partido Popular y Vox allí donde llegaron a acuerdos de gobierno postelectorales. Y lo hicieron también contra las falsedades y mentiras utilizadas por sus líderes, Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal, en debates televisados que llegaron a miles de hogares.

El efecto narcotizante producido por una legión de empresas que bombardeaba las redes y los grandes medios con encuestas que daban a las derechas un triunfo irrefrenable se acabó desvaneciendo. El despliegue de pancartas intimidatorias como las de los mafiosos de Desokupa, el agresivo discurso contra los avances feministas, la censura de libros y obras de teatro, los ataques a la lengua catalana, la disolución de consejerías de Igualdad o Medio Ambiente, las escandalosas mentiras sobre pensiones y otras políticas sociales, acabaron por activar a sectores sociales que, tras el adelanto electoral, oscilaban entre el desánimo y el desconcierto.

El resultado fue una imprevista movilización antifascista y contra el uso de la mentira que culminó en una participación de más del 70%

El resultado fue una imprevista movilización antifascista y contra el uso trumpista de la mentira que culminó en una participación de más del 70% el 23 de julio. Esta movilización tuvo en las mujeres y en las clases populares un componente fundamental. Se expresó de manera especialmente nítida en territorios como Euskadi o Catalunya. Pero también en otros como Extremadura, donde la revuelta ciudadana contra las mentiras del PP y Vox fue histórica.

Los instrumentos políticos de los que se sirvió esta rebelión fueron diversos. Mayoritariamente, el PSOE. Pero también opciones de izquierdas articuladas estatalmente, como Sumar, o territorializadas, como EH Bildu, en Euskadi; ERC, en Catalunya; o el BNG, en Galicia. El daño infligido a las derechas españolistas que tras las elecciones del 28 de mayo se sentían imparables, empujadas por los vientos reaccionarios que soplaban en Europa, fue considerable.

Un freno a la ola reaccionaria europea 

Vox perdió nada menos que 19 escaños, lo que bien podría ser el inicio de una curva descendente similar a la experimentada en Francia por el ultra Éric Zemmour. La noche electoral, como dejó escrito la periodista Cristina Fallarás, Abascal compareció ante los suyos “como un hombre en blanco y negro, antiguo”, que había “perdido toda la ferocidad que llevaba cuatro años mostrando”, y que en cierto sentido era ya “un poco nadie”. 

Esa misma noche, Feijóo constató en la sede de Génova del PP el alcance de su pírrica victoria en votos. Los intentos de fingir normalidad se estrellaron con el escepticismo de sus propios seguidores. Cuando Feijóo intentó arengarlos, estos respondieron coreando el nombre de quien ya se avizora como su verdugo: Isabel Díaz Ayuso.

Nada de esto indica, obviamente, que las derechas radicalizadas o los poderes fácticos que la apuntalan vayan a esfumarse por esta derrota. Pero han quedado tocados y desnortados. Su plan A, consistente en un intento desesperado de buscar pactos propios para gobernar, se desmoronó rápidamente con la negativa fulminante del Partido Nacionalista Vasco. Desde entonces, su plan B ha pasado por instar a Pedro Sánchez, al que demonizó con mentiras y falsedades escandalosas, a un pacto entre las dos grandes fuerzas con “sentido de Estado”. No es descartable que el PSOE pueda valerse de esta alternativa en el futuro para “poder dormir por las noches”. De momento, sin embargo, la fórmula no pasa de ser un intento patético del PP para esconder un fracaso que ninguno de los suyos pronosticaba. 

El voto útil al PSOE y el papel de las izquierdas 

Por el lado progresista, el PSOE se ha mostrado sin duda como la herramienta más sólida y rocosa que las clases populares han encontrado para frenar la ola reaccionaria. La audacia y la astucia de Sánchez han contribuido a ello. Primero, por la manera de arrostrar el adelanto electoral. Segundo, por su habilidad para hacer suyos muchos avances que su partido intentó frenar y que solo se abrieron camino gracias a la presión de Unidas Podemos, de sus confluencias, de ERC y de Bildu. 

Hay que destacar el notable papel en campaña del expresidente Zapatero, cuya valentía ha contrastado con la actitud mezquina de Felipe González

También hay que destacar el notable papel en campaña del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, cuya valentía ha contrastado con la actitud mezquina de un Felipe González que desde el minuto uno conspiró contra Sánchez y se mostró dispuesto a facilitar un gobierno encabezado por Feijóo.

En el costado izquierdo, quien de manera más clara ha expresado una solidez similar, aunque circunscrita al mundo vasco-navarro, ha sido EH Bildu. Las razones de esta solidez, que le permitieron aumentar a seis los diputados que tendrá en el Congreso, son diversas. Por un lado, su innegable capilaridad territorial, construida a través de años de presencia en cooperativas, sindicatos, centros culturales y otros espacios de socialización. Por otra parte, la manera inteligente, principista y pragmática a la vez, de actuar como una izquierda soberanista, republicana, pero dispuesta a influir sin complejos en el Estado con un programa de reformismo fuerte. Finalmente, porque ha podido operar en un ecosistema mediático singular, como el vasco, que le ha permitido crecer y que seguramente la ha protegido mejor de los feroces ataques a los que se ven sometidas las fuerzas de izquierdas de ámbito estatal.

Ni la CUP ni Adelante Andalucía, con un programa abiertamente anticapitalista, consiguieron, por razones diversas, representación institucional. ERC, a pesar de haber sufrido una sangría importante de votos, mantendrá seis escaños y el BNG uno, lo que significa una contribución no desdeñable al bloque republicano, antimonárquico. 

En el caso de Sumar, que se estrenaba como marca, los resultados vinieron condicionados por diferentes factores. El más evidente, el hecho de tener que configurar de prisa y a contrarreloj una candidatura entre partidos que habían concurrido separados en anteriores contiendas anteriores. Esto supuso tensiones, renuncias y generosidad por parte de los diferentes actores involucrados. Al final, sin embargo, se consiguió lo que parecía imposible: aglutinar en un único espacio confederal a quince fuerzas políticas progresistas y plurinacionales que yendo por separado hubieran tenido posibilidades nulas de frenar a la ola reaccionaria.

La engañosa comparación con los resultados de 2019 

Este esfuerzo unitario, sumado a la prepotencia y a la arrogancia de las derechas, acabaron arrojando unos resultados más que aceptables, sobre todo en ciertos territorios, como Catalunya, donde los Comunes experimentaron pérdidas hacia el Partido Socialista de Catalunya, pero también un significativo incremento de votos provenientes de ERC y de la CUP. 

Comparar los resultados de Sumar u otras fuerzas de izquierda con los de 2019 es engañoso, porque desde 2020 se asiste a un ciclo reaccionario en casi toda Europa

Comparar los resultados de Sumar u otras fuerzas de izquierda con los de 2019 es engañoso. Sobre todo, porque desde 2020 se asiste a un ciclo reaccionario y conservador que ha arrinconado a izquierdas moderadas y radicales en casi toda Europa, desde Grecia a Italia y Alemania. 

Este flujo regresivo, sumado a la práctica suspensión de la movilización y de la conflictividad social durante los años de pandemia, tuvo un impacto claro en las elecciones municipales y autonómicas del 28 de mayo. En ellas, las izquierdas independentistas como Bildu, ERC o la CUP resistieron, aunque con suerte desigual. Los resultados de Unidas Podemos y sus confluencias, en cambio, fueron en general malos, con la excepción de alguna gran ciudad como Barcelona, donde a pesar de la brutal ofensiva mediática y judicial de la derecha, se perdió por un margen muy estrecho. 

En ese contexto, la convocatoria inmediata de nuevos comicios hacía temer lo peor. Sin embargo, tras el desconcierto inicial, la campaña fue de menos a más. Poco a poco se consiguió poner en valor, positivamente, la manera en que los ministerios de Irene Montero, Ione Belarra, Joan Subirats o Alberto Garzón obligaron al PSOE a ir más allá de lo que pretendían sus sectores más conservadores y social-liberales. 

Yolanda Díaz, por su parte, fue ganando peso propio como líder del espacio. La necesidad de preservar su imagen de vicepresidenta y de gestora eficaz no le impidió desarrollar un perfil más incisivo, sobre todo en la última semana de campaña. Combinando solvencia y coraje, plantó cara a las mentiras de Abascal y Feijóo, fue audaz en sus propuestas para Catalunya y acabó encabezando con solidez un proyecto nítidamente plurinacional, feminista, marcado por un programa reformista fuerte en materia laboral y ecosocial. 

¿Un nuevo gobierno progresista con apoyos plurinacionales?

Al final, Sumar, con sus quince fuerzas políticas, ha quedado a nada de superar a Vox en número de votos y se ha convertido en una fuerza decisiva para forzar un nuevo gobierno de coalición capaz de concitar el apoyo de Bildu, ERC, BNG, el PNV e incluso Junts per Catalunya. 

En coherencia con su trayectoria, Bildu fue la primera fuerza en anunciar su soporte de manera clara y sin reticencias

En coherencia con su trayectoria, Bildu fue la primera fuerza en anunciar su soporte de manera clara y sin reticencias: “El mensaje del pueblo vasco –declaró su coordinador general, Arnaldo Otegi– ha sido nítido y masivo: no quiere gobiernos de PP y Vox, y nosotros tenemos el compromiso de frenar las derechas (…) Ni ponemos precios en público, ni líneas rojas. Es hora de poco ruido y mucho trabajo para lograr alternativas progresistas”. Posteriormente, tanto ERC como el BNG mostraron una predisposición similar, y el PNV cerró rápidamente cualquier posibilidad de pactar con Feijóo. 

Esto supone para Pedro Sánchez unos apoyos iniciales que supondrían 172 votos, más que los que podría obtener el bloque del PP y de Vox. En ese contexto, la clave estará en Junts per Catalunya, el partido del expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont que, a pesar de haber sufrido una caída importante en votos, podría facilitar la investidura de Sánchez con su abstención. 

Nada indica que este acuerdo sea sencillo, pero desde luego es factible si hay voluntad política. De entrada, Junts puso dos exigencias sobre la mesa: un referéndum de autodeterminación y una amnistía para los encausados por el conflicto político en Catalunya. 

El PSOE ha rechazado abiertamente la propuesta de referéndum. Pero difícilmente podría cerrar la puerta a lo propuesto por Yolanda Díaz: que los acuerdos políticos que se alcancen con Catalunya puedan negociarse en una mesa bilateral de diálogo y ser sometidos a votación entre la ciudadanía catalana. 

La admisión de la segunda cuestión también tiene recorrido. Para el PSOE, una amnistía general es una alternativa que no suscita el suficiente consenso en el mundo jurídico. Pero eso no impediría en ningún caso que se puedan negociar reformas legales, penales, concretas, que pongan freno a la abusiva represión judicial de activistas y dirigentes independentistas, permitiendo que las cuestiones políticas se solventen en espacios políticos y no en los tribunales.

Bien visto, hay una agenda antirrepresiva y democratizadora de los poderes del Estado, no llevada a término en la legislatura anterior, que podría y debería implementarse en una nueva legislatura. 

Esta agenda debería incluir medidas como la derogación de la ley mordaza, la reforma de los delitos contra los sentimientos religiosos o contra la Corona, la reforma de la Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial, una democratización de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado o una legislación en materia de medios que garantice su desconcentración y su pluralismo real. 

Esta agenda democratizadora, republicana, podría contar no solo con el apoyo de las fuerzas de izquierdas, sino también del PNV o de Junts

Esta agenda democratizadora, republicana, podría contar no solo con el apoyo de las fuerzas de izquierdas, sino también del PNV o de Junts. Y sería fundamental para desactivar el uso patrimonialista de las instituciones en el que la ultraderecha y los sectores más reaccionarios del PP se mantienen atrincherados. 

Más complicado sería seguramente contar con el apoyo del PNV o de Junts per Catalunya en una agenda social y económicamente avanzada. Esta agenda será muy importante si la Unión Europea decide retomar el Pacto Fiscal con la imposición de medidas austeritarias. Y si bien es difícil ver al PNV, a Junts y a ciertos sectores del PSOE dispuestos a hacerles frente, reforzando el papel de lo público e imponiendo límites claros a las grandes fortunas o los capitales rentistas, cabría no adelantarse. 

La correlación de fuerzas no es un dato inmutable e inmodificable. Lo que el PNV, Junts o los sectores más conservadores y neoliberales del PSOE estarían dispuestos o no a hacer, no depende solo de lo que ocurra en las instituciones. Depende también de las dinámicas de calle que puedan generarse e incluso estimularse. 

Durante la pandemia, la movilización social necesaria para la conquista de nuevos derechos estuvo en buena medida suspendida. El número de huelgas y de grandes manifestaciones fue escaso, con la excepción quizás de las movilizaciones feministas. No obstante, es posible que este tiempo de frialdad en las calles esté tocando a su fin. 

La evolución de la guerra y del clima belicista, la agudización de la emergencia climática, las presiones privatizadoras de las grandes oligarquías rentistas o de la propia UE, pueden amenazar gravemente las condiciones materiales de vida de la población. Si esto ocurre, la conflictividad social aumentará. Y si es así, el reto de un gobierno progresista será mostrar su predisposición para enfrentarse a estas políticas regresivas, protegiendo a los colectivos más vulnerables por razones de clase, de género o de origen étnico, y asegurando que su derecho de manifestación y de legítima protesta sean respetados. 

Queda por ver, pues, si la extraordinaria movilización popular que se volcó a las urnas para evitar un gobierno del PP y de Vox es capaz de convertirse en movilización popular, ciudadana, más allá de las elecciones, y con fuerza suficiente para conectar con otras movilizaciones por más y mejor democracia política, económica y cultural. Que ocurra o que no será fundamental para saber si el freno a la ola reaccionaria es algo solo temporal o si puede desatar una ola democrática en sentido contrario, capaz de actualizar la consigna clásica de que otra Europa y otro mundo son posibles y más urgentes que nunca. 

A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete!

El discurso militarista del rey

Que Felipe VI se sienta especialmente cómodo con su intervención del 6 de enero solo viene a corroborar el ligamen que ha existido entre la monarquía borbónica, el militarismo y el negocio de armas

Gerardo Pisarello 8/01/2023 para CTXT

Todas las restauraciones borbónicas en España se originaron en un golpe de Estado militar. Ocurrió con Fernando VII, tras abandonar el exilio de lujo que le concedió Napoleón. Ocurrió con Alfonso XII, tras el pronunciamiento de Martínez Campos. Y pasó con la última restauración monárquica, hija del golpe franquista. En parte por eso, en parte porque ha formado parte de los negocios del Estado, el vínculo de la monarquía con el militarismo ha sido estrecho. Han sido muchos los borbones que para afirmar su utilidad se han esforzado en aparecer como reyes-soldados. Como monarcas situados al frente de las fuerzas armadas para garantizar un cierto orden por encima incluso del poder civil. El discurso de Felipe VI durante la Pascua Militar no se puede entender al margen de este contexto.

Para aparecer como el rey-soldado por excelencia, Alfonso XII se esforzó en intervenir en las últimas escaramuzas con el carlismo. Su hijo, Alfonso XIII, decidió directamente apoyar un golpe de Estado militar, el de Miguel Primo de Rivera. Luego se involucró personalmente en la guerra colonial en el Rif, aunque su intervención acabó en el Desastre de Annual, con miles de muertos.

Tras la muerte de Franco, fue Juan Carlos I quien se afanó en buscar su momento para afirmarse como rey-soldado

Tras la muerte de Franco, fue Juan Carlos I quien se empleó en afirmarse, también él, como rey-soldado. Lo hizo en parte cuando se negó a jurar la Constitución, para mostrar que su legitimidad le venía del régimen militar y de su vinculación a “la dinastía histórica”. Y lo consiguió, muerto ya el dictador, el 23 de febrero de 1981. Como reconocen exmiembros de los servicios de inteligencia en el reciente documental Salvar al rey, de HBO, durante esas jornadas el monarca pudo desempeñar un doble papel. Oficiar como “motor inicial del golpe”, con el objetivo de marcar ciertos límites a la democracia que se estaba desplegando luego de la transición. Y ejercer, luego, como el rey-soldado capaz de reorientar ese golpe hacia una variante menos drástica a la programada, pero igualmente eficaz gracias a su ascendencia sobre las fuerzas armadas.

A partir de ese momento, Juan Carlos I hizo todo lo posible para consolidar esta posición. En 1995, en su entrevista con el aristócrata José Luis de Vilallonga, pudo presumir de que él mismo redactaba sus discursos, sobre todo los de la Pascua Militar. En ellos, Juan Carlos solía defender el papel de España en la OTAN y el aumento del presupuesto militar, además de actuar luego como un valedor clave de los negocios del sector armamentístico. Más tarde, cuando los escándalos no le dejaron otra alternativa que abdicar, se afanó para que el papel de rey-soldado pasara a su hijo, Felipe VI.

Hoy se recuerda poco, pero Felipe de Borbón fue investido rey por su padre en una ceremonia cuasi militar 

Hoy se recuerda poco, pero Felipe de Borbón fue investido rey por su padre en 2014 en una ceremonia cuasi militar en el Palacio de la Zarzuela, antes de comparecer ante el propio Congreso de los Diputados. En dicha ceremonia, Juan Carlos I le transmitió el “mando supremo de las fuerzas armadas” y le impuso el fajín rojo que se consideraba signo del mando militar directo. Solo después de esta investidura monárquica-militar, Felipe VI compareció ante la sede de la soberanía popular a jurar la Constitución.

La conciencia de que el vínculo entre monarquía y franquismo no se circunscribía a su padre, quedó de manifiesto en el primer mensaje navideño del nuevo rey. En él, Felipe VI dejó claro que no venía a cuestionar el origen franquista de la última reinstauración borbónica. Así, hizo una llamada a que “nadie agite viejos rencores o abra heridas cerradas”, algo que en puridad solo habría resultado aceptable en boca de las víctimas de la dictadura.

Su papel como rey-soldado, con todo, se afianzó con su discurso del 3 de octubre de 2017, como respuesta a la consulta celebrada en Cataluña dos días antes. Allí decidió realizar una intervención en la que no intentaba ni mediar ni arbitrar, como pedía la Constitución, sino actuar como un jefe militar contra una parte de la sociedad y al rescate de otra. Su discurso fue redactado sin el acuerdo del poder civil. Pedro Sánchez le afeó que no se apelara en ningún momento al “diálogo”.  Rajoy solo fue informado y dio su consentimiento, con reticencias, a último momento.

Con aquella intervención, Felipe VI se arrogó un poder de reserva que la Constitución no le reconocía. Fue su 23-F, aunque las diferencias con aquel acontecimiento estaban claras. Lo que tenía delante no era un golpe armado propiciado por miembros del Ejército que habían asaltado el Congreso en Madrid con ametralladoras. Eran una movilización y una consulta, ambas masivas y pacíficas, sin ningún acceso real o efectivo al aparato coactivo. Daba igual: su mensaje como rey-soldado estaba dado. Al poder civil, sobre el que se situaba sin complejos, y también a un sector del poder militar del que el rey se sentía cercano.

El nuevo discurso de Felipe VI en la Pascua Militar va en una línea similar. La del rey que, como su padre, su abuelo y su bisabuelo, defiende el aumento del gasto militar y el negocio de las armas como un objetivo incuestionable. E insiste, como ya hizo en su discurso navideño, en plantear la subordinación acrítica de la política exterior a los objetivos de la última cumbre de la OTAN: el impulso de una guerra larga, no solo en el “flanco oriental”, sino también en el sur, con las miras puestas en África y en la región del Sahel.

La diferencia con lo ocurrido el 3 de octubre es que esta vez el monarca ha actuado como rey-soldado, pero no ha actuado solo

Si en el discurso del 3 de octubre las apelaciones al diálogo eran inexistentes, lo que escasean en este son las invocaciones a la paz, a la que según el monarca solo se podría llegar echando más madera al fuego de la guerra. La diferencia con lo ocurrido el 3 de octubre es que esta vez el monarca ha actuado como rey-soldado, pero no ha actuado solo. Ha contado con el refrendo de la propia ministra de Defensa, Margarita Robles, que minutos antes escenificó sin complejos el furor militarista y atlantista luego exhibido por Felipe VI.

Estos arrebatos belicistas no son exclusivos de la ministra de Defensa del PSOE. De ahí que Felipe VI haya podido asumir su discurso con comodidad y plena convicción. Porque no solo estaba en sintonía con el partido mayoritario de la coalición de Gobierno. También satisfacía al PP y a Vox, los máximos exponentes hoy del furioso «partido belicista», aunque con cierta compañía a su izquierda.

Que el rey se sienta especialmente cómodo con su discurso del 6 de enero solo viene a corroborar el ligamen que ha existido entre la monarquía borbónica, el militarismo y el negocio de armas. Lo lamentable es que haya partidos con bases republicanas que den cobertura a estas palabras. Sobre todo, cuando el ensalzamiento del belicismo por parte de la Corona no ha augurado nunca nada bueno en términos democráticos. Por el contrario, ha dado alas a fuerzas reaccionarias que tienen muy claro, ellas sí, cómo sacar provecho de ese entusiasmo marcial.

A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete!

Contra el golpe del Tribunal Constitucional: defender la autonomía parlamentaria

  • Si el Constitucional hubiera requerido al Congreso suspender la votación del lunes sin soporte legal, sin dudas nos hubiéramos visto obligados, como miembros de la Mesa de la Cámara, a defender su autonomía.
  • 18 de diciembre de 2022
  • Por Gerardo Pisarello y Javier Sánchez Serna

Pasó con la privación del escaño de Alberto Rodríguez. Ocurrió antes con la arbitraria conculcación de derechos de diputados independentistas. Y podría haber pasado una vez más este jueves si el Tribunal Constitucional hubiera ordenado al Congreso suspender la votación de la reforma que permite renovar sus miembros con mandatos caducados. La víctima, una vez más, habría sido la autonomía parlamentaria. Un nuevo atropello a la autonomía de la Cámara que, como miembros de la Mesa del Congreso, nos habría obligado a dar un paso al frente en defensa de la legalidad. 

La gravedad de la situación es indiscutible. El Partido Popular lleva tiempo instrumentalizando de manera espuria el Tribunal Constitucional para bloquear iniciativas progresistas o que sencillamente cuentan con mayorías legislativas contrarias a sus posiciones. De ese modo, están dinamitando un modelo constitucional que lleva un siglo a sus espaldas. Los tribunales constitucionales se crearon en Europa en los años veinte del siglo pasado. Su impulsor, el jurista austríaco Hans Kelsen, lo hizo con un objetivo claro: proteger derechos básicos, asegurar la división de poderes y evitar que minorías conservadoras pudieran bloquear por sistema reformas impulsadas por mayorías parlamentarias progresistas o simplemente democráticas.

Lo que Kelsen vio a comienzos del siglo pasado fue cómo el sufragio universal permitía que partidos obreros, partidarios de reformas sociales profundas, ganaran peso en los parlamentos. Y vio también cómo las derechas políticas recurrían a jueces vinculados a las élites tradicionales o directamente provenientes de regímenes autoritarios o dictatoriales para frenar esos avances. Para contrarrestar esta ofensiva judicial antidemocrática, Kelsen consideró que había que reforzar el papel de los parlamentos como máximos representantes de la soberanía popular. De ahí su propuesta de crear un órgano específico, el Tribunal Constitucional, que funcionara de manera autónoma del Poder Judicial, con miembros que podrían ser escogidos por los propios partidos en función de las mayorías sociales del momento. Sus funciones, eso sí, estaban muy delimitadas. Proteger los derechos, resolver conflictos entre órganos y censurar aquellas leyes que, una vez promulgadas, pero no antes, contradijeran nítidamente el contenido de la Constitución.

El Tribunal Constitucional no estaba concebido para paralizar preventivamente los trámites legislativos. Por el contrario, su función era respetar la presunción de legitimidad de las actuaciones de los parlamentos democráticos y actuar como una suerte de “legislador negativo”, expulsando del ordenamiento solo aquellas leyes ya promulgadas que lesionaran claramente la Constitución.

A la derecha política y judicial de aquel período de entreguerras nunca le gustó este modelo constitucional democrático. A las derechas actuales vinculadas al PP y a Vox, tampoco. Por eso han intentado dar un golpe contra él por diferentes vías. De entrada, intentando controlar la composición y la orientación ideológica del poder judicial, impidiendo que jueces o juezas progresistas, o simplemente garantistas, puedan abrirse camino. Por otra, convirtiendo al Tribunal Constitucional en una herramienta partidista con capacidad de bloquear cualquier iniciativa de una mayoría social o parlamentaria que no sea la propia.

En estos días se ha visto con toda claridad. La minoría integrada por el Partido Popular, Vox y Ciudadanos, ha pretendido que el Tribunal Constitucional actúe como un ariete contra la autonomía del Congreso y contra las mayorías legislativas allí existentes. Supuestamente lo hacían para proteger los derechos de sus diputados. Pero valerse de un amparo “preventivo” para solicitar medidas cautelarísimas que bloqueen el procedimiento legislativo en el Congreso es otra cosa. Es intentar introducir de manera furtiva un control previo de las leyes que la Constitución no recoge y que hoy el Tribunal Constitucional tiene vedado.

Insistimos: que las derechas quieran proteger sus derechos es lícito y tienen muchos momentos procesales para hacerlo. Lo que resulta inadmisible es su intento de frenar debates y votaciones legítimas, aunque con ello se lesionen, a su vez, los derechos de una mayoría parlamentaria clara y transversal que sí quiere que salgan adelante. Y lo que más subleva: que lo hagan instrumentalizando un Tribunal Constitucional con mandatos caducados cuya renovación ellas mismas han bloqueado por todos los medios.

Si el jueves de la semana pasada se hubiera impedido la votación en el Congreso, no solo se habría consumado una grave adulteración de la función que la Constitución y las leyes atribuyen al Tribunal Constitucional. Se habría producido un golpe irreparable contra la división de poderes y contra la inviolabilidad del Parlamento como principio irrenunciable en cualquier democracia constitucional digna de ese nombre.

Tras la reforma del 2015 impulsada por el Partido Popular, el Tribunal Constitucional ya impidió al Parlament de Catalunya discutir simplemente sobre el derecho de autodeterminación o reprobar los actos de corrupción atribuidos a Juan Carlos de Borbón. Lo que se pretende ahora es ir un paso más allá y suspender cautelarmente iniciativas legislativas de ámbito estatal sin tener jurisdicción para ello.

Si el Constitucional hubiera requerido al Congreso suspender la votación del lunes sin soporte legal, sin dudas nos hubiéramos visto obligados, como miembros de la Mesa de la Cámara, a defender su autonomía. Ya actuamos así cuando, en tutela de dicha inviolabilidad, nos negamos a suspender los derechos de diputados independentistas que habían sido votados por la ciudadanía. Y lo hicimos, también, cuando nos opusimos a que la presidenta Meritxell Batet privara a Alberto Rodríguez de su escaño en supuesto cumplimiento de un mandato de Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

Haber acatado ahora un nuevo atentado contra la autonomía parlamentaria, esta vez proveniente del propio Tribunal Constitucional, hubiera sido consentir una insubordinación antidemocrática que habría marcado para siempre la historia de nuestro parlamentarismo. En virtud del recurso de recusación presentado contra Pedro González-Trevijano y Antonio Narváez Rodríguez, la mayoría conservadora del Tribunal Constitucional se ha visto obligada a posponer para el lunes la resolución de las peticiones del Partido Popular. Si ese sector, sin embargo, rechaza la recusación, podría consumar el golpe e intentar que el debate no prosiga en el Senado.

Una situación semejante nos colocaría nuevamente ante lo que venimos denunciando a lo largo de estas líneas: un atentado artero contra la Constitución, contra la ley orgánica que regula el funcionamiento del Tribunal Constitucional y contra una tradición de constitucionalismo democrático que se remonta a los tiempos de Kelsen. Esperemos que no ocurra. Y, si finalmente pasa, si el Tribunal Constitucional insiste en agredir la legalidad constitucional, tanto el Congreso como el Senado deberían levantar una voz de dignidad y negarse a aceptar su requerimiento, tal como plantea el catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad del País Vasco, Iñaki Lasagabaster. Ese sería su deber. En defensa de la autonomía parlamentaria, en defensa de la legalidad vulnerada, y contra un intento de “atropello democrático” que debe frenarse en seco antes de que el daño resulte irreparable. 

¿Qué hacer con Vox en el Congreso?

2 de diciembre de 2022

Por Gerardo Pisarello y Javier Sánchez Serna en El Diario.es

Una semana de provocaciones y de improperios han bastado para reactivar el debate. De entrada, porque no se está ante exabruptos aislados sino ante una estrategia deliberada. Que ni es nueva ni es exclusiva de nuestra ultraderecha vernácula. Las actuaciones de Vox en el Congreso de estas semanas han sido ensayadas ya por el trumpismo en Estados Unidos, por el bolsonarismo en Brasil, y por algunos de sus nuevos émulos en Europa y América. Se trata, pues, de una estrategia de tensión con objetivos claros. El más evidente, trasladar al Parlamento discursos de odio y noticias falsas ya utilizados en mítines, redes sociales, y medios afines, y minar con ello las condiciones para un debate mínimamente democrático.

Como ya ocurrió en otros momentos históricos, la gran cuestión es cómo lidiar con estas actuaciones. Que en el Congreso se produzcan debates que impliquen discrepancias contundentes entre diferentes fuerzas políticas no solo es legítimo. Resulta imprescindible en sociedades con intereses diversos y a menudo contrapuestos. Pero aquí hablamos de otra cosa: de evitar que esas discrepancias se expresen a través de formas vejatorias, sexistas, racistas, que lesionan la dignidad de las personas y degradan las instituciones representativas.

No se trata de algo sencillo. En el rifirrafe parlamentario, todos los grupos suelen incurrir en salidas de tono. El problema es cuando esto deja de ser un hecho puntual para convertirse en un patrón sostenido en el tiempo, que es lo que Vox viene haciendo desde los inicios de esta legislatura y lo que ha decidido reactivar para recuperar el impulso perdido tras las elecciones en Andalucía.

Ni los insultos y descalificaciones de Vox a la ministra Irene Montero, ni sus ataques a diputadas defensoras de políticas feministas, ni sus incumplimientos sistemáticos del Reglamento de la Cámara, son nuevos. Y lo peor es que en muchos casos han gozado de impunidad. A día de hoy, la presidencia de la Cámara no ha tomado medida alguna para sancionar a los 52 diputados de Vox que se niegan a presentar su declaración de intereses. Tampoco se sancionó a dos diputados de Vox que sabotearon abiertamente un acto dentro del Congreso en el que se condenaba la criminalización de seis jóvenes de Zaragoza que participaron en una manifestación antifascista. Y lo que es especialmente grave, no se adoptó ninguna amonestación clara contra el diputado de Vox que desobedeció a Alfonso Gómez de Celis, cuando este, presidiendo la sesión, lo expulsó del hemiciclo tras haber llamado “bruja” a la diputada socialista Laura Berja.

El problema es que ya no se trata solo de la impunidad creciente de la ultraderecha, sino de que la propia presidencia del Congreso, en su afán de mostrarse firme “con unos y otros”, acabe por equiparar a agresores y agredidos y a actuaciones que poco tienen que ver entre sí.

No es de recibo, por ejemplo, que la presidencia censure por igual a un diputado de Vox que acusa a otros de ejercer el “terrorismo etarra”, que a quien utiliza la expresión “fascismo” para calificar la exaltación del franquismo o de personajes como Millán Astray. Y es que lo primero supone la atribución de un delito grave recogido en el Código Penal. “Fascismo”, en cambio, es un concepto político históricamente datado, como “comunismo”, “socialismo” o “anarquismo”, que un parlamento democrático no puede pretender proscribir.

Tampoco es de recibo intentar, como se ha hecho, equiparar supuestas faltas de respeto institucionales “cometidas por unos y otros” sin que medie justificación suficiente. Recientemente, por ejemplo, el diputado del Bloque Nacionalista Galego Néstor Rego envió una nota a la Mesa cuestionando que la presidencia le obligara a retirar una serie de críticas a la institución monárquica. Su queja estaba plenamente justificada, toda vez que el propio Tribunal de Estrasburgo ha recordado que las críticas parlamentarias a la monarquía y al propio rey son cuestiones de interés público que la libre expresión de los diputados y diputadas ampara.

Tras debatir algunos de estos temas en la Mesa, la presidenta Meritxell Batet se comprometió ante sus miembros a aplicar el reglamento con rigor para evitar estas arbitrariedades. Pero es significativo que el primer caso en que lo hizo fue para llamar al orden a la propia Irene Montero, quien en respuesta a los ataques sufridos, recordó al Partido Popular que campañas como las que impulsaron en Galicia fomentaban lo que la propia ONU denomina “cultura de la violación”. La impresión, una vez más, fue que Batet intentaba afirmarse en que “aquí todos se exceden” para no incomodar a Vox ni entrar en conflicto con el Partido Popular.

Todo esto, obviamente, es peligroso, ya que un parlamento que se quiera democrático y plural debería poder garantizar con firmeza un principio básico: toda la libre expresión posible para sus miembros y todas las restricciones necesarias cuando de lo que se trate es de evitar humillaciones sexistas, xenófobas u otras formas de difamación dirigidas a colectivos en situación de vulnerabilidad.

No se trata de algo imposible. Ahí está el ejemplo del ex presidente de la Cámara de los Comunes, John Bercow, quien consiguió atajar con firmeza las bravuconadas machistas del mismísimo Boris Johnson. Ahí está, también, el papel del presidente del parlamento andaluz, Jesús Aguirre, del Partido Popular, quien no dudó en retirar la palabra a un diputado de Vox que insistía en difamar a sus adversarios. Y ahí están, igualmente, casos como el del diputado de la ultraderecha francesa, Grégoire de Fournas, expulsado de la Asamblea Nacional y sancionado a cobrar dos meses la mitad de su sueldo por espetar a un diputado negro de izquierdas que volviera a África.

Lo que Vox está intentando hacer en el Parlamento español para recuperar protagonismo no puede normalizarse ni naturalizarse. Porque no es algo aislado. Es una estrategia ya defendida por juristas de inclinaciones nazis como Carl Schmitt, y por los Trump y los Bolsonaro de turno: erosionar el parlamentarismo y sustituirlo progresivamente por una forma más autoritaria y concentrada de gobierno en manos de algún nuevo Führer o caudillo.

La presidencia del Congreso no puede ser condescendiente ni neutral ante las agresiones reiteradas y sistemáticas de la ultraderecha. Y la sociedad tampoco. Hoy, más que nunca, hacen falta pedagogía y contrapoderes sociales, ciudadanos, capaces de mantener a raya a actores con poder público y privado que no se autolimitarán sin esa presión externa. No es sencillo. Pero es la única manera de evitar que las derechas radicalizadas vayan demoliendo poco a poco espacios democráticos que han sido arduamente conquistados, que hoy deben ser ampliados, pero que bajo ningún concepto podemos permitirnos perder. 

Gerardo Pisarello es diputado de En Comú Podem y secretario primero de la Mesa del Congreso, y Javier Sánchez Serna es diputado de Unidas Podemos y secretario tercero de la Mesa.

El republicanismo fraternal de Lluís Companys

A 82 años de su infame fusilamiento, el abogado defensor de los derechos de los trabajadores, el republicano federalista y el presidente mártir de Catalunya, esperan reparación. Quizás una parte de esa reparación llegue con la nueva Ley de memoria democrática, a pesar de sus límites innegables

Lluís Companys, president de la Generalitat, con Roc Boronat a su derecha, iza la bandera catalana en el balcón de la sede del Sindicat de Cecs.
Lluís Companys, president de la Generalitat, con Roc Boronat a su derecha, iza la bandera catalana en el balcón de la sede del Sindicat de Cecs. Gabriel Casas i Galobardes/ Archivo de la Generalitat de Catalunya

Por Gerardo Pisarello

14 de octubre de 2022 El Diario.es

Un 15 de octubre de 1940, por decisión directa de Francisco Franco, era fusilado en Barcelona, en el castillo de Montjuïc, Lluís Companys, president de Catalunya y ex ministro de la República española. El proceso que condujo a su muerte fue una versión extrema, infame, de lo que hoy se conoce como lawfare: una pantomima llena de calumnias sobre la vida pública y privada del acusado, con una sentencia dictada de antemano. Pero el ensañamiento de las derechas radicalizadas con Companys, que hoy pervive en Vox y en el ayusismo que predomina en el Partido Popular, no es casual. Por su catalanismo, por sus convicciones federales, y por el republicanismo que encarnó, siempre solidario y fraternal con los pueblos y gentes trabajadoras de todo el Estado.

El Companys mártir de la dictadura franquista, en efecto, no se explica sin el vehemente abogado catalanista que, en los años previos, se forjó como activista en la lucha por una España republicana, democrática y federal. Desde sus primeros pasos en política, destacó por su compromiso con las clases trabajadores. Fue abogado de sindicalistas y obreros. Como buen conocedor de la vida rural, también contribuyó de manera decisiva a la organización del campesinado, creando para ello la Unió de Rabassaires. Y todo ello, en el marco de una oposición decidida a la monarquía borbónica, cómplice vergonzosa de la dictadura de Primo de Rivera.

En los convulsos años de la Barcelona de la primera posguerra, Companys arriesgó su vida en defensa de los trabajadores y contra la violencia de los sectores más recalcitrantes de la patronal. Esa violencia del poder privado le arrebató dos íntimos amigos: el abogado Francesc Layret, fundador junto a él del Partido Republicano Catalán, y Salvador Seguí, prestigioso líder anarcosindicalista partidario de la creación de un partido político que representara a la clase obrera catalana.

Hasta el advenimiento de la Segunda República, Companys fue, ante todo, un impulsor de la causa republicana. Por ello fue detenido varias veces y encarcelado. Y a ello dedicó su infatigable trabajo como abogado, periodista, concejal del Ayuntamiento de Barcelona o diputado en el Congreso. La victoria republicana en las elecciones de 1931 significó el salto de activista al gobernante. En poco tiempo, fue diputado en las Cortes Constituyentes de 1931, ministro de Marina en el gobierno de Manuel Azaña y, a la muerte de Francesc Macià, president de la Generalitat de Catalunya.

Ya en este cargo, Companys impulsó una reforma de los arrendamientos agrícolas favorable a los trabajadores que fue férreamente resistida por la derecha catalana y por los terratenientes y propietarios rurales del Instituto Agrícola Catalán de San Isidro. Poco más tarde, le tocó asumir algunas decisiones políticas clave que todavía hoy son discutidas.

Una de ellas fue su participación en la proclamación republicana y federal de octubre de 1934. El contexto era enormemente complejo. Las derechas nazis y fascistas crecían en Europa y utilizaban la violencia y la intimidación para abrirse paso en las instituciones democráticas y minarlas desde dentro. Cuando en España se anunció que las derechas locales que simpatizaban con estos sectores ultras entrarían en el Gobierno, se produjo una reacción instintiva entre las clases populares. La revolución asturiana de 1934, protagonizada por trabajadoras y trabajadores socialistas, anarquistas y comunistas, fue eso: un intento de detener preventivamente lo que se percibía, con fundadas razones, como un movimiento antirrepublicano y golpista.

Desde Catalunya, Companys decidió secundar esta llamada a resistir a las “fuerzas monárquicas y fascistas que de un tiempo a esta parte pretenden traicionar la República”. El 6 de octubre proclamó el Estado catalán dentro de la República federal española. Y lo hizo apelando a la “Cataluña liberal, democrática y republicana que no puede estar ausente ni silenciar su voz de solidaridad con los hermanos que en las tierras hispanas luchan hasta la muerte por la libertad y el derecho”.

Por esta decisión, Companys y otros consejeros de su gobierno recibieron una condena de 30 años de prisión. La acusación de sus juzgadores era la de haber querido imponer “por la violencia aquel régimen federal que la soberanía constituyente rechazara”. Cinco de los veintiún vocales del tribunal, sin embargo, se pronunciaron a favor de la absolución. Su argumento fue que los acusados, lejos de haber atentado contra las instituciones republicanas, habían intentado preservarlas frente una regresión golpista de ultraderecha (que efectivamente se consumaría con la sublevación franquista).

Años después, ya restituido en la presidencia de la Generalitat como consecuencia del concluyente triunfo electoral de los frentes de izquierdas, Companys tuvo que volver a afrontar un contexto de similar complejidad. De lo que se trataba, esta vez, era de lidiar con la nueva revolución popular que se había desatado en julio de 1936 tras la victoriosa respuesta al alzamiento fascista en Barcelona. En aquella ocasión, Companys puso todo su empeño en intentar minimizar la violencia en la retaguardia republicana. Se pudo equivocar algunas veces. Pero siempre fue consecuente en su defensa del autogobierno de Catalunya, de la fraternidad republicana y de la libertad.

A 82 años de su infame fusilamiento, el abogado defensor de los derechos de los trabajadores, el republicano federalista y el presidente mártir de Catalunya, esperan reparación. Quizás una parte de esa reparación llegue con la nueva Ley de memoria democrática, a pesar de sus límites innegables. Pero no será suficiente. Y no lo será porque las derechas radicalizadas que lo calumniaron y lo asesinaron junto a Miguel Hernández, las Trece Rosas, Joan Peiró o Julián Zugazagoitia, vuelven a campar por sus anchas, tanto en España como en Europa.

Costaría, en efecto, encontrar hoy entre las derechas españolas gente como el conservador liberal madrileño Ángel Ossorio y Gallardo, que no solo llegó a ser abogado defensor de Companys, sino que le dedicó una biografía que todavía hoy emociona. Claro que para llegar hasta aquí, el propio Ossorio entendió que ni la monarquía, ni las exaltadas derechas que la acompañaban, podían garantizar las libertades que para él resultaban irrenunciables. La ausencia de gente como él hace que todo sea más difícil. Encontrarla, convencerla, es el gran reto de un antifascismo republicano, democrático, amplio, en condiciones de parar una nueva ola barbarie que la humanidad no puede permitirse.  

El 12 de octubre de las ultraderechas

Una cosa es reconocer el plural y rico legado europeo e hispano en América y otra muy diferente negar los desmanes que se cometieron durante la conquista y que han dejado una herida colonial que perdura hasta hoy.

12/10/2022 CTXT

Las derechas radicalizadas llevan años utilizando el 12 de octubre como una plataforma para exhibir una idea de España que conecta con los tópicos más esperpénticos del franquismo. Lo hizo el Partido Popular el año pasado y lo ha hecho Vox este año. De manera desacomplejada, virulenta, cuando no rayana en el ridículo. La operación no es ingenua. Es una ofensiva cultural dirigida a apuntalar un proyecto “hispanoamericano” de neoliberalismo furioso, neocolonial, en tiempos de guerra y de crisis energética. Sus protagonistas, fundamentalmente, son las viejas élites extractivistas, rentistas, de uno y otro lado del océano. Que en un contexto belicista, y en un mundo cada vez más multipolar, querrían encontrar un ámbito geopolítico de influencia, y de supervivencia, compatible con los designios estadounidenses en el continente.

Los conquistadores de pecho abombado

En estos últimos años, la ultraderecha ha intentado presentar su proyecto como una rebelión frente a lo que despectivamente llaman el “consenso progre” y “el globalismo” (léase, los derechos humanos reconocidos en decenas de tratados y cartas internacionales). Con este trasfondo, ha decidido invertir la mirada crítica clásica y presentar el 12 de octubre como una fecha de reparación de todos los “ofendidos” por los agravios del “multiculturalismo”, “los separatismos” o “el populismo”.

Partiendo de esta mirada, los sectores más duros de las derechas patrias se revolvieron iracundos cuando el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, exigió a Felipe VI que pidiera perdón por los crímenes amparados por la Corona en tierras americanas. La petición, sin embargo, no era extemporánea. El rey Leopoldo de Bélgica y la propia Isabel II del Reino Unido lo habían hecho sin que sus reinados se desmoronaran por ello. Y en el caso español no había menos razones para hacerlo. No solo por las andanzas de Hernán Cortés en el pasado, sino por la manera en que algunas empresas como Iberdrola o Naturgy estaban intentando reeditar en México algunas prácticas propias de los viejos encomenderos.  

En un acto de respuesta a la supuesta afrenta anti-española, personajes como Isabel Díaz Ayuso, José María Aznar o Santiago Abascal, decidieron cargar contra el gobierno de López Obrador, contra los pueblos indígenas, e incluso contra el propio Papa Francisco –que había formulado unas palabras de disculpa similares a las del cardenal Joseph Ratzinger unos años atrás–, acusándolos de ser promotores de una nueva forma de “comunismo”. Para hacerlo, sacaron a relucir, con el pecho abombado, todo un catálogo de rudos e insobornables conquistadores, desde Don Pelayo al Cid Campeador (que no tuvo empacho, llegado el momento, en cobrar de Al-Muqtadir, rey morisco de Zaragoza).

Este año, Vox ha llevado al paroxismo estas iniciativas patrióticas. En una llamativa fiesta organizada en Madrid bajo el nombre “Viva 22”, los de Abascal dedicaron a Isabel la Católica y a Hernán Cortés carpas temáticas rodeadas de banderas españolas en las que se ensalzaba su ardor guerrero. Abascal, de hecho, pronunció su discurso central rodeado de quijotes que luchaban contra aerogeneradores y de figurantes vestidos de monjes, reyes y toreros.

En una llamativa fiesta, los de Abascal dedicaron a Hernán Cortés carpas temáticas rodeadas de banderas españolas en las que se ensalzaba su ardor guerrero

Díaz Ayuso no se ha quedado atrás. En la víspera del 12 de octubre, retuiteó con un orgulloso “Me too”, en inglés, un video en defensa del catolicismo y la monarquía promocionado por Jaime Mayor Oreja (“Mayor Oreja, menor cerebro”, rezaban algunos grafitis maliciosos hace años). El vídeo en cuestión, planteado una vez más como un festivo llamado a la rebelión frente a las prohibiciones y las pasiones tristes de las izquierdas, convocaba a la juventud a asumirse como “facha” con la misma convicción con la que se podía defender la españolidad “de la tortilla de patata, con o sin cebolla”. 

No es difícil reconocer en estas y otras iniciativas similares un intento de la ultraderecha de subir los decibeles en sus bravuconadas sexistas, racistas o clasistas. Ahí están, como ejemplo, los lamentables cánticos machistas proferidos por un seguidor de Vox desde las ventanas del Colegio Mayor para ricos, Elías Ahuja, de Madrid (“Putas, salid de vuestras madrigueras, conejas… sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea, ¡vamos Ahuja!”). Y ahí está, también, la deliberada decisión de la ultraderecha de convocar en la capital del Reino, justo antes del 12 de octubre, la Segunda Cumbre de lo que ellos llaman la Iberoesfera.

Estas cumbres, cada vez más frecuentes, se plantean como el embrión de una Internacional reaccionaria decidida a expandirse en diferentes países de habla hispana, y a hacer frente a espacios de izquierdas o progresistas como el Foro de São Paulo, fundado por el Partido de los Trabajadores de Brasil en 1990, o el informal Grupo Pueblo, de creación más reciente. Entre sus miembros más asiduos suelen estar muchos firmantes de la llamada Carta de Madrid, promovida por Vox en octubre de 2020 con el fin, una vez más, de combatir el “consenso progre”, “la Agenda 2030” y el “comunismo global”.

Estas convocatorias suelen reunir a las expresiones más delirantes de la extrema derecha internacional. Desde personajes como Eduardo Bolsonaro, admirador, como su padre, del golpe de Estado de 1964 contra João Goulart, a los ultras argentinos Javier Miley y José Luis Espert, nostálgicos, también, de la dictadura de Videla; pasando por el exministro golpista de Bolivia, Arturo Murillo, hoy detenido en una cárcel de Miami; o la presidenta del partido Hermanos de Italia –Fratelli di Italia–, Giorgia Meloni.

Aunque Vox y el Partido Popular de Aznar y Ayuso se reparten áreas de incidencias y pueden variar en el tono, comparten muchas amistades, aliados, y medidas programáticas. Este año, por ejemplo, la Cumbre de la Iberoesfera ha contado con invitados especiales como el chileno José Antonio Kast, hijo de nazis alemanes, amigo del marqués de Vargas Llosa y conocido admirador de Pinochet, o la senadora colombiana María Fernanda Cabal, seguidora de Álvaro Uribe. También ha recibido saludos entusiastas del propio Donald Trump, que ha dejado claro el padrinazgo de la ultraderecha estadounidense a un “hispanoamericanismo” que consideran aliados de sus intereses en América Latina.

Un nuevo partido de encomenderos e inquisidores

Sería un error pensar, en todo caso, que estas ofensivas de la derecha radical y de la ultraderecha persiguen dar la batalla cultural por un pasado ya muerto. Su propósito, por el contrario, es reforzar culturalmente, de una manera que habría alertado a Antonio Gramsci, un proyecto de acumulación y de despojo económico que lleva décadas produciéndose.

Al igual que ocurrió durante la conquista de finales del siglo XVI, los nuevos conquistadores patrocinados por las derechas radicalizadas van acompañados de nuevos encomenderos y de nuevos inquisidores. Unos, especialmente interesados en hacerse con recursos energéticos clave como el petróleo, el litio, el carbón y otros minerales existentes en sus antiguas colonias de África o América. Otros, siempre dispuestos a dar cobertura ideológica, con la Biblia o con la espada, a empresas cuyo carácter predatorio apenas queda disimulado tras los millones invertidos en publicidad.

Este proyecto neoliberal y neocolonial ha visto en este 12 de octubre marcado por la guerra, la inflación y una batalla internacional por la apropiación de recursos energéticos escasos, una oportunidad de oro para una nueva ofensiva. Los ataques a los movimientos indígenas y campesinos que protegen selvas, bosques y tierras de las grandes transnacionales; las violentas diatribas contra el feminismo y los movimientos LGTBIQ+ que ponen en cuestión las formas patriarcales de organizar la familia y la economía; las proclamas racistas y clasistas contra colectivos empobrecidos o contra las organizaciones sindicales, son parte de este ataque. Las fake news, los golpes, la utilización de las cloacas del Estado y las operaciones de lawfare, de persecución judicial arbitraria contra activistas sociales y gobiernos populares o progresistas, también.

Para llevarlas adelante, las derechas radicalizadas y las ultraderechas cuentan con jueces, fiscales, policías y parapolicías, medios de comunicación y de propaganda propios e incluso con iglesias –evangélicas, pentecostales o de grupos cristianos reaccionarios– dispuestas a actuar coordinadas con un objetivo común: presentar cualquier intento de limitar sus ambiciones económicas, por moderado que sea, como la encarnación de un nuevo Satanás y como una amenaza a la familia tradicional o a la propiedad privada de todos.

La necesidad de alternativas republicanas fraternales y no coloniales

El avance de este nuevo partido de conquistadores, encomenderos e inquisidores, apoyado por organizaciones como Atlas Network y financiados por grandes petroleras norteamericanas o por plutócratas como Charles Koch, es patente. No obstante, tras su irrupción repentina en el ámbito electoral con operaciones de manipulación de datos como las de Cambridge Analytica, ha ido perdiendo su capacidad de sorpresa –que no de causar daño– y ha comenzado a generar resistencias.

Muchas de esas resistencias parten, como no podía ser de otra manera, del reconocimiento de la importancia del legado hispano o europeo en la configuración sociológica del continente americano. Lo que ocurre es que ese legado es mucho más plural de lo que las derechas radicales estarían dispuestas a aceptar cuando invocan un 12 de octubre que parece salido de algún capítulo del Nodo franquista. Y es que ese legado, contra lo que sugieren los nuevos conquistadores de pecho inflado, incluye, por supuesto, tradiciones cristianas, católicas y no católicas. Pero también judías, árabes, que han convivido o se han mezclado con formas de religiosidad afro o vinculadas a los pueblos originarios. Y a esas herencias hay que sumar otras: liberales, anarquistas, conservadoras, socialistas y tantas más, que han ido configurando sociedades culturalmente ricas e irreversiblemente mestizas.

El avance de este nuevo partido de conquistadores, encomenderos e inquisidores es patente

Lo que las derechas radicalizadas no entienden es que una cosa es reconocer el plural y rico legado europeo e hispano en América y otra muy diferente negar los desmanes que se cometieron durante la conquista y que han dejado una herida colonial que perdura hasta hoy. A partir de fenómenos como el de Black Lives Matter o el de las reivindicaciones del 12 de octubre como día de la resistencia indígena, son cada vez más las voces que denuncian un viejo proyecto capitalista racista, clasista y ecocida, que ha mutado en algunas de sus formas, pero que subsiste todavía en nuestro tiempo, como han mostrado Andy Robinson y otros periodistas.

Algunas de estas voces, encarnadas en movimientos cristianos de base y en redes de solidaridad con el Sur Global, recuerdan a la del fraile sevillano Bartolomé de las Casas o a la del castellano Antonio de Montesinos, cuando, con la misma valentía solitaria exhibida hoy por el Papa Francisco, denunciaban las vejaciones y expolios que el sistema encomendero había producido en América.

Ese hilo anticolonial se ha mantenido a través de la historia. No solo entre los descendientes de Tupac Amaru, el cacique Lautaro o Bartolina Sisa, sino también entre quienes, desde la propia Península, leyeron a Las Casas y dieron continuidad a sus ideas. Desde el barcelonés Francisco Pi y Margall, presidente de la Primera República española de 1873, hasta la extremeña Carolina Coronado, una de las figuras más destacadas del movimiento antiesclavista de su tiempo.

Pi y Margall no dudó, en pleno siglo XIX, en cuestionar la bondad de las llamadas Leyes de Indias todavía hoy rescatadas por Vox y el PP, recordando, como Las Casas, que a través de ellas “se torturaba el espíritu de los indios” y “con el pretexto de fortificarlos en la doctrina de Cristo, los entregaban a merced de unos que llamaban encomenderos, que los trataban poco menos que como esclavos […] y los enviaban por cientos a la muerte”.

Pi y Margall no dudó, en pleno siglo XIX, en cuestionar la bondad de las llamadas Leyes de Indias todavía hoy rescatadas por Vox y el PP

Con esa misma contundencia, Pi admitía que Hernán Cortés había sido el más culto de los conquistadores españoles. Y que ese refinamiento, sin embargo, no le había impedido actuar con inusitada crueldad, ahorcando a dirigentes indígenas de quienes se fingió respetuoso amigo, mutilando a prisioneros o pasando a cuchillo a miles de hombres y mujeres indefensos.

Obviamente aquellas críticas de Pi a todo tipo de colonialismo –no solo a español, sino también al británico, en muchos aspectos más feroz que aquel– no se limitaban a lo ocurrido en el siglo XVI. Suponían una oposición frontal radical al esclavismo y al colonialismo de su tiempo, que incluía la perpetración de brutalidades en Cuba o Filipinas, como la ejecución vil, a manos de Millán Astray, del patriota filipino José Rizal.

Es el ejemplo de gente como Las Casas, como Tupac Amaru, como Pi y Margall y Carolina Coronado, el que debería llevar a las fuerzas democráticas, progresistas, de izquierdas, a pensar una alternativa al internacionalismo de ultraderecha, neoliberal y neocolonial, que hoy pretende imponerse. Esa alternativa ya está presente en las resistencias de miles de víctimas de estos proyectos neoliberales y neocoloniales, desde Chico Mendes a Berta Cáceres o Marielle Franco. También en las iniciativas latinoamericanistas, e incluso iberoamericanistas, de figuras como Ignacio Lula da Silva o Gustavo Petro, o en las prácticas solidarias llevadas a cabo por sindicatos y movimientos feministas, antirracistas o ecologistas que, por evidentes razones culturales, mantienen vínculos estrechos de uno y otro lado del océano.

Esas iniciativas sociales y políticas ibero y trans-americanas, tan alentadas por pensadores como José Saramago, deberían ser conscientes de la necesidad urgente de articular respuestas comunes a la brutalidad de la ultraderecha mundial. Ello exige desplegar iniciativas culturales, mediáticas y organizativas conjuntas, basadas en el mutuo reconocimiento y en la traducción de las diferentes luchas que se están produciendo contra los ataques racistas, sexistas y clasistas que el neofascismo neoliberal de nuestro tiempo ampara sin ruborizarse.

Que Vox, de hecho, haya elegido el 12 de octubre para convocar a las extremas derechas de América, Europa y Estados Unidos, y lo haya hecho publicitando una patética canción que pide “Volver a 1936”, no parece del todo fortuito. Y es que fue un 12 de octubre de 1936 cuando el fascista José Millán-Astray, enconado defensor del “macizo de la raza”, amenazó en la Universidad de Salamanca a un Miguel de Unamuno que aparecería misteriosamente muerto tiempo después.

Unamuno, como Pi y Margall, había mostrado su admiración por Rizal y por los patriotas de las colonias que no querían seguir siendo súbditos de la Corona sino ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes. Unamuno, igual que Pi, había entendido, después de leer a su admirado Simón Bolívar, que la única alternativa a la degradación del imperio hispano era la construcción de nuevos lazos iberoamericanos entre pueblos libres e iguales. Y Unamuno, como Pi, había llegado a la conclusión de que ese proyecto era inviable bajo los Borbones, por lo que era menester poner en pie alternativas republicanas, fraternales y no coloniales, que le ayudaran a abrirse camino. Que así sea.

Gerardo Pisarello

Diputado de En Comú Podem. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.

Los peligros de la foto de familia de la Monarquía española

Cuesta creer que, en un momento judicial y socialmente tan delicado para Juan Carlos I, la Casa del Rey no haya hecho más por tomar distancias y evitar que Felipe VI fuera visto junto a su padre en Londres
En la segunda fila, de derecha a izquierda, el rey Felipe VI, la reina Letizia, el rey emérito y doña Sofía, en una captura de vídeo del funeral por Isabel II de Inglaterra, el pasado 19 de septiembre en Londres.
En la segunda fila, de derecha a izquierda, el rey Felipe VI, la reina Letizia, el rey emérito y doña Sofía, en una captura de vídeo del funeral por Isabel II de Inglaterra, el pasado 19 de septiembre en Londres.EFE

Por Gerardo Pisarello

El País. 22/9/2022

“Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. La conocida sentencia de Tolstói ilustra bien el trágico sino de las instituciones hereditarias. Continuar los logros de los padres, alejarse de sus vicios, permanecer en las virtudes de un hijo o abjurar de sus traiciones. Todo puede ser objeto de dicha o de desgracia. Más aún si en la asunción o el rechazo de esa herencia se dirime una cuota de poder. Quizás por eso, la frase de Tolstói, aplicable a las familias en general, cobra especial relevancia cuando de las familias reales se trata.

La muerte de Isabel II de Inglaterra, una de las reinas más longevas de la historia, ha vuelto a poner de relieve la importancia que la herencia tiene en una institución no electiva como la monarquía. Los reyes no son investidos como tales por sus méritos o por libre voluntad ciudadana. Lo son simplemente por tener la sangre o por ser hijos de alguien. Esto último otorga a la herencia recibida de sus antecesores un papel central, ya que puede ser la clave para que el nuevo rey —carente de legitimidad de origen— consiga labrarse una nueva legitimidad de ejercicio.

El caso de Carlos III de Inglaterra es paradigmático. Muchos de los problemas que su reinado enfrenta tienen que ver con la falta de legitimidad democrática a la que suele asociarse a la monarquía. Así lo ven las generaciones más jóvenes, cuyo apoyo a la institución no pasa del 30%. Y así lo ve también una creciente mayoría social en Escocia, Australia o Jamaica que, tras siglos bajo la égida de la monarquía, aspira a vivir en repúblicas.

Frente a esa realidad, Carlos III sabe que una de las pocas bazas con las que cuenta es poder beneficiarse de lo mejor de la herencia materna. Hacerse con el tiempo de su carisma, y conseguir, como ella, transcurrir con un perfil discreto, que disimule las carencias de una institución que en muchos sitios fuera de Inglaterra es sinónimo de colonialismo, de racismo, y de privilegios inaceptables. Es difícil saber si el hombre que es incapaz de apartar un tintero sin la ayuda de un súbdito o que se irrita en público porque un bolígrafo le ha manchado un dedo de tinta podrá conseguirlo. Pero de lo que no hay duda es que de ello depende su supervivencia política.

Si esta reflexión se traslada a nuestro entorno, la situación parece la inversa. Felipe VI lleva tiempo intentando construir una legitimidad de ejercicio que lo aleje, y no que lo acerque, de su padre. La tarea es ardua. De entrada, porque los cuestionamientos de Juan Carlos I y de sus conductas comienzan a ser tan generalizados que es casi imposible hacerlo con discreción.

Durante los fastos por la muerte de Isabel II, fueron muchos los medios británicos que recordaron las acusaciones que pesan sobre Juan Carlos I. Incluida, claro está, la de acosar, difamar y vigilar ilegalmente en la propia Inglaterra a su exsocia Corinna Larsen. Quizás por eso, la foto del rey emérito junto al Rey actual resulta tan inquietante. Porque cuesta creer que, en un momento judicial y socialmente tan delicado para Juan Carlos, la Casa del Rey no haya hecho más por tomar distancias. Un monárquico lúcido tendría razones para estar preocupado. Porque si la impresión que se genera es que el hijo consiente las estrategias del padre para burlar la justicia británica, no hace falta ser un Tolstói republicano para augurar a la familia real un futuro poco prometedor.