Y tras el acuerdo europeo, ¿qué?

Por Gerardo Pisarello

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La noticia de la entrada en recesión de la economía española, tras una caída del PIB que ha superado los peores pronósticos –un 18,5% en el último trimestre–, exige moderar el optimismo en torno al Acuerdo europeo del pasado 21 de julio. No se trata de desconocer los logros negociadores de países como Italia o España, que tuvieron que lidiar con unas instituciones comunitarias no concebidas para asumir políticas anticíclicas y con el boicot cerril de sus propias derechas vernáculas. Pero sí de asumir que, con los datos de la recesión en la mano, el monto de las ayudas, el marco presupuestario pactado en Europa y la fiscalidad acordada para sufragarlo, se está muy lejos de las necesidades que la crisis en ciernes plantea. Afrontar sin autoengaños esta realidad es una condición imprescindible para impulsar una agenda de reformas que no cargue el colapso económico sobre quienes lo han perdido casi todo. Y también será clave si se pretende desactivar el discurso de odio xenófobo, machista y de clase que las derechas radicalizadas llevan alimentando hace tiempo. 

1. La fuerza (limitada) del Sur de Europa 

Si se comparan las políticas con que se está afrontando la crisis resultante de la pandemia y las que se impusieron tras el crack financiero de 2008, hay algunas diferencias que saltan a la vista. La primera, la que va de la soledad de los gobiernos del Sur de Europa a la hora de negociar alternativas a las políticas de recortes en 2011, o 2015, a la mayor firmeza y coordinación que han demostrado ahora. 

En buena medida, fue la debilidad interna de los gobiernos y la falta de alianzas externas las que facilitaron a la UE, bajo el liderazgo de Angela Merkel, imponer una serie de políticas de ajuste. Ocurrió en España con el Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero a quien le costarían la presidencia y  la infausta reforma del artículo 135 de la Constitución que sacrificaba derechos y objetivos sociales al pago de la deuda a los grandes acreedores. Lo mismo sucedería poco después, cuando la propia Comisión Europea, con el concurso del Banco Central Europeo y del Fondo Monetario Internacional, infligieron drásticos recortes en Portugal y en Grecia. De hecho, el Gobierno de Syriza, liderado por Alexis Tspiras, acabó cayendo por eso, a pesar del histórico referéndum de julio del 2015 en el que un 61,31% de los votantes griegos se pronunció contra los recortes.

Fue la debilidad interna de los gobiernos y la falta de alianzas externas las que facilitaron a la UE, bajo el liderazgo de Merkel, imponer una serie de políticas de ajuste 

Hoy las cosas parecen diferentes. Las políticas de recortes aplicadas en la última década agudizaron el deterioro industrial y de los servicios públicos de los países del Sur (el drástico impacto de la covid-19 en países como España e Italia, de hecho, no puede deslindarse de las políticas de desindustrialización y de recortes en el sistema sanitario experimentados en los últimos años). Pero al mismo tiempo, sin embargo, también generaron protestas y movilizaciones inéditas contra esas políticas de austeridad: huelgas, mareas ciudadanas, movimientos como el 15-M o los vinculados a la Geraçao à Rasca, en Portugal. 

Tanto el deterioro objetivo de la economía, generado por las políticas neoliberales, como las movilizaciones contra la austeridad y los recortes son fundamentales para entender la caída de gobiernos de derechas como los del Partido Popular o el liderado por la Lega de Salvini en Italia y su reemplazo por gobiernos progresistas de diferente tipo. Asimismo, también son básicos para entender la puesta en marcha por parte de estos últimos de escudos sociales que, al menos temporalmente, han permitido proteger a sectores medios y populares que de otro modo habrían quedado expuestos a la más absoluta intemperie. 

Esta irrupción de una Europa del Sur, marcada por una década de movilizaciones contra la austeridad, permitió poner sobre la mesa de negociaciones temas inéditos. Así, por ejemplo, la necesidad de implementar fórmulas de endeudamiento europeo compartido que permitieran repartir los costes de la crisis. O la puesta en marcha de transferencias directas, a fondo perdido, para los países más afectados por la pandemia. O la necesidad de un salto en materia de fiscalidad europea que incluyera gravámenes a las grandes fortunas o a las multinacionales digitales y que permitiera unos presupuestos comunes que vayan más allá de un magro 1% del PIB (en los Estados Unidos, el presupuesto federal llega al 20% del PIB aproximadamente).

A diferencia de lo que ocurrió en 2008, estas exigencias, planteadas de manera nítida por los gobiernos de España, Italia y Portugal, fueron permeando la posición del Banco Central Europeo, de la Comisión Europea e incluso de gobiernos como los de Francia o Alemania. Personajes como la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, o la propia Angela Merkel, inclementes en la imposición de políticas de recortes a los países del Sur tras la crisis de 2008, se mostraron públicamente como “capitalistas con rostro amable”, más receptivas a las exigencias de salidas comunes, o si se prefiere, como “capitalistas realistas”, conscientes de que un hundimiento de las economías del Sur pondría en peligro la supervivencia misma del mercado común. 

Todo ello, sumado al carácter global de la pandemia, fue generando las condiciones para una respuesta diferente a la de la crisis de 2008. Sin embargo, diferentes elementos han conspirado a la hora de su materialización. Por una parte, el veto feroz, incluso violento, de unas derechas crecientemente radicalizadas, que con el aval de la Administración Trump, convirtieron en casus bellis cualquier respuesta que supusiera una salida a la crisis con un mínimo de justicia social y ecológica. Por otro la propia existencia, dentro de las coaliciones progresistas, de sectores conservadores, a veces más papistas que los papas o las papisas de Bruselas en su ortodoxia fiscal. Todo esto ha hecho que el resultado final deje un regusto agridulce. Con algunas luces, pero con bastantes sombras, también. Sobre todo si se coteja, una vez más, con la envergadura del desplome económico y de la emergencia social que se avecinan y que se suman a años de recortes y de desinversión en servicios públicos básicos.  

2. Un momento hamiltoniano descafeinado   

En diversos círculos, el acuerdo alcanzado se describió como el producto de un “momento hamiltoniano”. La referencia, como es sabido, alude al programa federalista propuesto en 1790 por Alexander Hamilton, secretario del Tesoro de George Washington, como vía para asumir la reconstrucción económica de los Estados Unidos una vez acabada la Guerra de independencia. Hamilton, representante de las oligarquías financieras e industriales de los estados del norte, sintetizó en su Informe sobre los fondos públicos las medidas que el gobierno federal debía adoptar para afrontar la crisis económica de posguerra. De entrada, la creación de una autoridad monetaria centralizada que asumiera las deudas de todos los estados federados. Segundo, la emisión, por parte de dicha autoridad de bonos canjeables por deuda. Tercero, la financiación de la misma a través de una fiscalidad federal, que Hamilton acabó concretando en un impuesto sobre el consumo de whisky. 

Uno de los opositores más notables de Hamilton fue Thomas Jefferson. Figura clave en la redacción de la Declaración de Independencia de 1776, Jefferson veía en Hamilton a un claro representante de la plutocracia del Norte. De su federalismo, entendido como proceso de superación de la confederación, y por tanto, de centralización de poder, le preocupaba, primero, que anulara el autogobierno local y colocara las economías de los estados bajo la soberanía de una única autoridad central. Dos, que el gobierno central utilizara su capacidad de endeudamiento en favor de grandes especuladores, otorgándoles demasiada influencia sobre la Federación. Tres, que la emisión de deuda común se financiara a través de impuestos que recayeran sobre los pobres y no sobre los ricos, sobre el sur antes que sobre el norte y sobre los agricultores empobrecidos antes que sobre los grandes especuladores.

Los recortes aplicados en la última década agudizaron el deterioro industrial y de los servicios públicos de los países del Sur, pero también generaron movilizaciones inéditas

Pues bien, si se atiende al resultado final del acuerdo europeo, lo que tenemos es una suerte de momento hamiltoniano, sí, pero descafeinado, sin la ambición federalista del Founding Father de los Estados Unidos, pero con algunos de los sesgos plutocráticos, antigualitarios, que preocupaban a republicanos democráticos como Jefferson. El acuerdo no es siquiera el que Merkel había imaginado: con un toque más social, más renano, o si se prefiere, más franco-alemán. De hecho, cuando parecía que el visto bueno de Macron y Merkel eran suficientes para llegar un pacto, irrumpió un actor no previsto, al menos por la diplomacia del Sur: la coalición antifederal y antisolidaria encabezada por figuras prominentes de la derecha centro-europea como el primer ministro de los Países Bajos, Mark Rütte, o el canciller austríaco, Sebastian Kurz.

Esta coalición, con la ayuda inestimable de paraísos fiscales como Luxemburgo o Malta y de derechas como la española, no pudo frenar las exigencias de los gobiernos del sur de Europa, pero consiguió rebajar de manera notable su alcance. La versión final asume, en un momento en el que el brexit y el propio estallido de la covid-19 hacen temer lo peor, algunas herramientas imprescindibles para la construcción de una Europa social y solidaria. Pero lo hace en términos tímidos, escasamente contracíclicos y muy lejos de lo que debería ser un auténtico New Deal en tiempos de pandemia. Se consiente la mutualización de una parte de la deuda europea y el reconocimiento de transferencias a fondo perdido a los países con mayores dificultades económicas. Pero las cantidades, en relación al PIB de estos países, aparecen como claramente insuficientes. Y lo que es más grave, se consigue a cambio de algunos vetos inaceptables impuestos por los países ricos.   

Por un lado, los llamados “frugales” reciben un “cheque” que se incrementa en 1.124 millones de euros anuales y que les permite reducir notablemente su contribución al presupuesto europeo. Por otro, se les concede la posibilidad de “frenar” –esto es, vetar– dentro del Consejo Europeo, programas sociales y económicos que cuestionen la actual división de tareas entre países ricos y pobres dentro de la UE. Finalmente, se renuncia de momento a medidas clave como la imposición de tasas europeas a las grandes multinacionales digitales. Todo esto en detrimento del presupuesto común, que en la versión aprobada por el Consejo pasaría del 1,16% al 1,074% del PIB de la UE, con recortes sustantivos en materia de inversión sanitaria, investigación o transición ecológica.   

3. Los hombres de negro y la policía de Raymond Chandler 

Esta ofensiva del Partido rentista europeo –que es parte del gran Partido rentista del capitalismo financiarizado global– ha opacado algunas luces del momento hamiltoniano y ha ampliado sus zonas de sombra.  

No se insiste, como querría Vox, en las recetas de austeridad posteriores a la crisis de 2008. Pero tampoco se les cierra el paso. Se asumen algunos elementos imprescindibles para la construcción de una Europa social y solidaria,  pero se hace en términos tímidos y sin poner coto alguno a los grandes rentistas y a las oligarquías financieras que siguen campando a sus anchas. 

Es significativo que poco antes del acuerdo, Christine Lagarde haya decidido inyectar a la banca privada el mayor importe jamás repartido por el BCE

Es significativo, de hecho, que poco antes del acuerdo, la propia Christine Lagarde haya decidido inyectar a la banca privada el mayor importe jamás repartido por el Banco Central Europeo a través de sus operaciones de refinanciación: 1,4 billones de euros entre 742 entidades que devolverán el dinero con intereses negativos y sin las condicionalidades que se pretenden imponer a gobiernos elegidos por la ciudadanía.

Obviamente, esa dependencia de la banca privada será mucho más intensa entre los países del Sur de Europa que han privatizado o desmantelado las instituciones de crédito públicas y que, de hecho, ya están utilizando a los bancos privados como prestamistas a empresas y familias en situación de vulnerabilidad con el aval del Estado. https://e3892b3335bc5e8157166854ed9ccada.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-37/html/container.html

Si se compara esta situación con la de países como Alemania o Francia, las diferencias son notables. La propia apuesta hamiltoniana de Merkel nunca dejó de priorizar los intereses de su país y de su economía. A lo largo de la pandemia, más de la mitad de las ayudas autorizadas por la UE fueron para Alemania, que invirtió un billón de euros en el refuerzo de su aparato industrial. Estas cantidades suponen mucho más de lo que Merkel estuvo dispuesta a asumir como créditos o transferencias directas a los países del Sur. Su propuesta, por tanto, no se dirigió ni a facilitar un Plan Marshall ni a promover la industrialización de la periferia, sino más bien a actuar como una capitalista pragmática. Preocupada por apuntalar la capacidad productiva y exportadora alemana, pero sin asfixiar del todo a economías importantes para el mantenimiento del mercado único, como la italiana o la española.

Lo que esto pueda significar para los países del Sur está por verse. Habrá que saber exactamente qué ayudas llegan, con qué condicionalidad y cuál es el peso del endeudamiento en todo ello. De momento, el Pacto de Estabilidad sigue suspendido y no se avizora ninguna troika en el horizonte inmediato. Pero no es aconsejable bajar la guardia: a los hombres de negro de la austeridad, como a la policía de las novelas de Raymond Chandler, nunca se les debe decir adiós.  

4. Batallas en el horizonte

Que el desequilibrio entre los fondos post pandemia y los recortes presupuestarios previstos para 2021-2027 constituye uno de los puntos ciegos del acuerdo lo ha dejado claro el propio Parlamento europeo. A los pocos días de su aprobación por parte de los ejecutivos estatales, los cinco principales grupos parlamentarios –conservadores, socialdemócratas, liberales, ecologistas e izquierda europea– aprobaron por 465 votos a favor, 150 en contra y 67 abstenciones una resolución conjunta exigiendo a los gobierno que mejoren las cuentas. 

Esta demanda transversal aparece como una cuestión de mínimos. En los últimos meses, el Parlamento ha aprobado resoluciones que se planteaban como objetivo alcanzar los 1,3 billones de euros para siete años.  La Comisión Europea rebajó esa cifra hasta 1,1 billones y los ejecutivos estatales, bajo la presión de los llamados “frugales”, la dejaron en 1,074 billones, más de 200.000 millones de euros menos. 

Se renuncia de momento a medidas clave como la imposición de tasas europeas a las grandes multinacionales digitales. Todo esto en detrimento del presupuesto común 

Esta batalla entre el Parlamento y el Consejo por la ampliación de recursos y la recuperación de fondos eliminados, como el de inversión sanitaria, tendrá un papel central en los próximos meses. Lo mismo ocurrirá con la asunción de la batalla contra las guaridas fiscales o a favor de gravar a gigantes tecnológicos como Google, Facebook, Amazon o Apple, que ahora mismo están lejos de convencer a la Comisión antimonopolios del Congreso de Estados Unidos de que no son una amenaza para la supuesta libre concurrencia. 

Todas estas batallas europeas condicionarán, en parte, el comportamiento de los propios gobiernos estatales, sobre todo en aquellos, como los de España o Italia, que más dependen de las ayudas y fondos europeos para afrontar la reconstrucción social y económica. La percepción de que Europa –dominada por los ejecutivos estatales– no acabará de estar, tampoco esta vez, a la altura de las circunstancias, podría reforzar a quienes, dentro de los gobiernos progresistas, acaban siendo más ortodoxos que la propia ortodoxia neoliberal, y vetar cualquier política anticíclica con el argumento de que podría inquietar o convocar la furia de Bruselas, los Estados del Norte o los mercados financieros. 

Pero también podría ocurrir lo contrario. Que las limitaciones del acuerdo alcanzado, combinada con la gravedad de la recesión en curso, aliente posiciones reformistas más audaces e incisivas. Posiciones que aprovechen la suspensión del Pacto de Estabilidad para impulsar políticas antiausteridad que serían imposibles en otros contextos. O que entiendan que la única geometría variable aceptable es la que permita revertir privatizaciones y reforzar a los bienes públicos, proteger a las depauperadas clases trabajadoras y acompañar propuestas empresariales productivas e innovadoras, yugulando a los grandes rentistas a través de una política fiscal y ecológicamente incisiva. Eso implica asumir medidas valientes contra la precariedad y la temporalidad laboral, una política fiscal que grave a las grandes fortunas, bien a través de reformas al impuesto de sociedades o al IRPF, bien a través de nuevas figuras fiscales, así como la asignación de recursos extra a la sanidad pública, a la vivienda pública y a la educación pública.

A lo largo de la pandemia, más de la mitad de las ayudas autorizadas por la UE fueron para Alemania, que invirtió un billón de euros en el refuerzo de su aparato industrial 

Adentrarse por la senda de un reformismo audaz, modernizador, con clara conciencia social y ecológica, sería sin duda más justo y realista que un reformismo apocado y estrábico, empeñado en mirar simultáneamente a izquierda y derecha y en llegar a pactos con sectores contrarios y favorables a las políticas neoliberales de recortes y de austeridad. 

Por otro lado, solo un reformismo audaz, realista, tanto al interior de los Estados como a escala europea e internacional, podría frenar los planes populistas de una extrema derecha que lleva tiempo velando armas para intentar aprovecharse del miedo y de la irritación que una precarización generalizada de las condiciones de vida acabará provocando. 

Obviamente, nada de esto puede conseguirse simplemente a través de negociaciones diplomáticas o de cumbres gubernamentales. Exige construir, dentro y fuera de las instituciones, alianzas políticas, sociales, sindicales, vecinales, que hoy apenas se vislumbran. Estas redes, necesarias más que nunca en barrios, hospitales, universidades, centros de trabajo, deberán incluir formas presenciales que garanticen un mínimo de seguridad sanitaria. Pero deberán nutrirse también de otras redes telemáticas, locales e internacionales, que han experimentado un crecimiento exponencial durante la pandemia y que han llegado para quedarse. 

Como en tantas otras ocasiones, la historia es un campo abierto de posibilidades. Que sean las más cooperativas y creativas las que se abran camino depende de nuestra capacidad para leer la realidad críticamente. Sin autoengaños, con sentido de la complejidad, pero sin renunciar a la voluntad de actuar para hacer del mundo un sitio con más libertad, con más igualdad y con mucho menos sufrimiento evitable.

Que la corrupción de la monarquía no corrompa la democracia.

Por Gerardo Pisarello

Leer en @publico.es

Según un viejo aforismo inglés, en la Monarquía parlamentaria británica el Rey no puede hacer el mal (the King can do not wrong). Este principio puede parecer un ingenuo y peligroso canto a la arbitrariedad. Sin embargo, para que sea admisible, debe complementarse con otro conforme al cual el Rey no puede actuar por su cuenta (the King can not act alone) a espaldas de la sociedad, sino que debe hacerlo con el visto bueno -el refrendo- de los ministros del Gobierno y bajo el escrutinio crítico de la opinión pública.

Si esto es así, resulta evidente que los turbios negocios de Juan Carlos I de Borbón en esta última década han estado claramente reñidos con lo que, en términos constitucionales, debería haber sido una Monarquía realmente parlamentaria. Pero no se trata solo de él. Se trata, como se está viendo, de un cúmulo de actuaciones que implican a diversos miembros de la Familia Real. De ahí que no se esté, como se ha dicho, ante la corrupción de una persona, sino ante la corrupción creciente de una institución. Una institución que ha funcionado sin controles, rodeada de privilegios, y que amenaza con golpear, una vez más, a la democracia y al Estado de derecho.

Un rey que actuaba (que delinquía) sin referendo

En su reciente anuncio de que abandona España por la «repercusión pública» de unos acontecimientos de su «vida privada», el propio Rey Emérito ha venido a confirmar esta impresión. Ninguna de las expresiones que utilizó es inocua. No lo es la alusión a la «repercusión pública», que en realidad es un eufemismo para referirse a las noticias, los procedimientos judiciales y las peticiones de investigación de sus actuaciones, tanto en España como en Europa. Solo eso, hace que la marcha sea leída directamente como huida, esto es, como una forma de eludir esas investigaciones, más que de contribuir a que se produzcan (algo que se vería confirmado si el destino es un país de otro continente como República Dominicana).

Tampoco es inocua la alusión a acontecimientos de su «vida privada». Porque si los cobros de comisiones, los blanqueos de capitales y los fraudes fiscales que se le imputan eran actos privados, ajenos a su función constitucional, hay buenas razones para sostener que no se encontraba amparado por la inviolabilidad contemplada en el artículo 56.3 de la Constitución.

Si el Rey emérito, en efecto, actuaba por su cuenta, como reconoce en la carta, en beneficio privado y de manera reiterada, quiere decir que no contaba con el refrendo de nadie. Por lo tanto, los artículos que deben aplicársele son el 9.2 y el 14 de la Constitución, que someten a todos los ciudadanos a la ley y al ordenamiento jurídico, sin distingos arbitrarios. Pero no el 56.3, porque la función de dicho precepto no es otorgar carta blanca para delinquir. Ni mucho menos para hacerlo de manera reiterada, burlando a la Hacienda Pública y comprometiendo la estabilidad y la reputación del Estado.

Por el contrario, el sentido de la inviolabilidad del Rey es protegerlo frente a maniobras arteras que pudieran poner en peligro su función constitucional. Esto ocurriría, por ejemplo, si alguien lo obligara a no sancionar y promulgar una ley aprobada por las Cortes, a no firmar un Tratado de Derechos Humanos consentido por el Gobierno y el Parlamento con la amenaza de sancionarlo jurídicamente. Pero nada indica que sea el caso. Que cuando el Emérito actuaba como presunto comisionista, fraguando desde la Zarzuela una «estructura para ocultar dinero a Hacienda», lo hiciera coaccionado por terceros.  Como él mismo admite, no actuaba en cumplimiento de su función constitucional. Actuaba como persona privada, no pública, y al hacerlo así, no podía, ni contar con el refrendo previsto, porque no existía o era directamente imposible, ni pretender no ser investigado y juzgado por dichos actos.

Un rey que actuaba solo (o no tanto)

Que el Emérito actuara «solo» en términos constitucionales, es decir, sin poder descargar su responsabilidad en otros actores, no significa que operara sin el conocimiento de otras personas. Algunas de ellas (como su ex amiga Corinna Larsen, el abogado suizo Dante Canónica, o el gestor de fortunas Arturo Fasana) ya han declarado de hecho como investigadas ante el Fiscal de Ginebra, Yves Bertossa.

Sin embargo, hay otra cuestión relevante: ¿conocía la propia Familia Real sus opacas operaciones financieras? Y de manera más directa: ¿las conocía su heredero en el trono, el Rey Felipe VI?

A comienzos de marzo de 2020, un día después de la declaración del Estado de Alarma por el Covid-19, la Casa Real decidió emitir un comunicado inédito e impactante. En él reconocía que un año atrás, Felipe VI había tenido conocimiento por un despacho de abogados británicos de su designación como beneficiario de la Fundación panameña Lucum, a través de la cual Juan Carlos I presuntamente blanqueaba comisiones recibidas del Rey de Arabia Saudita. En el mismo comunicado, se afirmaba que Felipe VI lo había informado de inmediato a las «autoridades competentes» y que un mes después había informado a su padre que no recibiría ningún beneficio de la misma, renunciando a su herencia personal.

La declaración fue un auténtico terremoto. Y aunque su objetivo evidente era construir la figura de un Rey «ejemplar y transparente», acabó generando lo contrario. Primero, por el momento en que se escogió para hacerla pública, el día después de la declaración de un Estado de Alarma. Segundo, porque en ella no se explicaba por qué Felipe VI había tardado tanto en dar a conocer unos hechos que, como mínimo, conocía desde hace un año. Tercero, porque la supuesta pretensión de renunciar a una herencia con su padre vivo, no tenía más valor que un gesto pour la galerie, que ningún notario podía aceptar, como explicaron varios especialistas en Derecho Civil. Cuarto, porque entre las «autoridades competentes» a las que había informado no figuraba la Fiscalía Anticorrupción, sin duda una de las primeras interesadas.

Todo esto deja abierto muchos interrogantes. La propia Fundación Lucum había sido creada en 2008, días antes que Juan Carlos recibiera un presunto «regalo» de 65 millones de euros del entonces rey saudí Abdullah, y disuelta en 2012, después de que Corinna Larsen recibiera una donación por esa cantidad. Durante esos 4 años, pues, se produjeron muchas de las operaciones que hoy son objeto de investigación judicial. Por ese entonces, Felipe VI no era un niño o un ingenuo adolescente. Era un hombre hecho y derecho, de más de 40 años, que sabía que sería Rey y que supuestamente había sido preparado para ello. Nada, pues, indica que un inminente Jefe de Estado no conociera estas operaciones de su padre, muchas de las cuales se gestaban en la misma Zarzuela. Y mucho menos parece creíble que no accediera a toda la información sobre ellas tras su proclamación como Rey en 2014, hace ahora 6 años.

Por eso, precisamente, la respuesta del Jefe del Estado a la última carta de su padre suena tan poco transparente. Porque su objetivo no parece ser informar sino ocultar información. Limitarse a expresar «agradecimiento» por la decisión del Emérito, pero sin informar sobre las razones de su marcha en plena investigación judicial. Destacar su «legado» y su «obra política y institucional de servicio a España y a la democracia», pero sin hacer mención alguna a los graves hechos de los que se le acusa y sin exigir siquiera que se haga justicia y que se respete el principio de igualdad ante la ley.

Una dinastía nada «respetable» y nada «ejemplar»

Todo esto vuelve más inexplicable e injustificable el comunicado de Moncloa mostrando «respeto» a la decisión del Emérito y valorando la «ejemplaridad» de Felipe VI. Porque ni la decisión de Juan Carlos de Borbón es «respetable», ya que parece pensada para sortear la justicia antes que para favorecer su tarea, ni la conducta del Rey actual ha sido la de un Jefe de Estado «ejemplar», comprometido con la justicia y con lucha contra la corrupción, sino más bien la de un hijo -la de un heredero- que busca proteger a su padre.

Por eso no estamos hablando de la corrupción de un individuo. Estamos hablando de la corrupción de una Familia (recordemos el caso Noos y tantos precedentes) y de una institución que ha actuado sin controles, rodeada de privilegios y sin aceptar el suficiente escrutinio público. Y el peligro, ahora, sería que la corrupción de la Monarquía corrompa, una vez más, a la propia democracia, forzándola una vez más a mirar hacia otro lado y a consentir esferas de opacidad y de impunidad impropias de un Estado de Derecho.

Nada de esto puede tolerarse. Y muchos menos en un contexto en el que desde el Gobierno se está exigiendo a familias, gente trabajadora, pequeñas y medianas empresas que subordinen sus intereses privados a la salud y al bienestar general, que cumplan con la legalidad, y que contribuyan en función de sus recursos a financiar las arcas públicas.

Por eso es fundamental que, más allá del propio Gobierno, sea Felipe VI, como Jefe de Estado y miembro preeminente de la Casa Real, quien informe sobre el paradero y las condiciones de vida de su padre, así como sobre las razones de su salida del país. Al mismo tiempo, es esencial, y propio de una Monarquía que se define constitucionalmente como parlamentaria, que el Rey comparezca ante las Cortes Generales, principal sede de la soberanía popular, para expresar su compromiso con la transparencia, con la investigación de los hechos y con la tarea de la justicia.

Mientras tanto, y dada la gravedad de las actuaciones que se imputan al Emérito, y que la propia Casa Real ha admitido, hay una serie de medidas elementales que deberían adoptarse cuanto antes. La primera, retirar a Juan Carlos I su condición Rey, facilitando así la actuación de los tribunales. La segunda, reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial y aprobar una Ley de regulación de la abdicación (constitucionalmente prevista) con el objetivo de limitar el alcance de la inviolabilidad regia y de dejar claro que esta no supone una carta blanca para defraudar y delinquir. La tercera, acabar con la abusiva criminalización de las críticas a la Monarquía, que a lo largo de estos años solo ha servido para crear un clima de impunidad, censura e intimidación, así como una conculcación reiterada de la libertad ideológica y de expresión. Finalmente, trabajar junto a la sociedad civil organizada para que, cuatro décadas después del referéndum sobre la Constitución de 1978, la ciudadanía, y sobre todo las generaciones más jóvenes, sean consultadas de forma soberana, democrática y libre, sobre la continuidad o no de la Monarquía.

Ciertamente, un mero cambio en la Jefatura del Estado no implicaría por si solo un progreso en todos los ámbitos de la vida social. Pero si algo facilitaría la forma de gobierno republicana y democrática es poner todos los poderes políticos a disposición de los ciudadanos. Mostrar que las instituciones son creaciones humanas que deben rendir cuentas ante la propia sociedad, y educar a sus miembros en el amor por la libertad, por la igualdad, y en el rechazo del privilegio y de los abusos de los poderosos.

Intervención en el Pleno durante el debate del dictamen de la Comisión para la Reconstrucción

Durante mi intervención he recordado a la bancada popular sus maniobras al lado de la alianza especuladora durante la negociación de los Fondos europeos.

En un país normal esto tendría un nombre: delito de lesa patria.

No contaban que los países del sur de Europa y los gobiernos progresistas del sur, les plantarían cara para evitar que sus planes diseñados por nostálgicos de la troica, pudieran salir adelante.

Nosotros no vamos a bajar la guardia, vamos a seguir defendiendo un proyecto que recoja lo mejor de la tradición del constitucionalismo republicano y democrático europeo: justicia fiscal, la defensa de lo público, la protección de la gente trabajadora.

Republicanismo democrático y procesos constituyentes, con Juan Pablo Sanhueza Tortella.

La Fundación Chile Movilizado me invitó el pasado 24 de mayo, al episodio #momentopopulista sobre republicanismo democrático y procesos constituyentes. Ha sido una hora larga de conversación con Juan Pablo Sanhueza Tortella, con el que he compartido ideas y reflexiones, con mucha complicidad en lo común y un gran afecto.

Libros

Autor de diversos libros sobre constitucionalismo, derechos humanos y derecho a la ciudad:

Procesos constituyentes. Caminos para la ruptura democrática. Trotta Editorial, 2014.

Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático. Trotta Editorial, 2011.

Los derechos sociales y sus garantías. Trotta Editorial, 2007.

Vivienda para todos. Un derecho en (de)construcción. Icaria Editorial, 2003.

Coautor de:

Pedrol, X.; Pisarello, G. La Constitució europea i els seus mites. Una crítica al Tractat Constitucional i arguments per a una altra Europa. En La Constitució europea i els seus mites. Una crítica al Tractat Constitucional i arguments per a una altra Europa.. Icaria editorial. 2005.

Asens, Jaume; Pisarello, Gerardo. No hay derecho(s). La ilegalidad del poder en tiempos de crisis. Icaria Editorial, 2011.

Pisarello, G; Asens, Jaume. La bestia sin bozal. En defensa del derecho a la protesta. Los Libros de la Catarata, 2014.

Varoufakis, Yanis; Pisarello, Gerardo. Un plan para Europa. Editorial: Icaria Editorial, 2016. Colección: Más Madera.