Plurilingüismo en el Congreso: ¡el momento es ahora, Sepharad!

El ilusionante cambio no puede darse por descontado. Exige compromiso y presión por parte de quienes aspiramos a una investidura plurinacional, progresista, feminista y republicana

Gerardo Pisarello 27/08/2023 CTXT

Hay palabras que llegan de imprevisto y deshacen nudos como piedras, retiran mordazas y alientan cambios que parecían imposibles. Así sonaron las que pronunció la presidenta del Congreso, Francina Armengol, en la sesión constitutiva de la Cámara del pasado 17 de agosto. Irrumpieron de pronto, sin que nadie las esperara, tras una emotiva evocación de La pell de brau, el poemario que convirtió a Salvador Espriu en una referencia de la lucha antifranquista. 

“Quiero manifestar mi compromiso con el catalán, el euskera, el gallego y la riqueza lingüística que suponen, y quiero anunciarles que esta presidencia permitirá el uso de estas lenguas en el Congreso desde esta sesión constitutiva”. Así de rotundo, así de claro. Ni durante la Primera República, ni durante la Segunda, ni después de la Transición, la tercera autoridad del Estado había defendido el pluralismo lingüístico con convicción semejante.  

La densidad histórica de las palabras

Desde luego, ese compromiso inédito con las hablas peninsulares pedía concreciones y anunciaba también resistencias. En ningún caso, sin embargo, se trataba de flatus vocis, de palabras destinadas a desvanecerse o a quedar en mero artificio retórico. Por el contrario, si pudieron ser pronunciadas fue porque encarnaban una fuerza de siglos. La de millones de mujeres y hombres que a través del tiempo lucharon con orgullo por conservar y enriquecer esas voces propias, que fueron a la vez la de sus hijos o sus madres. Esa fuerza, nacida del fondo de la historia, no emergió por casualidad en uno de los congresos más plurinacionales y plurilingües de la historia reciente. Y tampoco fue por azar que tuvo como intérprete a una mujer, mallorquina, que como presidenta del Gobierno de Baleares había hecho de la defensa de la memoria democrática una política pública irrenunciable.

En la primera reunión de la Mesa, el PP apuntó directamente contra la legalidad de la decisión y exigió que se congelara todo

Naturalmente, semejante desafío no podía quedar sin respuesta. Aquel 17 de agosto, sin embargo, los reticentes de siempre estaban desconcertados. Divididas las derechas, torcieron el gesto, pero sin aspavientos excesivos, como si intuyeran que enfrente tenían a una exigencia de los tiempos, y por ello, difícil de parar.

En la primera reunión de la nueva Mesa del Congreso, ya repuesto, el PP mostró su lado más recio. Apuntó directamente contra la legalidad de la decisión y exigió que se congelara todo. En otras ocasiones, esa simple invocación paralizadora hubiera bastado para desactivar el anuncio y restaurar el status quo de siemprePero no esta vez. El pacto que había posibilitado la nueva composición de la Mesa había dejado fuera a Vox, que no estaba allí para socorrerlo. El PSOE no secundaba sus argumentos, como había ocurrido tantas veces en la legislatura anterior. Sumado a ello, el propio PP comparecía en el debate con un candidato a la presidencia del Gobierno de Ourense, que hizo gran parte de su carrera política en gallego, sin que nadie en su partido lo considerara la ‘anti-España’ por ello. 

Una reforma reglamentaria impostergable

Tras este fallido movimiento restaurador, que hubiera implicado desactivar toda la potencia del anuncio del 17 de agosto, la presidenta del Congreso propuso otro camino.  Escuchar a los grupos parlamentarios y a partir de allí plantear una propuesta jurídicamente sólida que pueda aplicarse en el próximo pleno, probablemente el que deberá debatir la investidura de Alberto Nuñez Feijóo. 

Si se atiene a lo ocurrido en estos últimos años, lo lógico sería que de estas rondas de consultas surja lo que ha sido un clamor compartido por un amplio espectro de fuerzas políticas: la necesidad de reforma del Reglamento del Congreso. Esta reforma no se produciría en el vacío. Tendría como antecedente las que ya se produjeron en el Senado en 1994 y 2005. Fueron aquellas iniciativas, en efecto, las que abrieron camino en la dirección de lo que ahora se pretende: normalizar el uso del euskera, el gallego y el catalán, en escritos y debates parlamentarios. 

Curiosamente, estas reformas, que incluían la posibilidad de utilizar las lenguas cooficiales en algunas intervenciones y escritos parlamentarios, tuvieron el apoyo del PP. Es más, en algún caso no solo las apoyó, sino que llegó a quejarse de su insuficiencia. “Aspirábamos a más”, sostuvo en 2005 el senador gallego Víctor Manuel Vázquez Portomeñe. Y no se quedó allí: prometió ir más lejos si había cambios futuros y acabó invocando, para justiciar su moderación, las célebres palabras de Confucio: “Más vale encender una humilde vela que maldecir la oscuridad”.

Aquella reforma echó por tierra muchos tabúes. De entrada, corroboró lo que hoy se acepta con naturalidad en la Unión Europa, en países como Suiza, Bélgica o Canadá, o en parlamentos como el de la Comunidad Autónoma Vasca: que es perfectamente posible, sin riesgo de trauma psicológico ni gran dispendio económico, entenderse y debatir en diferentes lenguas, mediante sistemas de traducción previa o simultánea. Y que negarse a ello con el argumento de la humillación del pinganillo, es más un signo de inseguridad que de confianza en la vitalidad de la propia lengua. 

Precisamente porque los antecedentes del Senado y del derecho comparado son numerosos y funcionan, la reforma del reglamento del Congreso resulta una iniciativa impostergable. El último intento de llevarla adelante tuvo lugar en junio de 2022. Con la firma de ERC, PNV, JXCat, PDeCAT, la CUP y el BNG, la iniciativa ya planteaba la posibilidad de la traducción simultánea de estas lenguas en las intervenciones en comisiones y de plenos. 

Por primera vez en la historia, la propuesta contó con el apoyo decidido de partidos con presencia en el ejecutivo. Este fue el caso del grupo confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, cuyos diputados subieron a la tribuna a defender la iniciativa. En ese entonces, no obstante, se toparon con la oposición de un PSOE demasiado temeroso y condicionado tanto por el PP como por Vox. 

En una sesión memorable por su significado, el diputado sabadellense de En Comú Podem, Joan Mena, afeó al PSOE su posición y le recordó que el problema no lo tenían “los hablantes de las lenguas oficiales” sino “aquellos que no son capaces de aceptar y de sentirse orgullosos de una realidad que nos enriquece y mucho como país”.

El PP intentó apuntarse a una eventual reforma del Reglamento del Congreso, pero no para avanzar en el cambio, sino para frenarlo

Tras las elecciones del 23 de julio de este año, el escenario para la reforma se ha vuelto mucho más propicio. Primero, porque el voto que hoy permitiría a Pedro Sánchez hacerse con la presidencia del Gobierno es un voto con un fuerte componente antifascista, contrario a las retiradas de revistas en catalán de las bibliotecas públicas y, más en general, a los ataques a las lenguas cooficiales perpetrados por los gobiernos pactados entre el PP y Vox. 

Una de las primeras en reaccionar contra estas medidas de tintes neofranquistas fue la propia vicepresidenta en funciones y líder de Sumar, Yolanda Díaz. Durante la campaña electoral, Díaz defendió la necesidad de una ley de uso y enseñanzas de lenguas oficiales y minorizadas. El 2 de agosto, por su parte, también anunció que impulsaría una reforma del Reglamento para blindar jurídicamente la diversidad lingüística en el Congreso. 

Las exigencias en materia lingüística por parte de ERC y Junts como condición para aprobar la constitución de la nueva Mesa y una eventual investidura futura hicieron el resto. El propio PSOE accedió a cambiar su posición en la materia, propuso a una federalista genuina como Armengol como nueva presidenta del Congreso y luego respaldó su anuncio histórico de un cambio inmediato en el uso del euskera, del catalán y del gallego, en los plenos de la Cámara. 

La estrategia contrarreformista 

Todavía en estado de shock, el PP intentó, en la primera reunión de la nueva Mesa, apuntarse a una eventual reforma del Reglamento del Congreso, pero no para avanzar en el cambio, sino para frenarlo. Sus representantes, en efecto, fueron los primeros en exigir “que todo quede congelado” mientras la reforma no se acometiera y mientras no hubiera informes jurídicos. 

Esta actitud no solo buscaba desplegar una táctica dilatoria que desnaturalizara el mandato nítido de la presidencia de la Cámara del 17 de agosto. También desconocía que los propios diputados y diputadas, como representantes de la voluntad popular, son los primeros obligados a cumplir el principio constitucional que manda proteger las lenguas de toda la ciudadanía y de “los pueblos de España”. 

La presidenta del Congreso cuenta con instrumentos jurídicos y con mayorías de apoyo suficientes para que el plurilingüismo gane peso 

De existir acuerdo entre las fuerzas partidarias de este avance en materia de plurilingüismo, el cambio sería imparable. Primero, porque la tramitación de una reforma que blinde jurídicamente la diversidad lingüística, bien podría realizarse en lectura única, como prevé el artículo 150 del Reglamento. Segundo, porque incluso sin ese trámite, la presidenta podría comenzar a flexibilizar el uso de las lenguas amparándose en el artículo 32, que la faculta a dirigir los debates, mantener el orden en los mismos e interpretar el propio Reglamento en los casos de duda.

También aquí existen antecedentes. Ya en 2005, el entonces presidente del Congreso, Manuel Marín, del PSOE, aprobó una Resolución con el visto bueno de la Mesa y de la Junta de Portavoces con el objetivo de flexibilizar el uso de las lenguas mediante la autotraducción al castellano a cargo de los propios intervinientes. Incluso en la última legislatura, con Meritxell Batet de presidenta, se utilizaron fórmulas similares sin que nadie sintiera que se le privaba por ello del derecho a entender lo que se estaba debatiendo. Durante el debate de la proposición de reforma reglamentaria de 2022, el diputado Ferran Bel, del PDeCAT, realizó toda su intervención en catalán, autotraduciéndose al castellano. Lo mismo hizo, en euskera, Mertxe Aizpurua, portavoz de EH Bildu. Y no solo eso: algunos diputados de Unidas Podemos, como Pablo Echenique o Sofía Castañón, pronunciaron alocuciones breves en las que utilizaron otras modalidades lingüísticas reconocidas en sus territorios como el aragonés o el bable. 

Es verdad que durante aquella sesión la presidencia acabó llamando al orden a las diputadas y diputados Montse Bassa, de ERC, Míriam Nogueras, de Junts, Albert Botran, de la CUP, y Néstor Rego, del BNG, por su insistencia en hablar solo en catalán o gallego. Pero en aquel caso, la decisión de no autotraducirse no era un simple capricho. Era una forma deliberada de protestar contra la oposición del PSOE a tramitar una propuesta que ya se había abierto paso parcialmente en el Senado.

Avanzar, indesinenter

Sea como fuere, estos antecedentes muestran que, con la actual legalidad en la mano, la presidenta del Congreso cuenta con instrumentos jurídicos y con mayorías de apoyo suficientes para que el plurilingüismo gane peso ya en los plenos del 26 y 27 de septiembre, cuando se debata la investidura de Feijóo.

Podría ocurrir, desde luego, que ese debate tuviera lugar sin que los sistemas de traducción necesarios estuvieran listos. En ese caso, no sería imposible acordar con los grupos un margen suficiente de flexibilidad para que, junto al castellano, las lenguas de Rosalía de Castro, de Gabriel Aresti, de Montserrat Roig y de Ovidi Montllor, resuenen en el hemiciclo con la fuerza y la dignidad que merecen. Los diputados y diputadas que las utilizaran deberían, seguramente, autolimitarse para que sus intervenciones resultaran comprensibles para todos y permitieran el debate. Pero esta autolimitación, a diferencia de otros momentos, no implicaría renuncia ni apuntalamiento del status quo. Sería un pequeño primer paso hacia una reforma más profunda, previamente pactada, que blinde de una vez el uso normalizado en el Congreso de las lenguas peninsulares, para orgullo de todos, incluidas las personas castellanoparlantes. 

El mundo advertiría el simbolismo de un reconocimiento jurídico de la pluralidad lingüística interna, nada menos que en el Congreso

El efecto de un cambio de esta naturaleza sería enorme, internamente y desde el punto de vista internacional. Hacia adentro, porque ayudaría a que las propias lenguas peninsulares se conozcan mejor entre ellas, algo que hoy por desgracia ocurre poco. También serviría para que se asuma que el propio castellano que se habla en el Congreso bien puede sonar a la manera andaluza, canaria o argentina, como es mi caso, o a la manera saharaui de nuestra compañera Tesh Sidi. El efecto hacia afuera no sería menor. Porque el mundo entero advertiría el simbolismo de un reconocimiento jurídico y práctico de la pluralidad lingüística interna, nada menos que en el Congreso de los Diputados. Dicho reconocimiento nos permitiría acercarnos mejor a Portugal, a América Latina o, incluso, a África. Y sobre todo, lanzaría un mensaje claro a Europa sobre la necesidad de que las lenguas que ya se escuchan o leen con naturalidad en las instituciones estatales, se escuchen y se lean de modo similar en Bruselas o Estrasburgo. 

Nada de esto, obviamente, implica desconocer las férreas inercias uniformistas de la historia más reciente y de la más lejana. Precisamente por eso, el ilusionante cambio anunciado en la sesión constitutiva del Congreso el pasado 17 de agosto no puede darse por descontado. Exige compromiso y presión por parte de quienes aspiramos a una investidura lo más plurinacional, lo más progresista, lo más feminista y lo más republicana posible. El mismo Salvador Espriu, que llamaba a construir ponts de diàleg entre los hijos e hijas de Sepharad, sabía que eso no se podía conseguir, como también dijo en un poema, sin perseguir la libertad propia y de los demás indesinenter, adverbio latino que quiere decir “sin pausa, incesantemente”. 

De eso se sigue tratando en esta difícil coyuntura que nos toca vivir. De perseverar, sin descanso, en la defensa de libertades y derechos que nos ayuden, justamente, a hablar, falarhitz egin, a parlar. Y de aprovechar esta grieta que se ha abierto para recordar a Sepharad que no hay tiempo que perder, que el momento es ahora.

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“La tradición republicana ha sido deliberadamente silenciada por la propaganda del juancarlismo”

Por Sebastiaan Faber en CTXT 20/03/2023

En una de las cuatro esquinas del Parque Víctor Hugo en La Habana, Cuba –justo donde la calle H cruza la 21, a una cuadra de la avenida de los Presidentes–, se encuentra un monumento a Francesc Pi y Margall, el hijo de un tejedor de velos barcelonés que en 1873 llegó a ser presidente de la Primera República Española. La estructura es modesta: un busto de bronce montado sobre dos bloques de piedra de menos de dos metros de altura. Una placa reproduce una cita en que el gran teórico federalista expresa su deseo de vivir lo bastante como para ver a Cuba “libre e independiente”.

En Madrid, en cambio, Pi y Margall no cuenta con ningún monumento, aunque fue allí donde gobernó y donde murió, en 1901, a los 77 años. En su Barcelona natal no tuvo mucha más suerte. Los primeros intentos por homenajearle en el espacio público datan de 1915; pero surgieron dificultades y el monumento en su honor, la República de Josep Viladomat, no se inauguró hasta 21 años después, en abril de 1936, en vísperas de la guerra. La estatua, un desnudo femenino a cuyo pie se encontraba un medallón con un retrato de Pi y Margall, sobrevivió a los bombardeos, pero fue retirada por las autoridades franquistas a dos semanas de declarar la victoria. Se volvió a instalar definitivamente en 1990, con el medallón incluido, en la plaza de Llucmajor en Nou Barris, que en 2016 fue rebautizada como plaza de la República.

No es nada casual que la memoria de la primera experiencia republicana esté más presente en ultramar que en la propia España, mantiene Gerardo Pisarello, diputado por En Comú Podem. “Cuando se evoca la palabra ‘república’, la memoria y los afectos se dirigen casi indefectiblemente al 14 de abril de 1931”, escribe en La República inesperada, el libro que acaba de publicar en Escritos Contextatarios. “Casi nunca ocurre lo mismo con la Primera República (…). Es más, escribir sobre ella, a un siglo y medio de su proclamación, exige un arduo trabajo previo, similar al de quien debe remover una pesada losa de la entrada de una habitación para que la luz pueda penetrar en ella”. 

La República inesperada nos sumerge en una detallada narración de los convulsos seis años que van desde la Revolución Gloriosa (1868) a la restauración de la monarquía (1874). De paso, Pisarello rescata a figuras clave del periodo, no solo Pi y Margall, sino también republicanos federales como Ramón Xaudaró o Valentí Almirall y activistas pioneras como Modesta Peirú (atea y feminista de Zaragoza), Isabel Vilà i Pujol (líder sindicalista catalana) o la anarquista canaria Guillermina Rojas, quien en un célebre discurso de octubre de 1871 llegó a defender el derecho de las mujeres al amor libre.

En su libro, Pisarello avanza cuatro argumentos principales. Para empezar, subraya que, por más que el nacimiento de la Primera República fuera inesperado –se proclamó el 11 de febrero de 1873, un día después de la sorpresiva abdicación de Amadeo de Saboya, el rey “importado” de Italia para sustituir a la dinastía borbónica– fue el producto de muchos años de trabajo teórico y organizativo a ras de suelo. 

Segundo, explica que los años entre la Gloriosa y la Restauración estuvieron marcados por dos importantes tensiones internas en el movimiento republicano. Por un lado, los republicanos moderados, partidarios de una descentralización limitada y de pactar con los sectores más conservadores, se enfrentaban con los republicanos más audaces en lo social, para quienes España –o Iberia– solo podía constituirse federal o confederalmente a partir de la libre asociación de municipios y regiones. Por otro lado, ya durante la República, hubo una tensión entre dirigentes federalistas como Pi y Margall, que buscaba ganar tiempo para neutralizar a los sectores reaccionarios y conseguir que el nuevo régimen se estabilizara mediante una nueva Constitución, y el movimiento cantonal, popular, ansioso por realizar las grandes expectativas sociales que había despertado la proclamación republicana. 

El tercer argumento de Pisarello es que el sexenio democrático de 1868-74 dejó un legado político y social nada despreciable: “Consolidó el sufragio universal masculino y apuntaló el municipalismo como fuerza de cambio; impulsó el asociacionismo obrero y la abolición de las odiadas quintas y del reclutamiento para guerras coloniales; favoreció las ocupaciones de tierras concentradas por parte del campesinado hambriento y propició la eliminación de los impuestos al consumo”. 

Finalmente, afirma que el olvido en que ha caído este interesantísimo capítulo de la historia española –que se suele descartar como un episodio intrascendente marcado por el caos y el fracaso– es no solo injusto sino nocivo. “Lanzar a la papelera de la historia la esperanza de cambio que la República de 1873 encarnó –escribe– es borrar de la memoria las luchas populares que la hicieron posible y blindar en el presente los privilegios que su llegada cuestionó con fuerza innegable”.

Pisarello (Tucumán, Argentina, 1970) es doctor por la Universidad Complutense y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. Entre 2015 y 2019 fue primer teniente en la alcaldía de Ada Colau (que firma el prólogo al libro). Hoy, además de diputado, es secretario primero de la Mesa del Congreso. Hablamos a mediados de marzo.

Usted es jurista, activista, intelectual público y, desde hace cuatro años, diputado a Cortes. ¿Cuál es el Gerardo Pisarello que nos habla en este libro?

Es una mezcla de todos ellos. Es un nieto de republicanos andaluces que tuvieron que marchar exiliados a Argentina. Es el padre de dos jóvenes republicanos catalanes que pertenecen a esa nueva generación que no entiende ni la monarquía ni los privilegios obsoletos que giran alrededor de su corte. Pero, sobre todo, es un ciudadano convencido de que el republicanismo democrático puede ser la casa común de diferentes tradiciones emancipatorias peninsulares, socialistas, comunistas, libertarias –socialcristianas, incluso–, imprescindibles para que la democracia no quede reducida a un régimen oligárquico con libertades siempre amenazadas. 

¿Cuál es el valor de esa memoria hoy?

Las tradiciones republicanas peninsulares no solo son riquísimas y muy plurales, sino que albergan las grandes tareas democratizadoras que tenemos por delante. En el fondo, he escrito un ensayo que intenta emular a esos republicanos y republicanas del siglo XIX que entendían que el cambio social, además de movilización, exigía pedagogía. Eso es lo que hacían en su tiempo Fernando Garrido, Terradas, el propio Pi y Margall, y muchos otros republicanos que combinaban el activismo político con la publicación incesante de ensayos, obras de teatro, o artículos de periódico con un objetivo claro: mostrar a la monarquía como el tapón de un régimen oligárquico corrupto, rentista, represivo y centralizador, que vivía a costa de los sectores populares y frenaba cualquier proceso de modernización. Entre nosotros, esa tradición republicana ha sido deliberadamente silenciada por la propaganda del “juancarlismo” y por el mito de una monarquía supuestamente parlamentaria, pero hoy las cosas están cambiando.

En un país donde los historiadores profesionales han querido hacer valer cierto monopolio con respecto a los relatos sobre el pasado, escribir un libro así sin ser historiador puede verse como un acto de atrevimiento.

Mi intención no ha sido escribir un libro académico sino un ensayo histórico que pretende no solo explicar el pasado sino mover a la acción. En un tema como el republicanismo, caminamos sobre hombros de gigantes. Mi deuda con historiadores consolidados como Ángel Duarte, Pere Gabriel, Florencia Peyrou, es enorme. Y también con una generación de jóvenes brillantes y críticos, muchos de ellos discípulos de mi amigo Xavier Domènech, nucleados alrededor de revistas políticas como Sin Permiso o Debats pel demà. 

Franco sabía que en aquellas revueltas populares estaban todas las claves de las resistencias y de las posibilidades de democratización

Además de reconocer su deuda con los historiadores que menciona, también tengo la impresión de que este libro está escrito en contra de otras escuelas historiográficas.

Puede ser. Por ejemplo, hay un historiador del Derecho al que admiro como jurista, Alejandro Nieto, que acaba de publicar un libro sobre la Primera República. Es muy exhaustivo en el estudio de las fuentes, pero se inscribe en una mirada escéptica que no hace honor, en mi opinión, al impulso desde abajo que la República generó y a las vías de democratización que abrió. En ese sentido, concuerdo más con el gran maestro de historiadores, Josep Fontana, cuando recordaba que no era casual que Franco abominara del siglo XIX ¿Por qué? Porque sabía que en aquellas revueltas populares –en aquellas utopías democráticas como fue la de 1873– estaban todas las claves de las resistencias y de las posibilidades de democratización política, económica, territorial, del presente.

Hablando de franquismo, en el libro nota usted que la izquierda no es la única que rescata la memoria republicana.

Bueno, cada vez que alguien le recuerda a Isabel Díaz Ayuso que está convirtiendo Madrid en un paraíso fiscal que concentra riqueza y maltrata a sus ciudadanos, ella intenta descalificar a sus críticos acusándolos de querer ¡una república federal y laica! Y Pablo Casado hacía lo mismo. Más de una vez lo vi subir a la tribuna del Congreso para advertir de que con el nuevo Gobierno volvían ¡los cantonalistas! (Risas.) Esa evocación del fantasma de la Primera República de parte de la derecha es muy consciente. Pero también significa que no está desactivado del todo, que no ha perdido su potencial transformador. Curiosamente, muchos historiadores que hoy forman parte del panteón –Antonio Elorza, el último Álvarez Junco– tienen trabajos de los años setenta que muestran esa potencialidad, aunque ellos mismos experimentaron luego un cierto repliegue conservador. 

Sí, porque como diría el clásico, ayudan a comprender la realidad, pero no tanto a transformarla. Mi libro intenta polemizar a dos bandas. Por un lado, con quienes intentan que en su lectura del republicanismo pasado no se detecte ninguna crítica de la restauración borbónica actual. Por otra, con los Pío Moa de turno, muy activos en la divulgación reaccionaria de la historia hispana, desde la Conquista en adelante, y feroces adversarios de todo lo que el republicanismo democrático supuso. 

Ninguna de las grandes conquistas en materia de derechos civiles, de vivienda, de salarios dignos, se consigue sin la movilización ciudadana

En un discurso reciente, Álvarez Junco asociaba lo que usted llama “repliegue conservador” con la seriedad y la madurez, descartando ese enfoque anterior en lo popular como una mistificación juvenil marxista que afectó a muchos de esa generación. También advierte contra la tentación de atribuir a cualquier pasado un significado que trascienda su contexto histórico inmediato. La idea central de usted, en cambio, no solo es que los hechos de hace 150 años aún nos pueden decir algo, sino que también nos pueden inspirar las esperanzas y hasta los sueños de entonces, aunque no acabaran realizándose en hechos. O sea, la suya es una perspectiva bastante menos positivista, más inspirada en Walter Benjamin.

Pues a mí la “inmadurez” del joven Álvarez Junco que a inicios de los años setenta se preocupaba con pasión por el impacto de la Comuna de París en España me parece más inspiradora que el discurso en la UNED al que te refieres. Claro que hay tentaciones que deben evitarse: el presentismo, las lecturas teleológicas, que el afán militante se imponga al rigor. Pero dicho esto, yo soy de la escuela de Fontana y de Benjamin. Creo en el imperativo ético de pasar el cepillo a contrapelo de la historia para que puedan emerger pasados invisibilizados y ocultados, los de las gentes de abajo, los de los pueblos colonizados, los de las mujeres. En ese sentido, diría que el trabajo de historiadoras como Florencia Peyrou o Gloria Espigado, al rescatar a activistas republicanas del siglo XIX como Modesta Peirú o Guillermina Rojas, captan el pasado con más rigor y cuestionan el presente con mayor pasión que muchos historiadores maduros en los que esta perspectiva está directamente ausente. De la misma manera que en el presente somos conscientes de que ninguna de las grandes conquistas en materia de derechos civiles, de vivienda, de salarios dignos, se consigue sin la movilización ciudadana, tenemos que ser capaces de hacer emerger a quienes en el pasado se plantearon ese tipo de batallas. Para la historia del republicanismo en España, esto significa no invisibilizar la enorme cantidad de instituciones autoorganizadas –sindicatos, cooperativas, teatros, grupos de ayuda mutua, bibliotecas populares, asociaciones laicas, clubes científicos, etcétera– sin las cuales no se explicarían muchos avances democráticos de los que disfrutamos hoy. 

Hablando de actores invisibilizados, usted resalta el papel que tuvieron algunos republicanos latinoamericanos como teóricos y activistas. ¿Cree que los tabúes de la España postfranquista con respeto al pasado republicano también ayudan a explicar la relación neurótica y los puntos ciegos en la relación del país con Latinoamérica?

Creo que sí. Un poco en broma, un poco en serio, me gusta decir que no solo soy un diputado de Barcelona, sino que también me considero un diputado de Ultramar, como los que había en las Cortes de Cádiz de 1810. Soy consciente de que, así como muchos de los problemas de España como proyecto político comienzan en 1492, con la conquista de América, allí también arranca una larga tradición republicana, con personajes como Bartolomé de las Casas, que formula una impugnación republicana de los abusos de la monarquía imperial. Ese tipo de crítica, por otro lado, inspiró a otras voces como la de Felipe Guamán Poma de Ayala, un descendiente incaico que estudió a Las Casas para desarrollar un republicanismo mestizo desde el otro lado del océano. Guamán Poma demostró que los intereses de los pueblos originarios en América, que pretendían preservar sus tierras comunales, eran los mismos que tenían los campesinos y los comuneros castellanos. Y que se enfrentaban al mismo enemigo. 

Explica usted que la invención del concepto del liberalismo durante la guerra napoleónica corta esa conexión latinoamericana.

Muchos de los liberales españoles en Cádiz, incluso los más avanzados, acusaban de “republicanos” y “federales” a los diputados de Ultramar que exigían un trato de igual a igual. Pienso en alguien como Dionisio Inca Yupanqui, un diputado por el Virreinato del Perú, que pronunció un famoso discurso dirigido a Fernando VII en el que le decía que un pueblo que oprime a otros pueblos no puede ser nunca un pueblo libre. Pero también hubo momentos en que los republicanismos de ambos lados del océano se cruzaron. El republicanismo de los jacobinos negros de Haití pedía que perecieran las colonias y no los principios, como Robespierre. Al levantarse contra el absolutismo de Fernando VII y en defensa de la libertad de sus pueblos, Riego, desde España, y Bolívar y San Martín, desde América, luchaban por una causa común. Y cuando se proclama la Primera República pasa algo similar. El joven José Martí, hijo de valencianos, está por Madrid y saluda a la Primera República en la medida que la ve vinculada a ese republicanismo democrático que está ascendiendo del otro lado del océano. Si te fijas, los que entonces reaccionaron ofendidos se parecen mucho a los que se indignan cada vez que desde América Latina se levanta una voz que no es una voz subordinada, sea la del presidente de México, pidiendo a Felipe VI que se disculpe por los crímenes coloniales, o la de la vicepresidenta colombiana Francia Márquez, reclamando una relación entre iguales. En ese sentido, recuperar la memoria de la Primera República y recordar al partido colonial, esclavista, que se levantó en su contra, nos obliga a repensar nuestra relación con Latinoamérica y con África.

Lo llamativo de la Constitución del 78 es, precisamente, que el único momento en el que habla de federación es para prohibirla

A pesar de que la Constitución de 1978 se diseñó contrala tradición republicana, usted, como jurista, ¿percibe alguna huella del ideario federalista de Pi y Margall o de Almirall en el diseño del Estado de las Autonomías?

Bueno, lo llamativo de la Constitución del 78 es, precisamente, que el único momento en el que habla de federación es para prohibirla. Se prevé una cierta descentralización de arriba hacia abajo, pero siempre bajo el control estricto del poder central. Eso tiene muy poco que ver con lo que pensaba gente como Almirall o como Pi y Margall. Pi tenía muy claro que el centralismo borbónico era un problema y que la fuerza democratizadora debía venir desde abajo, de lo que habían sido los viejos reinos y las tradiciones juntistas y municipalistas. El federalismo de Pi es un federalismo pactista, de libre adhesión. Implicaba pactos que comenzaban en los municipios, las regiones y los pueblos, que tenían que acordar libremente entre sí una idea de país que fuera el producto de esos pactos y acuerdos. De hecho, en 1869 se producen pactos de ese tipo en toda la península.

Ese federalismo no reaparece, precisamente, en los años de la Segunda República.

Qué va. En 1931, a pesar de que muchos diputados se declaraban federales, lo que se aprueba es el Estado integral, no un Estado federal. Hubo proclamas federales y confederales como las del siglo XIX, comenzando por la catalana, pero la idea de una posible federación plural, con un contenido socialmente avanzado y construida desde abajo produce temor.

Hay que pensar un republicanismo iberoamericano no colonial, social, entre iguales

Un temor que persiste en 1978.

Claro, porque los fantasmas se vuelven a despertar: vuelven a aparecer propuestas republicanas federales y confederales en el debate constituyente. En el propio Partido Socialista hay gente como Anselmo Carretero, un federalista leonés que en el exilio mexicano ha desarrollado la idea de nación de naciones. Al final la Constitución reconoce el derecho a la autonomía de regiones y nacionalidades. Pero la obsesión del famoso artículo dos es “la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Esa fórmula, por cierto, vino redactada desde Capitanía General, y la podría haber suscrito Pavía, que fue quien dio el golpe contra la Primera República. 

Hoy, esa tensión sigue sin resolverse.

Hoy tenemos a los herederos de Franco y de Pavía defendiendo al rey y pidiendo al mismo tiempo un regreso a posiciones preconstitucionales. Y tenemos a Díaz Ayuso planteando para Madrid un proyecto neoliberal casi separatista. Y del otro lado, el mundo rural vaciado y devastado, estatutos de autonomía inaplicados, y una ausencia clamorosa de debate sobre el futuro social y territorial. Frente a eso, las tradiciones municipalistas, federales y confederales de la Primera República, tienen mucho que decirnos. Hay que volver a leer a Pi, a Garrido, hay que escuchar más a iberistas como Ian Gibson. Y frente al nuevo partido de los encomenderos, hay que pensar un republicanismo iberoamericano no colonial, social, entre iguales. 

La monarquía de Isabel de Borbón parecía inconmovible. Y cayó. También la de su nieto, Alfonso XIII

¿Cómo ve, en términos prácticos, el camino hacia la Tercera República? Las primeras dos no surgieron en momentos muy propicios, históricamente hablando. ¿Qué se puede hacer para que a la tercera vaya la vencida?

La Primera y la Segunda fueron repúblicas inesperadas. Pero esto no quiere decir que no se hubiera trabajado, y mucho, para hacerlas posibles: cooperativas, iniciativas sindicales, revistas, periódicos, ateneos… Y sigue siendo así. Se trata de crear y reforzar instituciones de autoorganización republicanas en la sociedad civil y, en la medida de lo posible, en las propias instituciones. Eso, hoy, significa cuestionar al poder concentrado, en la economía, en los medios de comunicación, y movilizarse en defensa de los bienes públicos, de ingresos dignos, de los derechos de las mujeres, de las personas migrantes. Hay que construir el republicanismo del día a día, de las conquistas concretas, sin renunciar a nuevos horizontes republicanos. ¿De qué depende que esos horizontes se abran? No lo sabemos. No hay una fórmula preestablecida. La monarquía de Isabel de Borbón parecía inconmovible. Y cayó. También la de su nieto, Alfonso XIII. Si ocurrió en el pasado, nada indica que no pueda volver a pasar. 

El discurso militarista del rey

Que Felipe VI se sienta especialmente cómodo con su intervención del 6 de enero solo viene a corroborar el ligamen que ha existido entre la monarquía borbónica, el militarismo y el negocio de armas

Gerardo Pisarello 8/01/2023 para CTXT

Todas las restauraciones borbónicas en España se originaron en un golpe de Estado militar. Ocurrió con Fernando VII, tras abandonar el exilio de lujo que le concedió Napoleón. Ocurrió con Alfonso XII, tras el pronunciamiento de Martínez Campos. Y pasó con la última restauración monárquica, hija del golpe franquista. En parte por eso, en parte porque ha formado parte de los negocios del Estado, el vínculo de la monarquía con el militarismo ha sido estrecho. Han sido muchos los borbones que para afirmar su utilidad se han esforzado en aparecer como reyes-soldados. Como monarcas situados al frente de las fuerzas armadas para garantizar un cierto orden por encima incluso del poder civil. El discurso de Felipe VI durante la Pascua Militar no se puede entender al margen de este contexto.

Para aparecer como el rey-soldado por excelencia, Alfonso XII se esforzó en intervenir en las últimas escaramuzas con el carlismo. Su hijo, Alfonso XIII, decidió directamente apoyar un golpe de Estado militar, el de Miguel Primo de Rivera. Luego se involucró personalmente en la guerra colonial en el Rif, aunque su intervención acabó en el Desastre de Annual, con miles de muertos.

Tras la muerte de Franco, fue Juan Carlos I quien se afanó en buscar su momento para afirmarse como rey-soldado

Tras la muerte de Franco, fue Juan Carlos I quien se empleó en afirmarse, también él, como rey-soldado. Lo hizo en parte cuando se negó a jurar la Constitución, para mostrar que su legitimidad le venía del régimen militar y de su vinculación a “la dinastía histórica”. Y lo consiguió, muerto ya el dictador, el 23 de febrero de 1981. Como reconocen exmiembros de los servicios de inteligencia en el reciente documental Salvar al rey, de HBO, durante esas jornadas el monarca pudo desempeñar un doble papel. Oficiar como “motor inicial del golpe”, con el objetivo de marcar ciertos límites a la democracia que se estaba desplegando luego de la transición. Y ejercer, luego, como el rey-soldado capaz de reorientar ese golpe hacia una variante menos drástica a la programada, pero igualmente eficaz gracias a su ascendencia sobre las fuerzas armadas.

A partir de ese momento, Juan Carlos I hizo todo lo posible para consolidar esta posición. En 1995, en su entrevista con el aristócrata José Luis de Vilallonga, pudo presumir de que él mismo redactaba sus discursos, sobre todo los de la Pascua Militar. En ellos, Juan Carlos solía defender el papel de España en la OTAN y el aumento del presupuesto militar, además de actuar luego como un valedor clave de los negocios del sector armamentístico. Más tarde, cuando los escándalos no le dejaron otra alternativa que abdicar, se afanó para que el papel de rey-soldado pasara a su hijo, Felipe VI.

Hoy se recuerda poco, pero Felipe de Borbón fue investido rey por su padre en una ceremonia cuasi militar 

Hoy se recuerda poco, pero Felipe de Borbón fue investido rey por su padre en 2014 en una ceremonia cuasi militar en el Palacio de la Zarzuela, antes de comparecer ante el propio Congreso de los Diputados. En dicha ceremonia, Juan Carlos I le transmitió el “mando supremo de las fuerzas armadas” y le impuso el fajín rojo que se consideraba signo del mando militar directo. Solo después de esta investidura monárquica-militar, Felipe VI compareció ante la sede de la soberanía popular a jurar la Constitución.

La conciencia de que el vínculo entre monarquía y franquismo no se circunscribía a su padre, quedó de manifiesto en el primer mensaje navideño del nuevo rey. En él, Felipe VI dejó claro que no venía a cuestionar el origen franquista de la última reinstauración borbónica. Así, hizo una llamada a que “nadie agite viejos rencores o abra heridas cerradas”, algo que en puridad solo habría resultado aceptable en boca de las víctimas de la dictadura.

Su papel como rey-soldado, con todo, se afianzó con su discurso del 3 de octubre de 2017, como respuesta a la consulta celebrada en Cataluña dos días antes. Allí decidió realizar una intervención en la que no intentaba ni mediar ni arbitrar, como pedía la Constitución, sino actuar como un jefe militar contra una parte de la sociedad y al rescate de otra. Su discurso fue redactado sin el acuerdo del poder civil. Pedro Sánchez le afeó que no se apelara en ningún momento al “diálogo”.  Rajoy solo fue informado y dio su consentimiento, con reticencias, a último momento.

Con aquella intervención, Felipe VI se arrogó un poder de reserva que la Constitución no le reconocía. Fue su 23-F, aunque las diferencias con aquel acontecimiento estaban claras. Lo que tenía delante no era un golpe armado propiciado por miembros del Ejército que habían asaltado el Congreso en Madrid con ametralladoras. Eran una movilización y una consulta, ambas masivas y pacíficas, sin ningún acceso real o efectivo al aparato coactivo. Daba igual: su mensaje como rey-soldado estaba dado. Al poder civil, sobre el que se situaba sin complejos, y también a un sector del poder militar del que el rey se sentía cercano.

El nuevo discurso de Felipe VI en la Pascua Militar va en una línea similar. La del rey que, como su padre, su abuelo y su bisabuelo, defiende el aumento del gasto militar y el negocio de las armas como un objetivo incuestionable. E insiste, como ya hizo en su discurso navideño, en plantear la subordinación acrítica de la política exterior a los objetivos de la última cumbre de la OTAN: el impulso de una guerra larga, no solo en el “flanco oriental”, sino también en el sur, con las miras puestas en África y en la región del Sahel.

La diferencia con lo ocurrido el 3 de octubre es que esta vez el monarca ha actuado como rey-soldado, pero no ha actuado solo

Si en el discurso del 3 de octubre las apelaciones al diálogo eran inexistentes, lo que escasean en este son las invocaciones a la paz, a la que según el monarca solo se podría llegar echando más madera al fuego de la guerra. La diferencia con lo ocurrido el 3 de octubre es que esta vez el monarca ha actuado como rey-soldado, pero no ha actuado solo. Ha contado con el refrendo de la propia ministra de Defensa, Margarita Robles, que minutos antes escenificó sin complejos el furor militarista y atlantista luego exhibido por Felipe VI.

Estos arrebatos belicistas no son exclusivos de la ministra de Defensa del PSOE. De ahí que Felipe VI haya podido asumir su discurso con comodidad y plena convicción. Porque no solo estaba en sintonía con el partido mayoritario de la coalición de Gobierno. También satisfacía al PP y a Vox, los máximos exponentes hoy del furioso «partido belicista», aunque con cierta compañía a su izquierda.

Que el rey se sienta especialmente cómodo con su discurso del 6 de enero solo viene a corroborar el ligamen que ha existido entre la monarquía borbónica, el militarismo y el negocio de armas. Lo lamentable es que haya partidos con bases republicanas que den cobertura a estas palabras. Sobre todo, cuando el ensalzamiento del belicismo por parte de la Corona no ha augurado nunca nada bueno en términos democráticos. Por el contrario, ha dado alas a fuerzas reaccionarias que tienen muy claro, ellas sí, cómo sacar provecho de ese entusiasmo marcial.

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El republicanismo fraternal de Lluís Companys

A 82 años de su infame fusilamiento, el abogado defensor de los derechos de los trabajadores, el republicano federalista y el presidente mártir de Catalunya, esperan reparación. Quizás una parte de esa reparación llegue con la nueva Ley de memoria democrática, a pesar de sus límites innegables

Lluís Companys, president de la Generalitat, con Roc Boronat a su derecha, iza la bandera catalana en el balcón de la sede del Sindicat de Cecs.
Lluís Companys, president de la Generalitat, con Roc Boronat a su derecha, iza la bandera catalana en el balcón de la sede del Sindicat de Cecs. Gabriel Casas i Galobardes/ Archivo de la Generalitat de Catalunya

Por Gerardo Pisarello

14 de octubre de 2022 El Diario.es

Un 15 de octubre de 1940, por decisión directa de Francisco Franco, era fusilado en Barcelona, en el castillo de Montjuïc, Lluís Companys, president de Catalunya y ex ministro de la República española. El proceso que condujo a su muerte fue una versión extrema, infame, de lo que hoy se conoce como lawfare: una pantomima llena de calumnias sobre la vida pública y privada del acusado, con una sentencia dictada de antemano. Pero el ensañamiento de las derechas radicalizadas con Companys, que hoy pervive en Vox y en el ayusismo que predomina en el Partido Popular, no es casual. Por su catalanismo, por sus convicciones federales, y por el republicanismo que encarnó, siempre solidario y fraternal con los pueblos y gentes trabajadoras de todo el Estado.

El Companys mártir de la dictadura franquista, en efecto, no se explica sin el vehemente abogado catalanista que, en los años previos, se forjó como activista en la lucha por una España republicana, democrática y federal. Desde sus primeros pasos en política, destacó por su compromiso con las clases trabajadores. Fue abogado de sindicalistas y obreros. Como buen conocedor de la vida rural, también contribuyó de manera decisiva a la organización del campesinado, creando para ello la Unió de Rabassaires. Y todo ello, en el marco de una oposición decidida a la monarquía borbónica, cómplice vergonzosa de la dictadura de Primo de Rivera.

En los convulsos años de la Barcelona de la primera posguerra, Companys arriesgó su vida en defensa de los trabajadores y contra la violencia de los sectores más recalcitrantes de la patronal. Esa violencia del poder privado le arrebató dos íntimos amigos: el abogado Francesc Layret, fundador junto a él del Partido Republicano Catalán, y Salvador Seguí, prestigioso líder anarcosindicalista partidario de la creación de un partido político que representara a la clase obrera catalana.

Hasta el advenimiento de la Segunda República, Companys fue, ante todo, un impulsor de la causa republicana. Por ello fue detenido varias veces y encarcelado. Y a ello dedicó su infatigable trabajo como abogado, periodista, concejal del Ayuntamiento de Barcelona o diputado en el Congreso. La victoria republicana en las elecciones de 1931 significó el salto de activista al gobernante. En poco tiempo, fue diputado en las Cortes Constituyentes de 1931, ministro de Marina en el gobierno de Manuel Azaña y, a la muerte de Francesc Macià, president de la Generalitat de Catalunya.

Ya en este cargo, Companys impulsó una reforma de los arrendamientos agrícolas favorable a los trabajadores que fue férreamente resistida por la derecha catalana y por los terratenientes y propietarios rurales del Instituto Agrícola Catalán de San Isidro. Poco más tarde, le tocó asumir algunas decisiones políticas clave que todavía hoy son discutidas.

Una de ellas fue su participación en la proclamación republicana y federal de octubre de 1934. El contexto era enormemente complejo. Las derechas nazis y fascistas crecían en Europa y utilizaban la violencia y la intimidación para abrirse paso en las instituciones democráticas y minarlas desde dentro. Cuando en España se anunció que las derechas locales que simpatizaban con estos sectores ultras entrarían en el Gobierno, se produjo una reacción instintiva entre las clases populares. La revolución asturiana de 1934, protagonizada por trabajadoras y trabajadores socialistas, anarquistas y comunistas, fue eso: un intento de detener preventivamente lo que se percibía, con fundadas razones, como un movimiento antirrepublicano y golpista.

Desde Catalunya, Companys decidió secundar esta llamada a resistir a las “fuerzas monárquicas y fascistas que de un tiempo a esta parte pretenden traicionar la República”. El 6 de octubre proclamó el Estado catalán dentro de la República federal española. Y lo hizo apelando a la “Cataluña liberal, democrática y republicana que no puede estar ausente ni silenciar su voz de solidaridad con los hermanos que en las tierras hispanas luchan hasta la muerte por la libertad y el derecho”.

Por esta decisión, Companys y otros consejeros de su gobierno recibieron una condena de 30 años de prisión. La acusación de sus juzgadores era la de haber querido imponer “por la violencia aquel régimen federal que la soberanía constituyente rechazara”. Cinco de los veintiún vocales del tribunal, sin embargo, se pronunciaron a favor de la absolución. Su argumento fue que los acusados, lejos de haber atentado contra las instituciones republicanas, habían intentado preservarlas frente una regresión golpista de ultraderecha (que efectivamente se consumaría con la sublevación franquista).

Años después, ya restituido en la presidencia de la Generalitat como consecuencia del concluyente triunfo electoral de los frentes de izquierdas, Companys tuvo que volver a afrontar un contexto de similar complejidad. De lo que se trataba, esta vez, era de lidiar con la nueva revolución popular que se había desatado en julio de 1936 tras la victoriosa respuesta al alzamiento fascista en Barcelona. En aquella ocasión, Companys puso todo su empeño en intentar minimizar la violencia en la retaguardia republicana. Se pudo equivocar algunas veces. Pero siempre fue consecuente en su defensa del autogobierno de Catalunya, de la fraternidad republicana y de la libertad.

A 82 años de su infame fusilamiento, el abogado defensor de los derechos de los trabajadores, el republicano federalista y el presidente mártir de Catalunya, esperan reparación. Quizás una parte de esa reparación llegue con la nueva Ley de memoria democrática, a pesar de sus límites innegables. Pero no será suficiente. Y no lo será porque las derechas radicalizadas que lo calumniaron y lo asesinaron junto a Miguel Hernández, las Trece Rosas, Joan Peiró o Julián Zugazagoitia, vuelven a campar por sus anchas, tanto en España como en Europa.

Costaría, en efecto, encontrar hoy entre las derechas españolas gente como el conservador liberal madrileño Ángel Ossorio y Gallardo, que no solo llegó a ser abogado defensor de Companys, sino que le dedicó una biografía que todavía hoy emociona. Claro que para llegar hasta aquí, el propio Ossorio entendió que ni la monarquía, ni las exaltadas derechas que la acompañaban, podían garantizar las libertades que para él resultaban irrenunciables. La ausencia de gente como él hace que todo sea más difícil. Encontrarla, convencerla, es el gran reto de un antifascismo republicano, democrático, amplio, en condiciones de parar una nueva ola barbarie que la humanidad no puede permitirse.  

El 12 de octubre de las ultraderechas

Una cosa es reconocer el plural y rico legado europeo e hispano en América y otra muy diferente negar los desmanes que se cometieron durante la conquista y que han dejado una herida colonial que perdura hasta hoy.

12/10/2022 CTXT

Las derechas radicalizadas llevan años utilizando el 12 de octubre como una plataforma para exhibir una idea de España que conecta con los tópicos más esperpénticos del franquismo. Lo hizo el Partido Popular el año pasado y lo ha hecho Vox este año. De manera desacomplejada, virulenta, cuando no rayana en el ridículo. La operación no es ingenua. Es una ofensiva cultural dirigida a apuntalar un proyecto “hispanoamericano” de neoliberalismo furioso, neocolonial, en tiempos de guerra y de crisis energética. Sus protagonistas, fundamentalmente, son las viejas élites extractivistas, rentistas, de uno y otro lado del océano. Que en un contexto belicista, y en un mundo cada vez más multipolar, querrían encontrar un ámbito geopolítico de influencia, y de supervivencia, compatible con los designios estadounidenses en el continente.

Los conquistadores de pecho abombado

En estos últimos años, la ultraderecha ha intentado presentar su proyecto como una rebelión frente a lo que despectivamente llaman el “consenso progre” y “el globalismo” (léase, los derechos humanos reconocidos en decenas de tratados y cartas internacionales). Con este trasfondo, ha decidido invertir la mirada crítica clásica y presentar el 12 de octubre como una fecha de reparación de todos los “ofendidos” por los agravios del “multiculturalismo”, “los separatismos” o “el populismo”.

Partiendo de esta mirada, los sectores más duros de las derechas patrias se revolvieron iracundos cuando el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, exigió a Felipe VI que pidiera perdón por los crímenes amparados por la Corona en tierras americanas. La petición, sin embargo, no era extemporánea. El rey Leopoldo de Bélgica y la propia Isabel II del Reino Unido lo habían hecho sin que sus reinados se desmoronaran por ello. Y en el caso español no había menos razones para hacerlo. No solo por las andanzas de Hernán Cortés en el pasado, sino por la manera en que algunas empresas como Iberdrola o Naturgy estaban intentando reeditar en México algunas prácticas propias de los viejos encomenderos.  

En un acto de respuesta a la supuesta afrenta anti-española, personajes como Isabel Díaz Ayuso, José María Aznar o Santiago Abascal, decidieron cargar contra el gobierno de López Obrador, contra los pueblos indígenas, e incluso contra el propio Papa Francisco –que había formulado unas palabras de disculpa similares a las del cardenal Joseph Ratzinger unos años atrás–, acusándolos de ser promotores de una nueva forma de “comunismo”. Para hacerlo, sacaron a relucir, con el pecho abombado, todo un catálogo de rudos e insobornables conquistadores, desde Don Pelayo al Cid Campeador (que no tuvo empacho, llegado el momento, en cobrar de Al-Muqtadir, rey morisco de Zaragoza).

Este año, Vox ha llevado al paroxismo estas iniciativas patrióticas. En una llamativa fiesta organizada en Madrid bajo el nombre “Viva 22”, los de Abascal dedicaron a Isabel la Católica y a Hernán Cortés carpas temáticas rodeadas de banderas españolas en las que se ensalzaba su ardor guerrero. Abascal, de hecho, pronunció su discurso central rodeado de quijotes que luchaban contra aerogeneradores y de figurantes vestidos de monjes, reyes y toreros.

En una llamativa fiesta, los de Abascal dedicaron a Hernán Cortés carpas temáticas rodeadas de banderas españolas en las que se ensalzaba su ardor guerrero

Díaz Ayuso no se ha quedado atrás. En la víspera del 12 de octubre, retuiteó con un orgulloso “Me too”, en inglés, un video en defensa del catolicismo y la monarquía promocionado por Jaime Mayor Oreja (“Mayor Oreja, menor cerebro”, rezaban algunos grafitis maliciosos hace años). El vídeo en cuestión, planteado una vez más como un festivo llamado a la rebelión frente a las prohibiciones y las pasiones tristes de las izquierdas, convocaba a la juventud a asumirse como “facha” con la misma convicción con la que se podía defender la españolidad “de la tortilla de patata, con o sin cebolla”. 

No es difícil reconocer en estas y otras iniciativas similares un intento de la ultraderecha de subir los decibeles en sus bravuconadas sexistas, racistas o clasistas. Ahí están, como ejemplo, los lamentables cánticos machistas proferidos por un seguidor de Vox desde las ventanas del Colegio Mayor para ricos, Elías Ahuja, de Madrid (“Putas, salid de vuestras madrigueras, conejas… sois unas putas ninfómanas, os prometo que vais a follar todas en la capea, ¡vamos Ahuja!”). Y ahí está, también, la deliberada decisión de la ultraderecha de convocar en la capital del Reino, justo antes del 12 de octubre, la Segunda Cumbre de lo que ellos llaman la Iberoesfera.

Estas cumbres, cada vez más frecuentes, se plantean como el embrión de una Internacional reaccionaria decidida a expandirse en diferentes países de habla hispana, y a hacer frente a espacios de izquierdas o progresistas como el Foro de São Paulo, fundado por el Partido de los Trabajadores de Brasil en 1990, o el informal Grupo Pueblo, de creación más reciente. Entre sus miembros más asiduos suelen estar muchos firmantes de la llamada Carta de Madrid, promovida por Vox en octubre de 2020 con el fin, una vez más, de combatir el “consenso progre”, “la Agenda 2030” y el “comunismo global”.

Estas convocatorias suelen reunir a las expresiones más delirantes de la extrema derecha internacional. Desde personajes como Eduardo Bolsonaro, admirador, como su padre, del golpe de Estado de 1964 contra João Goulart, a los ultras argentinos Javier Miley y José Luis Espert, nostálgicos, también, de la dictadura de Videla; pasando por el exministro golpista de Bolivia, Arturo Murillo, hoy detenido en una cárcel de Miami; o la presidenta del partido Hermanos de Italia –Fratelli di Italia–, Giorgia Meloni.

Aunque Vox y el Partido Popular de Aznar y Ayuso se reparten áreas de incidencias y pueden variar en el tono, comparten muchas amistades, aliados, y medidas programáticas. Este año, por ejemplo, la Cumbre de la Iberoesfera ha contado con invitados especiales como el chileno José Antonio Kast, hijo de nazis alemanes, amigo del marqués de Vargas Llosa y conocido admirador de Pinochet, o la senadora colombiana María Fernanda Cabal, seguidora de Álvaro Uribe. También ha recibido saludos entusiastas del propio Donald Trump, que ha dejado claro el padrinazgo de la ultraderecha estadounidense a un “hispanoamericanismo” que consideran aliados de sus intereses en América Latina.

Un nuevo partido de encomenderos e inquisidores

Sería un error pensar, en todo caso, que estas ofensivas de la derecha radical y de la ultraderecha persiguen dar la batalla cultural por un pasado ya muerto. Su propósito, por el contrario, es reforzar culturalmente, de una manera que habría alertado a Antonio Gramsci, un proyecto de acumulación y de despojo económico que lleva décadas produciéndose.

Al igual que ocurrió durante la conquista de finales del siglo XVI, los nuevos conquistadores patrocinados por las derechas radicalizadas van acompañados de nuevos encomenderos y de nuevos inquisidores. Unos, especialmente interesados en hacerse con recursos energéticos clave como el petróleo, el litio, el carbón y otros minerales existentes en sus antiguas colonias de África o América. Otros, siempre dispuestos a dar cobertura ideológica, con la Biblia o con la espada, a empresas cuyo carácter predatorio apenas queda disimulado tras los millones invertidos en publicidad.

Este proyecto neoliberal y neocolonial ha visto en este 12 de octubre marcado por la guerra, la inflación y una batalla internacional por la apropiación de recursos energéticos escasos, una oportunidad de oro para una nueva ofensiva. Los ataques a los movimientos indígenas y campesinos que protegen selvas, bosques y tierras de las grandes transnacionales; las violentas diatribas contra el feminismo y los movimientos LGTBIQ+ que ponen en cuestión las formas patriarcales de organizar la familia y la economía; las proclamas racistas y clasistas contra colectivos empobrecidos o contra las organizaciones sindicales, son parte de este ataque. Las fake news, los golpes, la utilización de las cloacas del Estado y las operaciones de lawfare, de persecución judicial arbitraria contra activistas sociales y gobiernos populares o progresistas, también.

Para llevarlas adelante, las derechas radicalizadas y las ultraderechas cuentan con jueces, fiscales, policías y parapolicías, medios de comunicación y de propaganda propios e incluso con iglesias –evangélicas, pentecostales o de grupos cristianos reaccionarios– dispuestas a actuar coordinadas con un objetivo común: presentar cualquier intento de limitar sus ambiciones económicas, por moderado que sea, como la encarnación de un nuevo Satanás y como una amenaza a la familia tradicional o a la propiedad privada de todos.

La necesidad de alternativas republicanas fraternales y no coloniales

El avance de este nuevo partido de conquistadores, encomenderos e inquisidores, apoyado por organizaciones como Atlas Network y financiados por grandes petroleras norteamericanas o por plutócratas como Charles Koch, es patente. No obstante, tras su irrupción repentina en el ámbito electoral con operaciones de manipulación de datos como las de Cambridge Analytica, ha ido perdiendo su capacidad de sorpresa –que no de causar daño– y ha comenzado a generar resistencias.

Muchas de esas resistencias parten, como no podía ser de otra manera, del reconocimiento de la importancia del legado hispano o europeo en la configuración sociológica del continente americano. Lo que ocurre es que ese legado es mucho más plural de lo que las derechas radicales estarían dispuestas a aceptar cuando invocan un 12 de octubre que parece salido de algún capítulo del Nodo franquista. Y es que ese legado, contra lo que sugieren los nuevos conquistadores de pecho inflado, incluye, por supuesto, tradiciones cristianas, católicas y no católicas. Pero también judías, árabes, que han convivido o se han mezclado con formas de religiosidad afro o vinculadas a los pueblos originarios. Y a esas herencias hay que sumar otras: liberales, anarquistas, conservadoras, socialistas y tantas más, que han ido configurando sociedades culturalmente ricas e irreversiblemente mestizas.

El avance de este nuevo partido de conquistadores, encomenderos e inquisidores es patente

Lo que las derechas radicalizadas no entienden es que una cosa es reconocer el plural y rico legado europeo e hispano en América y otra muy diferente negar los desmanes que se cometieron durante la conquista y que han dejado una herida colonial que perdura hasta hoy. A partir de fenómenos como el de Black Lives Matter o el de las reivindicaciones del 12 de octubre como día de la resistencia indígena, son cada vez más las voces que denuncian un viejo proyecto capitalista racista, clasista y ecocida, que ha mutado en algunas de sus formas, pero que subsiste todavía en nuestro tiempo, como han mostrado Andy Robinson y otros periodistas.

Algunas de estas voces, encarnadas en movimientos cristianos de base y en redes de solidaridad con el Sur Global, recuerdan a la del fraile sevillano Bartolomé de las Casas o a la del castellano Antonio de Montesinos, cuando, con la misma valentía solitaria exhibida hoy por el Papa Francisco, denunciaban las vejaciones y expolios que el sistema encomendero había producido en América.

Ese hilo anticolonial se ha mantenido a través de la historia. No solo entre los descendientes de Tupac Amaru, el cacique Lautaro o Bartolina Sisa, sino también entre quienes, desde la propia Península, leyeron a Las Casas y dieron continuidad a sus ideas. Desde el barcelonés Francisco Pi y Margall, presidente de la Primera República española de 1873, hasta la extremeña Carolina Coronado, una de las figuras más destacadas del movimiento antiesclavista de su tiempo.

Pi y Margall no dudó, en pleno siglo XIX, en cuestionar la bondad de las llamadas Leyes de Indias todavía hoy rescatadas por Vox y el PP, recordando, como Las Casas, que a través de ellas “se torturaba el espíritu de los indios” y “con el pretexto de fortificarlos en la doctrina de Cristo, los entregaban a merced de unos que llamaban encomenderos, que los trataban poco menos que como esclavos […] y los enviaban por cientos a la muerte”.

Pi y Margall no dudó, en pleno siglo XIX, en cuestionar la bondad de las llamadas Leyes de Indias todavía hoy rescatadas por Vox y el PP

Con esa misma contundencia, Pi admitía que Hernán Cortés había sido el más culto de los conquistadores españoles. Y que ese refinamiento, sin embargo, no le había impedido actuar con inusitada crueldad, ahorcando a dirigentes indígenas de quienes se fingió respetuoso amigo, mutilando a prisioneros o pasando a cuchillo a miles de hombres y mujeres indefensos.

Obviamente aquellas críticas de Pi a todo tipo de colonialismo –no solo a español, sino también al británico, en muchos aspectos más feroz que aquel– no se limitaban a lo ocurrido en el siglo XVI. Suponían una oposición frontal radical al esclavismo y al colonialismo de su tiempo, que incluía la perpetración de brutalidades en Cuba o Filipinas, como la ejecución vil, a manos de Millán Astray, del patriota filipino José Rizal.

Es el ejemplo de gente como Las Casas, como Tupac Amaru, como Pi y Margall y Carolina Coronado, el que debería llevar a las fuerzas democráticas, progresistas, de izquierdas, a pensar una alternativa al internacionalismo de ultraderecha, neoliberal y neocolonial, que hoy pretende imponerse. Esa alternativa ya está presente en las resistencias de miles de víctimas de estos proyectos neoliberales y neocoloniales, desde Chico Mendes a Berta Cáceres o Marielle Franco. También en las iniciativas latinoamericanistas, e incluso iberoamericanistas, de figuras como Ignacio Lula da Silva o Gustavo Petro, o en las prácticas solidarias llevadas a cabo por sindicatos y movimientos feministas, antirracistas o ecologistas que, por evidentes razones culturales, mantienen vínculos estrechos de uno y otro lado del océano.

Esas iniciativas sociales y políticas ibero y trans-americanas, tan alentadas por pensadores como José Saramago, deberían ser conscientes de la necesidad urgente de articular respuestas comunes a la brutalidad de la ultraderecha mundial. Ello exige desplegar iniciativas culturales, mediáticas y organizativas conjuntas, basadas en el mutuo reconocimiento y en la traducción de las diferentes luchas que se están produciendo contra los ataques racistas, sexistas y clasistas que el neofascismo neoliberal de nuestro tiempo ampara sin ruborizarse.

Que Vox, de hecho, haya elegido el 12 de octubre para convocar a las extremas derechas de América, Europa y Estados Unidos, y lo haya hecho publicitando una patética canción que pide “Volver a 1936”, no parece del todo fortuito. Y es que fue un 12 de octubre de 1936 cuando el fascista José Millán-Astray, enconado defensor del “macizo de la raza”, amenazó en la Universidad de Salamanca a un Miguel de Unamuno que aparecería misteriosamente muerto tiempo después.

Unamuno, como Pi y Margall, había mostrado su admiración por Rizal y por los patriotas de las colonias que no querían seguir siendo súbditos de la Corona sino ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes. Unamuno, igual que Pi, había entendido, después de leer a su admirado Simón Bolívar, que la única alternativa a la degradación del imperio hispano era la construcción de nuevos lazos iberoamericanos entre pueblos libres e iguales. Y Unamuno, como Pi, había llegado a la conclusión de que ese proyecto era inviable bajo los Borbones, por lo que era menester poner en pie alternativas republicanas, fraternales y no coloniales, que le ayudaran a abrirse camino. Que así sea.

Gerardo Pisarello

Diputado de En Comú Podem. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.

Aquel verano cantonal del 73

Todavía hoy, las reivindicaciones sociales, municipalistas y federales de las revueltas cantonales son una suerte de hecho maldito, silenciado o demonizado. La tradición republicana democrática no dejó de debatirlas ni de rescatar parte de su herencia

CTXT 26/07/2022

Hace algunas semanas tuve la ocasión de participar en un debate sobre republicanismo y cantonalismo en un agradable café de Cartagena, en Murcia, junto a mis compañeros del Congreso Javier Sánchez Serna y Lucía Muñoz. El café se llama Míster Witt, en homenaje a la célebre novela de Ramón J. Sender sobre el levantamiento cantonal de julio de 1873. En aquel verano, a pocos meses de proclamarse la Primera República española, se produjo en Murcia una insurrección que aspiraba a convertirla en un Cantón federal. El epicentro del levantamiento fue la ciudad de Cartagena, aunque pronto se extendió a otras ciudades de Andalucía, de Levante, e incluso de Castilla. El objetivo final era instaurar en España una República federal “desde abajo”. Y sobre todo hacerlo antes de que las fuerzas conservadoras, centralistas, lo impidieran desde Madrid. 

Todavía hoy, las reivindicaciones sociales, municipalistas, federales, de aquellas revueltas cantonales son una suerte de hecho maldito, silenciado o demonizado. Sin embargo, la tradición republicana democrática no dejó de debatirla ni de rescatar parte de su herencia por las vías más diversas. Lo hizo Sender, en su Míster Witt en el cantón, publicado en 1935. Y lo hizo, unas décadas antes, el propio Benito Pérez Galdós, en dos de sus Episodios Nacionales: La Primera República y De Cartago a Sagunto. Revisitadas desde el tórrido y perturbador verano de 2022, las insurrecciones cantonales del 73 no generan indiferencia. Pueden desconcertar, contrariar, pero hay algo en su utópico impulso republicano, social y libertario, que sigue interpelándonos como hace 150 años.

Parte de la tragedia de la Primera República fue que ni las reformas sociales propugnadas por Pi, ni la Constitución federal que defendía llegaron a aprobarse

Descentralizar y transformar: ¿desde arriba o desde abajo?

El 11 de febrero de 1873 dio paso a una República inesperada. Una república que cayó en las manos de los propios republicanos sin que estos lo previeran. La repentina abdicación de Amadeo de Saboya fue una sorpresa que precipitó tareas republicanas que se habían venido gestando durante décadas. De pronto, el único intento creíble en la historia de España de “monarquía democrática” o “republicana”, como decían algunos, se quedó sin recorrido. Si la revolución “gloriosa” de 1868 había depuesto a los Borbones, enviado a Isabel II al exilio, 1873 se convirtió en una suerte de revolución dentro de otra revolución. Esto es, en algo parecido a lo que 1936 supondría en relación con la Segunda República de 1931. 

Al igual que la segunda República, la primera nació en un contexto internacionalmente adverso e internamente convulso. Su llegada fue precedida por el aplastamiento de la Comuna de París de 1871, y la única nación europea en reconocerla fue Suiza. Internamente, tuvo que lidiar con las guerras carlistas en el norte y con las revueltas anticoloniales que comenzaban a crecer en Cuba. Una vez proclamada, el tiempo político se aceleró. Reformas y rupturas largamente postergadas adquirieron una actualidad irrefrenable. La más notoria fue la sustitución, por vez primera en la historia española, de la monarquía por una república. Pero también hubo otras. La posibilidad de reemplazar un Estado confesional, tutelar en términos religiosos, por uno mínimamente neutro. O la de superar un Estado centralizado, asfixiante, heredero de la política de Nueva Planta puesta en marcha por Felipe V, y consolidado por el liberalismo isabelino, por otro descentralizado y municipalista. O la de conseguir, por fin, que las reivindicaciones burguesas planteadas en 1868 dieran cabida a otras del llamado “Cuarto Estado”: la pequeña burguesía y unas clases trabajadoras, artesanales, campesinas, largamente postergadas. 

Quien con más solvencia encarnó este proyecto democratizador, republicano, federal, fue Francisco Pi y Margall. Desde 1854, Pi había participado en diferentes revueltas y conspiraciones antimonárquicas. Tras la proclamación de la República, el presidente Estanislao Figueras le encomendó el Ministerio de Gobernación. Pi tenía dos obsesiones: proteger a la joven República y estabilizar su rumbo en medio de un mar encrespado y tempestuoso. Lo primero exigía desbaratar los recurrentes intentos golpistas lanzados por la derecha. Lo segundo, apurar ciertas reformas políticas y sociales “desde arriba” que calmaran las que “desde abajo” exigían sectores federales, movimientos campesinos como los de Extremadura y Andalucía o algunos partidarios del colectivismo libertario ligados a la Primera Internacional. 

Las propuestas de reforma social de Pi recibieron el elogio del propio Engels, aunque fueron criticadas por los bakuninistas. Incluían la restricción del trabajo de niños y mujeres, el establecimiento de jurados mixtos con representación obrera o la venta de bienes estatales en favor de las clases trabajadoras. Asimismo, venían acompañadas de una reforma política que en su opinión era decisiva: impulsar cuanto antes unas Cortes constituyentes que redactaran una Constitución democrática, social y federal. 

Las propuestas de reforma social de Pi recibieron el elogio del propio Engels, aunque fueron criticadas por los bakuninistas

Parte de la tragedia de la Primera República fue que ni las reformas sociales propugnadas por Pi, ni la Constitución federal que defendía llegaron a aprobarse. Los republicanos más moderados o directamente conservadores frenaron estas iniciativas de manera sistemática. Los monárquicos las sabotearon sin sonrojo. Los movimientos populares políticamente más activos o con necesidades más urgentes descreyeron de ellas. Al final, el programa piymargalliano de transformaciones “desde arriba” encalló y fue languideciendo lentamente. Simultáneamente, fueron ganando peso las tesis de quienes creían que solo una coordinación de revueltas “desde abajo” podía neutralizar a las fuerzas reaccionarias y alumbrar los cambios sociales, federales, democráticos, que la nueva República llevaba en su seno.

Las diferentes variantes del federalismo cantonal

Las revueltas cantonales del 73 fueron el grito desesperado de un país agraviado, marginado, que se había cansado de esperar. Su propósito no fue, como dijeron sus detractores, alentar el “separatismo” y el “socialismo”. Como en la mejor tradición juntera, su propósito era reforzar el municipalismo, el autogobierno local, como medio para lograr una organización federal, y llevar adelante algunas reformas políticas y sociales impostergables que no podían depender del visto bueno de Madrid.

El propósito de las revueltas no fue, como dijeron sus detractores, alentar el “separatismo” y el “socialismo”

Aunque se centraron sobre todo en Andalucía y Levante, no hay que olvidar que también hubo cantones en Salamanca, Ávila o Toro. Algunos, como los de Alcoy o Cádiz, tuvieron un claro componente popular, libertario, y llevaron adelante medidas redistributivas como la incautación de bienes de la Iglesia, la eliminación de impuestos indirectos que afectaban a las clases populares o el control de precios de suministros básicos. Otros fueron más transversales en su composición de clase, y sus demandas se ciñeron sobre todo al reconocimiento político del propio autogobierno. Este fue el caso del Cantón de Cartagena, proclamado en Murcia el 12 de julio de 1873, tres días después del estallido de la Revolución del Petróleo de Alcoy. 

Si se compara el movimiento de Alcoy con el de Cartagena, por ejemplo, hay diferencias que resultan claras. En Alcoy, la sublevación fue promovida principalmente por obreros e internacionalistas. En Cartagena, no. Hubo una participación importante de marineros provenientes de barrios obreros como el de Santa Lucía. Se llegaron a izar banderas rojas y hay testimonios que indican la presencia de algunos comuneros libertarios exiliados. El protagonismo, sin embargo, recayó sobre todo en militares y en políticos republicanos democráticos que defendieron con vehemencia sus reivindicaciones anticentralistas pero que no otorgaron centralidad a ningún programa redistributivo.

Como bien reflejan las obras de Pérez Galdós y de Sender, el cantón cartagenero contó entre sus dirigentes a miembros destacados del llamado republicanismo federal “intransigente” como Roque Barcia, Manuel Cárceles, Juan Contreras, Antonio de la Calle o el célebre prócer murciano Antonete Gálvez Arce, caracterizado por Pérez Galdós como “la cabeza más firme y el brazo más fuerte en las jornadas de Cartagena”. 

Los republicanos intransigentes se distinguían de los republicanos “benévolos” por sus reticencias a entrar en componendas con los sectores monárquicos o con los republicanos unitarios, a los que el propio Pi consideraba “monárquicos con gorro frigio”. Muchos de ellos, como el propio Antonete Gálvez, tenían convicciones igualitarias, simbolizadas en ideales como el de “una casa y un huerto” para toda la ciudadanía. Otros, como el socialista de La Calle, defendieron propuestas moderadas como la reducción de la jornada laboral o la creación de cooperativas de producción y consumo desde las páginas de periódicos como el Cantón Murciano. Lo cierto, sin embargo, es que ninguna de ellas encontró eco en la Junta de Salvación Pública que pretendía “asumir los poderes superiores de la Federación Española” en Cartagena. 

El Cantón de Cartagena, en definitiva, fue un ejemplo de resistencia militar y civil republicana en una ciudad orgullosa que en 1833 no había sido reconocida como provincia, que se sentía víctima de una suerte de capitis diminutio y que además se consideraba autosuficiente gracias a su esplendor industrial y marítimo. Sin embargo, estuvo lejos de llevar adelante propuestas de transformación social similares a las que se impusieron en Sevilla o en Cádiz, bajo el liderazgo del novelesco Fermín Salvochea.

Cuando Antonete Gálvez llegó a Murcia, en febrero de 1873, fue recibido con gran entusiasmo popular entre vítores, cohetes e himnos patrióticos: el de Riego, el de Garibaldi y la Marsellesa. Durante los seis meses que duró el Cantón fueron muchos los gestos simbólicos que entroncaban con la tradición republicana. Se celebraron funciones de teatro en honor a personajes que ocupan un papel destacado en el panteón republicano, como el Justicia de Aragón Juan de Lanuza, decapitado por orden personal de Felipe II. Se recordó a los fusilados por Fernando VII en 1824, tras la restauración absolutista. Incluso los fuertes situados bajo el castillo de Galeras (Fuerte, Navidad y Podadera) adoptaron los nombres de los comuneros de Castilla: Padilla, Bravo y Maldonado. 

Con todo, los cantonales cartageneros evitaron siempre la violencia gratuita, la venganza y la depredación. Es más, como recuerda Antonio Puig Campillo en su señero trabajo al respecto, los cantonales ni siquiera tocaron los bienes abandonados por quienes huyeron de Cartagena al estallar la revuelta (“Reintegrados en sus hogares los que de la ciudad emigraron, nadie echó de menos una joya, ni un colchón, ni una manta”). 

Caricatura de la revista satírica ‘La Flaca’ en la que aparece Pi y Margall desbordado por el federalismo, representado en figuras infantiles ataviadas con los distintos trajes regionales.

Caricatura de la revista satírica ‘La Flaca’ en la que aparece Pi y Margall desbordado por el federalismo, representado en figuras infantiles ataviadas con los distintos trajes regionales.

La represión cantonal y el fin de la República. 

Pi y Margall reconoció que lo que planteaban los republicanos “intransigentes” suponía poner en práctica su teoría del federalismo “pactista”. Sin embargo, condenó las insurrecciones

Pi y Margall fue el primero en reconocer que lo que planteaban los republicanos “intransigentes” suponía poner en práctica su teoría del federalismo “pactista” de abajo hacia arriba. Sin embargo, condenó las insurrecciones. Las consideraba lícitas en el marco de un proceso revolucionario contra un gobierno ilegítimo, pero no así contra una “República [que] ha venido por el acuerdo de una Asamblea, de una manera legal y pacífica”. Presionado por las derechas para reprimir las revueltas cantonales, intentó minimizar el uso de la fuerza a toda costa. La dificultad de este empeño, como él mismo reconoció, radicaba “en reducirlas a la obediencia sin matar su espíritu republicano, es decir, en alejar el peligro de hoy sin perder la esperanza de mañana”. 

En esto, Pi demostró un celo humanista y garantista que nunca lo abandonó. No quiso asumir facultades de excepción, dictatoriales. No lo hizo contra los enemigos reaccionarios de la República, con quienes mantuvo una indulgencia acaso excesiva. Mucho menos contra los levantamientos populares que le exigían ir más rápido y más lejos en sus cambios sociales y democráticos. Al final se vio forzado a dimitir. Sus sucesores, Nicolás Salmerón y sobre todo Emilio Castelar, se adentraron en la senda represiva con escasas inhibiciones. Salmerón presentó su renuncia por negarse a aplicar la pena de muerte a un grupo de soldados que en Barcelona se pasaron al bando carlista. Poco antes, sin embargo, puso la represión y el bombardeo de los cantonales en Andalucía y en Levante en manos de dos generales contrarios a la República Federal: Manuel Pavía y Arsenio Martínez Campos. El primero fue el protagonista del famoso golpe de Estado que liquidó a la República del 73 y abrió paso a la República dictatorial del general Francisco Serrano. Martínez Campos, por su parte, protagonizó el pronunciamiento que acabó con la República autoritaria del 74 y permitió una nueva restauración borbónica en la cabeza del hijo de Isabel II, Alfonso XII.

Castelar, penosamente convertido a la causa del antifederalismo, se sumó a los que reducían el movimiento del 73 a una maniobra “separatista” y “socialista”

En los años posteriores a su caída, tanto las revueltas cantonales como la Primera República fueron objeto de descalificaciones y diatribas de todo tipo. Castelar, penosamente convertido a la causa del antifederalismo, se sumó a los que reducían el movimiento del 73 a una maniobra “separatista” y “socialista”, atreviéndose incluso a contraponer la condición de cantonal a la de español. El crítico positivista Manuel de la Revilla la estigmatizó como un “experimento estéril”, marcado por la “funesta tradición de la democracia francesa”, por los “ensueños proudhonianos” y por el “espíritu impaciente y aventurero de los demócratas latinos”. Marcelino Menéndez de Pelayo emitió un veredicto todavía más terrible. El 73, en su opinión, habría sido un tiempo “de desolación apocalíptica” en el que “dondequiera surgían reyezuelos de taifas” y en el que “la Iglesia española proseguía su calvario”. 

Frente a esta crítica pragmática, conservadora o reaccionaria, se alzan precisamente las voces de Pérez Galdós, de Sender, e incluso la del Vicente Blasco Ibañez de La Bodega o la de la Emilia Pardo Bazán de La Tribuna. Ninguno de estos autores intenta transmitir una imagen idealizada de lo ocurrido en aquellos meses. Sin embargo, no dudan en rescatar los reflejos éticos y el impulso democratizador, utópico, que el 73 alentó.

Ni Pérez Galdós, ni Sender, ni Vicente Blasco Ibañez intentan transmitir una imagen idealizada de lo ocurrido en aquellos meses

Cuando el Míster Witt de Sender advierte a Antonete Gálvez que las fuerzas cantonales están condenadas a ser aplastadas, este le responde que los cañones sirven de poco “contra las ansias de redención de todo un pueblo”. Y ante la insistencia pesimista de Witt, le recuerda que, aunque así fuera, la mayor fuerza del republicanismo federal, democrático, estará siempre en “la decepción del campesino […] en las lágrimas de una mujer por el hijo llevado a la guerra […] en el hambre de los niños […] de Santa Lucía y Quitapellejos”. 

Esa confianza en la digna rabia de la gente del común, en su deseo de no ser oprimida y de no oprimir, tan propia del Maquiavelo de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, inspira la demofilia de Sender y de Pérez Galdós. La misma que los lleva a ver en la República del 73 un primer ensayo destinado a regresar, perfeccionado, en el futuro. “Ya llegará la ocasión –dice el personaje de la Madre en unas premonitorias líneas escritas por Don Benito hacia 1911– Ello será cuando estos caballeros, todavía un poco inocentes, den el segundo golpe… más seguro cuando den el tercero”.

Esta esperanza galdosiana en el tercer impulso republicano sigue presente en el subsuelo de nuestro tiempo. También en la Cartagena de hoy, en la que junto al monumento erigido en honor al Almirante Cervera, represor del cantón de Cádiz, se puede encontrar un acogedor café-cultural que evoca la novela de Sender. Eso, o las huellas de la ciudad popular, proletaria, que resistió durante la Segunda República o que se enfrentó a las políticas de desmantelamiento industrial de 1992, como bien refleja Luis López Carrasco en su magnífica película documental, El año del descubrimiento.

Autor: Gerardo Pisarello

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Gerardo Pisarello: “Las monarquías hereditarias son un anacronismo destinado a desaparecer”

El diputado de En Comú Podem y secretario de la Mesa del Congreso, Gerardo Pisarello, presenta el jueves 7 de julio en Cartagena su libro ‘Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica’, un ensayo donde recoge la posibilidad del fin de la monarquía.

Elena Ortuño / Elisa M. Almagro 7/7/2022

Gerardo Pisarello, diputado de En Comú Podem y secretario de la Mesa del Congreso, presenta en la cafetería Mister Witt de Cartagena su libro ‘Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica’. En el acto, que tendrá lugar a las 19:00 horas, se abrirá un debate sobre la monarquía; tema que cobra fuerza en la ciudad portuaria de cara al próximo martes 12 de julio, fecha en la que se conmemora el levantamiento cantonalista murciano durante la Primera República Española.

La institución monárquica atraviesa hoy una crisis de confianza propiciada por los sucesivos escándalos del Emérito, desencadenantes de que un gran porcentaje de la opinión pública refleje una creciente desconfianza hacia la Corona. Pisarello, profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, considera que se ha llegado a un punto de inflexión en el que, si las izquierdas republicanas “se coordinan” podría llegar el fin de la monarquía. En elDiario.es le preguntamos sobre la posición de la realeza española hoy en día y sobre los últimos problemas a los que las distintas formaciones políticas se han tenido que enfrentar.

¿Estamos presenciando el comienzo del fin de la monarquía?

A lo que asistimos en España es a un hundimiento sin retorno del llamado ‘Juancarlismo’. Ahora hay una élite desesperada intentando levantar cortafuegos para que eso no alcance al conjunto de la institución, veremos si lo consiguen.

Con respecto al emérito, una amplia mayoría de españoles reclama explicaciones y una petición de perdón por parte de Juan Carlos de Borbón, ¿cómo cree que afecta esto a la institución monárquica?

Bueno, hay partidos e instituciones que han trabajado de forma obscena para que los desmanes de Juan Carlos queden impunes, pero en realidad lo que han conseguido es debilitar aún más a la monarquía. En consecuencia, hay una mayoría social que ya ha condenado moralmente al emérito.

El descrédito de la monarquía y su falta de transparencia se refleja en la opinión pública. ¿Puede traducirse de alguna manera el desgaste de la corona en los resultados electorales?

Desde la Transición Española, nunca se habían visto tantas diputadas y diputados republicanos en el Congreso. Si se trabaja bien y los relojes se coordinan, esa potencia republicana podría emerger con fuerza en las municipales del 2023.

España no es el único país con monarquías hereditarias. En su libro habla de varias, como Reino Unido o Suecia. ¿Por qué cree que sigue existiendo esta forma de gobierno?

Aún existen, sí, pero en pleno siglo XXI, las monarquías hereditarias son un anacronismo destinado a desaparecer. En países como Suecia o Noruega su papel institucional es cada vez más simbólico y residual, y en el Reino Unido, casi una atracción turística, aunque muy costosa.

¿A qué fines concretos responde la monarquía en España?

A diferencia de otras monarquías europeas, la española proviene directamente del franquismo, no ha roto con su herencia. Su función principal es la que ha tenido en otros momentos de la Historia: ser el pegamento de una concepción extractivista de la economía, y de los estamentos empresariales, judiciales, eclesiásticos y militares, que la hacen posible.

El pasado 4 de julio los reyes asistieron con sus hijas a los premios Princesa de Girona, donde Leonor hizo una intervención en catalán. ¿Considera que la monarquía tiene margen para la reinvención?

Felipe VI podría haber acabado con la inviolabilidad entendida como carta blanca para delinquir e impulsar una genuina ‘perestroika’ de la Casa Real, pero prefirió seguir la costumbre borbónica de evitar los controles jurídicos y constitucionales. Eso se percibe socialmente y no se compensa con gestos estéticos para la galería.

Los populares perdieron dos puntos en las encuestas del CIS después de que Alberto Núñez Feijóo tomase las riendas del partido conservador, ¿está la izquierda a tiempo para superar la mayoría de las derechas que auguran los sondeos?

Que el PP y Vox se hagan con el poder en una Europa ultraderechizada sería un desastre que no se puede banalizar, así que hay que impedirlo y mostrar que hay alternativas reales, no simplemente retóricas. Eso exige actuar con valentía, tanto en las instituciones, mientras estemos en ellas, como en la calle, junto a quienes peor lo han pasado estos años.

¿Es la subida de al menos el 2% del Producto Interior Bruto a Defensa en 2029 una línea roja para Unidas Podemos?

Según el Centro Delàs, eso es lo que ya ha aumentado en los últimos años. Creemos que meternos en una espiral belicista cuando la gente no llega a final de mes sería una capitulación moral y política. Más ojivas nucleares, más destructores… todo eso no va a acabar con la precariedad de nadie.

¿A qué atribuye los cambios de postura de Pedro Sánchez y el resto de sus socios europeos frente a las distintas crisis migratorias?

A mí me pareció que Sánchez quería congraciarse como fuera con Marruecos y con la OTAN, como si los valores europeos de respeto por los derechos humanos y la legalidad internacional no existieran. Fue muy difícil no sentir una mezcla de vergüenza y rabia al ver que se asumía un discurso sobre la migración pobre del sur indistinguible del de la extrema derecha.

Reivindicación de la Primera República

La vocación igualitaria, libertaria, fraternal, de esta etapa, ofendió a los mismos que hoy defienden sus privilegios parapetados tras el trono, la espada, la bolsa y la cruz

Gerardo Pisarello 11/02/2022 en CTXT

Una losa pesada cubre la memoria de la Primera República española, proclamada un 11 de febrero de 1873. “Un fracaso sonado”. “Una experiencia caótica, olvidable”. Ninguno de estos epítetos lanzados contra ella es inocente. Tienen una finalidad. Sepultar los anhelos que despertó. Borrar las luchas populares que la hicieron posible. Ridiculizar y simplificar las contradicciones que la atravesaron. Blindar en el presente los privilegios que su llegada cuestionó en el pasado. Y cerrar, entre nosotros y entre las jóvenes generaciones que piden paso, los horizontes de cambio que aquella gesta republicana abrió en su tiempo. Solo por eso, vale la pena volver sobre ella. Sin negar sus límites. Pero recuperando para los tiempos actuales el formidable potencial democratizador que puso en marcha.    

1- El proceso destituyente de una monarquía corrompida 

La llegada de la Primera República supuso concretar los anhelos democráticos que miles de mujeres y hombres de condición humilde abrigaron durante décadas

Una de las pesadillas que la Primera República evoca en sus detractores conservadores es que instala la posibilidad de vivir sin monarquía. No solo sin reyes. Sin la monarquía y todo lo que la rodea. La nefasta cultura cortesana. La corrupción derivada de la patrimonialización de lo público. El centralismo asfixiante. El militarismo represivo. La Iglesia como poder de Estado. El atraso industrial. El brutal partido agrario (los predecesores de los que asaltaron Lorca hace días). La sumisión al capital extranjero extractivista.   

La llegada de la Primera República supuso concretar los anhelos democráticos que miles de mujeres y hombres de condición humilde abrigaron durante décadas. Una mayor participación ciudadana en los asuntos de todos. Una mejor tutela de los bienes comunes. Más ejemplaridad y honradez en el ejercicio de la función pública. Conseguir en la península lo que la Revolución francesa había conseguido en agosto de 1792. O lo que las jóvenes repúblicas americanas conquistaron durante el Trienio Liberal, mientras Riego y Torrijos intentaban mantener a raya al nefando Fernando VII.  

Costó, pero ocurrió. La República llegó, pero antes hubo que hacer saltar, militarmente y en las calles, la coraza que protegía a la degradada monarquía isabelina. Sin eso, no se hubiera llegado a un proceso constituyente republicano. Hizo falta un Joan Prim, militar revolucionario. Y junto a él, el apoyo de la burguesía más modernizante, menos rentista, y de las multitudes que se levantaron en Sevilla, en Cádiz, en Alcoy o en Barcelona.

Sin la erosión de su legitimidad y sin la existencia de una gran movilización ciudadana acompañada de la fuerza militar, la monarquía no habría caído  

La revolución de 1868 fue una revuelta indignada contra un régimen liberal-conservador oligárquico y excluyente. Y fue también una revuelta contra un régimen corrupto, “sin honra”, que tuvo en la monarquía borbónica, en Isabel II y en su madre, María Cristina, una de sus expresiones más acabadas. Sin la erosión de su legitimidad, producto de sus propias fechorías, y sin la existencia de una gran movilización ciudadana acompañada de la fuerza militar, la monarquía no habría caído.

Como revolucionario, Prim fue un acérrimo y consecuente enemigo de la Casa Borbón. Como hombre de orden, receló de la República y de la participación popular en los asuntos públicos. A resultas de ello, entre la Constitución de 1869 y la proclamación de la Primera República en 1873, España tuvo una singular monarquía electiva. El elegido para el trono fue Amadeo I, de la dinastía Saboya. Duró poco. Los partidarios de un regreso de los Borbones, y el creciente impulso republicano popular, forzaron su abdicación. 

Al igual que había ocurrido con Isabel II, la renuncia de Amadeo de Saboya desencadenó por sí sola un nuevo proceso constituyente. Decenas de concentraciones republicanas llenaron las calles de Barcelona, Madrid y otras ciudades. Ninguna nacía de la nada. Eran el resultado de décadas de movilización, de autoorganización y de enfrentarse a una represión durísima. En ese proceso lento y persistente de oposición a la monarquía y sus aliados, florecieron instituciones republicanas de todo tipo: cooperativas, bibliotecas, centros obreros de ayuda mutua, corales, diarios, ateneos y escuelas populares. Surgieron corrientes republicanas, plurales, en diferentes rincones de la península. Se gestaron pactos federales y confederales en Tortosa, Córdoba, Valladolid, Éibar y La Coruña. Fue ese tenaz republicanismo del día a día, que implicó a cientos de miles de mujeres y de hombres, el que forzó la proclamación de una República que llegó por sorpresa. 

Sin una fórmula jurídica que lo previera, el 11 de febrero de 1873 el Congreso y el Senado se constituyeron en Asamblea Nacional. Acto seguido, proclamaron la República por 258 votos contra 32. El poder normativo de lo fáctico del que hablaba Jellinek se impuso a pesar de las resistencias. Se proclamó la República, a secas, y se dejó en manos de unas Cortes Constituyentes la organización concreta de la nueva forma de Gobierno.  

Tres días después, La Campana de Gracia, el gran periódico republicano barcelonés, publicaba en sus páginas, en catalán: “¡Ya la tenemos! ¡Ya la tenemos, ciudadanos! El trono ha caído para siempre en España. Ya no habrá otro rey que el pueblo, ni más forma de gobierno que la justa, santa y noble República federal” ¿Cómo no recuperar aquellas palabras, cuya fuerza aun hoy nos sacude? 

2- La Primer República y la apertura de un horizonte federal, social y democrático 

Como todo fenómeno constituyente democrático, la Primera República generó enormes expectativas. Depuesta la monarquía, se esperó que resolviera rápidamente los grandes retos que España arrastraba desde hace décadas, cuando no siglos. La ofensiva concentración de la tierra. La pobreza sangrante. El retraso industrial. La violencia arbitraria de una temible Guardia Civil. La confusión entre Iglesia y Estado. La batalla contra un centralismo cada vez más autoritario e ineficaz.   

Pi fue un humanista y un internacionalista convencido. Aún joven, criticó con coraje los abusos y desmanes cometidos durante la conquista contra los pueblos amerindios

El contexto internacional no ayudó. Ni la Primera ni la Segunda República españolas navegarían con el viento soplando a su favor. La explosión republicana peninsular parecía un eco tardío de las revoluciones de 1848. Pero Europa había cambiado. En 1873, la Primera República española tuvo que convivir con el imperial Otto von Bismarck y con Thiers, que dos años antes había mandado a fusilar a miles de comuneras y comuneros en París por haber intentado tomar “el cielo por asalto”. En medio de ese contexto, la joven República hispana tuvo que abrirse paso con el único reconocimiento de Suiza, Estados Unidos, Costa Rica y Guatemala.  

Con todo en contra, la Primera República consiguió cosas notables. Entre ellas, llevar a la presidencia a alguien como Francesc Pi i Margall, uno de los más lúcidos, creativos y honrados exponentes del republicanismo social, libertario y federal peninsular. Pi fue un humanista y un internacionalista convencido. Aún joven, criticó con coraje los abusos y desmanes cometidos durante la conquista contra los pueblos amerindios. Más tarde, defendió públicamente en las Cortes a los comuneros parisinos y pidió, frente al nacionalismo español más rabioso, la libre determinación de Cuba y Puerto Rico. 

Como ministro de Gobernación, como presidente de la Primera República, actuó movido por dos obsesiones. Una, que la nueva República aprobara cuanto antes una Constitución democrática, federal, que ordenara la vida del país y le permitiera respirar. Dos, que ese impulso constituyente viniera acompañado de cambios materiales, de raíz, que cuestionaran las injustas estructuras de poder existentes y elevaran, rápidamente también, las condiciones de vida de las clases jornaleras y de las mujeres y niños trabajadores.

Los “obstáculos tradicionales” que crecieron con la monarquía pero que sobrevivieron a ella le salieron al paso. El poderoso partido latifundista que tanto peso tenía en Castilla y Andalucía. La oposición de la Iglesia y de los sectores reaccionarios del ejército. La reacción carlista en el Norte. Al mismo tiempo, las resistencias al programa reformista de Pi generaron impaciencia entre los republicanos federales más intransigentes y entre buena parte de las clases trabajadoras, humilladas durante décadas y con urgencias impostergables. 

En Cádiz, bajo la presidencia de Salvochea se eliminaron tributos a los más pobres y limitaron los precios de bienes básicos para evitar abusos en tiempos de carestía

Inquieto por la lentitud de los cambios en Madrid, el republicano federal Baldomer Lostau promovió un efímero “Estado catalán dentro de la Federación Española” que incluía a las Islas Baleares, pero luego desistió. En el sur, la paralización del federalismo desde arriba dio lugar a la rebelión cantonal desde abajo. También sobre ellos, sobre los cantonales, pesa una leyenda infamante. La que los presenta como la encarnación del “caos” y de la “desmesura roja”. Lo cierto es que dieron voz a reclamos cuya justicia resulta incuestionable. La eliminación de ignominiosos impuestos al consumo. La secularización de la propiedad concentrada del clero. La recuperación de bienes comunales que “habían sido robados al pueblo”. El fin del odioso sistema de quintas y el reemplazo del viejo ejército represivo por milicias populares. El respeto por la democracia municipal. 

En Cádiz, bajo la presidencia de Fermín Salvochea, federalista afiliado a la I Internacional Obrera, se eliminaron tributos a los más pobres. También se limitaron los precios de bienes básicos para evitar abusos en tiempos de carestía, y se ordenó la exclaustración de todos los religiosos, al declararse abolida toda asociación que exigiera el celibato a sus integrantes por ser “contrario a la naturaleza”. Hubo cantones como el de Sanlúcar, presentado por la prensa conservadora como paradigma de la “comuna anarquista” que se limitaron a aplicar un moderado reformismo social. Se aumentaron salarios, se asistió a trabajadores en paro a cuenta de los presupuestos municipales, o como ocurrió en el cantón sevillano, se crearon jurados mixtos entre obreros y patronos para discutir las mejoras en las condiciones laborales. Ese fue, en muchos sitios, el razonable programa cantonalista.

Hubo otros, ciertamente, más incisivos en su afán transformador. El célebre cantón de Cartagena, con héroes populares al frente como Antonio Gálvez Arce –Antonete– fue uno de ellos. Entre otras cuestiones, planteó la necesidad de distinguir entre las propiedades adquiridas de manera justa y las concentradas de manera fraudulenta. Y mandó revisar el proceso desamortizador de tierras, para colectivizar a favor del cantón todas aquellas propiedades de dudoso origen.

Fuerzas de la Marina ahogaron en los caños de la Carraca a más de sesenta obreros, introduciéndolos en sacos y lanzándolos al agua con proyectiles atados a los pies

Desbordado a derecha e izquierda, Pi acabó por dimitir, sin que la Constitución republicana y federal que defendía llegara a aprobarse. En lugar de persistir en sus reformas, sus sucesores cedieron a las presiones reaccionarias. La represión contra el cantonalismo fue feroz. Durante la presidencia de Castelar, que había sido un icono del republicanismo democrático, fuerzas de la Marina ahogaron en los caños de la Carraca, en Cádiz, a más de sesenta obreros, introduciéndolos en sacos y lanzándolos al agua con gruesos proyectiles atados a los pies.

Cuando la República condescendió a la represión de los movimientos populares, selló su propio fin. El intento de Pi de forzar un giro a la izquierda llegó tarde. El Golpe de Estado de Pavía acabó con algo más de un año de experiencia republicana y abrió paso a una nueva restauración borbónica. 

3- Cuando lo imposible se vuelve posible

Eliminar la memoria de las tradiciones republicanas, o denigrarlas a través de la mentira, es una condición indispensable para que nada cambie en el presente

Contemplada en su complejidad y su ambición, se entienden los esfuerzos conservadores por borrar de la memoria la experiencia de la Primera República. Porque eliminar la memoria de las tradiciones republicanas, o denigrarlas a través de la mentira, es una condición indispensable para que nada cambie en el presente. La Primera República fue un atisbo de esperanza en un país injusto, profundamente desigual, que la monarquía isabelina había hundido en la corrupción. Llegó de manera inesperada, pero no hubiera sido posible sin décadas de republicanismo persistente. En las instituciones, en las calles, en la prensa, en los centros de trabajo, en las escuelas y universidades. La vocación igualitaria, libertaria, fraternal, de la Primera República, ofendió a los mismos que hoy defienden sus privilegios parapetados tras el trono, la espada, la bolsa y la cruz. Por eso hay que reivindicarla y conmemorarla. Porque la Primera República, con sus errores y contradicciones, es la muestra de que lo que a veces parece imposible, se vuelve posible. Y de que la historia, como dejó escrito Benito Pérez Galdós, es un ser vivo. Que si durante décadas no destronó, un día destrona. Y si durante décadas durmió con reyes, un día, el menos pensado, despierta en la cama del pueblo.

Gerardo Pisarello: “La Monarquía es el tapón que protege al poder económico y territorial”

ENTREVISTA

por Manuel Capilla para  El Siglo de Europa 3/2/2022

/ Álex Puyol

El secretario primero de la Mesa del Congreso, Gerardo Pisarello, firma ‘Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica’, una obra en la que repasa el devenir de los reyes hispanos contemporáneos, desde Fernando VII hasta Felipe VI, haciendo una enmienda a la totalidad de la institución monárquica e instando a la apertura de nuevos horizontes republicanos. En este sentido, Pisarello señala que “a pesar de los esfuerzos de algunos sectores económicos, mediáticos e institucionales para que Juan Carlos no acabe con ninguna condena formal, la condena social es irreversible” y avisa de que “tanto la primera como la segunda, fueron repúblicas inesperadas. Nadie pensaba que iban a llegar y llegaron”. Sobre la votación crucial del decreto sobre la reforma laboral, el diputado de En Comú Podem afirma que los argumentos de ERC sobre la insuficiencia de la norma “implican un total desprecio por el sindicalismo catalán”.

Su libro impugna la historiografía que ha surgido en los últimos años, que reivindica la España imperial, la monarquía y a figuras como Blas de Lezo. ¿Fue ese el objetivo que le movió a escribir el libro?

No era el objetivo principal del libro. Es una respuesta coyuntural a la escandalosa declaración de la Casa Real, en la que Felipe VI reconoce que su padre podría haber estado implicado en delitos de blanqueo de capitales y evasión fiscal. Pero eso me lleva a una cuestión de fondo, si el problema es Juan Carlos I o viene de atrás. Me lleva a estudiar a los Borbones y a los Austrias y llego a la conclusión de que el problema es esta concepción de la monarquía imperial católica. Eso coincidió con el empeño, sobre todo de la extrema derecha, de reivindicar ese pasado monárquico e imperial, revistiéndolo de caracteres que no tenía. Y, por eso, sí hay una discusión de fondo con esa idea. Hay una riquísima tradición hispana muy crítica con el modo de funcionar de esa monarquía imperial y con lo que supuso la conquista de América. Una cosa que reivindico en el libro es que los primeros autores que se proponen ‘democratizar’ la monarquía, y que eso pasa por reconocer que los pueblos amerindios tienen sus derechos y su dignidad, son fray Bartolomé de las Casas, fray Antonio de Montesinos… Autores españoles que son críticos con ese proceso y que impulsan las teorías modernas de los derechos humanos.

“No pierdo la esperanza de que aparezca en el PSOE un Indalecio Prieto o un Julián Besteiro, que fueron quienes impulsaron las comisiones de investigación contra Alfonso XIII por el caso de Annual. Eso fue clave para dar paso a la república”

¿Quién es el peor rey de la historia contemporánea española? ¿Quizá Fernando VII?

Sin duda, Fernando VII. Es un rey sin escrúpulos, enormemente cruel, más que Carlos I de Inglaterra o que Luis XVI, que acabaron guillotinados. Fernando VII consiguió salirse con la suya, entre otras razones, porque cuando se le pudieron haber puesto límites fuertes, durante el trienio liberal, Riego no se atrevió.

Repasando el árbol genealógico borbón, Juan Carlos I no hace más que honrar la tradición familiar, en cuanto a las amantes y a los negocios turbios.

Muchas de las cosas que hoy nos escandalizan de Juan Carlos aparecen reproducidas, casi miméticamente, en el caso de su abuelo, Alfonso XIII, de Isabel II, de María Cristina, del propio Fernando VII… Siempre hay ese vínculo de la monarquía con la economía rentista que se crea alrededor de la corte. Los diferentes miembros de la monarquía borbónica tienen algún papel, ya sea como comisionistas o como personal implicadas en negocios turbios. Una de las primeras conclusiones del libro es que es un engaño pensar que la monarquía es una figura simbólica y protocolaria, porque en realidad tiene un papel clave a la hora de apuntalar un modelo económico especulativo y rentista con elementos neocoloniales.

 ¿Le ha sorprendido que las investigaciones en Suiza se archivaran?

De entrada, me impresionó que fuera Suiza la que tuviera que poner luz. A partir de ahí, tampoco ha habido especial colaboración por parte de las autoridades españolas. La impresión que uno sigue teniendo hoy es que Fiscalía no hizo lo que hubiera hecho si quien hubiera estado detrás hubiera sido un ciudadano de a pie.

/ Álex Puyol
/ Álex Puyol

¿Cree que volverá a España? ¿Se lo puede permitir Felipe VI?

La monarquía tiene un problema muy grande con esto. Tengo la impresión de que hay abierta una estrategia dirigida a garantizar la impunidad de Juan Carlos. No quiere la derecha, ni tampoco el Partido Socialista, que avancen las investigaciones en el ámbito parlamentario -ha habido más de una docena de peticiones de comisión de investigación- y judicial. Pero, al mismo tiempo, es muy difícil que se pueda plantear el regreso de Juan Carlos. Permanentemente están apareciendo nuevos escándalos y nuevos negocios oscuros. Que eso continúe pasando con el rey aquí, viviendo cerca de su hijo, sería un problema grave para Felipe VI. Creo que es la propia Casa Real la que no acaba de tener claro que sea una buena idea que Juan Carlos regrese. De todos modos, a pesar de los esfuerzos de algunos sectores económicos, mediáticos e institucionales para que Juan Carlos no acabe con ninguna condena formal, la condena social es irreversible.

¿Felipe VI se ha convertido en un rey de parte? ¿En un rey de derechas?

Felipe VI es un rey que ideológicamente tiene una sensibilidad de derechas, mucho más que la de su propio padre. Más allá de otros vicios privados, Juan Carlos tuvo que lidiar con el antifranquismo, con actores que tuvieron un peso importante en la Transición. Felipe no, Felipe crece en un entorno que todo el mundo reconoce como de derecha dura. Y aunque el intenta mantener las formas, se notan las inclinaciones del Rey. Se notó con el discurso del 3 de octubre de 2017, asumiendo el papel del rey-soldado. Se nota en su relación con los sectores más reaccionarios del poder judicial. Hasta se notó en el último viaje oficial que hizo a Puerto Rico, donde la versión que despliega del papel de España en América guarda muchas similitudes con lo que le he oído decir a Vox, aquí en el Congreso, cuando hablan de la Iberosfera. Por tanto, sí, Felipe VI es un rey con unas inclinaciones mucho más derechistas que su padre y eso hace que sea un rey fundamentalmente reivindicado por la derecha.

El PSOE tuvo un papel fundamental a la hora de alargar el reinado de Alfonso XIII, con una cierta connivencia con la dictadura de Primo de Rivera. Y la II República sólo llegó cuando el PSOE retiró su apoyo al rey. ¿La situación con Felipe VI es parecida? ¿Es el PSOE el gran sostén de la monarquía?

El Partido Socialista piensa que proteger a Felipe VI le sirve para que la derecha no pueda impulsar un golpe destituyente contra el Gobierno y, al mismo tiempo, no se atreve a criticar determinadas cosas porque la inviolabilidad de Juan Carlos I es la inviolabilidad de las empresas del Ibex y de todo el mundo empresarial que le acompañó en sus operaciones económicas. El Partido Socialista es conservador desde ese punto de vista. Pero al igual que ocurrió en el reinado de Alfonso XIII, hay una corriente republicana en las bases socialistas, o bien de gente desengañada con el juancarlismo o bien de gente joven que ya no entiende la existencia de la monarquía en el siglo XXI, que puede acabar generando un cambio importante en el futuro. No pierdo la esperanza de que aparezca un Indalecio Prieto o un Julián Besteiro que fueron quienes impulsaron las comisiones de investigación contra Alfonso XIII por el caso de Annual. Eso fue clave para debilitar a la monarquía y dar paso a la república.

¿Ve a alguien en el PSOE capaz de ejercer ese papel?

Lo veo con diputadas y diputados concretos.

¿Cómo quién? No sé si me puede dar algún nombre.

Con el sanchismo han entrado muchos diputados y diputadas jóvenes, de Cataluña, de Albacete… de varios rincones de España, que van llegan a las comisiones con banderas tricolor. Cuando escucho a gente como Adriana Lastra o algunos otros diputados, una saca la impresión de que son diputados y diputadas republicanos que consideran que todavía no es el momento, pero que llegado el caso podrían dar un paso hacia posiciones diferentes.

“Felipe VI es un rey que ideológicamente tiene una sensibilidad de derechas, mucho más que la de su propio padre”

¿Ve factible a día de hoy un pacto de fuerzas republicanas como lo fue el Pacto de San Sebastián?

Creo que es lo que hace falta. Una de las razones para escribir el libro era precisamente esta: mostrar que, contra lo que mucha gente piensa, la monarquía es el tapón que protege un cierto sistema de poder económico, financiero y territorial, que impide que avancen ciertos procesos de democratización. Uno de los objetivos del libro es convencer a las fuerzas republicanas peninsulares, que siempre han sido muy plurales, de que criticar a la monarquía es una condición sine qua non para que sus proyectos puedan abrirse camino. Por eso, en el libro, a pesar de que es un libro sobre la monarquía, he intentado hacer emerger las tradiciones republicanas catalanas, andaluzas, gallegas, vascas, españolas… Y mostrar que todas ellas pueden tener un objetivo común.

¿Cómo valora el hecho de que la reforma laboral haya salido adelante con el apoyo de Ciudadanos y sin los socios de la investidura, PNV y ERC?

Lo más importante es que se apruebe. Se trata de una reforma que puede haber sido criticada por algunos grupos como insuficiente, pero que nadie puede negar que supone un avance y una conquista de derechos, que beneficia a los sectores más precarios del mundo del trabajo. Por eso cuesta mucho entender los votos en contra. Otra cosa es que, en el debate de la reforma laboral, se hayan cruzado otros debates, como la reivindicación específica del PNV y Bildu, que responde al ecosistema sindical vasco, con sindicatos nacionalistas que pueden haber sentido que no tuvieron suficiente protagonismo en esta reforma. Mucho más difícil es entender que ERC pueda emitir un voto que suponga mantener la reforma de Rajoy, que es lo que está pidiendo Fomento del Trabajo, la patronal agraria que asaltó las instituciones en Lorca, el sector de la hostelería contraria a reforzar los derechos de las ‘kellys’… Me parece incomprensible y preocupante, porque puede provocar una herida que tarde en restañarse.

“La OTAN es una organización militar que defiende los intereses de los EEUU y no tengo claro que esos intereses coincidan con los que deberíamos tener como europeos y europeas”

¿A qué achaca la posición de ERC? Algunas interpretaciones apuntan a la intención de contrarrestar el ascenso de Yolanda Díaz en los sondeos.

Es muy difícil de comprender. ERC ha hecho un intento de hacer ver que se trata de la reforma de Yolanda Díaz, lo cual sería un argumento bastante mezquino teniendo en cuenta la relevancia de esta ley. Una ley que, además, no sale de Gobierno, sino que es un acuerdo tripartito en el que participan UGT y Comisiones Obreras, que representan el 80% del mundo sindical en Cataluña. Esquerra ha tenido consejeros, en el gobierno de la Generalitat, que habían sido destacados miembros de la UGT. Por tanto, los argumentos que se están utilizando públicamente sobre la insuficiencia del acuerdo implican un total desprecio por el sindicalismo catalán. En ese sentido, se entiende poco.

Poniendo el foco en la crisis de Ucrania. ¿En Unidas Podemos están dispuestos a formar parte de un Gobierno que tome parte en una guerra, llegado el caso?

Lo que nosotros decimos es que una guerra activada por Biden, por Putin y por el entramado empresarial militar detrás de ellos sería una catástrofe en términos humanitarios. Estamos hablando de potencias altamente militarizadas, de potencias nucleares, que podrían conducirnos a un desastre de consecuencias dramáticas. Lo que sostemos es que el objetivo de las negociaciones que se están produciendo es evitar que pueda haber una guerra, apostar por la desescalada, por la desnuclearización y por buscar salidas políticas a ese tipo de conflicto. La OTAN ha perdido mucha credibilidad como una organización simplemente defensiva o preocupada por los derechos humanos. Es una organización militar que defiende los intereses de los Estados Unidos y no tengo claro que esos intereses coincidan con los que deberíamos tener como europeos y como europeas. Lo que hace falta ahora es aprovechar la coyuntura para poner en marcha un nuevo modelo de seguridad, más sensato y más sostenible en el tiempo. Para esto, es importante que Europa tenga una voz propia, que defienda su autonomía estratégica frente a las grandes potencias. Esto, con titubeos, es lo que ya están haciendo Alemania, Francia o Italia, que están planteando muchas reticencias a ir a un choque directo contra Rusia que podría ser suicida.  Somos una organización que se siente heredera de las movilizaciones contra la permanencia en la OTAN en 1986, pero también somos herederos de los que fueron las manifestaciones masivas contra la guerra de Irak en 2003, que sirvieron para forzar la retirada de tropas durante el gobierno Zapatero. Esa tradición antimilitarista tiene que reactivarse para proponer un modelo alternativo de seguridad.

Para concluir, retomando la cuestión de la monarquía. ¿Nosotros llegaremos a ver la proclamación de la república o ve a la institución monárquica lo suficientemente sólida como para resistir a muy largo plazo?

Es difícil decirlo. El año próximo se cumplirán 150 años de la proclamación de la I República. Tanto la primera como la segunda, fueron repúblicas inesperadas. Nadie pensaba que iban a llegar y llegaron. Llegaron porque en España siempre han existido tradiciones republicanas muy ricas, que se expresan en la defensa de los bienes comunes, de la educación pública, de la separación entre Iglesia y Estado, de un modelo menos dependiente de los sectores rentistas financiarizados… Tradiciones que siguen estando presentes. Por tanto, como digo en el libro, pienso lo mismo que Benito Pérez Galdós, que la historia es un ente vivo que si durante siglos no destronó, un día destrona. Y que si durante siglos durmió con reyes, un día se despierta en la cama del pueblo. Creo que nuestra tarea como republicanos convencidos que somos -al menos en mi caso, que soy nieto de republicanos andaluces- es trabajar para que eso sea posible. Es convencer a gente de diversas sensibilidades políticas de que una república democrática homologable a las que existen en Portugal, Italia o Francia, sería un proyecto mucho más moderno y mucho más a la altura de las necesidades de estos tiempos.

Entrevista de Ángel Pasero para Radio Rebelde Republicana

En «Abrimos un libro», espacio de entrevistas de Ángel Pasero en Radio Rebelde Republicana, con el apoyo de Unidad Cívica por la República (UCR), hemos conversado sobre mi libro «Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica.»

Aquí la entrevista en Youtube

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