Una nueva Colombia le habla al mundo

Petro defendió en un viaje a principios de año que los retos sociales y medioambientales del nuevo tiempo exigen trabajar en un marco transnacional: latinoamericano, pero también iberoamericano

El presidente electo de Colombia, Gustavo Petro, y la vicepresidenta electa, Francia Marquez, celebran su victoria el 19 de junio en Bogotá.
El presidente electo de Colombia, Gustavo Petro, y la vicepresidenta electa, Francia Marquez, celebran su victoria el 19 de junio en Bogotá.DANIEL MUNOZ (AFP)

El País GERARDO PISARELLO 23 JUN 2022

La victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez en las elecciones del pasado 19 de junio tiene una dimensión histórica que va más allá de Colombia. De entrada, será la primera que un candidato de izquierdas asuma la presidencia del tercer país más poblado de América Latina. Petro lo había intentado ya en 2010 y 2018. Esta vez lo consiguió. Lo hizo sorteando amenazas en un país que en los últimos 70 años asistió al asesinato de numerosos dirigentes con ascendencia popular, desde Jorge Eliécer Gaitán a Luis Carlos Galán o Carlos Pizarro. Y lo hizo, también, con un discurso sencillo basado en la defensa de la paz, de la justicia social y de un modelo de transición energética y económica ambicioso e innovador. En Colombia, impulsar ese programa equivalía una enmienda a la totalidad de la oscura y arraigada herencia de Álvaro Uribe. Pero Petro supo divulgarlo con brillantez y eficacia entre amplios sectores de la población.

Con un paso por la guerrilla similar al del expresidente uruguayo José Mujica o al del exvicepresidente de Bolivia Álvaro García Linera, Petro es uno de los dirigentes latinoamericanos que más presente tiene los efectos deshumanizantes que la dialéctica de la guerra y de la escalada militar generan. También uno de los que más coraje y empatía ha exhibido a la hora de denunciar esa violencia. Su abrazo el domingo con la madre de Dilan Cruz, el joven asesinado por la policía durante las manifestaciones de 2019, es el último ejemplo de ello.

En su compromiso con la paz, Petro ha desplegado una pedagogía política inusual en otras tradiciones más autoritarias de la izquierda. En sus discursos, la paz ha aparecido como la única vía para transformar el dolor generado por la violencia militar y paramilitar en esperanza colectiva y en movilización democrática en defensa del bien común. Petro no la ha presentado como ausencia de conflicto, pero sí como fundamento de una posible “política del amor”, una idea que no ha dudado en hacer suya, desafiando los cánones del supuesto realismo schmittiano que reduce la política al antagonismo entre amigo y enemigo.

Esta idea de la paz y de la reconciliación con justicia como bases para un nuevo republicanismo popular se convirtió en un proyecto encarnado, más sentido y hondo, cuando Francia Márquez irrumpió en escena y se sumó a la fórmula presidencial. Que una mujer afrocolombiana, que reúne todas las heridas provocadas por la desigualdad, se convirtiera en orgullosa candidata a la vicepresidencia del país, permitió que las apelaciones a la Colombia invisibilizada, indígena, negra, campesina, resonaran con fuerza el 19 de junio. Sin el concurso de esos sectores populares, de las mujeres, de la juventud, no se entienden los 2,7 millones de votos adicionales que permitieron a la fórmula Petro-Márquez derrotar a la opción trumpista representada por Rodolfo Hernández.

Pero la bandera de la paz no solo ha aparecido en campaña como ausencia de violencia. Se ha presentado como la condición sine qua non para poner en pie una alternativa económica nueva. Una “economía de la vida” que, en un marco de paz, pueda conjurar prosperidad con justicia social y ambiental.

“Nuestro problema”, ha explicado Petro en varias ocasiones, “tiene que ver sobre todo con el narcofeudalismo y el extractivismo”. Por eso, ha defendido la necesidad de poner en marcha una alternativa económica que implique, entre otras cosas, acabar con ciertas prácticas rentistas, predatorias, y reemplazarlas por formas capitalistas debidamente “civilizadas”. Esto permitiría avanzar hacia una nueva economía en la que los elementos de mercado convivan con el respeto por los derechos laborales, la justicia y la modernización agraria, una industrialización verde, una fiscalidad realmente progresiva y la superación de “la adicción al petróleo”. Habrá que ver cómo se concretan estas ideas. Pero es indudable que expresan una propuesta vanguardista tanto para Colombia como para el mundo.

En una visita a Madrid a comienzos de este año, Petro defendió que los retos sociales y medioambientales del nuevo tiempo exigen trabajar en un marco transnacional: latinoamericano, pero también iberoamericano. “No el de la Iberoesfera del odio que defiende la ultraderecha” sino “el de un iberoamericanismo progresista, plural, en el que España tendría mucho que decir”. Tras la elección de Gabriel Boric en Chile y la perspectiva de un triunfo de Lula en Brasil, estas palabras aparecen cargadas de futuro. Que cristalicen en un proyecto compartido de profundización democrática, con más protección social y con acciones coordinadas contra la emergencia climática es algo por lo que vale la pena comprometerse. Colombia ha decidido hacerlo, “hasta que la dignidad sea costumbre”, como se dice en estos días en sus calles y plazas.

Gerardo Pisarello es jurista y secretario primero de la Mesa del Congreso de los Diputados.

¡Alto el fuego!: que hable Lisístrata

GERARDO PISARELLO

04/05/2022 en Público

Varias mujeres se manifiestan por la paz con banderas y una pancarta que dice ‘No a las guerras cuidemos la vida’, participan en una marcha para pedir el cese de la guerra en Ucrania, a 3 de abril de 2022, en Madrid (España).- Isabel Infantes / Europa Press

La cantante Rigoberta Bandini eligió el 1 de mayo para lanzar un emotivo videoclip de su ya popular tema Ay mamá. El lanzamiento apareció ligado a varias fechas significativas. Por un lado, el día de las madres, a quien la artista dedica su canción, y el de las gentes trabajadoras. Por otro, los 67 días de invasión de Rusia a Ucrania, un conflicto que amenaza con convertirse en una «guerra larga», marcada por la cronificación de las muertes, la devastación, y el odio entre pueblos hermanos.

Este entrecruzamiento de efemérides refleja bien dos pulsiones de vida y de muerte que atraviesan nuestro tiempo. La primera, la de preservar la vida, ha tenido en casi todas las culturas a las mujeres como protagonistas. La segunda, la pulsión de muerte que asume en la guerra su expresión más pavorosa, ha sido en cambio una cosa fundamentalmente de hombres.

Mujeres contra la guerra, mujeres en pie de paz

Que la pulsión de vida esté vinculada a la función nutricia ejercida mayoritariamente por mujeres no es arbitrario. La propia instauración del día de las madres, a partir del siglo XIX, ha querido ser un homenaje a la activista estadounidense Julia Ward. Además de una escritora notable, Ward fue una convencida antiesclavista y antibelicista. En 1870, redactó una Proclama del día de las madres en la que contraponía la capacidad empática y compasiva de las mujeres con el impulso tanático de la masculinidad belicista. «No dejaremos que nuestros maridos -escribía Ward- vengan a nosotras en busca de caricias y aplausos, apestando a matanzas. No se llevarán a nuestros hijos para que desaprendan todo lo que hemos podido enseñarles acerca de la caridad, la compasión y la paciencia. Nosotras, mujeres de un país, seremos tan compasivas con las de otros países que no permitiremos que nuestros hijos sean entrenados para herir a los suyos».

Las palabras de Ward recogen el empeño histórico de millones de mujeres en huir del envilecimiento que toda guerra supone. Y no en vano, remiten a uno de los nombres que más evoca esta actitud antibelicista: el de Lisístrata –»la que disuelve los ejércitos», en griego–. La protagonista de la comedia de Aristófanes, en efecto, constituye uno de los símbolos más acabados de la resistencia activa de las mujeres a la dinámica de revancha infinita que caracteriza a la guerra.

Las mujeres que acompañan a Lisístrata, al igual que las madres evocadas por Julie Ward o por Rigoberta Bandini, comparten una causa: dar una respuesta asimétrica a la guerra. Sustraerse a su lógica del intercambio infinito de golpes y darle una salida que no suponga, como en un espejo, agregar más violencia a la violencia y más horror al horror. El empeño antibelicista encarnado por innumerables movimientos de mujeres a lo largo de la historia no es una ilusión utópica. Las mujeres de Lisístrata, de Ward, de Bandini, pueden parar las guerras porque están dispuestas, si es necesario, a parar la ciudad. Su pacifismo es todo menos una rendición. Son mujeres contra la guerra, pero en pie de paz. Dispuestas a hacer oír su voz, a rebelarse. Y a llevar esa rebelión hasta el final. Esto es justamente lo que plantea Lisístrata: responder a la guerra con la deserción masiva. Y llevar esa deserción, si hace falta, a la huelga sexual, a la desconexión afectiva de un mundo de hombres violentos que expresa la desmesura, la hybris de la escalada bélica sin fin.

La mirada de Lísístrata, hoy

Uno de los grandes retos de nuestro tiempo consiste en conseguir que la voz de Lisístrata se abra paso en las guerras que se suceden ante nuestros ojos. En las que se retransmiten a toda hora, en todos los medios, y en las que se silencian deliberadamente. En Ucrania, desde luego. Pero también en Yemen, en Palestina, en Siria, en Afganistán, y si no hacemos algo para evitarlo, en el Indo-Pacífico.

Seguramente, Lisístrata estaría de acuerdo con la activista Judith Butler en que alguien como Putin es peligroso no solo por su ausencia de escrúpulos y por la crueldad belicista que ya desplegó en el genocidio checheno, en Bucha, y en otras ciudades ucranianas. Lo es, también, porque no ha dudado en hacer del feminismo, de las luchas LGTIBQ, uno de los principales obstáculos para sus planes belicistas. Para alguien como Putin, el cuestionamiento del orden patriarcal en la esfera doméstica se traduce a la postre en un cuestionamiento radical del ideario neoimperial y también patriarcal, que informa su política exterior.

Seguramente, Lisístrata también constataría que en este antifeminismo, condición necesaria de su belicismo, Putin no está solo. Que está acompañado por los Salvini, las Le Pen, los Abascal, los Aznar. Esa ultraderecha que lo ha aplaudido durante años, y que, de llegar a poder, sería una de las grandes beneficiarias del desbocado incremento del gasto armamentístico y de la asfixiante militarización de la esfera pública que la guerra está generando.

Y seguramente, Lisístrata también verificaría que los designios neozaristas de Putin se retroalimentan con el belicismo imperial de los Estados Unidos que, a través de la OTAN o de otros aliados, ha llevado la guerra a continentes enteros y hoy amenaza con extenderla incluso a China, como bien ha explicado Olga Rodríguez.

Resistir sin ceder a la lógica belicista

Con todos estos elementos sobre la mesa, Lisístrata no dudaría ni un segundo en reconocer el derecho y el deber de plantar cara a la guerra de agresión que Putin ha emprendido en casi todo el territorio ucraniano. Es más, muy posiblemente estaría entre las primeras en montar cadenas humanas y bloquear carreteras para frenar el paso de los tanques rusos. O si estuviera en Moscú, en ser detenida por oponerse a la guerra junto a la pintora, activista y superviviente de la resistencia al nazismo, Elena Osipova, de 78 años.

Con todo, los dilemas ético políticos de Lisístrata serían mucho mayores a la hora de pronunciarse sobre el derecho a la resistencia armada frente a una agresión semejante. Cuesta pensar que lo condenaría. Pero su preocupación fundamental sería siendo cómo dar a la guerra, incluso a la guerra de agresión, una respuesta asimétrica, diferente a la escalada belicista, que no desate una violencia mucho mayor.

No le faltarían argumentos históricos para mostrar prevenciones. Recordaría, con mujeres como Luciana Castellina, que incluso la defensa legítima ante un movimiento criminal como el nazismo Hitler degeneró en atrocidades belicistas fuera de toda proporción. Hoy sabemos que cuando el ejército soviético, en 1945, fue avanzando sobre Budapest, Berlín, o Viena, cometió violaciones y ultrajes de todo tipo, muchos de ellos en desmesurada represalia a las cometidas por las tropas nazis. También permanece en la memoria antibelicista el desaforado y criminal bombardeo de la ciudad alemana de Dresde por parte de las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses, en un momento en el que la capitulación nazi era casi un hecho. Y por supuesto, también, el Holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki, que todavía hoy genera crónicas espeluznantes como la de la sobreviviente y Premio Nobel de la Paz, Setsuko Thurlow.

El solo recuerdo de estos horrores, al que luego se sumaría el de las supuestas «guerras preventivas» como las de Irak, prevendría a Lisístrata contra la escalada belicista también en Ucrania. No solo por parte de Putin, sino también de Boris Johnson y de tantos portavoces del Gobierno de los Estados Unidos y de la OTAN.

Cuando la resistencia bélica lo embrutece todo

Esta preocupación por mantener a raya el demonio de la belicosidad, incluso de la defensiva, seguramente llevaría a Lisístrata a leer a la activista, filósofa y mística francesa Simone Weil, quien en 1936 se incorporó durante un mes a la resistencia antifascista durante la Guerra Civil española.

La participación de Weil como brigadista fue esperanzada y crítica. Fue esperanzada porque sentía que debía denunciar la violencia de los agresores y comprometerse con una causa que tenía como objetivo la eliminación de todas las formas de opresión y la emancipación de la humanidad. Pero fue crítica porque constató que la guerra era incompatible con la consecución de estos objetivos. Porque vio que los propios, incluso los más nobles, «derramaban demasiada sangre», y que la lógica belicista los empujaba a actos de crueldad, de absoluta inhumanidad, contrarios a los ideales libertarios y humanistas que muchos de ellos defendían.

Quizás por eso, aunque mantuvo su traje de miliciana, Weil no lanzó más que un par de disparos al aire antes de dejar el campo de batalla por un accidente. Nunca abandonó su compromiso antifascista, su apoyo al bando republicano y su solidaridad activa con las personas refugiadas o deportadas. Pero llegó a la conclusión de que combatir una opresión bárbara aplastando a los pueblos bajo el peso de matanzas más bárbaras aún, sería extender de otra manera el régimen con el que se pretendía acabar.

Esta convicción la llevó a adoptar una decisión moralmente compleja: oponerse al envío de armas a España. No lo hizo por las oportunistas razones geopolíticas esgrimidas por los gobiernos de Francia y Reino Unido. Pero tuvo claro que eso dispararía los niveles de violencia y de brutalidad y extendería la guerra por el mundo entero. En defensa de esa dramática posición, Weil utilizó palabras que todavía hoy sacuden e interpelan: «si hemos aceptado sacrificar a los mineros asturianos, a los campesinos hambrientos de Aragón y de Castilla, a los obreros libertarios de Barcelona antes que provocar una guerra mundial, nada en el mundo nos debe llegar a provocar la guerra. Nada, ni Alsacia-Lorena, ni las colonias, ni los pactos. Que no se diga que algo en el mundo no es más querido que la vida del pueblo español».

No es difícil imaginar a Lisístrata haciéndose eco de estas reflexiones, que obligan, en todo caso, a no idealizar ni embellecer las vías armadas, ni siquiera aquellas que pueden nacer del legítimo derecho a resistir. Basta ver lo que ya está ocurriendo con el propio ejército ucraniano que, en una escala mucho menor, carga sobre sus espaldas con actos que igualan en atrocidad a los del ejército ruso. Y que corre el riesgo de cargar con muchos más si el envío de material militar pesado se extiende, si el negocio de las armas y de los combustibles fósiles sigue enriqueciendo a unos pocos oligarcas mientras perjudica a la mayoría, o simplemente si la «guerra larga» es interiorizada por Putin y espoleada por los Estados Unidos, por la OTAN, como una alternativa merecedora de más esfuerzos que el alto el fuego, que el retiro de tropas o que cualquier iniciativa diplomática o de paz.

Desarmar, más que armar

Al igual que en la antigua Grecia, nada indica que los liderazgos testosterónicos responsables de la situación actual vayan a conjurar sin más el riesgo de un aniquilamiento nuclear. Quizás por eso, solo queda, como pedía la rapera andaluza Gata Cattana, invocar a «las hijas de Eva» para buscar nueva luz en medio de una atmósfera de guerra que se extiende como un gas oscuro y venenoso.

Seguir a Lisístrata hoy exigiría presionar socialmente para que la soldadesca, en lugar de matarse entre sí y de vejar a la población civil, se niegue a luchar y deponga las armas, como pide Judith Butler evocando el precedente checo de 1989. Seguir a Lisístrata exigiría presionar civil, sindicalmente, para forzar a los Estados a negociar de manera creíble, y no como hasta ahora, para que se alcance una tregua y se pueda hablar. Seguir a Lisístrata supondría, en fin, confiar la salida de esta pesadilla bélica a un movimiento democrático por la paz y la defensa de los bienes comunes que, de Rusia a Ucrania, de Europa a Asia, África, América, Oceanía, se alce y exija, con la voz de Julia Ward y de tantas otras: «¡Desarmad! ¡Desarmad!».

Parar la guerra cuanto antes

Europa debería ejercer una acción autónoma de Washington y el belicismo atlantista, y actuar como mediadora por la paz junto a los países del Sur global

Gerardo Pisarello 17/04/2022 en CTXT

Hace unos días, una periodista me preguntó cómo había vivido los aplausos en el Congreso al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. Le expliqué que para muchos de nosotros, esos aplausos, más que dirigidos a un gobierno concreto, eran para los millones de ucranianos y ucranianas que estaban padeciendo y resistiendo la criminal invasión de Vladimir Putin. Y que el Zelenski político-actor era otra cosa. Alguien que un día era capaz de invocar los bombardeos nazis en Gernika para justificar su causa, y al siguiente comparecer acompañado de miembros del reaccionario batallón Azov, como hizo en Grecia. Eso, o pasearse en Kiev junto a un personaje lamentable como Boris Johnson, dispuesto a compensar su impopularidad con el más desvergonzado de los belicismos. 

En realidad, defender un humanismo internacionalista, situado y sin dobles raseros, en el actual contexto geopolítico, es tan difícil como necesario. Este humanismo tiene dos tareas urgentes. Por un lado, buscar sinceramente la manera de poner fin cuanto antes a la guerra en Ucrania, priorizando el punto de vista de sus víctimas. Por el otro, impulsar un nuevo orden mundial, más plural y cooperativo, que garantice la paz y ponga límites reales a los Leviatanes de Estado y de mercado que la amenazan por doquier. 

La inadmisible invasión de Putin 

Teniendo en cuenta estos objetivos, lo primero que haría falta asumir es la condena sin excusas de la invasión de Putin. Con todos los testimonios de población afectada y de periodistas independientes que actúan sobre el terreno, cuesta entender que, todavía hoy, haya quien siga sosteniendo que los bombardeos y vejaciones producidos en Bucha y otras ciudades son una invención, cuando no una respuesta inevitable a las “provocaciones” de Occidente. A estas alturas, solo desde el autoengaño o la mala fe se pueden presentar estos ataques como intervenciones “quirúrgicas” que se limitan a destruir infraestructuras militares sin asesinar civiles. O peor, describirlos como “cruzadas antifascistas” que solo afectan a grupos reaccionarios del ejército ucraniano, como si no hubiera miles de inocentes cayendo bajo las balas y los misiles.

Putin arrasó Chechenia hace décadas con métodos feroces, contando con la condescendencia de Blair y Aznar

Nada de esto implica que las tropas ucranianas no incurran en sus propias tropelías o que no las hayan practicado en zonas como el Donbáss. Tampoco supone quitar un ápice de responsabilidad al intervencionismo que Washington ha venido practicando en Ucrania desde hace años. Simplemente, significa que la invasión está produciendo atrocidades que se podrían haber evitado, y en las que Putin tiene una responsabilidad central. 

Uno puede entender, sí, que haya gente que recuerde que el actual gobierno ruso envió vacunas a países del sur en plena pandemia cuando ninguna de las grandes multinacionales farmacéuticas lo hacía. O que valore su condena de golpes de Estado abyectos como el que se produjo en Bolivia en 2019 con el visto bueno de los Estados Unidos. Todo esto es verdad. Pero en relación con Ucrania hay que ser claros: la conducta de Putin está siendo la de un nacionalista despiadado, que actúa como si fuera heredero del zar Alejandro III, que habla de “escupir a los traidores como si fueran una mosca que ha entrado en la boca” y que no ha dudado en culpar a los bolcheviques y a Lenin por lo que considera una intolerable desmembración del Imperio zarista. 

Este Putin no es un personaje sobrevenido. Es el mismo dirigente que hace décadas arrasó Chechenia con métodos feroces y parecidos argumentos nacionalistas. Lo que ocurre es que entonces contaba con la condescendencia de políticos europeos también acusados de crímenes de guerra como Tony Blair o José María Aznar. Y no solo de ellos, sino de otros como el socialdemócrata Gerhard Schröeder, que encontró un retiro de oro en la empresa rusa Gazprom, o de Angela Merkel, quien tras la crisis financiera de 2008 buscó a Putin para como aliado para apuntalar la economía alemana, al tiempo que daba lecciones de austeridad al pueblo griego, imponiéndole drásticos planes de ajustes que hundieron su calidad de vida. 

Se ha granjeado la simpatía de personajes como Le Pen, Salvini, Orbán, Abascal, Bolsonaro y Trump

Este Putin, hábil en sus relaciones exteriores, ha sido implacable con la oposición feminista, LGTBI, comunista, socialista o libertaria de su país. Eso, y no otra cosa, es lo que le ha granjeado simpatías abiertas en personajes de la extrema derecha global como Marine Le Pen, Mateo Salvini, Víctor Orbán, Santiago Abascal o Jair Bolsonaro. Y también en Donald Trump, que nunca ha ocultado su buena sintonía con él, y que llegó a definir la invasión a Ucrania como “una genialidad” que mostraba “lo que los Estados Unidos deben hacer en México”. 

El derecho a la defensa del pueblo ucraniano

Naturalmente, que Putin se comporte como un autócrata neozarista no convierte a Zelenski en un Imre Nagy o en un Alexander Dubcek, los dirigentes socialistas que se opusieron a la invasión soviética de Budapest y Praga en 1955 y 1968. Zelenski no es ningún Salvador Allende. Es un presidente elegido con un programa de paz y diálogo con Rusia que se acabó apoyando en las corruptas oligarquías ucranianas y dando alas a sectores ultranacionalistas violentos. Nada de eso, en cualquier caso, impide reconocer al pueblo ucraniano el derecho a autodeterminarse y a no dejarse avasallar por el nacionalismo imperial gran ruso. 

En un contexto de invasión militar, el pueblo ucraniano, como el saharaui o el palestino, tiene todo el derecho a defenderse, también a través de las armas. Hoy, esa resistencia incluye actores muy diversos. El ejército regular, voluntarios y pequeñas milicias populares de inspiración republicana, feminista, e incluso anarquista. Pero también sectores ultraviolentos, como el batallón Azov, de claras afinidades neonazis y supremacistas, así como numerosos mercenarios extranjeros, cuya frialdad y crueldad no difieren mucho de la de los contratados por Rusia. 

Aunque es un tema controvertido, soy de los que piensan que el legítimo derecho a la defensa del pueblo ucraniano no justifica el creciente envío de armas por parte de los países miembros de la OTAN. Primero, porque Ucrania no es un país precisamente desarmado. Es un importante productor y exportador de armas, que desde antes de la invasión de Putin lleva recibiendo ingente apoyo militar y de ciber-inteligencia de los Estados Unidos y de la OTAN. Segundo, porque el envío de armas, tal como se está planteando, solo está sirviendo para alargar y empantanar el conflicto. Y eso, en la práctica, está traduciéndose en más represalias mutuas, más gente desplazada, una mayor destrucción de la economía ucraniana y más vulneraciones del derecho humanitario por parte de los dos bandos. 

En realidad, el principal efecto del desbocado gasto militar puesto en marcha con la excusa de la guerra no está siendo atemperarla, sino sacrificar inversiones sociales imprescindibles en todos los países y ofrecer un negocio redondo a las grandes empresas de armamentos. Basta con ver los descomunales beneficios obtenidos por Lockheed Martin, Raytheon, Hensoldt o Indra, para constatarlo. 

El principal efecto del desbocado gasto militar es el sacrificio de las inversiones sociales en todos los países 

En un primer momento, había un amplio acuerdo en que una intervención directa de la OTAN, con la declaración, por ejemplo, de una zona de exclusión aérea, solo serviría para aumentar los estragos y envenenar aún más las relaciones entre quienes, más temprano que tarde, deberían sentarse a negociar. Pero hasta eso está cambiando peligrosamente. 

En las últimas semanas, políticos destacados y periódicos como The Guardian o El País han defendido desde sus páginas la necesidad de que la OTAN “arrincone” militarmente a Putin o que busque derrocarlo por cualquier vía. Esta jactancia belicista, y la idea de que suprimir a Putin o a Zelenski facilitará las negociaciones, resulta de una temeridad pasmosa. Entre otras razones, porque este empeño no hace sino enconar más a las partes y aumentar la posibilidad de una carnicería nuclear. A diferencia del siglo XX, una conflagración de este tipo no depende ya de la activación de un único botón rojo. Por el contrario, podría producirse en cualquier momento –hoy, mañana– ante una situación de excesiva tensión o de acorralamiento, a través de una miríada de armas nucleares tácticas

La resistencia no-violenta como alternativa a la escalada belicista 

Oponerse a esta escalada belicista y denunciar su irracionalidad, en cualquier caso, no implica aceptar que Putin siga actuando como le venga en gana. Más bien exige obligarlo a sentarse en una mesa de negociaciones a través de vías que minimicen el daño y que no multipliquen la masacre. 

Las sanciones pueden ser una de esas vías. Es verdad que muchas de las medidas impuestas hasta ahora a Rusia han sido un despropósito. A veces, porque su impacto económico se ha hecho sentir sobre todo entre las capas populares de la sociedad rusa, y por rebote, en las de otros países de Europa y del mundo. Otras, porque al haberse centrado en deportistas, artistas o estudiantes, no han hecho más que favorecer una rusofobia escandalosa e intolerable. Casi siempre, porque han venido marcadas por un hipócrita doble estándar, ya que quienes las propician se cuidan bien de que nunca puedan ser utilizadas contra ellos, incluso cuando incurren en actuaciones similares. 

Con todo, hay que reconocer que algunas de estas sanciones están tocando a los oligarcas vinculados al régimen y al círculo más cercano de Putin. Intensificarlas exigiría actuar sobre paraísos fiscales y otros negocios ilícitos de los que se benefician los oligarcas, no solo de Rusia. Y aunque quizás no acabarían con la guerra por sí solas, ayudarían a forzar un repliegue de Putin y su renuncia a la vía militar en la que se ha obcecado. 

En cualquier caso, cuando se habla del derecho del pueblo ucraniano a la defensa legítima, también hay que tener presente la resistencia activa no-violenta, esto es, la resistencia de quienes luchan por vivir, pero se niegan a matar o a contribuir a una dinámica del ojo por ojo en la que todos acabarán ciegos. 

Actualmente, hay cientos de miles de familias ucranianas que están dejando sus pueblos y ciudades precisamente por eso: porque quieren vivir y porque se resisten a ser parte de una espiral de barbarie y de venganzas infinitas. Junto a esa resistencia, está también la de quienes se niegan a asesinar o a torturar a soldados hermanos. La de los desertores e insumisos de ambos bandos. O la de quienes, con gran coraje, han bloqueado carreteras en ciudades como Melitópol, Chernígov, Zaporiyia, Senkovka o Luhansk, desmoralizando a sus agresores, desmontando ante el mundo el relato burdo de Putin de la “desnazificación” e incorporando a la protesta a mujeres, niños y personas mayores.

Es inmoral, y nada casual, que los medios invisibilicen esta resistencia no militarista

Es inmoral, y nada casual, que los medios invisibilicen esta resistencia no militarista. O peor, que la descarten como menos eficaz que el golpe por golpe propugnado por los halcones de la guerra de todos los bandos. Y lo que vale para la resistencia no-violenta en Ucrania debería aplicarse también a otras iniciativas similares. 

Vale para las movilizaciones anti-guerra que están teniendo lugar en la propia Rusia, con miles de detenidos. Vale para las acciones de colectivos como Stop The War, en el Reino Unido, doblemente criminalizado por Boris Johnson y por el neomacartista líder laborista, Keir Starmer. Vale para las críticas que figuras como Nancy Fraser o Bernie Sanders están lanzando desde Estados Unidos al lobby armamentístico, financiero y de los combustibles fósiles de ese país, uno de los grandes beneficiarios de la invasión rusa. Vale para las alocuciones antibelicistas del papa Francisco. Vale para quienes señalan la hipocresía de pedir más armas para Ucrania mientras se le niega la condonación de una deuda externa que la ahogará durante décadas. Vale para las posiciones de gente como Jean-Luc Mélenchon o Luciana Castellina, defensores de una Europa autónoma de las grandes potencias que se implique activamente en las soluciones diplomáticas. Vale, asimismo, para las llamadas al alto el fuego, a la retirada de tropas y al diálogo que, en un contexto endemoniado, viene manteniendo con valentía el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres.

La urgencia de parar la guerra

Ciertamente, ni Putin ni el establishmentde los Estados Unidos, auténtica voz dirigente de la OTAN y del llamado bloque occidental, están impulsando este tipo de salidas. Por el contrario, unos y otros parecen empeñados en prolongar la guerra y en convertir a Ucrania en un nuevo Afganistán, sin que importen las consecuencias. Ni la multiplicación del número de víctimas, ni el ahondamiento de las heridas entre pueblos hermanos, ni el riesgo del uso de armas nucleares, ni la profundización de unos desequilibrios alimentarios y energéticos que están poniendo en peligro la paz global. 

Que estados como Turquía o Israel sean de los pocos que han intentado mediar para una salida negociada, da una idea de la coyuntura trágica ante la que nos encontramos. Pero cualquier intento de negociación es preferible a la resignación y a la normalización de un belicismo sin freno. Porque cada día de guerra hace más difícil las salidas negociadas, al tiempo que nos acerca a un estallido que podría arrasar con todo. 

Por eso hace falta activar cuanto antes los frenos de emergencia. Y la única manera de hacerlo es a partir de una posición coherentemente anti-militarista y anti-imperialista. Una perspectiva capaz de defender, sin dobles raseros, aquí y ahora, los derechos humanos, la legalidad internacional y la paz. 

Esto supone, como se apuntaba al comienzo, condenar sin ambages la ominosa agresión de Putin y defender el derecho del pueblo ucraniano, en toda su pluralidad, a existir, a autogobernarse y a vivir de manera segura. Pero justo por eso, exige también oponerse, con igual firmeza, al complejo militar, financiero y energético de los Estados Unidos que busca instrumentalizar a la OTAN y a Ucrania para fines que poco tienen que ver con la defensa de la democracia o de la paz. Y que podría embarcar al mundo, si hace falta, en una tercera guerra mundial contra China o contra cualquiera que haga sombra a sus intereses económicos.

En lugar de seguir ciegamente los planes de Washington, Europa debería ejercer una acción internacional autónoma del belicismo atlantista y actuar como mediadora por la paz junto a países del Sur global como India, México u otros. Obviamente, conseguir que el destructivo genio del belicismo vuelva a la botella y que tanto Ucrania como Rusia consientan una mesa de negociación efectiva, no es algo fácil. Pero no se puede perder ni un solo minuto sin intentarlo, una y otra vez. Asumir con voluntad insumisa la construcción de la paz en un mundo amenazado por el desastre nuclear y por el colapso socio-ecológico producido por un capitalismo desatado es la más compleja de las tareas de nuestro tiempo. También es la más urgente, ya que de ella depende literalmente la supervivencia de la especie y del planeta.

El eterno retorno de la OTAN

En 2019 el presidente francés Emmanuel Macron diagnosticó que la OTAN padecía muerte cerebral. Tres años mas tarde, la invasión de Putin a Ucrania provocó una resurrección de la alianza militar entre Europa y Norteamérica, con la consecuente subordinación del Viejo Continente. Desde Barcelona, un sutil análisis geopolítico que responde a la pregunta por el qué hacer frente a la guerra.

REVISTA CRISIS.

POR: GERARDO PISARELLO

04 DE ABRIL DE 2022

La invasión de Ucrania por parte de Rusia alteró de manera drástica el panorama geopolítico contemporáneo. Por los millones de personas desplazadas, muertas y heridas. Por las hondas fracturas que está abriendo entre pueblos hermanos. Pero también por la manera en que está revitalizando las pulsiones hegemónicas de los Estados Unidos y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), una institución cuyo estado de salud parecía hasta hace poco precario.

La decisión de Vladimir Putin no solo supone una flagrante vulneración del derecho internacional y provoca crímenes de guerra abominables. También ha dado a Washington una excusa única para revivir a la OTAN y devolverla a la función que le atribuyó su primer secretario general, el militar y diplomático británico Hasting Ismay, en los años cincuenta del siglo pasado: “tener a los estadounidenses dentro, a los rusos fuera y a los alemanes debajo”.

El historiador Josep Fontana recuerda cómo desde la fundación de la OTAN, en 1949, los Estados Unidos exhibieron marcados recelos antisoviéticos y una clara voluntad de controlar Europa. Poco después de promover sin éxito la reunificación de Alemania a cambio de su neutralidad militar, el propio el presidente soviético Iósif Stalin llegó a afirmar, en una frase que podría haber sido suscrita por Charles de Gaulle: “Sería un error creer que se puede llegar a un compromiso o que los Estados Unidos pueden aceptar un tratado de paz. Ellos necesitan tener su ejército en Alemania para mantener la Europa occidental en sus manos. Dicen que tienen su ejército allí contra nosotros. Pero el propósito real de ese ejército es controlar Europa”.

 Durante las décadas subsiguientes, todos los intentos de buscar un modelo de seguridad compartido entre Europa y Rusia se enfrentarían al boicot norteamericano. Es lo que está ocurriendo con un régimen nacionalista autocrático como el de Putin. Pero también pasó con el régimen neoliberal y corrupto de Boris Yeltsin. O con el propio Mijaíl Gorbachov. En plena perestroika, Gorbachov favoreció el desarme y la paz, e insistió en que la reunificación de Alemania se vinculara a la consideración de Europa como “casa común” donde Rusia pudiera verse reconocida. Desde George Bush padre hasta su secretario de Estado, James Baker, pasando por el francés François Mitterand y el alemán Helmut Kohl, le prometieron de palabra que una vez disuelto el Pacto de Varsovia la OTAN no avanzaría hacia el Este. La promesa, sin embargo, fue traicionada sin miramiento alguno.

La conquista del viejo eastern

Con el derrumbe del Muro de Berlín, los Estados Unidos mantuvieron una política ininterrumpida de expansión hacia las fronteras de Rusia. Lo hicieron contra las advertencias de gente como George Kennan, uno de los “cerebros” de la política de “contención” anticomunista que moldeó la “Guerra fría”. A pesar de ello, ya en 1992 el Departamento de Defensa explicó abiertamente que su objetivo principal en la era post-soviética no era reforzar las Naciones Unidas e impulsar un orden internacional más cooperativo. Por el contrario, de lo que se trataba era de utilizar la aplastante superioridad militar norteamericana y su red de aliados para impedir el surgimiento de cualquier potencial competidos en la escena global.

La primera Guerra del Golfo contra Saddam Hussein permitió a la Casa Blanca y al Pentágono reafirmarse en su superioridad. Con el cambio de siglo, se encendieron algunas alarmas. La modernización de China y la intención de Rusia de reconstruir sus fuerzas armadas fueron vistas por los Estados Unidos como un peligroso desafío a su poder imperial. Doce días después de que Polonia, Hungría y la República Checa se sumaran a la OTAN en 1999, ésta –bajo la dirección del socialista español Javier Solana– decidió bombardear Yugoslavia. Lo hizo con el visto bueno de Bruselas y del propio Putin, al que sin embargo no se le permitió intervenir. Durante el conflicto se utilizaron bombas racimo, se produjeron violaciones ostensibles del derecho humanitario e incluso se acabó arrasando, supuestamente por error, la embajada china en Belgrado.

Ciertamente, muchas de las incorporaciones a la OTAN de países de la órbita soviética o de la antigua Yugoslavia se vieron favorecidas por el temor que el agresivo nacionalismo panruso de Putin suscitó en estos países, sobre todo después de experiencias como la masacre de Chechenia en los albores del siglo veintiuno. Con todo, los Estados Unidos se encargaron de evitar que los países del Este se incorporaran a Europa con un estatuto de neutralidad.

Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas en Nueva York, el Pentágono se vio forzado a modificar temporalmente su guion. Durante un tiempo, las operaciones contra “el eje del Mal” –Corea del Norte, Irán, Libia– y “la guerra contra el terrorismo” en Oriente Medio se convirtieron en un nuevo frente privilegiado. Esto drenó recursos sustanciales del aparato militar-industrial estadounidense y lo obligaron a descuidar a sus principales adversarios. Las guerras en Irak y Afganistán se llevaron a cabo con algunas reticencias de la Europa continental, aunque con un protagonismo decidido de otros aliados como el Reino Unido. Ambas invasiones resultaron inicialmente exitosas, pero pronto dieron lugar a insurgencias de larga duración que despertarían para los ocupantes el fantasma de la guerra de Vietnam. A resultas de ello, el estatuto de superpotencia de los Estados Unidos se vio debilitado. Mientras tanto, China, Rusia y otros países como la India continuaron desarrollando tecnologías de guerra a la altura de la estadounidense en muchos extremos.

Durante todos esos años, Putin intentó agradar a Washington y mostrarse como un aliado leal. Apoyó varias de sus guerras y se solidarizó con George W. Bush cuando se produjeron los atentados de 2001. La respuesta fue la displicencia. La consideración de Rusia como un país en declive que no merecía mayor cuidado. En 2007, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, Putin decidió mostrar un rostro más duro. Denunció el intento de los Estados Unidos de construir un mundo unipolar y de expandir la OTAN hacia las fronteras rusas. Insistió en que todo ello solo podía conducir a una nueva carrera armamentística y no renunció a implicarse en ella.

Ya durante el mandato del demócrata Barack Obama, Ucrania pasaría a estar en el centro de las tensiones entre Estados Unidos y Rusia. El momento clave de esa tensión fue la revuelta de Maidán, de 2014, contra el entonces presidente Víktor Yanukóvich, del prorruso Partido de las Regiones. Por ese entonces, la Unión Europea ofreció a Ucrania un Acuerdo de Asociación incompatible con cualquier interés vinculado a Rusia. Moscú y Kiev, con Yanukovich a la cabeza, propusieron un acuerdo a tres bandas, pero tanto Angela Merkel como el presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, lo rechazaron.

La negativa de Yanukovich a mantener un acuerdo solo con la UE desató protestas en las calles, primero pacíficas y luego más violentas. La revuelta fue una mezcla de diferentes procesos simultáneos. Por un lado, una genuina rebelión de la sociedad civil contra el gobierno. Por otro, una suerte de golpe de Estado que contó con el apoyo de Bruselas, de Washington, y de algunos oligarcas locales y con la implicación de grupos armados de extrema derecha identificados con Stepan Bandera, un colaborador de los nazis que había participado del exterminio de judíos y que por ese entonces fue elevado a héroe nacional.

ya en 1992 estados unidos explicó que su objetivo principal en la era post-soviética no era reforzar las naciones unidas e impulsar un orden internacional más cooperativo. de lo que se trataba era de utilizar la aplastante superioridad militar norteamericana y su red de aliados para impedir el surgimiento de cualquier potencial competidos en la escena global.

De la muerte cerebral a la súbita reactivación

Tras el Maidán, el nacionalismo ucraniano más agresivo forzó la persecución de la lengua rusa e inició una inclemente represalia en la zona rusófona del Dombás. La OTAN se encontraba por entonces sumida en una suerte de letargo. Países como Alemania aprovecharon esa coyuntura para estrechar sus vínculos económicos y energéticos con la Rusia de Putin. Y lo propio hicieron algunos miembros destacados de la extrema derecha y la derecha radical europea, como la francesa Marine Le Pen, el italiano Matteo Salvini, el húngaro Víktor Orbán, o los españoles José María Aznar y Santiago Abascal.

Sobre ese trasfondo, y a poco de llegado Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, su homólogo francés Emmanuel Macron diagnosticó en 2019 que la OTAN atravesaba un estado de “muerte cerebral”. Para inquietud del Pentágono, esta reflexión venía acompañada por la sugerencia de que los Estados Unidos se retiraran progresivamente de Europa y de que esta pudiera ampliar su “autonomía estratégica”. Cuando Biden, recién llegado al gobierno tras el esperpéntico asalto trumpista al Capitolio, tuvo que cargar con la caótica retirada de tropas de Afganistán, muchos pensaron que la Alianza Atlántica podía entrar en una crisis decisiva. O al menos, que Europa podría, por fin, tomar distancia de la gran potencia imperial del otro lado del océano y dar forma a un proyecto propio con la implicación de Francia y Alemania.

La intensificación de las tensiones con Rusia dio al traste con esta posibilidad. A diferencia de Trump, Biden tenía vínculos estrechos con la Ucrania posterior al Maidán. Su hijo, Hunter Biden, llegó de hecho a integrar el consejo de dirección de Burisma, la compañía de gas natural más grande de Ucrania, entre 2014 y 2019. Cuando la OTAN dio aire a la idea de que podía extenderse a Georgia y Ucrania, Putin vio la amenaza demasiado cerca. Macron y el canciller alemán Olaf Scholz intentaron enfriar la situación y apelaron a la necesidad de diálogo con Moscú. Incluso propusieron rescatar los malogrados Acuerdos de Minsk, que preveían una suerte de compromiso constitucional confederal para aliviar la guerra en el Donbás. Los Estados Unidos no mostraron interés en esta alternativa. Tampoco Putin creyó que la negociación diera frutos. Entonces decidió dinamitar la vía diplomática y atacar militarmente. En la madrugada del 24 de febrero pronunció un durísimo discurso en el que directamente negaba a Ucrania el derecho a existir y atacaba a Lenin y a los bolcheviques por haber “disgregado” el Imperio zarista. Sobre este discurso imperial y anticomunista, las tropas del Kremlin iniciaron los bombardeos y avanzaron sobre los territorios de Donetsk y Lugansk.

La respuesta fue fulminante, como si los Estados Unidos y el propio Biden hubieran estado esperándola. De pronto, los intentos de Macron y Scholz por conseguir una posición propia se deshacían como un azucarillo en una taza de café. En cuestión de días, la Unión Europea pasaría de discutir su “autonomía estratégica” a plegarse con entusiasmo a la consigna estadounidense de no ceder ni un ápice con Rusia y de presionar a China. Aunque eso supusiera sacrificar a la población ucraniana y exponer a Europa y al mundo a una nueva guerra química, bacteriológica o directamente nuclear.

Ha sido el propio Biden, como primus inter pares en la OTAN, quien ha alentado a los dirigentes de los demás Estados miembros a endurecer sus posiciones y a no invertir demasiado en buscar alternativas negociadoras. Las negociaciones que se llevaron a cabo desde el estallido del conflicto han tenido lugar en la frontera con Bielorrusia o con Turquía como mediador. Pero ni Bruselas, ni mucho menos Washington, comparecieron abiertamente a ofrecer alternativas.

de pronto, los intentos de macron y scholz por conseguir una posición propia se deshacían como un azucarillo en una taza de café. en cuestión de días, la unión europea pasaría de discutir su “autonomía estratégica” a plegarse con entusiasmo a la consigna estadounidense de no ceder ni un ápice con rusia y de presionar a china.

En busca del tiempo perdido

Biden también ha sido quien ha capitaneado la política de sanciones unilaterales a Rusia. Estas medidas venían de antes, cuando Rusia se anexionó Crimea tras el referéndum de 2014. Pero se intensificaron, incluyendo la confiscación unilateral de bienes y depósitos, e incluso la expulsión de Rusia del sistema internacional de pagos SWIFT. Sanciones que ya se venían aplicando contra países considerados adversarios por Estados Unidos, como Irán o Cuba. Pero tienen una peculiaridad: nunca se dirigen contra las violaciones de derechos humanos cometidas por la administración norteamericana o por países aliados como Israel o Turquía. Por eso, cuando la propuesta sancionatoria se debatió en Naciones Unidas, varios estados que representan el 50 por ciento de la población mundial, entre los que se cuentan China, India, Pakistán, Bangladesh, Irán, Argelia, Nigeria, Sudáfrica, Brasil y Argentina, adoptaran una posición de neutralidad, exigiendo la paz pero sin apoyar sanciones contra Rusia.

Todo indica que estas sanciones, más que a Putin como tal, afectan a una parte importante de la población rusa. Estudiantes, artistas, deportistas que se encontraban en el extranjero acabaron expulsados con criterios directamente xenófobos. Y también a las poblaciones vulnerables de Rusia, de Europa y de otros rincones del mundo, que ya están experimentando el efecto búmeran de algunas de las sanciones. Baste pensar en los fenómenos de desabastecimiento que se están produciendo, o de los aumentos desorbitados en los precios del aceite, del trigo o de bienes básicos como el gas o la electricidad.

Por otro lado, quienes más complacidas están con la dureza de Biden son las grandes corporaciones militares y energéticas de su país. Empresas como Lockheed Martin, Raytheon, Global X o Constellation Energy, han visto cómo sus beneficios se multiplican al son de los tambores de guerra. Son estos sectores, al mismo tiempo, quienes más se están beneficiando por la presión ejercida sobre los estados de la Unión Europea para que incrementen su presupuesto en defensa o para que reemplacen el gas ruso por el gas de esquisto, mucho más caro, que los Estados Unidos extraen gracias a una técnica ambientalmente nefasta como el fracking.

Obviamente, estos cambios están pulverizando toda la retórica del Green New Deal y de la transición socio-ecológica generada a los inicios de la pandemia. Solo en Europa, millones de euros que debían dedicarse a programas sociales y verdes se están destinando a incrementar unos presupuestos militares ya abultados, al tiempo que se impone un nuevo macartismo con restricciones preocupantes de las libertades civiles y políticas básicas. Lo que para Europa y sus pueblos supone arrojarse en una suicida pendiente resbaladiza, en Washington es visto como una oportunidad para recuperar el tiempo perdido durante las “guerras contra el terrorismo”. Así, la decisión de Putin de emprender una agresión tan brutal con un discurso neozarista, no solo cohesionó el sentimiento anti-ruso entre la población ucraniana; también ha facilitado a los Estados Unidos tres movimientos simultáneos para los que no encontraba una excusa sencilla: reflotar el papel de una OTAN desprestigiada, liquidar todo proyecto de autonomía europea y cerrar el paso a cualquier entendimiento futuro de Europa con Rusia y China.

Crítica del realismo militarista

Ante un conflicto de estas características, la primera exigencia de una posición coherentemente antiimperialista consiste en reconocer el derecho del pueblo de Ucrania a no dejarse arrasar. Esto es, a su legítima defensa. Sin embargo, esta respuesta no tiene porqué justificar el envío de armas por parte de la OTAN. En primer lugar, siendo ya un gran productor e incluso un exportador de armas, Ucrania no es un país que carezca de ellas. Una escalada belicista que involucre directamente a la OTAN podría alterar la superioridad militar rusa, pero al precio de una conflagración nuclear.

Lo que parece imponerse entonces es una prolongación o empantanamiento del conflicto, con su estela de más muertes y destrucción. En palabras del sociólogo ucraniano, Volodymyr Ishchenko: “Si la guerra tiende a prolongarse, si ya no se trata de parar la invasión rusa, sino de, por ejemplo, lograr la caída de Putin cueste lo que cueste –lo que puede no ser un objetivo accesible–, Ucrania podría transformarse en Afganistán. Un lugar donde una guerra eterna se sucede por años sin pausa, con un Estado fallido, con la economía retornando a un estado premoderno, con la industria completamente destruida y millones de refugiados que no pueden volver a su hogar por años” (entrevista de Francisco Claramunt publicada en Brecha). 

Ahora bien, la legítima defensa no se agota en el derecho a la resistencia armada. Comprende también el derecho a la resistencia no-violenta. A la resistencia de quienes no quiere morir, pero se niegan a matar. Los cientos de miles de personas que dejan sus pueblos y ciudades para no quedar atrapadas en una espiral de barbarie infinita, las que se niegan a asesinar o a torturar a soldados hermanos, los desertores e insumisos en todos los bandos, expresan este rechazo a la sinrazón de una guerra pensada por las élites dirigentes para defender intereses que no son los de la mayoría social. Y lo mismo puede decirse de los bloqueos pacíficos de carreteras en ciudades ucranianas como Melitópol, Chernígov, Zaporiyia, Senkovka, Luhansk, o de las movilizaciones anti-guerra celebradas en Rusia, con miles de detenciones. Todas estas iniciativas prueban que la protesta no-violenta pero activa puede ser más eficaz, cuando se trata de defender a la gente de abajo, que la reacción armada, tanto por su capacidad para desmoralizar a quien agrede como por el hecho de incorporar a la resistencia a colectivos amplios de la población, incluidos niños, mujeres y personas mayores.

Cuanto antes se consiga un acuerdo de paz más vidas ucranianas serán salvadas, menos ciudades resultarán destruidas y menos resultará dañada la economía del país. Desde este punto de vista, la exigencia en todos los foros del alto el fuego y de la retirada de las tropas rusas debe ser un imperativo. Lo mismo que la protección de las personas refugiadas. La afluencia de migrantes ucranianos a la Unión Europea supone un desplazamiento de personas sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Ese fenómeno ya está produciendo una ampliación demográfica de Europa y debe ser abordado con el máximo respeto por los derechos humanos, evitando las discriminaciones por razón de origen, de color, y frenando situaciones intolerables de tráfico y abuso sexual. De la misma manera, el apoyo sin fisuras a las personas ucranianas que huyen del horror debe vincularse a una crítica abierta de la rusofobia, esto es, de la aberrante estigmatización de la cultura rusa y de buena parte de su ciudadanía que últimamente ha ido en aumento. Desgraciadamente, la desinformación, la burda propaganda y un cierto “unanimismo” que exige leerlo todo en términos maniqueos y simplistas no favorecen estas actitudes.

La prolongación de la guerra y de su sistema de sanciones ya está implicando aumentos desorbitados en el precio de productos básicos, incluidos los alimentos y la energía. Mientras millones de euros que deberían sufragar las políticas sociales y verdes de recuperación pospandemia, se están destinando a aumentar los presupuestos militares. Nada de esto favorece a la ciudadanía que más ha perdido con la crisis y con la pandemia. En Alemania, quien más se benefició del incremento del gasto militar de un 2% del PIB anunciado por Scholz fue el conglomerado Hensoldt, el mayor contratista del Ministerio de Defensa germano, cuyas acciones se dispararon de inmediato.

mientras millones de euros que deberían sufragar las políticas sociales y verdes de recuperación pospandemia, se están destinando a aumentar los presupuestos militares. nada de esto favorece a la ciudadanía que más ha perdido con la crisis y con la pandemia.

Un escenario de estas características solo puede favorecer a la extrema derecha, cómoda en su lenguaje nacionalista belicista; y perjudicar a una Europa que cada vez será más irreconocible como impulsora de la democracia, de la paz y del bien común planetario. Solo por eso, el rechazo de una OTAN reacia a la desnuclearización y entregada a un nuevo furor guerrero, debería ser tan nítido como el repudio de la infausta invasión de Putin, que está favoreciendo la confrontación entre bloques imperiales con armas nucleares.

Contra lo que afirma el supuesto realismo militarista, solo un pronto alto el fuego y una salida negociada en el marco de instancias como la ONU o la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), podrían minimizar el dolor, comenzar a restañar heridas que tardarán en cerrar y abrir caminos reales hacia la paz. Estos caminos tendrían que pasar por el reconocimiento a Ucrania del derecho a su independencia y autogobierno, con garantías para su seguridad y un estatuto de neutralidad similar al de Finlandia o Austria. Es dudoso, ciertamente, que una solución de este tipo pueda provenir de unas clases dirigentes que no han querido o no han sabido evitar este desenlace trágico. Por eso, una vez más, es imprescindible estar junto a quienes, a pesar de la represión o la censura, se movilizan en pro de la desescalada militar y de la solidaridad con todas las personas que quieren poner fin al horror de la guerra eterna. En Ucrania, en Rusia, en Europa, en los Estados Unidos, o en cualquier otro rincón del planeta.

En el caso europeo, estas movilizaciones entroncan con una antigua tradición antimilitarista que incluye a figuras diversas como Rosa Luxemburg, Bertrand Russell, E.P Thompson, Olof Palme o las Mujeres de Negro. Para esta tradición, las guerras aparecen casi siempre ligadas a regímenes políticos y económicos oligárquicos o despóticos que pugnan por la apropiación de recursos materiales y energéticos en beneficio de una minoría privilegiada y en detrimento de los intereses de la inmensa mayoría. Precisamente por eso el rechazo a la guerra, a la que Putin ha desatado en Ucrania, pero también a las que azotan a Palestina o a Yemen, deben vincularse a una crítica de fondo de las violencias imperialistas y del capitalismo predatorio que está imponiendo una nueva involución democrática global, amenazando la supervivencia misma de la especie.

Desde una perspectiva coherentemente antimperialista, la crítica de la invasión de Putin y del regreso de una OTAN recargada, que ya opera en regímenes fuertemente autoritarios como el de Turquía y que pretende expandirse a países como Colombia, debería ser irrenunciable. Sobre todo, si de lo que se trata es de promover la paz y la justicia en un nuevo orden global, multilateral y más cooperativo. Por eso, en estos tiempos brumosos, con demasiado ruido y demasiada furia, conviene que todos, comenzando por las jóvenes generaciones, tengamos presente la certera máxima que ha movido a tantas y tantos internacionalistas: “no a las guerras entre pueblos, ninguna paz con los canallas que las promueven”.

Entrevista en Tiempo Argentino

Gerardo Pisarello: “Detrás del conflicto en el Sahara Occidental hay intereses energéticos”

El vocero de En Comú Podemos sobre Asuntos Exteriores, nacido en Argentina y ex vice alcalde de Barcelona, cuestiona el apoyo de Pedro Sánchez al rey de Marruecos y en desmedro de la población saharaui. Los intereses de EEUU, Alemania y Francia en los recursos naturales africanos.

26/03/2022

Foto: Fadel Senna – AFP

Por: Sebastián Rodríguez Mora @rodriguezmoor

Gerardo Pisarello es jurista y diputado por la alianza En Comú Podem en el Congreso de España. Fue vice alcalde de la ciudad de Barcelona durante el primer gobierno de Ada Colau. Nacido en Tucumán, Gerardo es hijo de Ángel Pisarello, un abogado radical asesinado por la última dictadura cívico-militar argentina. 

Como vocero parlamentario de Asuntos Exteriores, su reciente intervención en el Congreso sobre la sorpresiva carta filtrada por Marruecos del primer ministro español Pedro Sánchez ayuda a comprender la compleja trama del conflicto en el Sahara Occidental, ex colonia española. 

Pisarello afirmó el miércoles que “España tiene una deuda muy concreta con el pueblo saharahui, al que abandonó de manera deshonrosa, cuando Juan Carlos de Borbón dio el visto bueno a la invasión de Hassan II a ese territorio en 1975 a cambio de que EEUU lo reconocieran a él como rey”.

En diálogo con Tiempo, asegura que no solo España tiene intereses en sostener la cercanía con Marruecos, dado su abastecimiento de gas desde territorio africano: EEUU, Francia, Israel y Alemania buscan asegurar futuras inversiones en fosfato e hidrógeno verde en la zona.

-¿Cuánto sorprendió a la coalición de gobierno esta decisión y en qué medida no debilita hacia adentro a Pedro Sánchez?

-Es una decisión que debilita a Pedro Sánchez no solamente en relación con sus socios de gobierno sino que con el resto del arco parlamentario, que fue unánime en la reprobación de la actitud del PSOE, y de sus propias bases que en un tema muy sensible como la cuestión saharaui no entienden este cambio súbito de posición de su partido. Para nosotros es inaceptable habernos enterado por una carta filtrada por el propio Mohammed VI, lo cual prueba que la operación de supuesto acuerdo ya nace muy tocada. Porque una de las partes comprometidas no duda en utilizarla como un arma arrojadiza para dejar en ridículo al propio gobierno español. Vamos a ver si son capaces de corregir esa decisión, pero yo tengo pocas esperanzas porque este giro del PSOE que consiste en acercarse a la política de la monarquía marroquí, que no tiene ningún respeto por los derechos humanos ni por la democracia. Esto tiene que ver con que es una monarquía que cuenta con el apoyo de EEUU, Francia, Israel y Alemania, que por razones geopolíticas están interesadas en el fosfato que se encuentra en la zona del Sáhara Occidental e incluso en la promesa de Marruecos de convertirse en un proveedor de hidrógeno verde. Por lo tanto que detrás de estos movimientos geopolíticos que sacrifican a un pueblo saharaui, luchador histórico y reprimido, hay intereses económicos y disputas por intereses energéticos. Es el contexto en el que se dan las guerras que se producen en este momento.

-En tu discurso reciente en el Congreso, marcaste una contradicción entre la defensa de la población ucraniana y el desinterés evidente por las y los saharauis. ¿A fin de cuentas la realpolitik energética europea se impone?

-Uno de los grandes problemas de la política europea y el llamado bloque occidental es su doble vara, el doble estándar con el que actúan. La inadmisible invasión de Putin a Ucrania ha puesto sobre la mesa algunos temas que son de justicia. La necesidad de refugio a las cientos de miles de personas que están huyendo desde Ucrania del horror, la necesidad de reconocer el legítimo derecho de la población ucraniana a autodeterminarse e incluso ser un país independiente de Rusia. Lo que ocurre es que eso entra en contradicción con la hipócrita política de Europa y Occidente en general, porque no es el mismo criterio que se aplica cuando se trata de Palestina, de Yemen o del propio pueblo saharahui. En algunos casos son conflictos que llevan décadas, en los cuales están involucradas potencias que vienen cometiendo crímenes no menos graves que los que está cometiendo Rusia en Ucrania, y sobre los cuales se mantiene sin embargo un gran silencio. Creo que eso no es realpolitik. Es una política que se pretende realista pero que al no incorporar valores es simple cinismo, una política que simplemente es un juego de poder para defender a los poderosos y que tarde o temprano se acaba volviendo contra aquellos que la impulsan. En ese sentido me parece preocupante que el propio reino de España esté en esta posición y que el PSOE la esté impulsando. Porque esa hipocresía y juego avieso para subordinarse al más poderoso, a la larga genera un precedente que se vuelve contra uno mismo.

Reivindicación de la Primera República

La vocación igualitaria, libertaria, fraternal, de esta etapa, ofendió a los mismos que hoy defienden sus privilegios parapetados tras el trono, la espada, la bolsa y la cruz

Gerardo Pisarello 11/02/2022 en CTXT

Una losa pesada cubre la memoria de la Primera República española, proclamada un 11 de febrero de 1873. “Un fracaso sonado”. “Una experiencia caótica, olvidable”. Ninguno de estos epítetos lanzados contra ella es inocente. Tienen una finalidad. Sepultar los anhelos que despertó. Borrar las luchas populares que la hicieron posible. Ridiculizar y simplificar las contradicciones que la atravesaron. Blindar en el presente los privilegios que su llegada cuestionó en el pasado. Y cerrar, entre nosotros y entre las jóvenes generaciones que piden paso, los horizontes de cambio que aquella gesta republicana abrió en su tiempo. Solo por eso, vale la pena volver sobre ella. Sin negar sus límites. Pero recuperando para los tiempos actuales el formidable potencial democratizador que puso en marcha.    

1- El proceso destituyente de una monarquía corrompida 

La llegada de la Primera República supuso concretar los anhelos democráticos que miles de mujeres y hombres de condición humilde abrigaron durante décadas

Una de las pesadillas que la Primera República evoca en sus detractores conservadores es que instala la posibilidad de vivir sin monarquía. No solo sin reyes. Sin la monarquía y todo lo que la rodea. La nefasta cultura cortesana. La corrupción derivada de la patrimonialización de lo público. El centralismo asfixiante. El militarismo represivo. La Iglesia como poder de Estado. El atraso industrial. El brutal partido agrario (los predecesores de los que asaltaron Lorca hace días). La sumisión al capital extranjero extractivista.   

La llegada de la Primera República supuso concretar los anhelos democráticos que miles de mujeres y hombres de condición humilde abrigaron durante décadas. Una mayor participación ciudadana en los asuntos de todos. Una mejor tutela de los bienes comunes. Más ejemplaridad y honradez en el ejercicio de la función pública. Conseguir en la península lo que la Revolución francesa había conseguido en agosto de 1792. O lo que las jóvenes repúblicas americanas conquistaron durante el Trienio Liberal, mientras Riego y Torrijos intentaban mantener a raya al nefando Fernando VII.  

Costó, pero ocurrió. La República llegó, pero antes hubo que hacer saltar, militarmente y en las calles, la coraza que protegía a la degradada monarquía isabelina. Sin eso, no se hubiera llegado a un proceso constituyente republicano. Hizo falta un Joan Prim, militar revolucionario. Y junto a él, el apoyo de la burguesía más modernizante, menos rentista, y de las multitudes que se levantaron en Sevilla, en Cádiz, en Alcoy o en Barcelona.

Sin la erosión de su legitimidad y sin la existencia de una gran movilización ciudadana acompañada de la fuerza militar, la monarquía no habría caído  

La revolución de 1868 fue una revuelta indignada contra un régimen liberal-conservador oligárquico y excluyente. Y fue también una revuelta contra un régimen corrupto, “sin honra”, que tuvo en la monarquía borbónica, en Isabel II y en su madre, María Cristina, una de sus expresiones más acabadas. Sin la erosión de su legitimidad, producto de sus propias fechorías, y sin la existencia de una gran movilización ciudadana acompañada de la fuerza militar, la monarquía no habría caído.

Como revolucionario, Prim fue un acérrimo y consecuente enemigo de la Casa Borbón. Como hombre de orden, receló de la República y de la participación popular en los asuntos públicos. A resultas de ello, entre la Constitución de 1869 y la proclamación de la Primera República en 1873, España tuvo una singular monarquía electiva. El elegido para el trono fue Amadeo I, de la dinastía Saboya. Duró poco. Los partidarios de un regreso de los Borbones, y el creciente impulso republicano popular, forzaron su abdicación. 

Al igual que había ocurrido con Isabel II, la renuncia de Amadeo de Saboya desencadenó por sí sola un nuevo proceso constituyente. Decenas de concentraciones republicanas llenaron las calles de Barcelona, Madrid y otras ciudades. Ninguna nacía de la nada. Eran el resultado de décadas de movilización, de autoorganización y de enfrentarse a una represión durísima. En ese proceso lento y persistente de oposición a la monarquía y sus aliados, florecieron instituciones republicanas de todo tipo: cooperativas, bibliotecas, centros obreros de ayuda mutua, corales, diarios, ateneos y escuelas populares. Surgieron corrientes republicanas, plurales, en diferentes rincones de la península. Se gestaron pactos federales y confederales en Tortosa, Córdoba, Valladolid, Éibar y La Coruña. Fue ese tenaz republicanismo del día a día, que implicó a cientos de miles de mujeres y de hombres, el que forzó la proclamación de una República que llegó por sorpresa. 

Sin una fórmula jurídica que lo previera, el 11 de febrero de 1873 el Congreso y el Senado se constituyeron en Asamblea Nacional. Acto seguido, proclamaron la República por 258 votos contra 32. El poder normativo de lo fáctico del que hablaba Jellinek se impuso a pesar de las resistencias. Se proclamó la República, a secas, y se dejó en manos de unas Cortes Constituyentes la organización concreta de la nueva forma de Gobierno.  

Tres días después, La Campana de Gracia, el gran periódico republicano barcelonés, publicaba en sus páginas, en catalán: “¡Ya la tenemos! ¡Ya la tenemos, ciudadanos! El trono ha caído para siempre en España. Ya no habrá otro rey que el pueblo, ni más forma de gobierno que la justa, santa y noble República federal” ¿Cómo no recuperar aquellas palabras, cuya fuerza aun hoy nos sacude? 

2- La Primer República y la apertura de un horizonte federal, social y democrático 

Como todo fenómeno constituyente democrático, la Primera República generó enormes expectativas. Depuesta la monarquía, se esperó que resolviera rápidamente los grandes retos que España arrastraba desde hace décadas, cuando no siglos. La ofensiva concentración de la tierra. La pobreza sangrante. El retraso industrial. La violencia arbitraria de una temible Guardia Civil. La confusión entre Iglesia y Estado. La batalla contra un centralismo cada vez más autoritario e ineficaz.   

Pi fue un humanista y un internacionalista convencido. Aún joven, criticó con coraje los abusos y desmanes cometidos durante la conquista contra los pueblos amerindios

El contexto internacional no ayudó. Ni la Primera ni la Segunda República españolas navegarían con el viento soplando a su favor. La explosión republicana peninsular parecía un eco tardío de las revoluciones de 1848. Pero Europa había cambiado. En 1873, la Primera República española tuvo que convivir con el imperial Otto von Bismarck y con Thiers, que dos años antes había mandado a fusilar a miles de comuneras y comuneros en París por haber intentado tomar “el cielo por asalto”. En medio de ese contexto, la joven República hispana tuvo que abrirse paso con el único reconocimiento de Suiza, Estados Unidos, Costa Rica y Guatemala.  

Con todo en contra, la Primera República consiguió cosas notables. Entre ellas, llevar a la presidencia a alguien como Francesc Pi i Margall, uno de los más lúcidos, creativos y honrados exponentes del republicanismo social, libertario y federal peninsular. Pi fue un humanista y un internacionalista convencido. Aún joven, criticó con coraje los abusos y desmanes cometidos durante la conquista contra los pueblos amerindios. Más tarde, defendió públicamente en las Cortes a los comuneros parisinos y pidió, frente al nacionalismo español más rabioso, la libre determinación de Cuba y Puerto Rico. 

Como ministro de Gobernación, como presidente de la Primera República, actuó movido por dos obsesiones. Una, que la nueva República aprobara cuanto antes una Constitución democrática, federal, que ordenara la vida del país y le permitiera respirar. Dos, que ese impulso constituyente viniera acompañado de cambios materiales, de raíz, que cuestionaran las injustas estructuras de poder existentes y elevaran, rápidamente también, las condiciones de vida de las clases jornaleras y de las mujeres y niños trabajadores.

Los “obstáculos tradicionales” que crecieron con la monarquía pero que sobrevivieron a ella le salieron al paso. El poderoso partido latifundista que tanto peso tenía en Castilla y Andalucía. La oposición de la Iglesia y de los sectores reaccionarios del ejército. La reacción carlista en el Norte. Al mismo tiempo, las resistencias al programa reformista de Pi generaron impaciencia entre los republicanos federales más intransigentes y entre buena parte de las clases trabajadoras, humilladas durante décadas y con urgencias impostergables. 

En Cádiz, bajo la presidencia de Salvochea se eliminaron tributos a los más pobres y limitaron los precios de bienes básicos para evitar abusos en tiempos de carestía

Inquieto por la lentitud de los cambios en Madrid, el republicano federal Baldomer Lostau promovió un efímero “Estado catalán dentro de la Federación Española” que incluía a las Islas Baleares, pero luego desistió. En el sur, la paralización del federalismo desde arriba dio lugar a la rebelión cantonal desde abajo. También sobre ellos, sobre los cantonales, pesa una leyenda infamante. La que los presenta como la encarnación del “caos” y de la “desmesura roja”. Lo cierto es que dieron voz a reclamos cuya justicia resulta incuestionable. La eliminación de ignominiosos impuestos al consumo. La secularización de la propiedad concentrada del clero. La recuperación de bienes comunales que “habían sido robados al pueblo”. El fin del odioso sistema de quintas y el reemplazo del viejo ejército represivo por milicias populares. El respeto por la democracia municipal. 

En Cádiz, bajo la presidencia de Fermín Salvochea, federalista afiliado a la I Internacional Obrera, se eliminaron tributos a los más pobres. También se limitaron los precios de bienes básicos para evitar abusos en tiempos de carestía, y se ordenó la exclaustración de todos los religiosos, al declararse abolida toda asociación que exigiera el celibato a sus integrantes por ser “contrario a la naturaleza”. Hubo cantones como el de Sanlúcar, presentado por la prensa conservadora como paradigma de la “comuna anarquista” que se limitaron a aplicar un moderado reformismo social. Se aumentaron salarios, se asistió a trabajadores en paro a cuenta de los presupuestos municipales, o como ocurrió en el cantón sevillano, se crearon jurados mixtos entre obreros y patronos para discutir las mejoras en las condiciones laborales. Ese fue, en muchos sitios, el razonable programa cantonalista.

Hubo otros, ciertamente, más incisivos en su afán transformador. El célebre cantón de Cartagena, con héroes populares al frente como Antonio Gálvez Arce –Antonete– fue uno de ellos. Entre otras cuestiones, planteó la necesidad de distinguir entre las propiedades adquiridas de manera justa y las concentradas de manera fraudulenta. Y mandó revisar el proceso desamortizador de tierras, para colectivizar a favor del cantón todas aquellas propiedades de dudoso origen.

Fuerzas de la Marina ahogaron en los caños de la Carraca a más de sesenta obreros, introduciéndolos en sacos y lanzándolos al agua con proyectiles atados a los pies

Desbordado a derecha e izquierda, Pi acabó por dimitir, sin que la Constitución republicana y federal que defendía llegara a aprobarse. En lugar de persistir en sus reformas, sus sucesores cedieron a las presiones reaccionarias. La represión contra el cantonalismo fue feroz. Durante la presidencia de Castelar, que había sido un icono del republicanismo democrático, fuerzas de la Marina ahogaron en los caños de la Carraca, en Cádiz, a más de sesenta obreros, introduciéndolos en sacos y lanzándolos al agua con gruesos proyectiles atados a los pies.

Cuando la República condescendió a la represión de los movimientos populares, selló su propio fin. El intento de Pi de forzar un giro a la izquierda llegó tarde. El Golpe de Estado de Pavía acabó con algo más de un año de experiencia republicana y abrió paso a una nueva restauración borbónica. 

3- Cuando lo imposible se vuelve posible

Eliminar la memoria de las tradiciones republicanas, o denigrarlas a través de la mentira, es una condición indispensable para que nada cambie en el presente

Contemplada en su complejidad y su ambición, se entienden los esfuerzos conservadores por borrar de la memoria la experiencia de la Primera República. Porque eliminar la memoria de las tradiciones republicanas, o denigrarlas a través de la mentira, es una condición indispensable para que nada cambie en el presente. La Primera República fue un atisbo de esperanza en un país injusto, profundamente desigual, que la monarquía isabelina había hundido en la corrupción. Llegó de manera inesperada, pero no hubiera sido posible sin décadas de republicanismo persistente. En las instituciones, en las calles, en la prensa, en los centros de trabajo, en las escuelas y universidades. La vocación igualitaria, libertaria, fraternal, de la Primera República, ofendió a los mismos que hoy defienden sus privilegios parapetados tras el trono, la espada, la bolsa y la cruz. Por eso hay que reivindicarla y conmemorarla. Porque la Primera República, con sus errores y contradicciones, es la muestra de que lo que a veces parece imposible, se vuelve posible. Y de que la historia, como dejó escrito Benito Pérez Galdós, es un ser vivo. Que si durante décadas no destronó, un día destrona. Y si durante décadas durmió con reyes, un día, el menos pensado, despierta en la cama del pueblo.

Gerardo Pisarello: “La Monarquía es el tapón que protege al poder económico y territorial”

ENTREVISTA

por Manuel Capilla para  El Siglo de Europa 3/2/2022

/ Álex Puyol

El secretario primero de la Mesa del Congreso, Gerardo Pisarello, firma ‘Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica’, una obra en la que repasa el devenir de los reyes hispanos contemporáneos, desde Fernando VII hasta Felipe VI, haciendo una enmienda a la totalidad de la institución monárquica e instando a la apertura de nuevos horizontes republicanos. En este sentido, Pisarello señala que “a pesar de los esfuerzos de algunos sectores económicos, mediáticos e institucionales para que Juan Carlos no acabe con ninguna condena formal, la condena social es irreversible” y avisa de que “tanto la primera como la segunda, fueron repúblicas inesperadas. Nadie pensaba que iban a llegar y llegaron”. Sobre la votación crucial del decreto sobre la reforma laboral, el diputado de En Comú Podem afirma que los argumentos de ERC sobre la insuficiencia de la norma “implican un total desprecio por el sindicalismo catalán”.

Su libro impugna la historiografía que ha surgido en los últimos años, que reivindica la España imperial, la monarquía y a figuras como Blas de Lezo. ¿Fue ese el objetivo que le movió a escribir el libro?

No era el objetivo principal del libro. Es una respuesta coyuntural a la escandalosa declaración de la Casa Real, en la que Felipe VI reconoce que su padre podría haber estado implicado en delitos de blanqueo de capitales y evasión fiscal. Pero eso me lleva a una cuestión de fondo, si el problema es Juan Carlos I o viene de atrás. Me lleva a estudiar a los Borbones y a los Austrias y llego a la conclusión de que el problema es esta concepción de la monarquía imperial católica. Eso coincidió con el empeño, sobre todo de la extrema derecha, de reivindicar ese pasado monárquico e imperial, revistiéndolo de caracteres que no tenía. Y, por eso, sí hay una discusión de fondo con esa idea. Hay una riquísima tradición hispana muy crítica con el modo de funcionar de esa monarquía imperial y con lo que supuso la conquista de América. Una cosa que reivindico en el libro es que los primeros autores que se proponen ‘democratizar’ la monarquía, y que eso pasa por reconocer que los pueblos amerindios tienen sus derechos y su dignidad, son fray Bartolomé de las Casas, fray Antonio de Montesinos… Autores españoles que son críticos con ese proceso y que impulsan las teorías modernas de los derechos humanos.

“No pierdo la esperanza de que aparezca en el PSOE un Indalecio Prieto o un Julián Besteiro, que fueron quienes impulsaron las comisiones de investigación contra Alfonso XIII por el caso de Annual. Eso fue clave para dar paso a la república”

¿Quién es el peor rey de la historia contemporánea española? ¿Quizá Fernando VII?

Sin duda, Fernando VII. Es un rey sin escrúpulos, enormemente cruel, más que Carlos I de Inglaterra o que Luis XVI, que acabaron guillotinados. Fernando VII consiguió salirse con la suya, entre otras razones, porque cuando se le pudieron haber puesto límites fuertes, durante el trienio liberal, Riego no se atrevió.

Repasando el árbol genealógico borbón, Juan Carlos I no hace más que honrar la tradición familiar, en cuanto a las amantes y a los negocios turbios.

Muchas de las cosas que hoy nos escandalizan de Juan Carlos aparecen reproducidas, casi miméticamente, en el caso de su abuelo, Alfonso XIII, de Isabel II, de María Cristina, del propio Fernando VII… Siempre hay ese vínculo de la monarquía con la economía rentista que se crea alrededor de la corte. Los diferentes miembros de la monarquía borbónica tienen algún papel, ya sea como comisionistas o como personal implicadas en negocios turbios. Una de las primeras conclusiones del libro es que es un engaño pensar que la monarquía es una figura simbólica y protocolaria, porque en realidad tiene un papel clave a la hora de apuntalar un modelo económico especulativo y rentista con elementos neocoloniales.

 ¿Le ha sorprendido que las investigaciones en Suiza se archivaran?

De entrada, me impresionó que fuera Suiza la que tuviera que poner luz. A partir de ahí, tampoco ha habido especial colaboración por parte de las autoridades españolas. La impresión que uno sigue teniendo hoy es que Fiscalía no hizo lo que hubiera hecho si quien hubiera estado detrás hubiera sido un ciudadano de a pie.

/ Álex Puyol
/ Álex Puyol

¿Cree que volverá a España? ¿Se lo puede permitir Felipe VI?

La monarquía tiene un problema muy grande con esto. Tengo la impresión de que hay abierta una estrategia dirigida a garantizar la impunidad de Juan Carlos. No quiere la derecha, ni tampoco el Partido Socialista, que avancen las investigaciones en el ámbito parlamentario -ha habido más de una docena de peticiones de comisión de investigación- y judicial. Pero, al mismo tiempo, es muy difícil que se pueda plantear el regreso de Juan Carlos. Permanentemente están apareciendo nuevos escándalos y nuevos negocios oscuros. Que eso continúe pasando con el rey aquí, viviendo cerca de su hijo, sería un problema grave para Felipe VI. Creo que es la propia Casa Real la que no acaba de tener claro que sea una buena idea que Juan Carlos regrese. De todos modos, a pesar de los esfuerzos de algunos sectores económicos, mediáticos e institucionales para que Juan Carlos no acabe con ninguna condena formal, la condena social es irreversible.

¿Felipe VI se ha convertido en un rey de parte? ¿En un rey de derechas?

Felipe VI es un rey que ideológicamente tiene una sensibilidad de derechas, mucho más que la de su propio padre. Más allá de otros vicios privados, Juan Carlos tuvo que lidiar con el antifranquismo, con actores que tuvieron un peso importante en la Transición. Felipe no, Felipe crece en un entorno que todo el mundo reconoce como de derecha dura. Y aunque el intenta mantener las formas, se notan las inclinaciones del Rey. Se notó con el discurso del 3 de octubre de 2017, asumiendo el papel del rey-soldado. Se nota en su relación con los sectores más reaccionarios del poder judicial. Hasta se notó en el último viaje oficial que hizo a Puerto Rico, donde la versión que despliega del papel de España en América guarda muchas similitudes con lo que le he oído decir a Vox, aquí en el Congreso, cuando hablan de la Iberosfera. Por tanto, sí, Felipe VI es un rey con unas inclinaciones mucho más derechistas que su padre y eso hace que sea un rey fundamentalmente reivindicado por la derecha.

El PSOE tuvo un papel fundamental a la hora de alargar el reinado de Alfonso XIII, con una cierta connivencia con la dictadura de Primo de Rivera. Y la II República sólo llegó cuando el PSOE retiró su apoyo al rey. ¿La situación con Felipe VI es parecida? ¿Es el PSOE el gran sostén de la monarquía?

El Partido Socialista piensa que proteger a Felipe VI le sirve para que la derecha no pueda impulsar un golpe destituyente contra el Gobierno y, al mismo tiempo, no se atreve a criticar determinadas cosas porque la inviolabilidad de Juan Carlos I es la inviolabilidad de las empresas del Ibex y de todo el mundo empresarial que le acompañó en sus operaciones económicas. El Partido Socialista es conservador desde ese punto de vista. Pero al igual que ocurrió en el reinado de Alfonso XIII, hay una corriente republicana en las bases socialistas, o bien de gente desengañada con el juancarlismo o bien de gente joven que ya no entiende la existencia de la monarquía en el siglo XXI, que puede acabar generando un cambio importante en el futuro. No pierdo la esperanza de que aparezca un Indalecio Prieto o un Julián Besteiro que fueron quienes impulsaron las comisiones de investigación contra Alfonso XIII por el caso de Annual. Eso fue clave para debilitar a la monarquía y dar paso a la república.

¿Ve a alguien en el PSOE capaz de ejercer ese papel?

Lo veo con diputadas y diputados concretos.

¿Cómo quién? No sé si me puede dar algún nombre.

Con el sanchismo han entrado muchos diputados y diputadas jóvenes, de Cataluña, de Albacete… de varios rincones de España, que van llegan a las comisiones con banderas tricolor. Cuando escucho a gente como Adriana Lastra o algunos otros diputados, una saca la impresión de que son diputados y diputadas republicanos que consideran que todavía no es el momento, pero que llegado el caso podrían dar un paso hacia posiciones diferentes.

“Felipe VI es un rey que ideológicamente tiene una sensibilidad de derechas, mucho más que la de su propio padre”

¿Ve factible a día de hoy un pacto de fuerzas republicanas como lo fue el Pacto de San Sebastián?

Creo que es lo que hace falta. Una de las razones para escribir el libro era precisamente esta: mostrar que, contra lo que mucha gente piensa, la monarquía es el tapón que protege un cierto sistema de poder económico, financiero y territorial, que impide que avancen ciertos procesos de democratización. Uno de los objetivos del libro es convencer a las fuerzas republicanas peninsulares, que siempre han sido muy plurales, de que criticar a la monarquía es una condición sine qua non para que sus proyectos puedan abrirse camino. Por eso, en el libro, a pesar de que es un libro sobre la monarquía, he intentado hacer emerger las tradiciones republicanas catalanas, andaluzas, gallegas, vascas, españolas… Y mostrar que todas ellas pueden tener un objetivo común.

¿Cómo valora el hecho de que la reforma laboral haya salido adelante con el apoyo de Ciudadanos y sin los socios de la investidura, PNV y ERC?

Lo más importante es que se apruebe. Se trata de una reforma que puede haber sido criticada por algunos grupos como insuficiente, pero que nadie puede negar que supone un avance y una conquista de derechos, que beneficia a los sectores más precarios del mundo del trabajo. Por eso cuesta mucho entender los votos en contra. Otra cosa es que, en el debate de la reforma laboral, se hayan cruzado otros debates, como la reivindicación específica del PNV y Bildu, que responde al ecosistema sindical vasco, con sindicatos nacionalistas que pueden haber sentido que no tuvieron suficiente protagonismo en esta reforma. Mucho más difícil es entender que ERC pueda emitir un voto que suponga mantener la reforma de Rajoy, que es lo que está pidiendo Fomento del Trabajo, la patronal agraria que asaltó las instituciones en Lorca, el sector de la hostelería contraria a reforzar los derechos de las ‘kellys’… Me parece incomprensible y preocupante, porque puede provocar una herida que tarde en restañarse.

“La OTAN es una organización militar que defiende los intereses de los EEUU y no tengo claro que esos intereses coincidan con los que deberíamos tener como europeos y europeas”

¿A qué achaca la posición de ERC? Algunas interpretaciones apuntan a la intención de contrarrestar el ascenso de Yolanda Díaz en los sondeos.

Es muy difícil de comprender. ERC ha hecho un intento de hacer ver que se trata de la reforma de Yolanda Díaz, lo cual sería un argumento bastante mezquino teniendo en cuenta la relevancia de esta ley. Una ley que, además, no sale de Gobierno, sino que es un acuerdo tripartito en el que participan UGT y Comisiones Obreras, que representan el 80% del mundo sindical en Cataluña. Esquerra ha tenido consejeros, en el gobierno de la Generalitat, que habían sido destacados miembros de la UGT. Por tanto, los argumentos que se están utilizando públicamente sobre la insuficiencia del acuerdo implican un total desprecio por el sindicalismo catalán. En ese sentido, se entiende poco.

Poniendo el foco en la crisis de Ucrania. ¿En Unidas Podemos están dispuestos a formar parte de un Gobierno que tome parte en una guerra, llegado el caso?

Lo que nosotros decimos es que una guerra activada por Biden, por Putin y por el entramado empresarial militar detrás de ellos sería una catástrofe en términos humanitarios. Estamos hablando de potencias altamente militarizadas, de potencias nucleares, que podrían conducirnos a un desastre de consecuencias dramáticas. Lo que sostemos es que el objetivo de las negociaciones que se están produciendo es evitar que pueda haber una guerra, apostar por la desescalada, por la desnuclearización y por buscar salidas políticas a ese tipo de conflicto. La OTAN ha perdido mucha credibilidad como una organización simplemente defensiva o preocupada por los derechos humanos. Es una organización militar que defiende los intereses de los Estados Unidos y no tengo claro que esos intereses coincidan con los que deberíamos tener como europeos y como europeas. Lo que hace falta ahora es aprovechar la coyuntura para poner en marcha un nuevo modelo de seguridad, más sensato y más sostenible en el tiempo. Para esto, es importante que Europa tenga una voz propia, que defienda su autonomía estratégica frente a las grandes potencias. Esto, con titubeos, es lo que ya están haciendo Alemania, Francia o Italia, que están planteando muchas reticencias a ir a un choque directo contra Rusia que podría ser suicida.  Somos una organización que se siente heredera de las movilizaciones contra la permanencia en la OTAN en 1986, pero también somos herederos de los que fueron las manifestaciones masivas contra la guerra de Irak en 2003, que sirvieron para forzar la retirada de tropas durante el gobierno Zapatero. Esa tradición antimilitarista tiene que reactivarse para proponer un modelo alternativo de seguridad.

Para concluir, retomando la cuestión de la monarquía. ¿Nosotros llegaremos a ver la proclamación de la república o ve a la institución monárquica lo suficientemente sólida como para resistir a muy largo plazo?

Es difícil decirlo. El año próximo se cumplirán 150 años de la proclamación de la I República. Tanto la primera como la segunda, fueron repúblicas inesperadas. Nadie pensaba que iban a llegar y llegaron. Llegaron porque en España siempre han existido tradiciones republicanas muy ricas, que se expresan en la defensa de los bienes comunes, de la educación pública, de la separación entre Iglesia y Estado, de un modelo menos dependiente de los sectores rentistas financiarizados… Tradiciones que siguen estando presentes. Por tanto, como digo en el libro, pienso lo mismo que Benito Pérez Galdós, que la historia es un ente vivo que si durante siglos no destronó, un día destrona. Y que si durante siglos durmió con reyes, un día se despierta en la cama del pueblo. Creo que nuestra tarea como republicanos convencidos que somos -al menos en mi caso, que soy nieto de republicanos andaluces- es trabajar para que eso sea posible. Es convencer a gente de diversas sensibilidades políticas de que una república democrática homologable a las que existen en Portugal, Italia o Francia, sería un proyecto mucho más moderno y mucho más a la altura de las necesidades de estos tiempos.

Los vítores trumpistas de PP y Vox

  • El embate trumpista perpetrado el jueves en el Congreso no será conjurado con la geometría variable. Exige una recomposición decidida de la mayoría de investidura

Por Gerardo Pisarello Publicado en Diario.es 7/02/2022

Para que la anormalidad sea perfecta, el Letrado Mayor del Congreso transmite a la Presidenta de la Cámara un recuento votos que no se corresponde con el del marcador electrónico. Meritxell Batet lee lo que le pasan y proclama que el Decreto Ley de la Reforma Laboral queda derogado. Se produce un segundo de silencio que corta el aire. Un segundo. Entonces llega el estruendo.

Desde los escaños de Vox y del PP se alza un rugido de júbilo. Abrazos, vítores. Ruido y furia. Algunos sorprendidos. Otros no. Porque sabían que podía pasar. Que si los dos diputados de la derecha navarra rompían la farsa y se pasaban a su bando natural, la operación estaba hecha. De ahí los vítores. 

Luego vendría el espectáculo esperpéntico. El error Casero. No el primero en su haber. Pero sí el que estropea el plan perfecto. El voto torpe que confunde los botones y tuerce el resultado que UPN y el PP creían amañando. El voto de la justicia poética, también. El que compensa la maniobra infame, ilegal, que privó de su escaño a Alberto Rodríguez. 

Tras los rabiosos vítores iniciales llega la rabia a secas. Es la rabia matonesca de Teodoro García Egea, que ensaya su momento trumpista increpando a Batet en la puerta del hemiciclo. Es el rostro transfigurado e iracundo de Macarena Olona que se siente en el Capitolio. Esos vítores, esa rabia que muestran los dientes, expresa algo peligroso que degrada y amenaza la democracia. Porque es la rabia de quienes no están dispuestos a ceder lo más mínimo de sus privilegios. La de la patronal de las macrogranjas, la que asaltó Lorca por las mismas razones por las que siempre odió la reforma. La de la patronal de la hostelería, que querría a las camareras de piso en estado de semi esclavitud indefinido. La de la patronal de las plataformas, que querría tener a mano a legiones de jornaleros digitales en bicicleta, expuestos a la muerte en cada esquina, corriendo y dejándose la vida para que un reparto llegue a tiempo en cualquier rincón de la ciudad. 

Esa gente que quiso linchar a Garamendi por consentir subidas de salarios, por apoyar indultos, por acordar ERTES. Por no ser una correa de transmisión del PP, como sus antecesores. Esa gente odia todo lo que el Ministerio de Yolanda Díaz ha hecho desde que está en el Gobierno. Enviar inspecciones al campo, para desenmascarar esas relaciones de explotación. Limitar drásticamente las causas del despido, esa expresión brutal de la violencia del poder privado. Aprobar una Ley de Riders. Sumar a los sindicatos mayoritarios y a una parte de la patronal para convertir en indefinidos contratos indecentemente temporales, para que los convenios laborales incrementen salarios y no los constriñan. Para proteger mejor las reivindicaciones de las trabajadoras y trabajadores de la bahía de Cádiz. Para desactivar no solo aspectos clave de la Reforma de Rajoy. Para desandar, por vez primera en cuarenta años, una filosofía precarizadora que se remonta a la reforma felipista de 1984.

La derecha trumpista que estalló el jueves en el Congreso odia este programa reformista porque sabe que se ha conseguido en un contexto durísimo para la gente trabajadora. Contra la presión de los sectores más neoliberales de la Comisión Europea. Contra las reticencias los sectores centristas del propio Gobierno. Con la movilización social y sindical prácticamente suspendida a causa de una pandemia que ha sido un puñetazo al estómago en términos vitales, psicológicos.

Hay quien pensaba, ciertamente, que aun así se podía llegar más lejos. Lo expresó con honradez Oskar Matute, de EH Bildu. Reconoció que había avances pero que eran insuficientes. Desde posiciones más moderadas, pero igualmente sinceras, Aitor Esteban, del PNV, argumentó que el contenido no le desagradaba, pero que se podría haber negociado mejor desde un comienzo. 

Teniendo en cuenta el singular ecosistema sindical vasco (igual que el gallego), es difícil no respetar estas críticas, sin duda más sólidas que el “nos dan una bicicleta en lugar de una moto”. Lo que cuesta entender, viendo la exultante reacción del PP y Vox, es que la única expresión de esta crítica legítima fuera un voto negativo. Un voto que en la práctica suponía blindar -quien sabe por cuánto tiempo- la Reforma de Rajoy. Con un discurso semejante al de Matute, aunque otorgando más valor a los concretos avances conseguidos, Compromís y Más País justificaron su apoyo crítico a la reforma.

Sea como fuere, el nuevo marco reformista se ha abierto camino. Quedará consolidado en el BOE en un momento áspero, bronco, que las derechas exaltadas querrían aprovechar para un nuevo asalto destituyente. 

Ahora viene la lucha por el derecho y por los derechos. En las empresas, a través de la inspección de trabajo, en los tribunales. Conseguir que lo acordado pase del papel a la práctica. Y que la agenda de cambios no se detenga aquí. Que se siga batallando por mejorar los salarios, por reforzar el contenido garantista del Estatuto de los Trabajadores. Porque es mucho lo que queda por hacer y porque la agresión acometida contra las gentes trabajadoras por el despiadado capitalismo de nuestro tiempo sigue siendo feroz.

Todo esto exige reflexionar con calma sobre el significado de los vítores coléricos del PP y de Vox. Sobre la calculada operación de compra de voluntades perpetrada poco antes. El embate trumpista perpetrado el jueves en el Congreso no será conjurado con la geometría variable. Exige una recomposición decidida de la mayoría de investidura. Una recomposición que parta de una reflexión conjunta, sin autoengaños, de los fallos cometidos por todos. Y exige que la sociedad hable. Que se organice comunitaria y sindicalmente para que lo ganado en el BOE engendre realidades irreversibles. Eso supone asumir que no hay conquista democrática que no suponga conflictos, acuerdos, nuevos conflictos y nuevos acuerdos. No hay más. Solo desde ahí es posible desactivar el ascenso reaccionario de los herederos de Arturo Ui que, a diferencia de la obra de Brecht, no tiene por qué ser imparable.

Ucrania: contra la guerra y por una nueva seguridad global

Las actuales negociaciones constituyen una ocasión única para mostrar que una dirigencia política lúcida y una sociedad civil consciente y movilizada pueden alumbrar unas relaciones internacionales más cooperativas y sensatas

Gerardo Pisarello 3/02/2022 en CTXT

El conflicto entre Estados Unidos, la OTAN y Rusia a propósito de Ucrania no es nuevo. Sí lo es, en cambio, la singular escalada que ha experimentado últimamente, con acusaciones cruzadas de agresión entre unos y otros y con el fantasma de la guerra sobrevolando peligrosamente el horizonte. Nada aconseja trivializar esta situación. Una pequeña chispa, activada indistintamente por Vladimir Putin o Joe Biden, bajo el influjo de los halcones vinculados al negocio de la guerra, podría incendiar Europa y desatar desgracias inconmensurables en los sitios menos pensados. Y no solo eso. Quienes hoy se miran de reojo y se rearman con supuesto afán disuasorio, no empuñan rifles de juguete. Son países altamente militarizados, potencias nucleares capaces de generar catástrofes humanitarias y ecológicas difícilmente reversibles. 

En un escenario así, centrarse en evitar la guerra y en construir desde ya un nuevo orden económico y energético internacional, no imperial, más justo y democrático, dista de ser un ejercicio de buenismo ingenuo. Es la única forma realista de prevenir una devastación planetaria que sería de necios subestimar. 

1- Desafiar a Tucídides.

Se ha evocado mucho en estos días la reflexión que Tucídides dejó escrita en su Guerra del Peloponeso: “la guerra era inevitable, por el ascenso de Atenas y por el miedo que ello generó en Esparta”. Con esta referencia al historiador heleno se ha querido recordar que lo que está en disputa en el teatro de operaciones ucraniano no es un simple conflicto local. Es un enfrentamiento de mayor calado. Una pugna por la hegemonía entre China, potencia ascendente, y los Estados Unidos, potencia en declive, con el Kremlin como aliado cada vez más estrecho de Pekín.

Que esta tensión estructural existe, es indiscutible y define la realidad innegable de un mundo irreversiblemente multipolar. La cuestión es si la llamada “trampa de Tucídides” es una fatalidad destinada a resolverse en nuevas guerras o si alternativas más sensatas y menos suicidas pueden abrirse camino.  

La cuestión es si la llamada “trampa de Tucídides” es una fatalidad destinada a resolverse en nuevas guerras o si alternativas más sensatas

 En el caso de Ucrania, tanto Biden como Putin podrían verse empujados por sus respectivos lobbies militares-empresariales a una salida belicista. Con ello, podrían intentar ganar prestigio temporal ante sus opiniones públicas respectivas.  Sin embargo, también tendrían mucho que perder.

Tras la desastrosa retirada de Estados Unidos de Afganistán, algunos analistas pensaron que Biden podría recluirse internamente, desplegar un programa “rooseveltiano” y asumir, en el plano exterior, políticas de “buena vecindad”. Ni sus adversarios republicanos ni la derecha demócrata vinculada al negocio armamentístico se lo pusieron fácil. Todavía golpeados por el Vietnam afgano, los Estados Unidos no tardaron en anunciar la creación del llamado Aukus, un partenariado militar con Australia y Reino Unido que tenía como propósito contrarrestar la pujanza de China en la región del Índico y el Pacífico. Este partenariado ya presentaba algunas singularidades. De entrada, dejaba fuera a sus aliados de la Unión Europea (UE). Es más, obligaba al Gobierno australiano a romper su compromiso de adquirir submarinos a Francia, sustituyéndolos por submarinos estadounidenses de propulsión nuclear.

Desde entonces, Biden ha aparecido como un presidente desnortado, preso de grupos de poder asociados a la industria militar o a las energías fósiles y acechado por el fantasma de Trump. Todo ello, lejos de alejarlo del belicismo, le ha llevado a reactivarlo en más de una ocasión. Por el momento, el conflicto de Ucrania parece estar sirviéndole para eso: para revivir a una OTAN a la que el propio Emmanuel Macron decretó la “muerte cerebral” ya en 2019 y para mantener, a través de ella, su control sobre Europa, azuzándola contra Rusia.

Todavía golpeados por el Vietnam afgano, los Estados Unidos no tardaron en anunciar la creación del llamado Aukus, un partenariado militar con Australia y Reino Unido que tenía como propósito contrarrestar la pujanza de China en la región del Índico y el Pacífico

Rusia, sin embargo, no es la de la caída del muro. Ha desarrollado un poderío militar y tecnológico de gran envergadura, y no va a dejar de utilizarlo para proteger sus intereses. Convertida en un gran exportador de gas y petróleo, cuenta con una de las reservas de divisas más grandes del mundo. Según Adam Tooze estas oscilarían entre 400.000 y 600.000 millones de dólares, lo cual le daría un margen considerable para contrarrestar los embates de un régimen de sanciones duro similar al de Irán y para jugar sus propias cartas en el mercado energético. Pero como apunta Rafael Poch, tampoco la potencia rusa debe sobreestimarse. A pesar de su fuerza relativa, Rusia carece de la autonomía económica y financiera de los circuitos capitalistas internacionales que ha ido construyendo China. Por otro lado, las propias características autocráticas y oligárquicas del régimen –incubadas ya durante el gobierno “prooccidente” y “liberal” de Boris Yeltsin– han aumentado su fragilidad. Como explica Tooze, el contrato social interno de la era Putin –“ustedes nos proveen y dejan en paz nuestras dádivas sociales al estilo soviético, y nosotros les votaremos sin preocuparnos por sus robos y corruptelas”– se ha ido desgastando en los últimos años. Y a ello deben sumarse los descontentos sociales reales existentes en muchos de los países que rodean a Rusia. Este es el caso de la propia Ucrania, cuyo cambio de régimen en 2014 contó con un fuerte apoyo económico de Washington y Bruselas, pero no hubiera sido posible, como sostiene Poch, sin un genuino movimiento nacional-popular detrás.

Esta compleja realidad admite dos salidas contrapuestas. Una, en uno y otro bando, es la tentación de la guerra, una alternativa altamente inflamable tratándose de potencias nucleares. La otra es desafiar la maldición de Tucídides, abandonar el juego de la gallina militarista y dedicar todos los esfuerzos diplomáticos y económicos a la transición hacia un orden internacional nuevo. Multipolar, más cooperativo, más democrático. Una opción que lejos de ser un ensueño idealista resultaría, en el medio y largo plazo, más beneficiosa y pragmática para todos.     

2- El reto europeo: creerse la “autonomía estratégica” 

Llegados a este punto, la pregunta es si la UE está en condiciones de afrontar este desafío. La respuesta no está clara. La realidad incontestable de un mundo multipolar ha llevado a la UE a reivindicar la necesidad de una mayor “autonomía estratégica” frente a las grandes potencias. Sin embargo, la concreción de esta consigna ha venido condicionada por el control que los Estados Unidos y el Reino Unido, a través de la OTAN, siguen ejerciendo sobre el continente.

Esto se ha visto con bastante claridad en el conflicto ucraniano. La voz más belicista, y la que más histéricamente ha insistido en la inminencia de una invasión rusa de Ucrania, ha sido la del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, seguido quizás por Boris Johnson. Esta actitud contrasta con la del propio presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, a menudo incómodo con el fervor pro escalada en el que está instalado Stoltenberg. Y lo mismo ocurre con países europeos de peso como Alemania, Francia o Italia. Todos ellos se han mostrado renuentes a embarcarse en una estrategia de choque con Rusia que amenazaría su seguridad y su economía. 

La voz más belicista, y la que más histéricamente ha insistido en la inminencia de una invasión rusa de Ucrania, ha sido la del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, seguido quizás por Boris Johnson. 

En las últimas semanas, el canciller Olaf Scholz ha exhibido en más de una ocasión su resistencia a dejarse arrastrar por una espiral de amenazas de sanciones que impliquen cancelar el gasoducto Nord Stream 2, que va de Rusia a Alemania. Macron tampoco ha dejado de mantener contactos diplomáticos con Putin. Y el propio Mario Draghi ha recordado a Biden que el empresariado italiano mantiene estrechas relaciones comerciales con Rusia que no está dispuesto a romper.

Es pronto para saber el desenlace de este juego de cálculos. Pero es evidente que para que Europa tenga una voz creíble en este asunto, es fundamental que la “autonomía estratégica” deje de ser consigna pronunciada con temor para convertirse en una afirmación decidida de una política de seguridad, comercial y energética propia. Esta política no puede basarse en resucitar un proyecto otantista cuyo desprecio por la UE ha llegado a cotas insultantes (como con el famoso “¡que le den a Europa!” de la embajadora estadounidense para asuntos europeos, Victoria Nuland). Tampoco puede construirse contra Rusia y contra China, como pretende Estados Unidos. Por el contrario, si Europa aspira a tener una voz propia, esta debería servir para preservar la paz, apuntalar el derecho internacional y el papel de Naciones Unidas, y favorecer la transición hacia un orden internacional no imperial, más justo y sostenible. 

Obviamente no se trata de un giro sencillo después de décadas de sumisión casi exclusiva al proyecto imperial norteamericano. Pero es imprescindible si Europa pretende salir de la crisis pandémica con un proyecto confiable para su propia ciudadanía.

3- El papel de los países del sur en la gestación de un nuevo modelo de seguridad

Más allá del papel central de Alemania y Francia en el impulso de cualquier proyecto de seguridad renovado, este sería inviable sin el concurso de los países del Sur de Europa. Italia lo ha tenido más o menos claro y Portugal ha evitado sobreactuaciones. Por eso, la decisión de la ministra de Defensa Margarita Robles de tropas al Mar Negro y Bulgaria sin que nadie lo solicitara, apareció como un movimiento desafortunado y poco meditado. De entrada, porque como apuntaba Manel Pérez en las páginas de la La Vanguardia, trajo a la memoria al furor atlantista de José María Aznar durante la invasión de Irak. Ya en aquel entonces, los aparatosos gestos de subordinación a los Estados Unidos acabaron por comprometer temerariamente la propia seguridad española. Pero no solo eso. La decisión de Robles no pareció conmover a un “amigo americano” que difícilmente se prestará para frenar las pretensiones de Marruecos sobre los recursos energéticos del Sahara, sobre todo si eso implica cuestionar la alianza trabada en su momento entre Mohamed VI y Benjamin Netanyahu.

Esta decisión, en realidad, fue desafortunada en dos sentidos. Por un lado, acercó peligrosamente al Gobierno de coalición al “partido de la guerra”, algo que Pablo Casado aplaudió de inmediato. Por otra parte, contrastó con el papel en cierto modo vanguardista de los Gobiernos de Portugal, España e Italia, durante la primera fase de la pandemia. En aquel momento, todos ellos tuvieron un peso decisivo a la hora de empujar a la Europa del norte, con Merkel a la cabeza, a asumir el llamado “momento hamiltoniano”. Esto es, a entender que la crisis que suponía la pandemia obligaba a suspender las reglas austeritarias del Pacto de Estabilidad europeo, a apostar por la mutualización de las deudas y a aprobar transferencias directas a los países más necesitados. 

La decisión de Robles no pareció conmover a un “amigo americano” que difícilmente se prestará para frenar las pretensiones de Marruecos sobre los recursos energéticos del Sahara

Resultaría decepcionante que los mismos países que contribuyeron a que Europa tuviera una respuesta más social y creativa que en la crisis del 2008 se dedicaran ahora a secundar iniciativas caducas, propia de la Guerra de la Fría, y a desempolvar los viejos tambores de la guerra. Por el contrario, lo que se esperaría es que los países del Sur impulsaran una profundización del giro social, acompañándola de la defensa de una Europa comprometida con la paz, con la desescalada y con una transición energética justa.

En el caso de Ucrania, esto obligaría a recuperar algunos principios y propuestas ya presentes en el Acuerdo de Minsk II, firmado en 2015 por Alemania, Francia, Rusia y Ucrania, bajo el auspicio de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OCSE). Su propósito, entonces, fue aliviar la guerra del Donbás. Su puesta al día exigiría, también por parte de los países del sur de Europa, propiciar un acuerdo claro a favor de la distensión, la desnuclearización y la resolución dialogada del conflicto actual. Ello supondría la retirada acordada de las tropas movilizadas en el marco de la escalada y la búsqueda de un estatuto de neutralidad para Ucrania, con plena autonomía para el Donbás y en el marco de una República federal, plurinacional y multiétnica (en una línea parecida, por ejemplo, a los Acuerdos de Viernes Santo firmados en Belfast en 1998 para el caso de Irlanda).   

En un marco como el actual, parece inasumible que se prohíba a Ucrania entrar a la OTAN, como pretende Putin. Pero al estar atravesada por conflictos territoriales, también es muy difícil que sea invitada a sumarse a ella o a la UE. Incluso si la Administración Biden se arriesgara a ello, no es descartable que Alemania y Francia vetaran esa posibilidad. En cambio,  como ha defendido Anatol Lieven en The Nation, un nuevo acuerdo de paz podría incluir un tratado que estableciera la neutralidad de Ucrania para la próxima generación, similar a la del Tratado del Estado austríaco de 1955, pero finalizable o renovable a los 30 años. Un tratado de estas características no sería imprescindible, pero permitiría alejar el principal motivo para la interferencia rusa y para la intimidación de Ucrania. 

En el marco actual, parece inasumible que se prohíba a Ucrania entrar a la OTAN, como pretende Putin. Pero al estar atravesada por conflictos territoriales, también es muy difícil que sea invitada a sumarse a ella o a la UE

Quizás por un aprendizaje histórico, tanto China como Rusia han tendido a desplegar una política exterior más prudente y más abierta a la diplomacia que la norteamericana, por lo que podrían aceptar un acuerdo así. También los Estados Unidos, en realidad. Pero eso dependería de que su propia opinión pública, así como la UE, hablaran con una voz clara y plantaran cara al poderoso lobby que financia el armamentismo. 

Todo esto obligaría a Europa a pensar en grande y a atreverse a imaginar orden internacional no imperial, más cooperativo y pacífico. Es verdad que esto es difícil cuando la pandemia ha suspendido la movilización ciudadana en muchos sentidos. Pero tampoco se partiría de la nada. En el caso de España, esto supondría recuperar muchos de los argumentos pacifistas, antinucleares, ya presentes en las campañas contra la permanencia en la OTAN de 1986. Asimismo, exigiría reeditar el espíritu de las masivas movilizaciones contra la guerra de 2003. Y por supuesto, implicar a los centros de resolución de conflictos y de cultura de paz en la diplomacia internacional, asumiendo las propuestas ecofeministas que vinculan estos objetivos a un nuevo modelo productivo, reproductivo y energético.   

Muchas de estas alternativas han sido planteadas en el “Manifiesto por la paz y para evitar una nueva guerra en Europa”, firmado por Unidas Podemos, En Comú Podem, Alianza Verde, Bildu, BNG, CUP, Más País y CompromísPero sin duda podrían enriquecerse a lo largo de los meses que precederán a la cumbre de la OTAN del próximo mes de junio. 

Esta cita, de hecho, sería una buena oportunidad para plantear la necesidad de otro modelo de seguridad, realista pero desligado de las obsesiones de la Guerra Fría y de una OTAN que no ha dado signos de superar su estado de “muerte cerebral”. Desde luego no es fácil activar un sujeto pacifista movilizado en medio de una pandemia que lo ha trastocado todo. Pero sería dramático que para asumir la necesitad de un cambio hubiera que pasar por el trauma de nuevas guerras. 

Las actuales negociaciones a propósito del conflicto ucraniano constituyen una ocasión para mostrar que una dirigencia política lúcida y una sociedad civil alerta pueden alumbrar unas relaciones internacionales más cooperativas y sensatas, sin que una gran catástrofe bélica actúe como catalizador para ello. 

Seguramente, esto obligaría a denunciar la corrupción y la opacidad que rodea a los negocios de la guerra, reivindicando la valiente tarea llevada adelante por gente como Julian Assange. Como contrapartida, a quien más beneficiaría un modelo de seguridad alternativo sería a las poblaciones de Ucrania, Europa, China, Rusia, Estados Unidos y del mundo entero, que en estos tiempos convulsos podrían constatar lo obvio: que la paz sigue siendo el único camino.

Entrevista de Ángel Pasero para Radio Rebelde Republicana

En «Abrimos un libro», espacio de entrevistas de Ángel Pasero en Radio Rebelde Republicana, con el apoyo de Unidad Cívica por la República (UCR), hemos conversado sobre mi libro «Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica.»

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