Resistir sin perder la ofensiva, dentro y fuera de las instituciones

Cuesta concebir una política emancipadora que no asuma este triple desafío: actuar en el Estado, contra el Estado, y fuera y más allá de él. Esto es lo que hay que reinventar con urgencia. Y hacerlo colectivamente

Gerardo Pisarello 18/12/2023

El viernes 15 de diciembre, CTXT fue anfitriona de un debate en línea en el que Yayo Herrero, Amador Fernández-Savater y quien esto escribe, conversamos sobre el papel de las izquierdas y de los movimientos sociales frente al ascenso reaccionario global. Creo que fue un debate estimulante y muy necesario. Por la manera directa pero respetuosa con la que se plantearon acuerdos y desacuerdos. Por las reflexiones punzantes que suscitó entre quienes intervinieron desde sus casas. Por la modestia con la que se expresaron dudas e incertezas. Y sobre todo, porque nada de lo que se dijo abonaba el cinismo o la resignación frente a las injusticias de nuestro tiempo. Por el contrario, fue un debate pensado para sacudirnos y estar a la altura del contexto de emergencia en el que nos encontramos.

El disparador de la discusión fue un artículo publicado por Amador en CTXT, bajo el título Defender recreando (a propósito de la izquierda y la Constitución)En ese texto, Amador comentaba un acto organizado por el Grupo plurinacional de Sumar en el Congreso por los 45 años de la Constitución de 1978. En aquel acto breve, pensado más para la prensa que para el debate público, intervinimos tres personas, con coincidencias y también, creo, con matices personales. Lo cierto es que, tras seguir la transmisión, Amador detectó algunos problemas que son objeto de sus preocupaciones hace tiempo. El fundamental, una mirada demasiado defensiva sobre el papel de la Constitución y de ciertos cambios legales en la actual coyuntura de ascenso de la ultraderecha. El segundo, una mirada en exceso institucionalista, estatalista, que en su opinión se aleja de la de movimientos como el 15-M y refuerza una desafección que las derechas radicalizadas saben utilizar en su provecho.

Hay una mirada en exceso institucionalista, estatalista, que se aleja de la de movimientos como el 15-M

No todas las objeciones que Amador plantea fueron sostenidas realmente en el debate al que se refiere. Pero las dos señaladas tienen mucho de pertinentes y merecen una reflexión. Entre otras razones, porque forman parte de debates que están teniendo lugar no solo en el contexto hispano, sino también en otras latitudes. Ya que CTXT nos ha dado la oportunidad, aprovecho estas páginas para presentar tres ideas que intentan aclarar mi punto de vista y ofrecer algunos argumentos para continuar la discusión.

1. Hay que resistir sin renunciar ni a la autocrítica ni a un horizonte transformador.

Hay una primera cuestión, de fondo, que comparto plenamente con Amador. En un escenario internacional dominado por un capitalismo desembridado y por la irrupción de un fuerte movimiento reaccionario, tenemos que poder defendernos sin asumir una mirada defensiva.

Efectivamente, en un mundo en el que miles de activistas o colectivos en situación de vulnerabilidad por razones de clase, de género o de origen étnico, son amenazados, agredidos, e incluso asesinados, hay que poder defendernos y hay que poder protegernos. Con todo, es innegable que limitarnos a estabilizar las líneas defensivas puede convertirse en el camino más expedito para acabar perdiéndolo todo.

Esto es así por muchas razones. Primero, porque no toda situación de bienestar aparente o real es digna de ser defendida. Como lúcidamente señaló Yayo Herrero en el debate en línea de CTXT, hay muchos supuestos en los que resistir sería mantenernos anclados en prácticas insostenibles. Esto es evidente, por ejemplo, en un contexto de contracción del uso de energía y de materiales, en el que resistir no puede equivaler a conservar prácticas no generalizables que, por el contrario, deberían ser radicalmente revisadas. Pero hay una segunda razón por la que no podemos limitarnos a la resistencia. Porque mantener algunas regulaciones públicas y ciertas mejoras materiales en la vida de las personas no bastará para que éstas recuperen su fe en la política y en una democracia que no se comporta como tal.

Yo no desdeñaría lo que Amador parece considerar asuntos menores como pelear desde las instituciones para mejorar salarios, reforzar la sanidad pública, aumentar impuestos a las grandes fortunas, o evitar cortes de luz o subidas de alquileres. De entrada, porque como él mismo admite, son cuestiones vitales para quienes peor están y para quienes ya han perdido demasiado en estos años. Luego, porque no hay nada peor ni más desmovilizador que unas izquierdas incisivas en “el relato” pero incapaces de concretar sus consignas cuando tienen la oportunidad institucional de hacerlo.

Dicho esto, no puedo estar más de acuerdo con Amador en que la política no puede reducirse a simple gestión o a simple administración. Debe ser capaz de confrontar con la fatalidad distópica y plantear futuros alternativos y deseables. Obviamente, esto encierra un riesgo. El de empeñarse, como también apuntaba Yayo Herrero, en “ilusionar” a personas que acaban siendo tratadas como niños pequeños o como consumidores pasivos de un producto de marketing. El desafío es otro: repensar, lo más colectivamente posible, horizontes de transformación capaces de movilizar los deseos de la ciudadanía de apropiarse de la política. Muchos de estos horizontes: republicanos, feministas, antirracistas, poscapitalistas, pueden no aparecer como inmediatos. Pero deben ser pensados y anticipados en prácticas concretas, si no queremos que sean las derechas radicalizadas quienes acusen a las izquierdas de “castas” y se hagan con el imaginario contestatario y anticonservador.

2. Seguimos necesitando procesos constituyentes que habiliten transformaciones de fondo, pero mientras tanto, tenemos que poder disputar la legalidad existente.

Hay un segundo debate que suscita Amador en su artículo. Está vinculado al primero y tiene que ver con las mediaciones legales que permiten, no solo garantizar los “pequeños bienes” de los que habla Santi Alba Rico, sino abrir horizontes transformadores más amplios. En este punto, Amador lamenta que las izquierdas hayan abandonado la apelación a nuevos procesos constituyentes, como en tiempos del 15-M, y se resignen a disputar la Constitución de 1978 a las derechas radicalizadas.

Amador lamenta que las izquierdas hayan abandonado la apelación a nuevos procesos constituyentes

Comienzo, también aquí, por darle la razón. Yo mismo escribí en 2014, al calor de las movilizaciones indignadas y del auge del soberanismo catalán, un ensayo titulado Procesos constituyentes. Caminos para la ruptura democráticaAllí defendía la necesidad de aprovechar todas las grietas para impulsar lo que en países como Bolivia o Ecuador había dado lugar a nuevas Constituciones que habilitaban la conquista de nuevos marcos interpretativos y de pequeños y grandes bienes, tanto personales como colectivos.

Aunque quizás no fui lo suficientemente claro, en mi intervención en el Congreso insistí, como hago cada año que llega el aniversario de la Constitución, en que no podemos abandonar esa perspectiva constituyente. Incluso si no estamos en un momento “caliente” como el del 15-M, sigue siendo fundamental no renunciar a un horizonte radicalmente republicano, feminista, ecosocial, ni a propugnar lo que Xosé Manuel Beiras llama “un proceso de procesos constituyentes”.

Naturalmente, eso no nos exime, como en tantos otros ámbitos, de lidiar con el “mientras tanto”. Aquí, mi propuesta es doble. Por un lado, no dejarnos enzarzar en el debate estéril sobre la reforma de una Constitución –la de 1978– deliberadamente pensada para no ser reformada en sus aspectos sustanciales. Por otro, plantear, sin renunciar al horizonte constituyente, una interpretación garantista de los contenidos sociales y democráticos ya existentes y que las derechas radicalizadas pisotean o incumplen de manera sistemática.

Quiero aclarar que no estoy hablando de blandir el librito de la Constitución como si fuera un fetiche que contuviera todos nuestros anhelos. Simplemente, se trata de exigir, como hacía la Plataforma de Afectados por la Hipoteca cuando salía a la calle con carteles que decían “Artículo 47”, que sus promesas sociales y democráticas se cumplan. Mucho más ahora, cuando tenemos unas derechas que las ignoran o las pisotean abiertamente mientras parecen suspirar por las Leyes Fundamentales de la dictadura. 

Llegados a este punto, planteé en el Congreso una cuestión acaso polémica, pero que me parecía importante abordar: distinguir la Constitución del 78 del Régimen del 78. En mi opinión, lo que llamamos el Régimen del 78 es un régimen de poder que tiene su origen en los pactos de la transición. Pero que cristaliza décadas después, con el Aznarato y con la contrarreforma del artículo 135 constitucional que consagra la prioridad del pago de la deuda sobre otros objetivos sociales.

En mi opinión, lo propio de ese Régimen bipartidista fue utilizar el Parlamento y un Tribunal Constitucional cada vez más conservador para desactivar los contenidos más avanzados que el antifranquismo había logrado imprimir en la Constitución y para estrechar los márgenes para una interpretación garantista de la misma. Esto explica que, con la eclosión del 15-M, muchos movimientos sociales comenzáramos a exigir un proceso constituyente que rompiera “con el candado del 78”.

Hoy, me parece, la situación se ha tornado más compleja. Porque ya no solo tenemos que cuestionar lo que fue el Régimen del 78, hoy parcialmente superado con los últimos gobiernos de coalición y con los cambios en la composición del propio Tribunal Constitucional. También nos toca enfrentarnos a unas derechas que en más de un extremo son pre-Régimen del 78. Para entendernos: nostálgicas del franquismo y negacionistas del derecho internacional de los derechos humanos y de los elementos más garantistas de una Constitución a la que ignoran cuando les conviene.

Insisto: nada de esto nos obliga a concebir la Constitución como el punto de llegada de todos nuestros deseos ni a ignorar los cepos que los herederos de la dictadura plantaron en ella. Simplemente nos exige disputar el sentido de su contenido más garantista para derogar la ley mordaza, para hacer viable la ILP de regularización de las personas migrantes o para descriminalizar los delitos contra la Corona y otros despropósitos punitivistas. Estas últimas medidas no exigen ni complejos procesos constituyentes previos ni reformas constitucionales quiméricas. Exigen fuerza social y voluntad política para aprobar leyes y en algunos casos decretos, no ya para “mejorar la vida de la gente”, sino para que sea la gente quien, en primera persona, se apropie de la política. 

3. Hay que pensar alternativas que puedan construirse desde, contra y fuera del Estado.

Llego así a un último punto que, como puede verse, conecta con los anteriores. En su artículo, Amador señala que los partidos políticos tienden a hacer propuestas que se solventan fundamentalmente en la esfera institucional. Y que esto, una vez más, no hace sino aumentar el malestar ente quienes sienten a las izquierdas ofrecer políticas “para la gente”, pero rara vez “con ella”.

Hay transformaciones que deben plantearse a través del Estado, otras contra él, y otras fuera y más allá de sus confines

Como acabo de decir, esta observación me parece pertinente y debería ser fuente de mayor autocrítica para todos los partidos de izquierda, verdes, o con pretensiones antisistémicas que con frecuencia actuamos, como dice Amador, como “productores masivos de desafección”.

Admitido esto, sigo pensando que la cuestión no puede resolverse, como parece sugerir Amador, simplemente a través de la desestatalización. Por lo que hace al Estado, en concreto, y a las instituciones públicas, soy partidario, otra vez, de plantear una manera más compleja de relacionarnos con ellos. En la práctica, esto supone asumir que hay transformaciones que deben plantearse a través del Estado, otras contra él, y otras, por fin, fuera y más allá de sus confines, propiciando la creación y recreación de nuevos espacios de autoorganización social.

Por su escala, hay algunas transformaciones inconcebibles sin mediaciones legales e institucionales, estatales o incluso supraestatales. Yugular fiscalmente a los grandes rentistas, a la banca o a las tecnológicas, o crear empresas públicas en sectores estratégicos, son un ejemplo de ello. No creo que valga, en este punto, la caricatura de Amador cuando reduce estos objetivos a poner “un impuestito aquí o una regulación más allá”. Tampoco su idea de que el propósito de embridar a los poderes capitalistas convierta a la izquierda en “autoritaria y moralizadora, regañona y puritana”.

Cosa diferente es exigir que estas políticas públicas no sean jerárquicas y que se tomen en serio la participación comunitaria en su diseño. Pero incluso en estas formas de regulación público-comunitarias, la dimensión estatal o institucional resulta imprescindible. 

Como en los puntos anteriores, la desestatalización que plantea Amador me parece fundamental cuando de lo que se trata es de combatir las inercias burocratizadoras y mercantilizadoras de las instituciones estatales realmente existentes. Y me parece decisivo, también, si se entiende como el impulso de procesos de organización y participación desde abajo sin los cuales las políticas institucionales se anquilosan y acaban siendo fácilmente capturadas por grandes poderes económicos. En cualquier caso, cuesta concebir una política emancipadora que no asuma hoy ese triple desafío: actuar en el Estado, contra el Estado, y fuera y más allá de él.  Esto es lo que hay que reinventar con urgencia. Y hacerlo colectivamente. Porque es la única manera, como bien apunta Amador en su provocadora y lúcida reflexión, de conservar lo que merece la pena.

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Aquí puedes ver el debate ¿Resistir y/o reinventarlo todo?

Plurilingüismo en el Congreso: ¡el momento es ahora, Sepharad!

El ilusionante cambio no puede darse por descontado. Exige compromiso y presión por parte de quienes aspiramos a una investidura plurinacional, progresista, feminista y republicana

Gerardo Pisarello 27/08/2023 CTXT

Hay palabras que llegan de imprevisto y deshacen nudos como piedras, retiran mordazas y alientan cambios que parecían imposibles. Así sonaron las que pronunció la presidenta del Congreso, Francina Armengol, en la sesión constitutiva de la Cámara del pasado 17 de agosto. Irrumpieron de pronto, sin que nadie las esperara, tras una emotiva evocación de La pell de brau, el poemario que convirtió a Salvador Espriu en una referencia de la lucha antifranquista. 

“Quiero manifestar mi compromiso con el catalán, el euskera, el gallego y la riqueza lingüística que suponen, y quiero anunciarles que esta presidencia permitirá el uso de estas lenguas en el Congreso desde esta sesión constitutiva”. Así de rotundo, así de claro. Ni durante la Primera República, ni durante la Segunda, ni después de la Transición, la tercera autoridad del Estado había defendido el pluralismo lingüístico con convicción semejante.  

La densidad histórica de las palabras

Desde luego, ese compromiso inédito con las hablas peninsulares pedía concreciones y anunciaba también resistencias. En ningún caso, sin embargo, se trataba de flatus vocis, de palabras destinadas a desvanecerse o a quedar en mero artificio retórico. Por el contrario, si pudieron ser pronunciadas fue porque encarnaban una fuerza de siglos. La de millones de mujeres y hombres que a través del tiempo lucharon con orgullo por conservar y enriquecer esas voces propias, que fueron a la vez la de sus hijos o sus madres. Esa fuerza, nacida del fondo de la historia, no emergió por casualidad en uno de los congresos más plurinacionales y plurilingües de la historia reciente. Y tampoco fue por azar que tuvo como intérprete a una mujer, mallorquina, que como presidenta del Gobierno de Baleares había hecho de la defensa de la memoria democrática una política pública irrenunciable.

En la primera reunión de la Mesa, el PP apuntó directamente contra la legalidad de la decisión y exigió que se congelara todo

Naturalmente, semejante desafío no podía quedar sin respuesta. Aquel 17 de agosto, sin embargo, los reticentes de siempre estaban desconcertados. Divididas las derechas, torcieron el gesto, pero sin aspavientos excesivos, como si intuyeran que enfrente tenían a una exigencia de los tiempos, y por ello, difícil de parar.

En la primera reunión de la nueva Mesa del Congreso, ya repuesto, el PP mostró su lado más recio. Apuntó directamente contra la legalidad de la decisión y exigió que se congelara todo. En otras ocasiones, esa simple invocación paralizadora hubiera bastado para desactivar el anuncio y restaurar el status quo de siemprePero no esta vez. El pacto que había posibilitado la nueva composición de la Mesa había dejado fuera a Vox, que no estaba allí para socorrerlo. El PSOE no secundaba sus argumentos, como había ocurrido tantas veces en la legislatura anterior. Sumado a ello, el propio PP comparecía en el debate con un candidato a la presidencia del Gobierno de Ourense, que hizo gran parte de su carrera política en gallego, sin que nadie en su partido lo considerara la ‘anti-España’ por ello. 

Una reforma reglamentaria impostergable

Tras este fallido movimiento restaurador, que hubiera implicado desactivar toda la potencia del anuncio del 17 de agosto, la presidenta del Congreso propuso otro camino.  Escuchar a los grupos parlamentarios y a partir de allí plantear una propuesta jurídicamente sólida que pueda aplicarse en el próximo pleno, probablemente el que deberá debatir la investidura de Alberto Nuñez Feijóo. 

Si se atiene a lo ocurrido en estos últimos años, lo lógico sería que de estas rondas de consultas surja lo que ha sido un clamor compartido por un amplio espectro de fuerzas políticas: la necesidad de reforma del Reglamento del Congreso. Esta reforma no se produciría en el vacío. Tendría como antecedente las que ya se produjeron en el Senado en 1994 y 2005. Fueron aquellas iniciativas, en efecto, las que abrieron camino en la dirección de lo que ahora se pretende: normalizar el uso del euskera, el gallego y el catalán, en escritos y debates parlamentarios. 

Curiosamente, estas reformas, que incluían la posibilidad de utilizar las lenguas cooficiales en algunas intervenciones y escritos parlamentarios, tuvieron el apoyo del PP. Es más, en algún caso no solo las apoyó, sino que llegó a quejarse de su insuficiencia. “Aspirábamos a más”, sostuvo en 2005 el senador gallego Víctor Manuel Vázquez Portomeñe. Y no se quedó allí: prometió ir más lejos si había cambios futuros y acabó invocando, para justiciar su moderación, las célebres palabras de Confucio: “Más vale encender una humilde vela que maldecir la oscuridad”.

Aquella reforma echó por tierra muchos tabúes. De entrada, corroboró lo que hoy se acepta con naturalidad en la Unión Europa, en países como Suiza, Bélgica o Canadá, o en parlamentos como el de la Comunidad Autónoma Vasca: que es perfectamente posible, sin riesgo de trauma psicológico ni gran dispendio económico, entenderse y debatir en diferentes lenguas, mediante sistemas de traducción previa o simultánea. Y que negarse a ello con el argumento de la humillación del pinganillo, es más un signo de inseguridad que de confianza en la vitalidad de la propia lengua. 

Precisamente porque los antecedentes del Senado y del derecho comparado son numerosos y funcionan, la reforma del reglamento del Congreso resulta una iniciativa impostergable. El último intento de llevarla adelante tuvo lugar en junio de 2022. Con la firma de ERC, PNV, JXCat, PDeCAT, la CUP y el BNG, la iniciativa ya planteaba la posibilidad de la traducción simultánea de estas lenguas en las intervenciones en comisiones y de plenos. 

Por primera vez en la historia, la propuesta contó con el apoyo decidido de partidos con presencia en el ejecutivo. Este fue el caso del grupo confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común, cuyos diputados subieron a la tribuna a defender la iniciativa. En ese entonces, no obstante, se toparon con la oposición de un PSOE demasiado temeroso y condicionado tanto por el PP como por Vox. 

En una sesión memorable por su significado, el diputado sabadellense de En Comú Podem, Joan Mena, afeó al PSOE su posición y le recordó que el problema no lo tenían “los hablantes de las lenguas oficiales” sino “aquellos que no son capaces de aceptar y de sentirse orgullosos de una realidad que nos enriquece y mucho como país”.

El PP intentó apuntarse a una eventual reforma del Reglamento del Congreso, pero no para avanzar en el cambio, sino para frenarlo

Tras las elecciones del 23 de julio de este año, el escenario para la reforma se ha vuelto mucho más propicio. Primero, porque el voto que hoy permitiría a Pedro Sánchez hacerse con la presidencia del Gobierno es un voto con un fuerte componente antifascista, contrario a las retiradas de revistas en catalán de las bibliotecas públicas y, más en general, a los ataques a las lenguas cooficiales perpetrados por los gobiernos pactados entre el PP y Vox. 

Una de las primeras en reaccionar contra estas medidas de tintes neofranquistas fue la propia vicepresidenta en funciones y líder de Sumar, Yolanda Díaz. Durante la campaña electoral, Díaz defendió la necesidad de una ley de uso y enseñanzas de lenguas oficiales y minorizadas. El 2 de agosto, por su parte, también anunció que impulsaría una reforma del Reglamento para blindar jurídicamente la diversidad lingüística en el Congreso. 

Las exigencias en materia lingüística por parte de ERC y Junts como condición para aprobar la constitución de la nueva Mesa y una eventual investidura futura hicieron el resto. El propio PSOE accedió a cambiar su posición en la materia, propuso a una federalista genuina como Armengol como nueva presidenta del Congreso y luego respaldó su anuncio histórico de un cambio inmediato en el uso del euskera, del catalán y del gallego, en los plenos de la Cámara. 

La estrategia contrarreformista 

Todavía en estado de shock, el PP intentó, en la primera reunión de la nueva Mesa, apuntarse a una eventual reforma del Reglamento del Congreso, pero no para avanzar en el cambio, sino para frenarlo. Sus representantes, en efecto, fueron los primeros en exigir “que todo quede congelado” mientras la reforma no se acometiera y mientras no hubiera informes jurídicos. 

Esta actitud no solo buscaba desplegar una táctica dilatoria que desnaturalizara el mandato nítido de la presidencia de la Cámara del 17 de agosto. También desconocía que los propios diputados y diputadas, como representantes de la voluntad popular, son los primeros obligados a cumplir el principio constitucional que manda proteger las lenguas de toda la ciudadanía y de “los pueblos de España”. 

La presidenta del Congreso cuenta con instrumentos jurídicos y con mayorías de apoyo suficientes para que el plurilingüismo gane peso 

De existir acuerdo entre las fuerzas partidarias de este avance en materia de plurilingüismo, el cambio sería imparable. Primero, porque la tramitación de una reforma que blinde jurídicamente la diversidad lingüística, bien podría realizarse en lectura única, como prevé el artículo 150 del Reglamento. Segundo, porque incluso sin ese trámite, la presidenta podría comenzar a flexibilizar el uso de las lenguas amparándose en el artículo 32, que la faculta a dirigir los debates, mantener el orden en los mismos e interpretar el propio Reglamento en los casos de duda.

También aquí existen antecedentes. Ya en 2005, el entonces presidente del Congreso, Manuel Marín, del PSOE, aprobó una Resolución con el visto bueno de la Mesa y de la Junta de Portavoces con el objetivo de flexibilizar el uso de las lenguas mediante la autotraducción al castellano a cargo de los propios intervinientes. Incluso en la última legislatura, con Meritxell Batet de presidenta, se utilizaron fórmulas similares sin que nadie sintiera que se le privaba por ello del derecho a entender lo que se estaba debatiendo. Durante el debate de la proposición de reforma reglamentaria de 2022, el diputado Ferran Bel, del PDeCAT, realizó toda su intervención en catalán, autotraduciéndose al castellano. Lo mismo hizo, en euskera, Mertxe Aizpurua, portavoz de EH Bildu. Y no solo eso: algunos diputados de Unidas Podemos, como Pablo Echenique o Sofía Castañón, pronunciaron alocuciones breves en las que utilizaron otras modalidades lingüísticas reconocidas en sus territorios como el aragonés o el bable. 

Es verdad que durante aquella sesión la presidencia acabó llamando al orden a las diputadas y diputados Montse Bassa, de ERC, Míriam Nogueras, de Junts, Albert Botran, de la CUP, y Néstor Rego, del BNG, por su insistencia en hablar solo en catalán o gallego. Pero en aquel caso, la decisión de no autotraducirse no era un simple capricho. Era una forma deliberada de protestar contra la oposición del PSOE a tramitar una propuesta que ya se había abierto paso parcialmente en el Senado.

Avanzar, indesinenter

Sea como fuere, estos antecedentes muestran que, con la actual legalidad en la mano, la presidenta del Congreso cuenta con instrumentos jurídicos y con mayorías de apoyo suficientes para que el plurilingüismo gane peso ya en los plenos del 26 y 27 de septiembre, cuando se debata la investidura de Feijóo.

Podría ocurrir, desde luego, que ese debate tuviera lugar sin que los sistemas de traducción necesarios estuvieran listos. En ese caso, no sería imposible acordar con los grupos un margen suficiente de flexibilidad para que, junto al castellano, las lenguas de Rosalía de Castro, de Gabriel Aresti, de Montserrat Roig y de Ovidi Montllor, resuenen en el hemiciclo con la fuerza y la dignidad que merecen. Los diputados y diputadas que las utilizaran deberían, seguramente, autolimitarse para que sus intervenciones resultaran comprensibles para todos y permitieran el debate. Pero esta autolimitación, a diferencia de otros momentos, no implicaría renuncia ni apuntalamiento del status quo. Sería un pequeño primer paso hacia una reforma más profunda, previamente pactada, que blinde de una vez el uso normalizado en el Congreso de las lenguas peninsulares, para orgullo de todos, incluidas las personas castellanoparlantes. 

El mundo advertiría el simbolismo de un reconocimiento jurídico de la pluralidad lingüística interna, nada menos que en el Congreso

El efecto de un cambio de esta naturaleza sería enorme, internamente y desde el punto de vista internacional. Hacia adentro, porque ayudaría a que las propias lenguas peninsulares se conozcan mejor entre ellas, algo que hoy por desgracia ocurre poco. También serviría para que se asuma que el propio castellano que se habla en el Congreso bien puede sonar a la manera andaluza, canaria o argentina, como es mi caso, o a la manera saharaui de nuestra compañera Tesh Sidi. El efecto hacia afuera no sería menor. Porque el mundo entero advertiría el simbolismo de un reconocimiento jurídico y práctico de la pluralidad lingüística interna, nada menos que en el Congreso de los Diputados. Dicho reconocimiento nos permitiría acercarnos mejor a Portugal, a América Latina o, incluso, a África. Y sobre todo, lanzaría un mensaje claro a Europa sobre la necesidad de que las lenguas que ya se escuchan o leen con naturalidad en las instituciones estatales, se escuchen y se lean de modo similar en Bruselas o Estrasburgo. 

Nada de esto, obviamente, implica desconocer las férreas inercias uniformistas de la historia más reciente y de la más lejana. Precisamente por eso, el ilusionante cambio anunciado en la sesión constitutiva del Congreso el pasado 17 de agosto no puede darse por descontado. Exige compromiso y presión por parte de quienes aspiramos a una investidura lo más plurinacional, lo más progresista, lo más feminista y lo más republicana posible. El mismo Salvador Espriu, que llamaba a construir ponts de diàleg entre los hijos e hijas de Sepharad, sabía que eso no se podía conseguir, como también dijo en un poema, sin perseguir la libertad propia y de los demás indesinenter, adverbio latino que quiere decir “sin pausa, incesantemente”. 

De eso se sigue tratando en esta difícil coyuntura que nos toca vivir. De perseverar, sin descanso, en la defensa de libertades y derechos que nos ayuden, justamente, a hablar, falarhitz egin, a parlar. Y de aprovechar esta grieta que se ha abierto para recordar a Sepharad que no hay tiempo que perder, que el momento es ahora.

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Una nueva Colombia le habla al mundo

Petro defendió en un viaje a principios de año que los retos sociales y medioambientales del nuevo tiempo exigen trabajar en un marco transnacional: latinoamericano, pero también iberoamericano

El presidente electo de Colombia, Gustavo Petro, y la vicepresidenta electa, Francia Marquez, celebran su victoria el 19 de junio en Bogotá.
El presidente electo de Colombia, Gustavo Petro, y la vicepresidenta electa, Francia Marquez, celebran su victoria el 19 de junio en Bogotá.DANIEL MUNOZ (AFP)

El País GERARDO PISARELLO 23 JUN 2022

La victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez en las elecciones del pasado 19 de junio tiene una dimensión histórica que va más allá de Colombia. De entrada, será la primera que un candidato de izquierdas asuma la presidencia del tercer país más poblado de América Latina. Petro lo había intentado ya en 2010 y 2018. Esta vez lo consiguió. Lo hizo sorteando amenazas en un país que en los últimos 70 años asistió al asesinato de numerosos dirigentes con ascendencia popular, desde Jorge Eliécer Gaitán a Luis Carlos Galán o Carlos Pizarro. Y lo hizo, también, con un discurso sencillo basado en la defensa de la paz, de la justicia social y de un modelo de transición energética y económica ambicioso e innovador. En Colombia, impulsar ese programa equivalía una enmienda a la totalidad de la oscura y arraigada herencia de Álvaro Uribe. Pero Petro supo divulgarlo con brillantez y eficacia entre amplios sectores de la población.

Con un paso por la guerrilla similar al del expresidente uruguayo José Mujica o al del exvicepresidente de Bolivia Álvaro García Linera, Petro es uno de los dirigentes latinoamericanos que más presente tiene los efectos deshumanizantes que la dialéctica de la guerra y de la escalada militar generan. También uno de los que más coraje y empatía ha exhibido a la hora de denunciar esa violencia. Su abrazo el domingo con la madre de Dilan Cruz, el joven asesinado por la policía durante las manifestaciones de 2019, es el último ejemplo de ello.

En su compromiso con la paz, Petro ha desplegado una pedagogía política inusual en otras tradiciones más autoritarias de la izquierda. En sus discursos, la paz ha aparecido como la única vía para transformar el dolor generado por la violencia militar y paramilitar en esperanza colectiva y en movilización democrática en defensa del bien común. Petro no la ha presentado como ausencia de conflicto, pero sí como fundamento de una posible “política del amor”, una idea que no ha dudado en hacer suya, desafiando los cánones del supuesto realismo schmittiano que reduce la política al antagonismo entre amigo y enemigo.

Esta idea de la paz y de la reconciliación con justicia como bases para un nuevo republicanismo popular se convirtió en un proyecto encarnado, más sentido y hondo, cuando Francia Márquez irrumpió en escena y se sumó a la fórmula presidencial. Que una mujer afrocolombiana, que reúne todas las heridas provocadas por la desigualdad, se convirtiera en orgullosa candidata a la vicepresidencia del país, permitió que las apelaciones a la Colombia invisibilizada, indígena, negra, campesina, resonaran con fuerza el 19 de junio. Sin el concurso de esos sectores populares, de las mujeres, de la juventud, no se entienden los 2,7 millones de votos adicionales que permitieron a la fórmula Petro-Márquez derrotar a la opción trumpista representada por Rodolfo Hernández.

Pero la bandera de la paz no solo ha aparecido en campaña como ausencia de violencia. Se ha presentado como la condición sine qua non para poner en pie una alternativa económica nueva. Una “economía de la vida” que, en un marco de paz, pueda conjurar prosperidad con justicia social y ambiental.

“Nuestro problema”, ha explicado Petro en varias ocasiones, “tiene que ver sobre todo con el narcofeudalismo y el extractivismo”. Por eso, ha defendido la necesidad de poner en marcha una alternativa económica que implique, entre otras cosas, acabar con ciertas prácticas rentistas, predatorias, y reemplazarlas por formas capitalistas debidamente “civilizadas”. Esto permitiría avanzar hacia una nueva economía en la que los elementos de mercado convivan con el respeto por los derechos laborales, la justicia y la modernización agraria, una industrialización verde, una fiscalidad realmente progresiva y la superación de “la adicción al petróleo”. Habrá que ver cómo se concretan estas ideas. Pero es indudable que expresan una propuesta vanguardista tanto para Colombia como para el mundo.

En una visita a Madrid a comienzos de este año, Petro defendió que los retos sociales y medioambientales del nuevo tiempo exigen trabajar en un marco transnacional: latinoamericano, pero también iberoamericano. “No el de la Iberoesfera del odio que defiende la ultraderecha” sino “el de un iberoamericanismo progresista, plural, en el que España tendría mucho que decir”. Tras la elección de Gabriel Boric en Chile y la perspectiva de un triunfo de Lula en Brasil, estas palabras aparecen cargadas de futuro. Que cristalicen en un proyecto compartido de profundización democrática, con más protección social y con acciones coordinadas contra la emergencia climática es algo por lo que vale la pena comprometerse. Colombia ha decidido hacerlo, “hasta que la dignidad sea costumbre”, como se dice en estos días en sus calles y plazas.

Gerardo Pisarello es jurista y secretario primero de la Mesa del Congreso de los Diputados.

Diversas intervenciones en el Grupo de Trabajo de la UE, de la Comisión de Reconstrucción

Hoy en el Congreso han tenido lugar varias comparecencias ante el Grupo de trabajo UE, de la Comisión de Reconstrucción.

Más allá del nuevo escenario geopolítico peligrosamente en movimiento con personajes irresponsables como Trump y la voluntad política de las fuerzas progresistas del Sur de Europa para que esta crisis no repita los errores de la anterior, con medidas «austericidas», he querido recordar a los que más sufren: las personas que cruzan el Mediterráneo en búsqueda de una vida digna y que esa Europa, a la que se le llena la boca de derechos y bienestar, les da la espalda.

También he querido solidarizarme con la población estadounidense que se ha levantado, con rabia, contra la violencia policial, racista, en ese abismo de desigualdades que les golpea a diario.

Defendiendo el republicanismo de las cosas concretas, el republicanismo ilustrado, que se contrapone al egoísmo de las élites y sus defensores a ultranza, que no aceptaron una salida a la crisis social y ambientalmente justa.

Comparecencia de Manuel Castells en Comisión

Es inadmisible que para financiar las universidades se incrementen las tasas y la carga de las familias.

Claro que hay que aumentar los recursos públicos. Pero con un horizonte irrenunciable: una Universidad pública y gratuita, como la sanidad.

Habla Manuel Castells

«Lo utópico sería pensar que volveremos a lo que había antes o que podemos adentrarnos en un mundo de desigualdad, violencia e inseguridad sin que eso nos alcance a todos.»

Intervención en la Comisión de Asuntos Exteriores, el 23/04/2020

Hoy volvemos a encontrarnos en una situación inesperada, grave, que no puede equipararse a ninguna que hayamos vivido en este siglo, al menos en las zonas más privilegiadas del planeta.

El tsunami sanitario, social, económico, en el que nos encontramos es nuevo, pero no es casual. Es el producto de unas políticas privatizadoras y extractivistas que nos han traído hasta aquí.

Si tenemos una emergencia sanitaria sin precedentes es porque hemos devastado el medioambiente hasta límites indecibles y hemos roto las cadenas alimentarias.

Si tenemos una grave emergencia sanitaria es porque se consintió la mercantilización de la sanidad y porque no ser reforzó  suficientemente la malla pública que tanto logró construir tras el fin del franquismo.

Si tenemos una grave emergencia social y económica es porque el Covid-19 está castigando con especial intensidad a quienes ya venían siendo castigados por las crisis anteriores.

Las familias trabajadoras, las pequeñas y medianas empresas, los autónomos, las personas migrantes y refugiadas, las mujeres, en muchos casos sobreexpuestas al virus, a la precariedad y a la violencia de género.

Estamos por lo tanto ante un aviso de incendio, ante una alarma, ante el anuncio de una catástrofe que nos obliga a actuar y hacerlo ya.

Con sentido de la urgencia pero también con mirada larga, sabiendo que solo podemos evitar el abismo si impulsamos un cambio de paradigma que nos permita reiniciar y repensar profundamente nuestras formas de producir, de consumir y de relacionarnos, en la esfera interna y en la internacional.

Hoy tenemos muchas más razones de las que teníamos en su primera comparecencia para reforzar un multilateralismo comprometido con al menos tres objetivos: revertir las abismales desigualdades globales, frenar la emergencia climática y evitar que proliferen la carrera nuclear y las guerras por recursos.

Obviamente, ese multilateralismo con sentido social, ecológico, comprometido con la paz, tendrá aliados y tendrá adversarios.

Son muchas las voces, por ejemplo, que están abogando por un New Deal como el de Roosevelt y por un nuevo Plan Marshall como el que contribuyó a la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial (por cierto condonando parte de la deuda de Alemania)

El problema es que del otro lado del Atlántico no tenemos hoy ni a Lincoln, ni a Roosevelt, ni a Marshall, y no se los espera. 

Lo que hay es un presidente negacionista, cuya primera reacción ante el avance del Covid-19 fue negar la gravedad de la pandemia y a intoxicar el debate público con afirmaciones conspirativas y xenófobas como la del “virus chino”.

Lo que hay es un presidente que ante los pésimos resultados de su gestión interna decidió retirar su apoyo a la OMS por traerle malas noticias, algo que el director de la prestigiosa revista médica The Lancet ha calificado como crimen contra la humanidad.

Lo que hay es un presidente que por razones electorales, ha desoído la exigencia del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha decidido recrudecer el acceso de alimentos y medicinas a terceros países, ha anunciado un recrudecimiento del bloqueo a Cuba e incluso ha anunciado maniobras militares en Venezuela que obviamente no ayudarían en nada a resolver el conflicto existente en la región.

Si hubiera rectificaciones, bienvenidas sean. Pero mientras tanto, salvo entre nuestra extrema derecha, son cada vez menos las voces que esperan en Europa alguna solución de la Administración Trump.

Sí tenemos, en cambio, un gran reto en Europa, que sí tiene ante sí la obligación de actuar de manera muy diferente a cómo actuó en la crisis 2008.

Europa no puede volver a consentir políticas de austeridad como las que se impusieron al pueblo griego, para que años más tarde salga un presidente de la Comisión a reconocer que esto sea había hecho con mentiras y humillaciones.

Veremos que ocurre hoy, pero no faltan las razones para la preocupación.

En estos  días hemos visto, también, un conflicto desatado, explícito y cortoplacista, que ha impedido a gobiernos de derechas como los de Alemania, Países Bajos o Austria, entender, aunque sea por interés propio, que si la periferia europea cae, es todo el proyecto el que caerá con él.

Hoy Europa se juega su futuro: o da un salto constituyente hacia una refundación más social y democrática, o por el contrario, corre el riesgo de colapsar como proyecto (sobre todo después del Brexit)

Hay que celebrar que los gobiernos progresistas de España, Italia y Portugal hayan puesto sobre la mesa una agenda que apunta en la primera dirección: 1) que haya inversión suficiente, 2) que esta se produzca a través de transferencias ante que de créditos, y 3) que se evite, en caso de endeudamiento, que los beneficiados sean los grandes especuladores.

Avanzar por este camino no sería sino reivindicar el legado de uno de los más grandes economistas del siglo XX: John Maynard Keynes.

Durante Bretton Woods, Keynes sugirió la creación de una Banca Central Mundial que emitiese una moneda internacional para financiar la reconstrucción.

Y agregó otra cuestión básica, lo que él llamaba la eutanasia del rentista, esto es, la completa sumisión del capital financiero al capital productivo y la liquidación, por vía fiscal, de los grandes evasores y de los especuladores.

Hoy los países del sur de Europa –España, Italia, Portugal, Grecia, la propia Francia– deben unir fuerzas para impulsar un programa de este tipo.

A muchas derechas europeas les interesa más subordinarse a Trump que apostar por este proyecto, como ya hicieron en la cumbre de las Azores.

Sin embargo, quienes nos sentimos vinculados a otro europeísmo, al que este sábado 25 de abril recordará la liberación de Roma del fascismo y la revolución de los claveles en Portugal, estamos obligados a buscar otro camino.

Exigir a Europa un cambio de rumbo, exigir para nosotros condiciones dignas de salida de esta emergencia sanitaria, social y económica nos obligan a favorecerla también para los países del Sur y del Este empobrecidos.

Para sus refugiados y migrantes, que están luchando contra el virus, contra el racismo y contra condiciones inhumanas de salubridad en campamentos como los de Lesbos.

Para los países de África y de América Latina, que están afrontando la pandemia de manera tardía, pero que lo hacen con sistemas de salud muy debilitados y teniendo que afrontar simultáneamente grandes desigualdades y otras enfermedades.

Esa precariedad en los países del Sur tiene muchas explicaciones. Pero hay una fundamental que son las políticas de ajuste impuestas por el Fondo Monetario Internacional, por el Banco Mundial y por unos Acuerdos comerciales a menudo desfavorables para sus poblaciones.

Por eso creemos que deberíamos huir de una política de cooperación paternalista con los países del Sur.

También estos países necesitan que sus deudas sean condonadas y que los fondos a los que accedan no impliquen ni condicionamientos neoliberales, ni nuevo endeudamiento, algo que la propia directora general del FMI, Cristalina Georguieva, ha reconocido.

Y estos países también necesitan una política exterior que no normalice ni permanezca indiferente a situaciones derivadas de golpes de Estado como los que se produjeron en Bolivia o de peligrosas involuciones autoritarias como las que estamos viendo en Brasil, Chile o Colombia.

Esta política de cooperación, de solidaridad internacional, debería servirnos para entender que la solución no puede ser el repliegue estatal. Que solos no podemos y que ningún país puede.

Obviamente eso exige reinventar la gobernanza global y adaptarla a los retos del siglo XXI. Pero no podemos permitir que el destino de las Naciones Unidas sea el de la muerte lánguida que acabó con la Sociedad de las Naciones.

Hoy más que nunca necesitamos una voz clara que diga que el  acceso a medicamentos vitales, antibióticos, antivirales y vacunas, deben ser protegidos, no como mercancías, sino como derechos humanos universales accesibles a todas las personas.

Y esa voz, aquí y ahora, sigue siendo la de la Declaración de Derechos de 1948. No es una voz utópica.

Lo utópico sería pensar que volveremos a lo que había antes o que podemos adentrarnos en un mundo de desigualdad, violencia e inseguridad sin que eso nos alcance a todos.

Lo otro –actualizar el mandato de 1948- es una forma realista, posible, de asegurarnos que la “familiar humana” no se autodestruya y que pueda en cambio sobrevivir unida, en común, bajo esta innegociable bandera.   

Con Manuela D’Avila

Ella en Porto Alegre, yo en Barcelona, y a pesar de esa distancia, nos descubrimos en nuestras grandes coincidencias.

Esta crisis sanitaria nos está sirviendo para visibilizar a las personas que cuidan y que ahora aparecen como algo central en nuestras vidas. Muchas cosas deberán cambiar, y por supuesto, exigir unas políticas públicas diferentes. Ahora debemos estar juntas y sin soltarnos la mano, es importante seguir hablando, fraternalmente, para estar preparados y preparadas, colectivamente, para encarar el día después y seguir luchando por un mundo mejor.

En la Comisión Constitucional

La ultraderecha se llena la boca de constitucionalismo. Pero lo suyo es PREconstitucional, pre Constitución de Cádiz, pre Revolución francesa.

El viejo discurso reaccionario que ora y embiste, como decía Machado. Y que solo se contrarresta con republicanismo y democracia.

🎥 Comisión Constitucional 12/02/2020

Libros

Autor de diversos libros sobre constitucionalismo, derechos humanos y derecho a la ciudad:

Procesos constituyentes. Caminos para la ruptura democrática. Trotta Editorial, 2014.

Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático. Trotta Editorial, 2011.

Los derechos sociales y sus garantías. Trotta Editorial, 2007.

Vivienda para todos. Un derecho en (de)construcción. Icaria Editorial, 2003.

Coautor de:

Pedrol, X.; Pisarello, G. La Constitució europea i els seus mites. Una crítica al Tractat Constitucional i arguments per a una altra Europa. En La Constitució europea i els seus mites. Una crítica al Tractat Constitucional i arguments per a una altra Europa.. Icaria editorial. 2005.

Asens, Jaume; Pisarello, Gerardo. No hay derecho(s). La ilegalidad del poder en tiempos de crisis. Icaria Editorial, 2011.

Pisarello, G; Asens, Jaume. La bestia sin bozal. En defensa del derecho a la protesta. Los Libros de la Catarata, 2014.

Varoufakis, Yanis; Pisarello, Gerardo. Un plan para Europa. Editorial: Icaria Editorial, 2016. Colección: Más Madera.